En los últimos años se ha dedicado una atención cada vez mayor al debate sobre las condiciones de legitimidad de la acción de las ONG de defensa de los derechos humanos. Hablar en nombre de grupos que no pueden delegar o constituir una representación es un viejo dilema, pero elaborar respuestas contemporáneas requiere un punto de partida que no considere equivalentes la representación política y el gobierno representativo. Así, se amplían los criterios que dirimen la legitimidad o ilegitimidad de las acciones de esos actores. No hay respuestas fáciles, y este artículo pretende aclarar analíticamente los retos a que se enfrenta cualquier intento de respuesta y las circunstancias históricas que dan sentido a tal indagación.
Las organizaciones no gubernamentales (ONG) de defensa de los derechos humanos han reflexionado – con mayor frecuencia en estos últimos años – acerca de las condiciones de legitimidad de su actuación, puesto que con frecuencia han de justificarla ante sus financiadores o ante voces escépticas o críticas. Algo ha cambiado en la posición del discurso de esos actores, que se deparan con exigencias de legitimidad más rigurosas. Al fin y al cabo, las prácticas de advocacy son comunes al menos desde el siglo XIX, pero las demandas sobre los fundamentos de la legitimidad de la actuación de quienes la practican se han extendido en los últimos años. Lo que ha cambiado transciende las fronteras del ámbito de la defensa de los derechos humanos y remite al creciente debate sobre la pluralización de formas extraparlamentarias y no estatales de representación. Por eso, esta discusión resulta una rica fuente de motivación para ensayar respuestas a las demandas de legitimidad de las organizaciones civiles en el campo de derechos humanos.
En este artículo se aborda la discusión sobre la legitimidad de prácticas de representación no consentidas. En la primera sección, se muestra que tales prácticas albergan un viejo dilema: representar a los silenciados. Se recurre a la formulación de dicho dilema que hizo Joaquim Nabuco, en el siglo XIX, y a la respuesta que propuso: el oxímoron “delegación inconsciente”. A partir de ese análisis, se juzga más fructífero, en lugar de echar mano de un nuevo oxímoron, aclarar analíticamente los retos a que se enfrenta cualquier intento de respuesta, así como iluminar las circunstancias históricas que dan sentido a la indagación sobre la legitimidad de las prácticas de representación. He ahí el propósito de las secciones segunda y tercera.
En la segunda sección, se da prioridad al registro conceptual, utilizando, porque conviene a la argumentación, el modelo de actuar en beneficio de alguien, de Hanna Pitkin. Esa conveniencia reside en que se trata de un modelo que, además de ser conocido e influyente en el campo de las teorías de la representación, es uno de los pocos que goza de un amplio reconocimiento y que no da por hecha la sinonimia entre representación política y gobierno representativo, centrado en la representación electoral. Presuponer dicha equivalencia conduce a juzgar las formas de representación extraparlamentaria con criterios adecuados para la evaluación de la actuación de los partidos políticos. Es sabido, a priori, que las organizaciones civiles no son entidades equivalentes a los partidos políticos ni desde el punto de vista funcional ni institucional, por lo que evaluar las funciones de representación política de las primeras usando los parámetros adecuados para los segundos conduce a juicios previsibles y, en ocasiones, triviales.
En la tercera sección se examinan algunas implicaciones del modelo de Pitkin para la defensa de los derechos fundamentales y sus discursos en las arenas nacionales e internacionales. A modo de conclusión, se observa que el debate sobre la pluralización de la representación política constituye un buen punto de partida para pensar en la representación ejercida por las organizaciones de derechos humanos.
Actuar discursivamente en público para resguardar los intereses fundamentales de alguien que no puede levantar la voz para defenderse —pero que, si pudiera, hipotéticamente, así lo haría— supone a un tiempo una elección noble y desconcertantemente dilemática. Las organizaciones de la sociedad civil comprometidas con la defensa de los derechos humanos se ven a veces en la posición, no siempre cómoda, de quien se decantó por esa opción.1 El dilema las precede y, en estas tierras, recibió una formulación dramática hace más de un siglo, en uno de los textos políticos más notables del siglo XIX, O Abolicionismo, redactado enteramente en Londres y editado en 1883. Con el fin de justificar públicamente la misión política del partido abolicionista, y guiado por el respeto de los principios liberales, Joaquim Nabuco se puso en la difícil situación de identificar la fuente genuina de la autoridad que le permitía interceder en nombre de otros: por una parte, los valores universales otorgaban dignidad a un discurso humanitario; pero, por la otra, la actuación política requería, por parte de los “representados”, el conocimiento y la aceptación expresa de esos valores y de los derechos de ellos derivados, así como algún mecanismo de delegación, aunque fuera hipotético. La respuesta que elaboró es asombrosa: “El mandato abolicionista es una doble delegación [de los esclavos y sus hijos], inconsciente por parte de quienes la hacen, pero, en ambos casos, interpretada por los que la aceptan como un mandato al que no se puede renunciar” (NABUCO, 2000 [1883]).
Aunque en defensa de la realización de los imperativos prácticos inscritos en los ideales universalistas modernos —actuar en defensa de la libertad y la igualdad—, el abolicionista se ve obligado a recurrir a salidas ingeniosas para demostrar la legitimidad de sus propuestas y contornar la perversa paradoja de representar a hombres silenciados, sin ninguna opinión pública que pudiera ser movilizada para fundamentar cualquier tipo de delegación de intereses, ni mucho menos para fundamentar los procesos de autorización de la representación.
La figura de una “delegación inconsciente”, mediante la cual los esclavos y sus hijos —los ingenuos— presuntamente investían de poderes irrenunciables a los adeptos de la causa abolicionista, conjuga ejemplarmente los elementos que vuelven dilemática la actuación de las organizaciones de defensa de los derechos humanos en el mundo contemporáneo. En ciertas circunstancias, actuar con propósitos elevados se presenta como susceptible de objeción, incluso en nombre de los beneficiarios de tales propósitos; sin embargo, callarse no es una opción empática respecto a quienes han sido silenciados o que, hipotéticamente, podrían repudiar su propia situación si gozaran de condiciones reales de elección.
Hay al menos tres elementos conjugados en esa figura que nos interesan en este punto. En primer lugar, a diferencia de la defensa directa de intereses que pueden considerarse genuinamente como particulares, abogar en nombre de otros en público exige el uso de la razón pública, es decir, de argumentos factualmente sostenibles y moralmente razonables.2 En O Abolicionismo se escudriñaron las consecuencias deletéreas de la esclavitud —hechos— y se denunció su inmoralidad; la “delegación inconsciente”, empero, se presenta con un objetivo diferente, a saber, lidiar con la cuestión de la legitimidad.
Así, en segundo lugar, el uso de la razón pública se hace insuficiente cuando la esfera en la que los hechos presentados y la persuasión moral perseguida demanda una legitimidad que no puede justificarse solo porque el diagnóstico empírico es correcto o porque las causas o los intereses defendidos son moralmente justos. En otras palabras, hay diferencias cruciales entre advocacy y representación, pues solo de la segunda se espera una forma de legitimidad derivada del consentimiento del representado. La extrañeza suscitada por la “delegación inconsciente” deriva, precisamente, del hecho de que un consentimiento desprovisto de conciencia por parte de quien lo confiere constituye un oxímoron.
En tercer y último lugar, aunque advocacy y representación comprendan el ejercicio de la razón pública en la defensa de causas e intereses, la posición del discurso difiere en cada uno de estos casos; en el segundo de ellos, su discurso se destaca por estar más institucionalmente estructurado y, por definición, dirigido a esferas públicas formales, principalmente a las casas legislativas, aunque no solo a ellas.
No existen respuestas fáciles para dirimir la legitimidad de prácticas de representación no consentidas. Sin embargo, en lugar de recurrir a un nuevo oxímoron —aunque eventualmente ingenioso—, resulta analítica y políticamente más provechoso elucidar los términos que parecen más adecuados para motivar respuestas plausibles, así como las circunstancias históricas que vuelven urgente la búsqueda de tales respuestas. La sección siguiente analiza el modelo de actuar en el interés de alguien, de Hanna Pitkin, una de las formulaciones teóricas más utilizadas en la literatura para pensar la representación política y que permite poner de manifiesto los límites inherentes a la representación política en cuanto tal, independientemente de que la ejerzan partidos políticos u otros actores como, por ejemplo, las organizaciones de defensa de los derechos humanos. Finalmente, en la tercera sección, se examinan algunas implicaciones del modelo de Pitkin para la defensa de derechos fundamentales por parte de organizaciones civiles en el campo de los derechos humanos en los planos nacional e internacional frente al contexto de pluralización de la representación política.
Las organizaciones no gubernamentales internacionales dedicadas a la defensa de los derechos humanos han sido promotoras activas de la defensa de derechos de minorías, recomendando ampliamente la institucionalización de mecanismos de representación de esos grupos sociales – en cuanto grupos – en sus respectivas sociedades, aunque ellas mismas no podrían invocar una legitimidad de tipo identitária en el desempeño de sus funciones, tal y como lo harían mujeres o negros defendiendo públicamente los programas de igualdad de género o contra la discriminación racial. Les cabe a ellas la figura de un actor que actúa en nombre o en beneficio de alguien, inscrita en las modalidades de representación propiamente políticas examinadas por Pitkin (1967) en su libro seminal El concepto de representación. Invocar afinidad, solidaridad o compromiso con la causa de los derechos humanos podría ser un argumento persuasivo para justificar las actividades de advocacy, pero, aunque sean genuinos, esos motivos son insuficientes cuando la advocacy se convierte en representación. Como mencionábamos al principio, algo ha sucedido en la posición del discurso de las organizaciones civiles y, por ello, es imprescindible elaborar otras respuestas. Ese “algo”, la pluralización de la representación política, será tratado en la próxima sección, pero antes conviene explicitar las exigencias y retos propios de la representación política.
Es sabido que Pitkin ordena las diferentes nociones y manifestaciones de la representación en tres grandes modelos —formal, standing for (ponerse en el lugar de) y acting for (actuar por o en beneficio de) —, cada uno de los cuales contiene distintas visiones y teorías de la representación. La mayor diversidad de nociones se encuentra presente en el modelo acting for —el más complejo de los tres—, hasta tal punto que la autora ofrece cinco familias de metáforas,3 aunque trabaja sistemáticamente solo con dos teorías de la representación como actividad en beneficio de alguien, ambas desarrolladas en el siglo XVIII y de índole antagónica, presentes en la obra de Edmund Burke y de los Federalistas.
Los elementos comunes internos de las diversas nociones de representación reunidas en el tercer modelo de acting for pueden aclararse mediante la caracterización de lo que denomino régimen de correspondencia inherente al modelo. Dicho régimen consiste en los criterios que rigen la relación entre representación y representado y convierten la representación en una expresión admisible del representado, confiriéndole representatividad. En otras palabras, ese conjunto de criterios define en qué términos se espera que la representación corresponda explícita o implícitamente al representado, demarcando qué puede o no puede considerarse propiamente como representación. En Pitkin, la caracterización del régimen de correspondencia es el saldo del trabajo de comparación entre manifestaciones, usos lingüísticos y metáforas de la representación en busca de las pistas para juzgar en qué términos la acción de alguien —las ONG de defensa de los derechos humanos, en este caso— puede considerarse plausiblemente una acción de representación.
Pitkin caracteriza las metáforas y nociones de representación que remiten a la actuación de alguien en nombre de un agente o en el cuidado de un paciente como modalidades de representación activa y sustantiva, pues su especificidad consiste en considerar tanto una práctica y las acciones que de ella se esperan como la substancia o contenido que debe realizarse, a saber, actuar en beneficio del representado. Es decir, que caracteriza la representación propiamente política, o sea, se espera que la representación, claramente ejecutada gracias a la intermediación de un representante, contemple el bienestar del representado y sus preferencias. El compromiso con la acción en beneficio del representado especifica un canon respecto al contenido y, por lo tanto, la representación política en Pitkin es sustantiva.
La “substancia de la actividad de representar”, advierte Pitkin (1967, p. 155), parece suponer la acción de un representante que actúa con independencia, implicando discrecionalidad y ciertamente ponderación, pero de manera sensible y haciendo coincidir dicha acción con los deseos del representado, que, a su vez, también se considera independiente y con capacidad para juzgar la acción del representante y, eventualmente, de discordar y oponerse a él (PITKIN, 1967, p. 155, 209). Pese a que la independencia doble es una fuente potencial de conflicto, no puede ser permanente o, de manera más enfática,
normalmente no debe ocurrir […] o si ocurre, se necesitaría una explicación. Él [el representante] no debe encontrarse persistentemente en desacuerdo con los deseos del representado sin una buena razón en términos de interés del representado.
(PITKIN, 1967, p. 209).
El modelo de representación política estribado en una fuente potencial de conflicto —la doble independencia— trae consigo un régimen de correspondencia explícita y exigente, pero de compleja ejecutabilidad. Después de todo, se busca conciliar los deseos del representado con la acción discrecional del representante en una relación que conceda autonomía a ambos. Una definición de representación concebida en ese registro presenta dos serias limitaciones, que Pitkin pronto advierte: los efectos corrosivos del conflicto y su carácter excesivamente permisivo respecto a lo que cuenta como representación, lo cual implica simultáneamente una escasa capacidad para demarcar qué puede o no puede considerarse como representación.
En primer lugar, dicho modelo convierte la representación en un fenómeno particularmente frágil y a punto de deshacerse todo el tiempo ante el conflicto, a no ser que se asuma alguna posible conciliación entre los deseos del representado, siempre volátiles, y alguna manifestación de bienestar con mayor fijeza —habitualmente, intereses— que pueda delimitar las ponderaciones del representante. En segundo lugar, incluso si se considera plausible la conciliación entre los deseos del representado y las acciones del representante, la definición solo establece fronteras anchas dentro de las cuales pueda darse la representación política abrazando concepciones muy variadas, incluso antagónicas o incompatibles desde un punto de vista normativo, tales como las concepciones sustitutivas o paternalistas, técnicas o cientificistas o democráticas o plebeyas. De esta manera, el régimen de correspondencias de la representación política carece de distinciones para filtrar las formas indeseables de las deseables. Nótese que dicha carencia es inherente a la representación política, y no a conjuntos específicos de actores que la ejercen, sean o no partidos políticos.
Tal como comprendió correctamente Pitkin, las fronteras de la representación política son anchas e incluyen diversas formas de representación. La variación de esas formas puede obedecer, según afirma Pitkin (1967, pp. 210-215), a aspectos aparentemente secundarios desde el punto de vista de la definición abstracta del concepto, pero en absoluto triviales si consideramos sus consecuencias sobre la calidad de la representación. Se trata de la concepción que adoptan distintos autores y actores en cuanto a tres aspectos cruciales: qué es o debe ser representado, las cualidades supuestas en el representante y en el representado, así como las características de la clase de decisiones tomadas por los representantes. Así, incluso tratándose de modalidades de representación política, ciertas concepciones que enfatizan intereses “objetivos” o generales —“la nación”, por ejemplo— atribuyen al representante sabiduría o alguna cualidad elevada como característica distintiva o entienden que la naturaleza de las decisiones que deben ser tomadas es esencialmente técnica o científica. En consecuencia, tenderán a animar o promover modalidades de representación substitutivas o paternalistas, en que el representante cree conocer mejor que el representado el interés de este último y, por eso, no necesita consultarlo, sino limitarse a cuidar de él.
El trabajo de las ONG de defensa de los derechos humanos se distingue, respecto a esos tres aspectos, por la preeminencia y precedencia incondicional concedida a los derechos fundamentales. La conciliación lógica entre representante y representado sigue tales preeminencia y precedencia. El parámetro de bienestar del representado encuentra aquí una cristalización de notable fijeza, en rigor, prácticamente invariable, en la medida en que los derechos humanos se consideran inherentes a la dignidad humana, independientemente de consideraciones contextuales y contingentes, tales como el país de origen o la cultura compartida en determinada comunidad. No obstante, y aunque la disposición de un parámetro “objetivo” de ese tipo tienda a debilitar la relación de consulta/consentimiento con el representado —según apunta Pitkin—, la centralidad de los derechos fundamentales subordina igualmente la acción del representante, limitando severamente la arbitrariedad de sus elecciones. Subordinar las acciones de representación a la promoción y defensa de los derechos humanos introduce criterios de un régimen de correspondencia exigente. En él, se reduce la discrecionalidad de elección, ante una definición “dura” lo que ha de ser representado, minimizando el papel de cualesquiera supuestas virtudes del representante y de la supuesta ausencia de las mismas en el representado. Los derechos humanos, obviamente, pueden ampliar la gama de elecciones de los representados, pero, desde el punto de vista del representante, limitan las posibilidades de elección. El respeto del derecho a la vida implica, por ejemplo, oponerse a la muerte de civiles durante las guerras, independientemente de la evaluación del mérito de las partes. Tampoco hay lugar, por la misma razón, para interpretaciones técnicas o científicas de las decisiones que han de ser tomadas; más bien, la defensa de los derechos humanos está asociada a una constante tematización y politización en la esfera pública y en las diversas arenas institucionales. Pero la propia Pitkin (1967, pp. 156-166) asume que, sin ningún tipo de formulación parecida a la comprensión del “verdadero interés” en cuestión, por parte del representante, la conciliación entre éste y su representado solo podría seguir el camino de los deseos y opiniones de este último.4
Cuando las ONG comprometidas con la defensa de los derechos humanos son indagadas acerca de la legitimidad de la representación que ejercen, no es el modelo general de representación política el que actúa como filtro analítico, sino el gobierno representativo y, más específicamente, la representación electoral. Esta constituye un andamiaje institucional específico que materializa la modalidad de representación política más importante de los últimos dos siglos. En ella, la conciliación de la doble independencia del representado y del representante se resuelve mediante un único dispositivo con tres funciones: autorización, mandato y sanción. Sin duda, el voto desempeña esa función triple, pues constituye el mecanismo que permite al elector elegir a un representante, expresar preferencias por determinados programas o propuestas políticas, así como sustituir a los gobernantes cuando sus resultados o su cumplimiento de las promesas hechas durante la campaña no son aceptables.
Juzgar la defensa de los derechos humanos sobre la base de las respuestas consagradas por la representación electoral para lidiar con la conciliación de la doble independencia y sus potenciales conflictos es una operación analítica ineficiente, pues ignora características esenciales del trabajo de las ONG que actúan en dicha defensa. Con frecuencia, tales organizaciones promueven causas contra mayoritarias. Los expedientes de autorización en contextos en que las mayorías ejercen algún tipo de opresión sobre las minorías equivalen a la proscripción de tales causas. A su vez, como en el caso de Nabuco, hay un mandato irrenunciable para quienes están comprometidos con la defensa de los derechos humanos, aunque resida en principios generales de vastísima aceptación. Seguramente, la “narrativa” de derechos humanos es pasible de crítica en registros genealógicos, deconstructivistas y pos colonialistas (MUTUA, 2001), pero sería insensato olvidar que se trata de una gramática política con probada capacidad de racionalización del poder que hoy cuenta con diversas instituciones para su promoción —en los planos internacional y nacionales—, no disponibles para otras gramáticas con pretensiones abarcadoras, como el pos colonialismo. Finalmente, la ausencia de voto y de constituency clara viene acompañada de una ausencia de sanción mediante voto, pero eso no equivale a la inexistencia de ningún tipo de control y sanción sobre el trabajo de tales ONG. El debate sobre la accountability de la sociedad civil ha explorado diversas modalidades de control que operan sobre el trabajo de las organizaciones civiles.5
Existe otro fenómeno que subyace a la indagación sobre la legitimidad de las demandas de las ONG de defensa de derechos, un fenómeno más amplio y que ha cambiado la posición del discurso de esos actores. A partir de la década de 1990, ha crecido considerablemente su presencia en el ámbito internacional como agentes relevantes en la difusión de las normas internacionales, en la supervisión del cumplimiento de las mismas, en el desarrollo de mecanismos internacionales para favorecer dicha obediencia y en la activación de mecanismos de sanción (SMITH; PAGNUCCO; LOPEZ, 1998). Dicho crecimiento no es el resultado unilateral de un activismo “irrefrenable”; el sistema de las Naciones Unidas, la Unión Europea y los organismos multilaterales han cambiado su postura con respecto a los Estados, que han dejado de verse como voces unísonas y, a priori, legítimas de la población radicada en sus territorios. De esta forma, las arenas institucionales del ejercicio de la representación política en el plano internacional han cambiado, atrayendo a actores civiles hacia posiciones más centrales. Simultáneamente, y habiendo impulsado y capitalizado a un tiempo la reconfiguración de las arenas institucionales, las ONG de defensa de derechos han profesionalizado progresivamente su representación ante las Naciones Unidas, dejando atrás los tiempos en que dicha representación la ejercían a título honorífico voluntarios durante su tiempo libre, frecuentemente asociados a figuras como “políticos en final de carrera” o “viejitas con zapatillas deportivas” (MARTENS, 2006).6
En los escenarios nacionales dicho fenómeno es doble. Por un lado, el contexto internacional favorable, la adhesión de los Estados a las nuevas normas, las transiciones democráticas y la creación de instituciones para conjurar los errores de las violaciones sistemáticas de derechos humanos durante las dictaduras produjeron también una reordenación de la posición de los actores comprometidos con la causa de los derechos humanos en las arenas nacionales. Por otro lado, los importantes cambios que se observan en ambos hemisferios ponen de manifiesto que la propia democracia pasa por un proceso de pluralización de la representación, y que nuevas funciones, instancias y actores de la representación adquieren funciones paralelas o complementarias a las funciones de la representación electoral, pluralizando el propio repertorio institucional de la democracia (DALTON; SCARROW; CAIN, 2006; GURZA LAVALLE; HOUTZAGER=; CASTELLO, 2006a).
La búsqueda de claves más pertinentes para hacer frente a los desafíos de la legitimidad planteados por la multiplicación de formas extraparlamentarias de representación a fin de lidiar con esa exigencia se sitúa hoy en el centro de la reflexión de punta de la nueva generación de teorías de la representación. El desafío es doble: estar atentos a la emergencia de nuevas formas de representación mediante estudios descriptivos criteriosos y, a la vez, iluminar las condiciones de legitimidad de esas formas, escapando del rígido patrón prescrito por el modelo canónico de la representación electoral y sus actores centrales, los partidos políticos.
Así, la representación ejercida por ciudadanos representativos (URBINATI; WARREN, 2007), como sucedió en la experiencia de la Asamblea Ciudadana de la Columbia Británica (WARREN, 2008), no solo incumbió a un conjunto de ciudadanos de revisar y opinar sobre proyectos de ley relevantes, sino que obedeció a un criterio de legitimidad distinto del de la autorización electoral. En ese caso, la representatividad obedece a una correspondencia estadística, es decir, al hecho de haberse escogido aleatoriamente a ciudadanos con el objetivo de que expresen las preferencias y opiniones del ciudadano medio.
En otros casos, se acuñan conceptos para explorar posibilidades de legitimidad en formas de representación no autorizadas ni aleatorias, sino auto asumida, en las cuales el compromiso del representante, su posición en una red de actores marcados por fuertes afinidades, la naturaleza de la causa representada, u otros factores, hacen que el representante actúe, en alguna medida, en interés del representado. El repertorio conceptual creciente es sintomático tanto de la emergencia de nuevas formas de representación como de la dificultad de vincularlas con criterios consensuales de legitimidad.7 Sin embargo, eso no significa que los criterios presentados sean arbitrarios o triviales. Al fin y al cabo, la reforma del pensamiento sigue los cambios del mundo y tales cambios configuran un escenario de pluralización de la representación.
En posiciones más centrales en las arenas domésticas e internacionales, la causa de los derechos humanos y los actores que la promueven dejaron de considerarse como meras prácticas de advocacy de bona fide y asumen implicaciones en un juego institucional mayor, dentro del cual la cuestión de la legitimidad se plantea de manera más exigente y plural. Se ensayan nuevos conceptos con la intención de aprehender y dar significado a la pluralización de la representación en curso en las arenas domésticas y transnacionales, una pluralización en la que se inscriben las ONG de defensa de los derechos humanos. Así, en esa búsqueda por comprender las condiciones de la legitimidad de su discurso, ellas no están solas, sino en buena compañía.
1. El primer párrafo revisita argumentos desarrollados en otro momento y los reformula para explorar la relación entre derechos humanos y representación (Gurza Lavalle, 2004).
2. La idea de uso de la razón pública es de Rawls (2005). Su utilización aquí es laxa, pero preserva el énfasis entre los sujetos de los que se espera el uso de la razón pública y la sociedad civil regida por una lógica particular colectiva.
3. Los cinco conjuntos de metáforas y nociones pueden sintetizarse así: i) representación como agencia, ii) representación como cuidado de algo o alguien, iii) representación como sustitución, iv) representación como mandato, y v) representación como decisión de especialista (Pitkin, 1967, pp. 112-143).
4. La introducción del “verdadero interés” en Pitkin busca salvar la posibilidad de actuar en interés o beneficio de otro, aun cuando esa acción contradiga sus deseos o su opinión. Se trata de una cuestión clásica asociada a la problemática de la independencia del representante en las teorías de la representación. Dicha independencia se atribuye a la responsabilidad de representar el “verdadero interés” del elector, y no sus opiniones, y menos aún sus deseos (Burke, 1942 [1774]).
5. Véase, por ejemplo, Jordan (2005), Alnoor y Weisband (2007), Gurza Lavalle e Isunza (2010). Para ver específicamente un repaso de la percepción de la cuestión de la accountability en el campo de las ONG de defensa de los derechos humanos en América Latina, véase Kweitel (2010).
6. Martens emplea las figuras descritas por Archer (1983).
7. Ese repertorio semántico reciente y creciente caracteriza las formas extraparlamentarias de representación como realizadas de modo substitutivo (surrogated) en los términos de Mansbridge (2003), autoasumido (self-authorized) en el sentido de Urbinati y Warren (2007), por afinidad conforme Avritzer (2007), de modo virtual o presuntivo (assumed), según Gurza Lavalle, Houtzager y Castello (2006a, 2006b, respectivamente), en la condición de mediadores políticos (mediated politics), según Peruzzotti (2006), y en el ejercicio de prácticas de representación no electorales (non-electoral political representation), en los términos de Castiglione y Warren (2006), como ciudadanos representativos (citizen representatives), en consonancia con Urbinati y Warren (2007), o simplemente defendiendo (advocacy), en el sentido de Urbinati (2006a) o Sorj (2005). Ese análisis procede de un ejercicio de reflexión general sobre los movimientos analíticos que se han producido en los conceptos de representación y de participación en el campo de la teoría democrática (véase Gurza Lavalle e Isunza, 2011).
Bibliografía y otras fuentes
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