Lenguaje

El futuro de los derechos humanos11. Este ensayo apareció originalmente en una forma algo diferente en un catálogo de arte: (Gregos; Sorokina, 2012).

Samuel Moyn

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RESUMEN

El presente ensayo resume el argumento del autor que plantea la génesis reciente de los derechos humanos internacionales e indaga acerca de las implicancias que tiene dicho argumento para el futuro. Hace hincapié en los orígenes movilizacionales de los derechos humanos actuales e insiste en la necesidad de reorientarlos para alejarlos de la solución de compromiso históricamente específica y políticamente minimalista entre el utopismo y el realismo que representan los derechos humanos actualmente.

Palabras Clave

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Desde hace tiempo me fascina el lugar que ocupan los derechos humanos internacionales en la imaginación utópica. ¿Cuándo fue precisamente que un concepto tan central para la conciencia moral de tantos idealistas de la actualidad se convirtió en la causa suprema?

Hallar la respuesta a este interrogante exigió una mirada retrospectiva a significados previos de las reivindicaciones de derechos, que desde luego se hacían, pero en general funcionaban de manera muy distinta. También fue crucial analizar con cuidado algunas eras en las que el concepto pudo haberse extendido en un movimiento de base amplia, y pudo haberse convertido en piedra de toque, aunque eso no ocurrió: en particular el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando muchos soñaban con un nuevo acuerdo, y durante la descolonización posterior.

La conclusión de este estudio fue inesperada: los derechos humanos tal como los conocemos nacieron ayer. Los derechos humanos se cristalizaron en la conciencia moral de las personas recién en la década de 1970, tanto en Europa como en América Latina y los Estados Unidos, y en alianzas transnacionales entre ellos, mayormente como resultado de una desilusión generalizada con formas anteriores y hasta entonces más inspiradoras de idealismo que estaban fracasando. En otras palabras, los derechos humanos surgieron como la última utopía, pero no de cero: aparecieron sólo con posterioridad al fracaso de otras utopías quizás más inspiradoras (MOYN, 2010).

Parece extraño decir que la imaginación utópica debe comenzar en el mundo real pero, en lo que atañe a los derechos humanos internacionales, está claro que utopía y realidad no son tan mutuamente excluyentes como mutuamente dependientes. Al menos, la esperanza plasmada en las normas y los movimientos de derechos humanos, que germinó en la última parte del siglo XX, surgió de una evaluación realista del tipo de utopismo que podría resultar diferenciador.

Una posible respuesta a este hallazgo mío podría ser la propuesta de retornar a la imaginación utópica en su forma pura, divorciada de los intentos de institucionalizarla. Cuando Platón se ganó el desprecio de Nicolás Maquiavelo por soñar con una política basada en un tipo de hombres distintos de los que existían en la realidad, quizá el florentino estaba dejando de lado el valor de los experimentos mentales, aunque resulten completamente inútiles. Si la utopía de los derechos humanos surgió de una solución de compromiso histórica con la realidad, entonces quizás el intento mismo de lograr una solución de compromiso fue un error: un mejor utopismo provendría de la negativa de presentarle a la realidad los respetos de ajustarse a ella.

En mi opinión, esta postura es errónea. Los derechos humanos al menos respondieron a la necesidad de comenzar la reforma del mundo –aunque sea una reforma utópica– a partir de su forma actual. Me preocupa, sin embargo, que los derechos humanos puedan haberse ajustado demasiado a la realidad. Los derechos humanos resultaron tan minimalistas en sus propuestas de cambiar el mundo que quedaron fácilmente neutralizados, e incluso se los ha invocado como excusas –por ejemplo, en guerras que atienden otros intereses– para optar por caminos que sus defensores originales no tenían en sus planes.

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Al relevar la historia tanto académica como popular de los derechos humanos, encontré un desequilibrio impactante entre los intentos comunes por atribuirles el concepto a los griegos o a los judíos, a pensadores de los albores del derecho natural moderno, o a revolucionarios franceses, y la conjetura mucho más reciente que sugerían mis pruebas. ¡Hay un libro que incluso llega a remontarse a la Edad de Piedra! (Ishay, 2004). Ahora bien, es cierto que muchas ideologías históricas a lo largo de los milenios les otorgan un lugar central a la moralidad y a la humanidad. Sin embargo, lo hacen de maneras absolutamente distintas a las de los movimientos de derechos humanos actuales.

Incluso en épocas tan recientes como la era revolucionaria de la historia europea y estadounidense, luego de la cual “los derechos del hombre” pasaron a ser un lema, existía la suposición universal de que el objetivo era que un Estado –incluso un Estado nación- los protegería. Luego hubo polémicas dentro de estos Estados para definir los derechos que implicaba pertenecer a ellos. Por esta razón, si se quiere, hubo un movimiento de los “derechos del hombre” antes de que existiera un movimiento de derechos humanos, y se lo llamó nacionalismo. Con todo, los derechos humanos hoy no son ni revolucionarios en sus asociaciones, ni ofrecen derechos basados en la pertenencia común a un espacio de protección, ya sea dentro o más allá del Estado nación.

Más aún, si bien es cierto que ya antes había florecido una crítica a la “soberanía” nacional, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se formuló la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), también encontré que la atención extraordinaria que recibe esta era entre los académicos y los entendidos está descolocada. Ni siquiera está claro cuántos de los que hablaban sobre los derechos humanos en la década de 1940 tenían en mente la creación de los tipos de autoridad supranacional en los que se basan los “derechos humanos” hoy. De cualquier forma, casi nadie apelaba a los derechos humanos por entonces, ya fuera en una versión antigua o nueva. La ideología victoriosa de la Segunda Guerra Mundial, de hecho, era lo que yo llamaría “bienestarismo nacional”, el compromiso de actualizar los términos de la ciudadanía del siglo XIX para incluir la protección social, una obligación que se contrajo indefectiblemente dentro de los términos de la nación. No fue accidental que fuera precisamente en esa era que se globalizó el Estado nación para pasar a ser, finalmente, al cabo de siglos, la forma política dominante de la humanidad. Si los derechos humanos resonaban siquiera, fue como un sinónimo de los tipos de derechos nuevos que los Estados les ofrecerían a sus ciudadanos: de ahí que la Declaración Universal se auto-describiera como “ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse”.

Pero si la política bienestarista nacional se globalizó mediante la descolonización, no fue gracias al concepto de los derechos humanos. En efecto, esa idea se introdujo en medio de la Segunda Guerra Mundial, como sustituta de la liberación del imperio con la que soñaba la mayoría en todo el mundo. En los comienzos de la Guerra, Franklin Roosevelt y Winston Churchill formularon sus objetivos de guerra –antes de que los Estados Unidos ingresaran siquiera al conflicto– en la famosa Carta del Atlántico (1941). Una de sus promesas era “el derecho que tienen todos los pueblos de escoger la forma de gobierno bajo la cual quieren vivir”, y así se celebró el documento en todo el mundo, efectivamente como una promesa de descolonización. Pero Churchill –quien convenció a Roosevelt con éxito– había querido que dicha promesa se aplicara sólo al imperio de Adolf Hitler en Europa Oriental, no al imperio en general y, por cierto, no al imperio de Churchill. Durante la Guerra, como la promesa de autodeterminación colonial fracasó, los derechos humanos cobraron mayor popularidad, como una suerte de premio consuelo que fue, por lo tanto, desdeñado. Y no es de extrañarse: no sólo los derechos humanos no implicaban el fin del imperio, sino que las potencias imperiales fueron sus principales propulsoras. Quienes vivían bajo el imperio resolvieron luchar por la autodeterminación que se les había prometido originalmente (MOYN, 2011).

Mientras tanto, en el mundo del Atlántico Norte, las discusiones sobre un desgastado consenso bienestarista de guerra ocuparon el lugar de honor. El problema acuciante, tal como lo comprendía la mayoría, no era cómo ir más allá del Estado, sino qué tipo de nuevo Estado crear. Y, en esta situación, la ficción de un consenso moral de “derechos humanos” no ayudaba. En cambio, todos aceptaban la batalla política. El motivo resulta obvio: si yo digo que tengo un derecho, y tú dices que tienes un derecho, no hay alternativa cuando compartimos ciudadanía excepto luchar entre nosotros por la victoria o una solución de compromiso, legislación si es posible y revolución si es necesario, que es de lo que se trata la política moderna. Como expresara Hannah Arendt, fue por estas mismas razones que quienes estaban comprometidos con expandir la ciudadanía en los tiempos modernos comenzaron a hablar menos acerca de los derechos en lugar de más: “Si las leyes de [tu] país no estaban a la altura de las demandas de los Derechos del Hombre, se esperaba que [tú] las cambiaras, a través de legislación… o mediante acción revolucionaria” (ARENDT, 1973, p. 293).

Irónicamente, en la década de 1970, el mismo consenso en torno de los ­­­principios morales que una vez no había resultado útil, en esta oportunidad ofrecía la salvación. Con el agotamiento de los esquemas de reforma detrás de la Cortina de Hierro y el colapso del disenso estudiantil en Occidente, no parecía factible soñar con un mundo mejor a la antigua: es decir, con la propuesta de una alternativa política genuina y controvertida. En Oriente, los disidentes reconocían que tales programas serían aplastados. Una moralidad de los derechos humanos ofrecía una “anti-política” para resistir y condenar al Estado comunista. En Occidente, también había una alternativa moral que hacía su llamado –en especial para los idealistas que habían probado otras cosas antes, incluso compromisos izquierdistas, y los habían hallado igualmente deficientes. También tenía sentido en un Estados Unidos que buscaba recuperarse del desastre auto-impuesto de Vietnam. Durante un breve instante, y mayormente para los progresistas, la crítica moralista que el presidente estadounidense Jimmy Carter hacía de la política –al reprobar a su país en términos de pecado por su catástrofe de Vietnam– resonó entre los votantes.

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A la luz de los reclamos históricos, algunos de los fundamentos del argumento político ahora parecen más fuertes que antes, y otros parecen más débiles. Claramente, pensar que los derechos humanos internacionales son un don divino o que se dan naturalmente, o incluso que fueron un legado de comprensión moral continua tras el horror genocida de la Segunda Guerra Mundial, es un error.

Los derechos humanos comenzaron a tener sentido en un mundo de Estados descolonizados (pero en el que no se confía en que todos los Estados puedan ejercer su soberanía de la misma manera). Atrocidades contra la humanidad, como el comercio de esclavos, una vez justificaron el imperio, como en la “Disputa por África” después de 1885; ahora justifican el oprobio contra los Estados que dedicaron las primeras décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial a obtener su independencia del imperio. Incluso y especialmente para los occidentales, los derechos humanos fueron descubiertos masivamente recién después de haber intentado otras cosas antes, como el socialismo, y haberse rendido desesperanzados. Nuestro idealismo nace de la desilusión, no del horror ni de la esperanza.

Pero esta sugerencia no se traduce fácilmente en una serie de consecuencias concretas. La historia muestra que incluso las creencias más valoradas siempre son vulnerables. Pueden asentarse durante un tiempo, pero nunca son estables. Esto también significa que el peso recae en el presente, que no debe volver al pasado en busca de contención, sino que debe decidir por sí mismo en qué creer y de qué modo cambiar el mundo. La historia, cuanto mucho, libera, pero no construye. Sin embargo, quizás ofrece una enseñanza sobre qué tipo de idealismo se debe o, al menos, se puede buscar.

Durante muchísimo tiempo en la historia moderna, los programas para mejorar el mundo tenían mayor importancia cuando eran controvertidos desde lo político –como cuando buscaban derribar el status quo. Alcanzar el Estado nación requirió prescindir de reyes y aristócratas, así como el “movimiento de los derechos del hombre” del siglo XX descolonizado exigió que los imperios llegaran a su fin. En la década de 1940, se pasó por encima de los derechos humanos porque éstos ofrecían tan sólo la ficción de un consenso moral que claramente no se correspondía con la necesidad de una opción política.

Como se mencionara antes, la década de 1970 inauguró un período excepcional en el que la moralidad de los derechos humanos cobró sentido; si dicho período llegara a su fin y sólo cuando ello ocurra, la necesidad de contar con opciones políticas contestatarias podría volver a ser la más relevante a satisfacer. Desde luego, todas, o casi todas, las agendas políticas apelan a normas morales trascendentales. Pero la política programática nunca tiene que ver con esas normas morales solamente. Supone que los del otro lado, puesto que la política siempre tiene al menos dos lados, pueden apelar de la misma manera a las normas morales. Entonces la política se vuelve batalla, con suerte una batalla librada por medios de persuasión, que van desde la publicidad a los argumentos, para ganar poder e implementar programas.
Extrañamente, sigue siendo un tabú pensar que esto es lo que debería ocurrir también en los asuntos internacionales. El partidismo aceptable en lo interno –la competencia normal por el poder entre los partidos– no está disponible abiertamente en el extranjero, excepto a través de la alianza o competencia de Estados en lugar de partidos o movimientos más amplios. Por el contrario, en gran parte gracias a los derechos humanos, las agendas para el mundo se discuten en términos de moralidad.

Para los derechos humanos internacionales contemporáneos hay solo un lado. Se requiere la invasión de algún país como si se desprendiera de la norma moral de la responsabilidad de proteger, mientras que un filósofo enardecido de vergüenza frente a la pobreza del planeta insiste en que la moralidad exige redistribución económica. El militarismo humanitario no se defiende como una agenda altamente política, mientras que el principio moral que exige redistribución en sí mismo no nos dice cómo lograrlo, aunque necesariamente implicará una agenda potencialmente violenta en que se tome riqueza de los poderosos para dársela a los desdichados del planeta.

Por supuesto que la lucha por el poder es igualmente operativa a nivel global. Pero debido a que nadie ha descubierto una forma de restringir el partidismo en los asuntos internacionales, que tan frecuentemente condujo a hostilidades militares, ha resultado preferible discutir en términos morales absolutos o sentimentales. Pero para los que expresan este temor de “politizar” los asuntos mundiales, hace falta señalar que el espacio global ya es un ámbito en el que se juega la política del poder. Debido a esta realidad, invocar principios morales o bien no tendrá ningún efecto, como la queja del filósofo sobre la pobreza, o bien enmascarará las realidades del poder, como cuando se producen invasiones humanitarias. Fingir que ya todos estamos de acuerdo con las normas morales invocadas no modifica el hecho de que nadie lo está, o de que se las interpreta bajo las presiones del interés y el partidismo.

La conclusión es que podemos y debemos arriesgarnos a desarrollar iniciativas más abiertamente partidarias en los asuntos internacionales. La opción no es tenerlas o no, sino si son explícitas o no. Otra forma de plantear este reclamo es en términos del antiguo contraste que hacía Friedrich Engels entre el socialismo utópico y el socialismo científico. Su distinción era confusa, si el socialismo marxista tuvo alguna característica, fue la de ser utópico. Pero Engels tenía razón en hacer una distinción entre utopías que reconocen que son controvertidas y oposicionales, y por ende necesitan descender a la competencia programática por el poder, y las que pretenden que la sola expresión de deseo cambiará al mundo. Debe recuperarse el primer enfoque por el bien de la utopía, porque el segundo demuestra constantemente ser inútil. En síntesis, los “derechos humanos” deben volverse más científicos.

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Es aquí donde el rompecabezas de los derechos humanos contemporáneos como conjunto de principios y sentimientos morales globales se manifiesta más claramente. Tal como se los presenta en general, no intervienen en la política del poder. Pero, precisamente por esa razón, a menudo parecen ser poco diferenciadores en términos prácticos, reduciéndose a un mero ornamento en un mundo trágico que no transforman. Debido a que no son lo suficientemente realistas, terminan por complacer demasiado a la realidad. Se requiere una mejor solución de compromiso entre el utopismo y el realismo. Cómo encontrar esta solución de compromiso es cualquier cosa menos una obviedad. Pero puede ayudar el concluir con un listado de tesis que indican el tipo de solución de compromiso en que estoy pensando.

Una política de los derechos humanos debe implicar una transformación en pasos. Desde hace mucho tiempo, la política radical se debate entre reforma y revolución; pero, si hay algo que la izquierda ha aprendido es la necesidad de rechazar esta dicotomía. En lugar de ello, el objetivo debería ser comenzar con ideas y movimientos de derechos humanos internacionales tal como existen actualmente, y radicalizarlos a partir de allí.

Una política de los derechos humanos debe reconocer que es movilizacional. No hay registro del derecho internacional de los derechos humanos que contenga una sección sobre los derechos humanos como movimiento global. Más bien, las normas de derechos humanos se presentan como normas a ser aplicadas por jueces. Los realistas saben que esta forma de presentación no sólo es falsa desde el punto de vista histórico sino que además evita el examen de las condiciones en las que triunfan los movimientos (MOYN, 2012). En aras del no partidismo que parece demandar el acto de juzgar, el rol de los jueces contemporáneos depende de la supresión del hecho de que están aliados con un movimiento global de opinión. Ocasionalmente, un juez, como Antônio Augusto Cançado Trindade (que integra la Corte Internacional de Justicia), es más honesto respecto de su deseo de afiliarse con la “humanidad” como fuente del derecho de los derechos humanos.1 Pero no bien los jueces son reconocidos como agentes movilizacionales, comienzan a surgir cuestionamientos duros respecto de si son los agentes correctos.

Una política de los derechos humanos debe trascender a los jueces. La historia muestra que los movimientos que dependen exclusivamente de los jueces son débiles. En la historia estadounidense, los jueces tuvieron éxito en forzar el cambio político genuino en nombre de las normas morales sólo cuando se aliaron con movimientos políticos de las bases, como lo demuestra la historia del movimiento de los derechos civiles de la década de 1950 y 1960. Al perder fuerza las bases, también lo hicieron los jueces, como ponen en evidencia el colapso, truncamiento y destrucción de la revolución estadounidense de los derechos civiles justo cuando los “derechos humanos” adquirieron prominencia. En cualquier caso, los jueces hoy tienen el poder de movilizar por los derechos humanos sólo en contextos institucionales muy específicos: en sistemas nacionales de gobierno que les otorgan un papel, o en tribunales regionales que reúnen naciones que ya acordaron ceder ciertas prerrogativas soberanas a elites judiciales. Para que los derechos humanos sean más diferenciadores, el movimiento debe ser más sincero respecto del hecho de que su éxito depende de su propia fuerza movilizacional y de su penetración en las bases. Por ello, la decisión reciente de Amnistía Internacional de volver a sus raíces movilizacionales y cultivar centros locales de autoridad es un paso promisorio en la dirección correcta. Pero no hay muchas otras ONG que trabajen de este modo.

Una política de los derechos humanos debe buscar el poder por sobre las condiciones reales del goce de los derechos formales. El aspecto que vaya a tener la política global de derechos humanos se desprenderá de experiencias nacionales previas en el desarrollo de programas contestatarios. Cuando en el siglo XIX se fusionó un movimiento progresista transatlántico para oponerse al sufrimiento provocado por el capitalismo no regulado, se tomó conciencia de que invocar derechos formales no bastaba –especialmente debido a que los defensores del capitalismo no regulado también apelaban comúnmente a los derechos naturales, tales como la inviolabilidad de los derechos de propiedad. Entonces los progresistas desformalizaron los derechos proponiendo que no eran principios metafísicos absolutos sino herramientas contingentes de organización social pragmática (FRIED, 1998). El mismo movimiento debe darse ahora a nivel global.

Una política de los derechos humanos se apartará de la formulación de normas de manera individualista y dejará de privilegiar las libertades políticas y civiles. En la misma veta, y a fin de apuntar a los peores sufrimientos del mundo, los derechos humanos deben avanzar en la misma dirección que los progresistas nacionales anteriores. Al tiempo que desformalizaban los derechos, atacaban su naturaleza individualista en aras del bien común o la solidaridad social, e insistían en que las condiciones reales para el goce de cualquier derecho deben buscarse no simplemente en la posesión de la seguridad personal sino también en el derecho al bienestar económico.

Algunos movimientos, como el marxismo, se apartaron del individualismo y de los derechos en general, pero una política de derechos humanos no lo hará. Sin embargo, tendrá que apartarse mucho de las preocupaciones clásicas del movimiento de derechos humanos desde la década de 1970, que se basó en la campaña por los derechos políticos y civiles contra el Estado totalitarista y autoritario (y ahora, con mayor frecuencia, el Estado poscolonial). Si bien no debe abandonar por completo su preocupación respecto de los Estados maléficos, deberá hacer de lo que ha sido una obsesión un elemento periférico de una campaña mayor. En definitiva, deberá dedicarse a la preocupación programática de diseñar buenos Estados para los fines del bienestar económico global.

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Uno podría preguntar con franqueza cuál es el incentivo para transformar los derechos humanos de este modo. La respuesta, creo yo, es que si el movimiento de los derechos humanos no ofrece una utopía más realista y politizada, habrá otra cosa que ocupe su lugar.

La situación geopolítica está cambiando rápidamente. Los derechos humanos como normas morales despolitizadas ascendieron rápido y llegaron lejos en una situación de la historia mundial particular, entre la era bipolar de la Guerra Fría y la era multipolar que con certeza está por venir. En el período inmediatamente posterior a la Guerra Fría, antes de que interviniera el 11 de Septiembre, los europeos coqueteaban con la idea de que había que equilibrar el poder estadounidense. Hoy, la mayoría piensa que el agente de equilibrio será China.

Un retorno a una geopolítica de la lucha trae inevitablemente aparejado un mundo en el que apelar a las normas morales dejará de parecer primordial. Los derechos humanos pueden retener su importancia actual pasando a ser un lenguaje de partidismo abierto de modo que otros realistas, para quienes la justicia universalista es, en el mejor de los casos, una preocupación secundaria, no se queden con el campo de juego.

Pero la historia también nos enseña que el partidismo es agridulce. Los derechos humanos descenderán al mundo como lenguaje de contienda, pero el otro lado ya no estará obligado a acatarlos como vinculantes –una moralidad por sobre la política. El otro lado también podrá ofrecer sus propias interpretaciones de los derechos. Estamos alejándonos rápidamente de un mundo en el que los derechos humanos adquirieron prominencia precisamente porque parecían una alternativa a la lucha, una utopía pura donde otras habían fracasado. Algunos verán el descenso de los derechos humanos a la lucha programática como un costo demasiado elevado a pagar por conseguir relevancia. Pero si la alternativa es la irrelevancia, el precio no es muy alto.

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Notas

1. Consideremos esta formulación notable de una opinión consultiva cuando Antônio Augusto Cançado Trindade integraba la Corte Interamericana de Derechos Humanos: “No es función del jurista simplemente tomar nota de lo que hacen los Estados, particularmente los más poderosos, que no dudan en buscar fórmulas para imponer su ‘voluntad’ … [El derecho] no emana de la insondable ‘voluntad’ de los Estados, sino más bien de la conciencia humana. El derecho internacional general o consuetudinario emana no tanto de la práctica de los Estados (no exenta de ambigüedades y contradicciones), sino más bien de la ‘opinio juris communis’ de todos los sujetos del Derecho Internacional (los Estados, las organizaciones internacionales, y los seres humanos). Por encima de la voluntad está la conciencia. … El Derecho está siendo ostensiva y flagrantemente violado, día a día, en detrimento de millones de seres humanos, entre los cuales los migrantes indocumentados en todo el mundo. Al insurgirse contra estas violaciones generalizadas de los derechos de los migrantes indocumentados, que afrentan la conciencia jurídica de la humanidad, la presente Opinión Consultiva de la Corte Interamericana contribuye al proceso en curso de la necesaria humanización del Derecho Internacional. … Al hacerlo, la Corte Interamericana tiene presentes la universalidad y unidad del género humano, que inspiraron, hace más de cuatro siglos y medio, el proceso histórico de formación del derecho de gentes. Al rescatar, en la presente Opinión Consultiva, la visión universalista que marcó los orígenes de la mejor doctrina del Derecho Internacional, la Corte Interamericana contribuye para la construcción del nuevo ‘jus gentium’ del siglo XXI” (INTER-AMERICAN COURT OF HUMAN RIGHTS, 2003).

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Referencias

Bibliografía y otras fuentes

ARENDT, Hannah. 1973. The Origins of Totalitarianism. New York: Harcourt; new edition.

FRIED, Barbara H. 1998. The Progressive Assault on Laissez Faire: Robert Hale and the First Law and Economics Movement. Cambridge, MA: Harvard University Press.

GREGOS, Katerina; SOROKINA, Elena (Org.). 2012. Newtopia: The State of Human Rights. Mechelen: Ludion.

INTER-AMERICAN COURT OF HUMAN RIGHTS. 2003. Advisory Opinion OC-18/03 on the Juridical Condition and Rights of Undocumented Migrants. Opinion of 17 September.

ISHAY, Micheline R. 2004. The History of Human Rights: From Ancient Times to the Globalization Era. Berkeley: University of California Press.

MOYN, Samuel. 2010. The Last Utopia: Human Rights in History. Cambridge, MA: Harvard University Press.
________. 2011. Imperialism, Decolonization, and the Rise of Human Rights. In: Iriye, Akira et al (Org.). The Human Rights Revolution: An International History. New York: Oxford University Press.
________. 2012. Do Human Rights Treaties Make Enough of a Difference? In: Douzinas, Costas; Gearty, Conor (Org.). Cambridge Companion to Human Rights Law. Cambridge: Cambridge University Press.

Samuel Moyn

Samuel Moyn es profesor de derecho e historia en la Universidad de Harvard. Sus libros más recientes son The Last Utopia: Human Rights in History (Harvard University Press, 2010) y Human Rights and the Uses of History (Verso, 2014).

Email: smoyn@law.harvard.edu

Original en inglés. Traducido por Florencia Rodríguez.

Recibido en febrero de 2014.