Las respuestas cambian
En este artículo, los autores responden a las cuestiones propuestas por los editores de este número de la Revista Sur apoyándose en su experiencia de décadas de activismo en el ámbito de los derechos humanos. En lo que se refiere a la representatividad de las ONG de derechos humanos, los autores sostienen que la legitimidad de tales organizaciones no procede de su respaldo mayoritario, sino de la integridad de su actuación. En cuanto a aliar nuevas formas de actuación de las ONG y su impacto a largo plazo, los autores apoyan una visión pluralista del movimiento de derechos humanos, sugiriendo que las oportunidades de éxito en el sentido de aumentar el respeto a los derechos humanos aumentarán a medida que se dé una mayor diversidad entre las organizaciones y sus estrategias de acción. Sobre el lenguaje de derechos humanos, los autores apuestan a su potencial actual de transformación: alegan que los derechos humanos realizaron y siguen realizando una enorme contribución de naturaleza retórica y práctica. En cuanto a las nuevas tecnologías, argumentan que el reto de las organizaciones consiste en intentar entender cuál es su nuevo espacio y cómo deben redefinir sus programas, de manera que sean necesarios para quienes buscan el cambio social a través de los derechos humanos. Finalmente, analizan la interacción Norte-Sur en el plano internacional, con el cuestionamiento cada vez mayor desde el Sur Global de la pretensión de que solo las organizaciones del Norte serían internacionales y que las del Sur deberían dedicarse exclusivamente a la agenda local.
Muchas de las preguntas planteadas por los editores de la Revista Sur coinciden con las distintas indagaciones que nos hicimos y dudas que nos surgieron en la trayectoria de creación de Conectas Derechos Humanos, como organización internacional situada en el Sur, hace ya más de una década.
Seguimos el itinerario propuesto por los editores para tratar de identificar cuáles fueron los principales cambios que influyeron en la política de las organizaciones de derechos humanos en ese periodo. Al igual que la famosa justificación que dio Albert Einstein cuando le preguntaron por qué les propuso el mismo examen dos años seguidos a los mismos alumnos, cabría decir que “aunque las preguntas sean las mismas, las respuestas cambian”.
Si bien las preguntas siguen pareciéndonos muy pertinentes, las respuestas se han enriquecido con el aprendizaje cotidiano, los errores, las conquistas logradas por los nuevos actores y las causas que adquirieron mayor visibilidad y reconocimiento.
Quizás el cambio más destacado haya sido una mayor democratización o participación de la sociedad civil e incluso de los Estados emergentes en el proceso de la globalización. La emergencia de las voces de lo que se definió como el Sur Global trajo consigo nuevas demandas y nuevos modus operandi en la gramática de derechos humanos.
En aquella época, vislumbramos ya que el inicio de la democracia no coincidía necesariamente con la universalización del respeto a los derechos humanos. Entendimos que sería necesario velar por la protección de los “grupos vulnerables” y vigilar el buen funcionamiento de las instituciones que sostienen la democracia y aseguran el cumplimiento de las leyes de manera igual para todos.
Aun así, hay siempre una frustración por la insuficiencia de las nuevas democracias para superar obstáculos y legados de poder absoluto. La desigualdad social persistente y creciente, las promesas incumplidas de mejora de vida y la falta de rendición de cuentas de las políticas públicas someten a tensión no solo a los regímenes políticos, sino también a las propias organizaciones. Esa tensión ha conducido a nuevas formas de participación y protesta, como han evidenciado las varias manifestaciones que se han multiplicado por Brasil y por el mundo en los últimos años. La conquista más significativa ha sido, sin lugar a dudas, la introducción de un discurso de mayor pluralidad y tolerancia.
¿Cuál es el papel de las ONG en ese nuevo contexto de reivindicaciones? Las ONG son instancias de organización de voluntades que posiblemente escapan a la agregación de intereses tanto del mercado, que busca sustancialmente aumentar los beneficios, como de los partidos políticos, orientada a la maximización del poder. En ese sentido, constituyen “micro poderes” que pueden “desestabilizar” la política tradicional, complicando la vida a los líderes de democracias y de autocracias, ante imperativos de justicia articulados por los derechos. Sin embargo, eso no significa que tengan el poder de llevar adelante o incluso implementar una agenda más amplia.
Tal vez la nueva inquietud de las ONG de derechos humanos esté relacionada actualmente con la redefinición de su rol frente a la multiplicación de diversas formas de otros micro poderes. ¿Cómo navegar para ser visto, oído e incidir de manera significativa en las políticas públicas y al mismo tiempo tener un papel destacado en saber oír, ver y dialogar con esas nuevas formas de protesta?
En sentido estricto, las organizaciones de derechos humanos no son representativas, puesto que no reciben delegación para actuar en nombre de personas o colectividades. Las organizaciones de derechos humanos tienen una naturaleza identitária. Las crean sus asociados con el objetivo de promover un vasto conjunto de derechos de naturaleza jurídica, política y moral, con los que tales asociados se identifican. De esa forma, la legitimidad de estas asociaciones no se plantea en los mismos términos que la que se exige a los partidos, movimientos, organizaciones sindicales o gobiernos. Estos, al reivindicar el ejercicio del poder en nombre de otros, deben mostrarse representativos. En el caso de las organizaciones de derechos humanos, su posible legitimidad tiene una naturaleza distinta: se deriva de la integridad con que buscan promover esos derechos políticamente reconocidos por la comunidad internacional a lo largo de la historia.
Por integridad hay que entender, en primer lugar, la indisociabilidad entre los fines que deben orientar la acción de las organizaciones de derechos humanos y los medios que pueden emplear para alcanzar sus objetivos. Los fines están necesariamente ligados a la promoción, protección y defensa de los derechos humanos, y esa actividad no puede llevarse a cabo mediante acciones que violen tales derechos. A eso se debe que la libertad de acción de ese tipo de organización sea más restringida que la de otras organizaciones que actúan en los ámbitos políticos. La idea de integridad también debe estar asociada a la agudeza, claridad y transparencia con que las organizaciones desarrollan sus acciones, de forma que no se debilite la idea misma de los derechos humanos.
Las formas de relación de las organizaciones de derechos humanos con la comunidad pueden ser diversas. No obstante, desde el momento en que una organización sitúa la representación como su mandato fundamental, asume necesariamente una naturaleza distinta, que puede ser muy legítima y loable, pero que no debe confundirse con la de una organización de derechos humanos en sentido estricto.
Es evidente que las organizaciones de derechos humanos deben construir canales de diálogo con la sociedad, ser sensibles a las aspiraciones de la comunidad y, entre sus múltiples estrategias de acción, prever herramientas de diálogo, esenciales para poder definir prioridades e incluso ampliar las posibilidades de éxito de sus acciones. En muchas circunstancias, como en la lucha contra regímenes autoritarios, discriminatorios, colonialistas, etc., la acción de los grupos de derechos humanos ha estado y está al lado de los movimientos sociales y la mayoría de la sociedad en la que actúa. Sin perjuicio de ello, el mandato de una organización de derechos humanos no debería, empero, depender de la voluntad de la mayoría, o de la de quienes ejercen el poder, ya sea en un partido, en un movimiento, en el Estado, en la economía o incluso en la comunidad. En síntesis, el hecho de que la mayoría se muestre a favor de la tortura o de la discriminación racial en un determinado momento o lugar no significa que las organizaciones de derechos humanos deban promover esas causas. Estar en sintonía con la sociedad y, ocasionalmente, con la mayoría favorece muchísimo el avance de los derechos humanos, pero esos derechos son, en determinados momentos, mecanismos contra-mayoritarios.
Ese posible distanciamiento puede convertir a las organizaciones de derechos humanos en entidades poco eficaces e incluso muy vulnerables. Pero su legitimidad depende, sobre todo, de la integridad con que cumplen su mandato.
Así, no parece que las organizaciones de derechos humanos deban preocuparse por transformarse en verdaderos partidos políticos de los derechos humanos, lo que no quiere decir que no deban intentar influir en los partidos para que éstos actúen a favor de los derechos humanos, e incluso para que los derechos humanos se vuelvan políticas de Estado.
Afianzada la idea de integridad del mandato en cuanto elemento que distingue la naturaleza de las organizaciones de derechos humanos, las formas de implementación de ese mandato deben ser lo más diversificadas posible, por diversas razones. Considerando la enorme complejidad de la sociedad y de la relación entre los fenómenos sociales, no se puede prever el desenlace de una determinada acción llevada a cabo por una organización de derechos humanos. En ocasiones, la derrota en un pleito puede producir efectos inesperados en la promoción de los derechos humanos, ante la indignación causada por la injusticia. Otras veces, un espléndido informe, que da cuenta de prácticas excelentes, simplemente cae en el vacío. Así, la oportunidad de éxito en la ampliación del respeto a los derechos humanos aumentará a medida que se dé una mayor diversidad entre las organizaciones y sus estrategias de acción. Es a partir del conjunto de acciones de largo y corto plazo, estructurales y coyunturales, de impacto público y diplomáticas de donde pueden surgir oportunidades para el avance de los derechos humanos. De esa forma, más importante que buscar una línea de conducta teóricamente más eficiente que todas las demás, las organizaciones deben establecer sus estrategias conforme a lo que juzgan necesario y factible, en consonancia con los recursos humanos, económicos y políticos de que dispongan. Es indispensable tener en mente que la persistencia, la consistencia y la integridad son el secreto para el éxito.
Si, por un lado, son importantes las ideas de planificación, organización y evaluación, por otro lado, también hay que recordar que un alto grado de profesionalización puede dar lugar a un sinfín de problemas, como burocratización, falta de flexibilidad y alta dependencia de recursos económicos. Las organizaciones de la sociedad civil en general, y las de derechos humanos en particular, no deberían preocuparse tanto por imitar a las organizaciones más complejas, como empresas, partidos o sindicatos. Una parte del éxito de muchas organizaciones se debe a la capacidad de asumir riesgos, ajustar metas, redefinir planes, probar múltiples estrategias y aprovechar las oportunidades. La regulación excesiva de las organizaciones de la sociedad civil, así como la dependencia de recursos profesionales, económicos y organizativos cada vez más importantes, puede reducir la autonomía y vitalidad de las organizaciones de derechos humanos.
La forma más adecuada de lidiar con la alta complejidad social, la baja previsibilidad y el bajo control sobre el resultado de las acciones, es buscar aumentar, en primer lugar, la pluralidad de las organizaciones. En lugar de una competencia fratricida por reputación, monopolio temático, exposición mediática y recursos, las organizaciones deberían actuar de manera más concertada, pues los cambios normalmente se derivan de un conjunto de fuerzas, no de la acción de una única organización. En lo que concierne al funcionamiento interno de las organizaciones, éstas deberían buscar una composición más pluralista, tanto de los que participan en la gestión, como de quienes forman parte del consejo de cada organización. Exponer las propuestas de acción a grupos con múltiples talentos, trayectorias y perspectivas puede favorecer la conducción de acciones más positivas en el campo de los derechos humanos, ampliar alianzas y reducir errores.
El lenguaje de los derechos humanos, así como las ideas de democracia, Estado de Derecho y transparencia, componen un repertorio ideológico que ha favorecido un rápido proceso de emancipación social en las últimas décadas. Si, por una parte, democracia y Estado de Derecho son ideas más bien asociadas al funcionamiento de las instituciones, por otra, los derechos humanos tienen la virtud de establecer también modelos de emancipación en los contextos político, social, comunitario e incluso familiar. En ese sentido, no sería incorrecto afirmar que los derechos humanos realizaron y siguen realizando una gran contribución de naturaleza no solo retórica, sino también práctica, a todos aquellos que sufren ataques contra su dignidad, no solo de parte de las autoridades estatales, sino por sus propios contextos sociales. La verdadera revolución de terciopelo vivida en las últimas décadas, cuya base fue el lenguaje de derechos humanos, no permite que se desprecie la fuerza de ese concepto, más aún cuando el socialismo, en cuanto ideología de cambio social, pierde su capacidad de convencimiento y el neoliberalismo se presenta tan insuficiente para transformar el destino de los grupos más vulnerables.
Resulta difícil afirmar si el uso sistemático del lenguaje de derechos humanos erosiona su autoridad e influencia o si, al contrario, transforma los derechos humanos en un patrón básico sobre lo que se puede o no se puede hacer.
Más complejo aún es responder a esa cuestión de forma unidimensional. Mientras que en algunas sociedades parecen haber ocurrido transformaciones rápidas y estructurales en sintonía con el lenguaje de derechos humanos, en otras se ha observado un retroceso. Otros lenguajes o ideologías contemporáneas, como el fundamentalismo religioso, las formas extremas de nacionalismo, la supremacía del mercado o un desarrollo anacrónico, establecen puntos de tensión con la lógica de los derechos humanos en diversas circunstancias.
Resulta equivocado afirmar que se ha terminado la necesidad de establecer parámetros de derechos humanos (standard-setting), como si la historia hubiera llegado a su fin. Constantemente vislumbramos la aparición de nuevas luchas por el reconocimiento y nuevas demandas de bienestar. Los cambios tecnológicos y ambientales ya están repercutiendo en el modo en que nos relacionamos y en la forma en que nos organizamos como sociedad. Esos cambios constantes demandan asimismo una constante necesidad de renovación, ampliación y refundación de mecanismos que propongan bases de naturaleza moral, para guiar la convivencia social, así como la relación con las diversas formas de poder, asegurando igual respeto y consideración a los seres humanos.
Es evidente que la vertiente normativa de los derechos humanos, que normalmente es la que más se realza, no puede alejarnos de las misiones políticas y sociales. El establecimiento de patrones tan rigurosos de igualdad y las demandas sustantivas de libertad y dignidad ciertamente encuentran obstáculos en las estructuras de poder de las más diversas sociedades. En algunas más y en otras menos, pero en todas ellas hay jerarquías y abusos. Esto nos conduce a pensar que cualquier proceso de cambio que sitúe a los derechos humanos como meta debe tener en cuenta la necesidad de operar tanto en el plano de las estructuras sociales como en el de las instituciones políticas. Es decir, es necesario ampliar el ideario de los derechos humanos a través de la educación y de la cultura, de la misma forma que resulta necesario intentar establecer los derechos humanos como puntos innegociables para los que buscan el ejercicio legítimo del poder dentro de la sociedad.
Es indudable que las nuevas tecnologías de la información y la comunicación influyen en el ámbito de los derechos humanos, al igual que, de hecho, repercuten en todos los demás sectores de la vida social. El tiempo se hace más corto y se da una notable reducción en el monopolio de la información. Ambos fenómenos son extremadamente positivos para el proceso de emancipación social hacia el cual se orienta igualmente el campo de los derechos humanos. El reto para las organizaciones consiste en intentar entender cuál es su nuevo espacio y cómo deben redefinir sus programas, de manera que sean necesarios para quienes buscan el cambio social por la vía de los derechos humanos.
Si nos fijamos en las recientes movilizaciones que se sirvieron de las redes sociales como plataforma de comunicación en todo el mundo, resulta significativa la presencia del discurso de los derechos humanos, ya sea demandando calidad en los servicios públicos, democracia o igualdad. La cuestión es saber si las organizaciones aún desempeñan un papel central, como parece haber sido el caso en las últimas décadas del siglo XX. Al igual que los periódicos y las redes de comunicación, las organizaciones habrán de encontrar un nuevo espacio o perecerán.
Sin embargo, se observan claros cambios positivos, acerca de la posibilidad, hoy real, de la movilización de una enorme cantidad de personas respecto a ciertos temas y cuestiones, a un coste operativo bajísimo. De la misma forma, la tecnología permite ahora que la documentación de violaciones se dé de manera difusa y exponencialmente más amplia que en el pasado. Pero esas nuevas posibilidades no significan que las organizaciones ya no necesiten impulsar el debate. La forma sintética, fragmentada y pluritemática con que las personas parecen integrarse, en buena medida por medio de Internet, abre un nuevo espacio importante para formulaciones más sistemáticas y consistentes, que, si se ofrecen de manera adecuada, pueden ser potenciadas en un nuevo campo de militancia.
Al ser fruto de una coyuntura histórica y un conjunto de decisiones de naturaleza política, que fueron tomadas en determinado tiempo y lugar, los derechos humanos no encuentran necesariamente el mismo eco cultural y la misma adhesión en las distintas sociedades. Políticamente, sin embargo, los derechos humanos vienen transformándose en una especie de ancla moral. Pese a la violación sistemática por parte de un sinfín de gobiernos y de las reticencias o tensiones de carácter cultural, se ha vuelto muy difícil para un régimen o gobierno sostener que la violación de esos derechos es algo legítimo.
Ese nuevo consenso sobre los derechos humanos como presupuesto del ejercicio legítimo del poder no significa, empero, que las disputas acerca de su contenido y su manera de implementación no formen parte de las disputas diarias de los países. Una tensión entre lecturas más individualistas y comunitaristas separa Occidente y Oriente; una tensión entre interpretaciones más liberales y sociales suele dividir el mundo entre Norte y Sur Global. Por mucho que se intente reducir esas aporías, con la construcción de una retórica elástica que habla de la indisociabilidad e interdependencia de las denominadas generaciones de derechos, el hecho es que países situados en distintos bloques buscan reforzar lo que les resulta conveniente en ese amplio universo de los derechos.
Si por un lado esa tensión corresponde a legítimas diferencias entre las múltiples naciones, por otro lado, se presenta como mero subterfugio destinado a encubrir la falta de compromiso de varios países respecto a una noción más amplia de los derechos humanos. En otras palabras, los Estados son selectivos al hablar y emplear los instrumentos de derechos humanos.
En alguna medida, las organizaciones no gubernamentales de defensa de los derechos humanos, al definir sus mandatos, también se ven obligadas a reducir su actuación a determinadas esferas de los derechos humanos. Como buena parte de las organizaciones que proyectaron una actuación internacional nacieron en los países del Norte occidental, ellas establecieron una agenda más centrada en los derechos civiles y políticos, sobre todo referida al desafío de luchar contra el poder absoluto de regímenes autoritarios de derechas e izquierdas por todo el mundo. Independientemente de la enorme relevancia de esas organizaciones, su actuación pasó a ser cuestionada, no solo como recurso retórico de los que buscaban zafarse de sus obligaciones respecto a los derechos humanos, sino también de forma más legítima, en vista de que la unidimensionalidad y el control de la agenda resultaban dañinos para el avance de la causa de los derechos humanos.
Con la tercera ola de redemocratización, que se inicia en Portugal y España, pasa por América Latina y llega después a Europa del Este y a distintos países africanos, surge, fuera del eje del Norte, una inmensa y vibrante masa de movimientos y organizaciones que toman el lenguaje de los derechos humanos como hilo conductor de sus acciones. Con las conferencias internacionales de las Naciones Unidas celebradas durante la década de noventa y el comienzo del nuevo siglo, muchas de esas organizaciones tuvieron la posibilidad de hacerse más cosmopolitas, abriendo espacio para la aparición de algunos movimientos efectivamente internacionales con raíces en el Sur.
Esas organizaciones traen a la agenda internacional nuevas demandas y prácticas políticas. Cuestionan las conductas de sus propios Estados, pero también de las llamadas democracias centrales y, finalmente, cuestionan también a las organizaciones más tradicionales y hegemónicas del Norte.
El resultado más tangible fue la incorporación de algunas de esas nuevas demandas a la agenda internacional mediante mecanismos también nuevos, como los Objetivos de Desarrollo del Milenio y diversas plataformas de lucha contra la pobreza, el sida, etc.
De la misma manera que se amplió la agenda de la política internacional de derechos humanos, las organizaciones más tradicionales y hegemónicas, como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, se vieron igualmente obligadas a renovar su discurso y su actuación, ya fuera ampliando el alcance de los derechos protegidos o cambiando la pauta de relación con las denominadas organizaciones locales o regionales.
Esos cambios también fueron afectando paulatinamente al universo filantrópico de la cooperación internacional. La noción de que las organizaciones internacionales estaban necesariamente radicadas en el Norte y que las del Sur deberían dedicarse exclusivamente a la agenda local fue fuertemente cuestionada desde el Sur Global.
Es importante afirmar que no se trataba de una crítica meramente instrumental, destinada a ampliar el poder de sus organizaciones del Sur, sino de un movimiento necesario para otorgar verdaderamente una dimensión más cosmopolita e integral a la realización de los derechos humanos. Con el tiempo, la retórica de los derechos civiles pasó a verse con desconfianza, por su uso instrumental por parte de los países liberales; por otra parte, el discurso de los derechos sociales también resultó estar siendo utilizado de forma un tanto hipócrita para encubrir violaciones de los derechos civiles.
El brote de optimismo con el avance de los derechos humanos que se dio a principios de la década de 1990 y que se vio reflejado en las conferencias de Rio (1992) y de Viena (1993), fue desvaneciéndose lentamente debido al hecho de que el compromiso de las nuevas democracias resultó ser solo parcial, por no hablar del nuevo gran player internacional, China, que literalmente rehúsa un compromiso con los imperativos de los derechos humanos. Por otro lado, la postura sumamente selectiva de Estados Unidos y de algunos de sus aliados también ha contribuido a un ambiente no muy constructivo en el plano internacional. La propia discusión en torno a la inclusión de cláusulas de justicia, Estado de Derecho y seguridad en los nuevos Objetivos de Desarrollo del Milenio, en especial la resistencia de los países del Sur a incluir tales objetivos en favor de sus propias poblaciones, demuestra el nivel de las tensiones.
La retórica Norte-Sur, u Occidente-Oriente, se ha utilizado en muchas circunstancias para encubrir violaciones, estructuras de exclusión y poder absoluto o simplemente para promover intereses hegemónicos.
El reto de las organizaciones locales, regionales o internacionales, sean del Norte o del Sur, de Occidente o de Oriente, radica en atender a la dimensión fundadora de los derechos humanos, que consiste en considerar a cada persona como un fin en sí mismo, como sujetos de igual respeto y consideración en los múltiples contextos en que están insertos.