De la vigilancia a la simbiosis
El movimiento internacional de derechos humanos enfrenta un contexto de incertidumbre a causa de: i) el ascenso de un mundo multipolar con nuevos poderes emergentes, ii) la aparición de nuevos sujetos y de nuevas estrategias jurídicas y políticas, iii) los retos y las oportunidades presentadas por las tecnologías de la información y la comunicación, y iv) la amenaza creada por una degradación medioambiental extrema. El autor revisa primero la literatura crítica sobre derechos humanos, destaca cómo estas transformaciones están alterando las estructuras y prácticas dominantes en el campo de los derechos humanos, como son la naturaleza jerárquica del discurso y del movimiento tradicional de derechos humanos, la asimetría entre las organizaciones del Norte y del Sur, la sobrejuridificación del lenguaje de los derechos humanos y la falta de valoraciones concretas de los resultados de los derechos humanos. El autor identifica dos respuestas a estas críticas entre los practicantes de derechos humanos: una negativa que defiende los límites y las protecciones tradicionales del campo, por un lado, y la reconfiguración reflexiva que reimagina las prácticas y las fronteras para generar una simbiosis productiva entre los diversos intervinientes, por el otro lado. En general, el autor favorece el segundo de los enfoques, al defender que los practicantes de derechos humanos deberían esforzarse por crear un ecosistema de derechos humanos. Este enfoque refuerza la capacidad colectiva del movimiento de derechos humanos al encauzar su diversidad. Por consiguiente, un ecosistema de derechos humanos le da prioridad a la colaboración y a la simbiosis, con una gama mucho más variada de sujetos y cuestiones que acompañan a formas de colaboración más descentralizadas y organizadas en red en comparación con las décadas pasadas.
En estos tiempos, la incertidumbre parece ser el ánimo dominante en los círculos de derechos humanos (DOUZINAS; GEARTY, 2014). Hay una nueva ola de obras académicas que está debatiendo las cuestiones fundacionales del movimiento de derechos humanos y se pregunta si hoy estamos ante “el final de los tiempos” (HOPGOOD, 2013). Los activistas y las ONG sienten que los cimientos tiemblan bajo sus pies. “Montañas de información nueva y cambios rápidos nos invaden desde diferentes direcciones a velocidad de vértigo”, como lo expresó uno de mis compañeros de mesa ronda en una reunión provocadora de ONG de derechos humanos y financiadores provenientes de todo el mundo, celebrada en Marrakech en abril de 2014 y convocada por la Fundación Ford, para discutir sobre los linderos y los retos del movimiento actual.
La sensación de desorientación proviene de la convergencia de cuatro transformaciones estructurales que empujan el campo de los derechos humanos en diferentes direcciones. En primer lugar, el ascenso de potencias mundiales emergentes (como el de los países conocidos como BRICS: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) y el declive relativo de Europa y de Estados Unidos apunta a un orden mundial multipolar. Junto con la proliferación de estándares internacionales tanto de derecho blando como de derecho duro, esta tendencia produce un espacio jurídico y político más amplio y fragmentado (DE BÚRCA; KEOHANE; SABEL, 2013). En este nuevo contexto, los Estados y las ONG del Norte Global ya no son los únicos que controlan la creación y la implementación de los estándares de derechos humanos, a medida que nuevos actores (como los movimientos sociales transnacionales, las empresas transnacionales, o los Estados y las ONG del Sur Global) aparecen como voces influyentes.
En segundo lugar, la variedad de actores y de estrategias jurídicas o políticas se ha expandido considerablemente. Estrategias tradicionales, como la denuncia pública y el avergonzamiento público de los Estados recalcitrantes para reclamar que cumplan con los derechos humanos se ven complementados por nuevas estrategias de activismo transnacional que involucran a un gran número de actores (tanto promotores como objetivos del activismo), como los movimientos sociales, empresas de medios de comunicación en línea, empresas transnacionales, las organizaciones intergubernamentales, las universidades y las redes virtuales de activismo (RODRÍGUEZ-GAVARIRO, 2014a).
En tercer lugar, las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) presentan nuevos retos y oportunidades para los derechos humanos. Como se ha mostrado en las movilizaciones asociadas con el movimiento de protesta Occupy en todo el mundo, herramientas como las redes sociales, los documentales de video, los informes en formato digital, el aprendizaje en línea y la educación a distancia tienen el potencial de acelerar el cambio político, reducir las desventajas de información que padecen los grupos marginados y reunir a grupos nacionales, regionales y globales capaces de tener una influencia directa relevante en la protección de los derechos (SOTO, 2013; ZUCKERMAN, 2013).
En cuarto lugar, la extrema degradación ambiental —cambio climático, escasez de agua, extinción rápida de especies y bosques, contaminación descontrolada— se ha convertido en una de las amenazas más graves para los derechos humanos. Después de todo, los derechos humanos no tienen mucho sentido si lo que de verdad está en peligro es la vida sobre el planeta. Por consiguiente, los problemas ecológicos son fundamentales para los debates globales relativos a los derechos humanos, y lo son tanto para aquellos que tienen una concepción tradicional del desarrollo económico como para los que quieren conectar la justicia ambiental con la justicia social, y también para los que buscan nuevas concepciones de los derechos humanos que sean compatibles con los derechos de la naturaleza (SANTOS, 2014).
La incertidumbre resultante sitúa en una posición incómoda a la comunidad de los derechos humanos, que durante décadas ha enfrentado con valor las dictaduras, los abusos de las empresas, la injusticia socioeconómica, el etnocidio y la degradación medioambiental. Tener más preguntas que respuestas es algo que desconcierta a las ONG, de las que hoy se espera que proporcionen soluciones jurídicas bien definidas a complejos dilemas morales y políticos.
Sin embargo, creo que hay que celebrar esta incomodidad, ya que las transiciones —de un modelo estratégico a otro, entre paradigmas intelectuales, entre estructuras de gobernanza, entre tecnologías o las que involucran todos los anteriores factores— representan momentos de creatividad y de innovación en los campos sociales. En los círculos de derechos humanos, en los que hemos levantado muros organizativos e intelectuales tan altos que nos es difícil ahora ser reflexivos y autocríticos, esta situación ofrece una oportunidad sin precedentes para replantearse algunas de nuestras principales premisas: quién puede considerarse miembro del movimiento de derechos humanos, cuáles deberían ser los fundamentos de la disciplina del conocimiento de los derechos humanos, o qué estrategias pueden ser más eficaces en un mundo multipolar, caracterizado también por la multiplicidad de medios de comunicación. Por primera vez, importantes tensiones y asimetrías —Norte frente a Sur, élite frente a bases sociales, nacional frente a global—están discutiéndose abiertamente con el fin de superar esas divisiones y fortalecer la capacidad colectiva del movimiento.
Con el fin contribuir a esta reflexión colectiva sobre las formas y estrategias organizativas, este artículo tiene elementos cuyo propósito es la crítica y otros que presentan propuestas de reconfiguración del campo. Comienzo por revisar las críticas que, en mi opinión, son más relevantes y útiles para los debates actuales sobre derechos humanos. Luego explico las características de las dos clases de reacciones que tienen las organizaciones de derechos humanos frente a estas críticas: por un lado, la defensa de las fronteras tradicionales y de los mecanismos de protección del campo; por el otro, la reconfiguración reflexiva y la expansión de las fronteras del campo. En la última sección del texto, adopto esta última posición y argumento que las transformaciones estructurales ya mencionadas apuntan en la dirección de un campo de los derechos humanos mucho más diverso, descentralizado y parecido a una red de lo que lo ha sido en las décadas pasadas. Sostengo que aunque los actores y las estrategias que han dominado el campo de los derechos humanos seguirán teniendo relevancia, el movimiento se está moviendo hacia la estructura y la lógica de un ecosistema. Como en un ecosistema, la fortaleza del campo dependerá de la colaboración y la complementariedad de las diferentes formas de organización y estrategias diversas. Por consiguiente, concluyo proponiendo que los practicantes y las organizaciones necesitarán pasar menos tiempo protegiendo el campo y más dedicados a la simbiosis; menos tiempo vigilando las estrategias y las fronteras convencionales del campo y más buscando modos más horizontales y efectivos de colaboración que traspasen las fronteras nacionales.
La bibliografía crítica sobre derechos humanos es extensa y bastante variada. Incluye objeciones filosóficas e históricas, al igual que deconstrucciones geopolíticas y culturales.1 Dado que este artículo destaca las discusiones actuales relativas a las formas y estrategias organizativas del movimiento, me concentraré en las críticas que se le hacen a este aspecto específico del debate.
En primer lugar, los críticos han señalado correctamente que los derechos humanos, como discurso y como movimiento, tienden a ser verticales y rígidos. Tal vez el mejor ejemplo de esta crítica es la justicia penal internacional (HOPGOOD, 2013). Los que practicamos derechos humanos en sociedades que están intentando superar largos periodos de conflicto armado, como Colombia, experimentamos la tensión bien conocida entre los dictados del derecho penal internacional, por un lado, y las negociaciones políticas necesarias para lograr pasar del conflicto a la paz, por otro lado. Aunque colaboramos con las ONG globales en éste y otros muchos temas, observamos con sorpresa la inflexibilidad de algunas de las posiciones sobre la justicia transicional, que surgen de una aparente priorización incondicional de la justicia penal por encima de las formas de justicia y las reparaciones. Y la Corte Penal Internacional, con sus investigaciones preliminares sobre los procesos de justicia transicional como los de Colombia, ha tendido a reforzar todavía más este mensaje. Esto es perjudicial en contextos en los que las negociaciones de paz con intervinientes como las FARC (acrónimo por el que son conocidas las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, el principal grupo guerrillero del país) requieren una mayor flexibilidad y una valoración adecuada de los problemas nacionales, sin que eso signifique conceder impunidad por crímenes contra la humanidad (UPRIMNY, SÁNCHEZ; SANCHÉZ, 2014). Sin embargo, la rígida interpretación de la justicia internacional que algunas organizaciones globales abrazan deja poco espacio a las penas alternativas —–por ejemplo, a las sentencias reducidas de prisión y la justicia restaurativa— y, en lugar de eso, tiende a presentar su interpretación como el contenido definitivo del derecho humanitario y penal internacional.
Una segunda crítica tiene que ver con la juridificación excesiva de los derechos humanos, que se refleja no solo en el acento que se pone en el establecimiento de estándares de derechos humanos como característica del campo, sino también en la relevancia desproporcionada que tienen los abogados en ese movimiento. Aunque el marco jurídico internacional de los derechos humanos es un logro histórico, la juridificación excesiva del campo tiene dos efectos contraproducentes. El primero, como ha explicado Amartya Sen (2006), es que ver las reclamaciones de derechos humanos de manera exclusiva a través del lente de las normas jurídicas podría reducir su eficacia social, puesto que gran parte de su poder reside en la visión moral que encarnan, con independencia de si se han reflejado en normas jurídicas o no. El segundo es que el conocimiento jurídico técnico es una barrera de entrada al campo que aliena a los activistas de base y a otros profesionales (de expertos en tecnologías de la información a científicos de las ciencias naturales y artistas) que hacen contribuciones invaluables a la causa de los derechos humanos. Eso es de especial preocupación cuando se tratan temas de importancia tan fundamental como el cambio climático, que afectan de forma profunda los derechos humanos, pero que no pueden comprenderse o solucionarse sin la participación de profesionales de otros campos. Esa circunstancia también puede alienar a nuevas bases sociales fundamentales, como los ciudadanos que se movilizan a través del Internet y las redes sociales, que ya están usando el marco de derechos humanos, pero se sienten distanciados del lenguaje y las herramientas técnicas del movimiento tradicional.
Con el paso del tiempo, la naturaleza cerrada y la especialización del campo ha generado otra dificultad: la tendencia a adoptar la defensa del marco jurídico como un fin en sí mismo, en lugar de como un medio para mejorar las condiciones de vida de los que padecen las violaciones de derechos humanos. El debate internacional actual sobre empresas y derechos humanos proporciona un claro ejemplo de esto. Como hemos visto aquellos de nosotros que hemos participado en las consultas mundiales y regionales convocadas por el Grupo de Trabajo (GT) de Naciones Unidas responsable de implementar los Principios Rectores de Naciones Unidas sobre Empresas y Derechos Humanos, ese es un debate muy polarizado en el que ambos lados defienden vigorosamente sus posiciones. Por un lado, están los que defienden el enfoque del derecho blando con respecto a los Principios Rectores. Por otro lado, están los que se niegan a usarlos y exigen un tratado internacional con más fuerza vinculante. Lo que es claro es que una buena parte de la polarización y la esterilidad del debate es causada por el hecho de que tanto el GT como las ONG orientadas hacia el derecho tienden a concentrarse en la defensa del paradigma regulatorio, en lugar de concentrarse en cuáles serían los efectos reales que tendría ese paradigma en la práctica (RODRÍGUEZ-GAVARITO, en prensa).
Una cuarta crítica que necesita tomarse en serio es la obvia asimetría entre el Norte Global y el Sur Global en el campo de los derechos humanos. Las organizaciones del Norte reciben en torno al 70% de los fondos provenientes de las fundaciones filantrópicas de derechos humanos (FOUNDATION CENTER, 2013). Continúan teniendo un poder desproporcionado cuando hay que establecer la agenda internacional. Y con demasiada frecuencia definen esa agenda en función de deliberaciones internas, en lugar de mediante procesos de colaboración con las ONG del Sur Global, los movimientos sociales, las redes de activistas y otros sujetos relevantes.
Por último, las voces críticas dentro y fuera del movimiento han identificado un problema de especial complejidad: ¿cómo medimos la repercusión de los derechos humanos y calculamos el costo de oportunidad de los recursos y esfuerzos dedicados a su promoción? Para un movimiento dedicado a la creación de estándares jurídicos y dominado por aquellos de nosotros que tenemos formación jurídica, la pregunta sobre la repercusión real de estas normas no es algo que surja de manera natural. Para las fundaciones y las ONG que están habituadas a hablar de producción más que de resultados, la respuesta a la pregunta sobre cómo medir estos últimos sigue siendo esquiva. Hay una conversación y una tarea en desarrollo que en mi opinión debería preocupar a todo el movimiento.
Ante estas críticas, la respuesta podría ser la celebración, la negación o la reconfiguración. La celebración tiende a ser la respuesta de algunos sectores del mundo académico que, después de haber abrazado lo que Santos (2004) llama el “posmodernismo celebratorio”, están satisfechos con desconstruir la práctica y el discurso de los derechos humanos (KENNEDY, 2012).
Puesto que los practicantes de derechos humanos no pueden limitarse a celebrar la crítica y regocijarse en la incertidumbre, sus respuestas oscilan entre la actitud defensiva y la reconfiguración reflexiva. La actitud defensiva tiende a ser la reacción de las ONG y de algunos abogados que están muy comprometidos con el modelo dominante de activismo de los derechos humanos. La reconfiguración reflexiva es la respuesta de aquellos que reconocen el valor de esas críticas, pero creen que no suponen el fin de un ideal ni de la lucha por los derechos humanos, sino que más bien llevan la necesidad de nuevas formas de pensarlos y practicarlos.
El contraste entre estos dos enfoques es típico de los momentos de transición y cambios de paradigmas en los cambios sociales. En estas situaciones, los participantes intervienen en “procesos de determinación de fronteras” (PACHUKI; PENDERGRASS; LAMONT, 2007), con los cuales buscan redefinir los límites del campo. Mientras que los que están a la defensiva argumentan que es necesario mantener las fronteras tradicionales de los derechos humanos, los que favorecen la reconstrucción reflexiva intentan redefinirlas para atender las críticas. Caracterizo respectivamente estos dos enfoques como vigilancia de las fronteras y simbiosis.
Vigilar las fronteras tradicionales del campo exige una cantidad desproporcionada de tiempo y energía. Por ejemplo, en algunos círculos académicos y de activismo se siguen haciendo esfuerzos por levantar un muro entre los derechos humanos “fundamentales” y otros derechos, como los derechos sociales y económicos (NEIER, 2013). Esto ocurre a pesar del hecho de que, como veremos, los movimientos sociales, las ONG, los tribunales, los tratados internacionales y las teorías contemporáneas de la justicia han roto esa barrera en las dos últimas décadas.
De forma parecida a lo que ocurre en las ciudades, los esfuerzos por proteger las fronteras aumentan en épocas de incertidumbre e inseguridad como las que enfrenta el campo de los derechos humanos. El vecindario de los derechos humanos está cambiando: los vigilantes y guardianes tradicionales (gobiernos y ONG del Norte) ya no tienen el mismo poder que antes en un mundo cada vez más multipolar. La invasión se ha convertido en la norma a medida que nuevos intervinientes (como los activistas digitales o las ONG locales, entre otros) saltan las barreras y se conectan directamente entre sí, sin respetar fronteras, cuestionando las fronteras mismas del campo (Norte frente a Sur, élite frente a bases sociales, jurídico frente a no jurídico), que ahora son objeto de disputa.
Teniendo en cuenta este contexto, las ideas y las estrategias que intentan proporcionar claridad en medio de esta bruma son necesarias. Una muestra son los debates sobre las prioridades del movimiento y el excesivo énfasis de éste en la creación de estándares jurídicos. Sin embargo, estos análisis se hacen problemáticos, tanto desde el punto de vista empírico como estratégico, cuando refuerzan las fronteras convencionales del campo —como cuando Hafner-Burton (2014) argumenta que “necesitamos establecer más prioridades basadas en las probabilidades de éxito”, lo que implica “darle prioridad a algunos derechos y a algunos lugares por encima de otros”—.
Desde un punto de vista empírico, las propuestas de esta clase casan mal con las transformaciones ya mencionadas en el contexto geopolítico, social y tecnológico en el que el trabajo de derechos humanos se lleva a cabo. Implican que hay un grupo de participantes que establecen las prioridades y, por consiguiente, actúan como guardianes que determinan la agenda internacional de los derechos humanos. Por consiguiente, los principales participantes son un número limitado de “Estados guardianes” dispuestos a promover los derechos humanos en todo el mundo mediante su política exterior (HAFNER-BURTON, 2013). Los protagonistas —el “nosotros” de la propuesta— son esos Estados y, probablemente, las ONG internacionales que tienen acceso directo a ellos.
Si la propuesta suena familiar es porque describe la forma predominante en la que se ha establecido de manera tradicional la agenda internacional de derechos humanos, en la que la influencia de Washington, Bruselas, Ginebra o Londres ha sido desproporcionada (BOB, 2010, CARPENTER, 2014). Sin embargo, esa propuesta está cada vez más fuera de lugar en un orden internacional menos desigual, con un sistema de gobernanza fragmentado y un movimiento de derechos humanos que es mucho más diverso y está más descentralizado que en las décadas pasadas.
A la presión centrífuga en el campo de los derechos humanos también contribuyen las TIC y el crecimiento de las “sociedades en red” (CASTELLS, 2009). El establecimiento de prioridades es una tarea fundamental en las formas organizativas caracterizadas por estructuras jerárquicas y procesos de decisión centralizados. Pero se hace menos relevante y factible en las estructuras de tipo red que están adoptando crecientemente los principales actores del campo, desde los órganos de gobernanza intergubernamentales a los movimientos sociales transnacionales y a las empresas multinacionales.
Como ya se señaló, el efecto acumulado de estas transformaciones ha llevado a un enorme aumento súbito de actores que usan el lenguaje y los valores de los derechos humanos, pero que han roto las barreras de la comunidad cerrada. Entre ellos hay grupos activistas de base, activistas digitales, organizaciones religiosas, centros de investigación especializada (think tanks), colectivos de artistas, asociaciones científicas, cineastas y documentalistas, y muchos otros individuos y organizaciones de todo el mundo.
Están movilizándose por la causa de los derechos humanos no solo mediante las tácticas tradicionales del activismo jurídico, sino también recurriendo a otras nuevas, como las campañas por Internet que han presionado de forma efectiva a los Estados y a particulares para que cumplan con los derechos humanos. Esto es lo que está ocurriendo en la mayoría de casos exitosos, tales como la campaña de 2013 en contra de la maquila en la industria del vestido de Bangladesh, que involucró al movimiento obrero transnacional, a ONG nacionales e internacionales y a redes virtuales activistas como Avaaz.
En este nuevo contexto, la idea de “darle prioridad a algunos derechos y lugares sobre otros”, si se tomara como una prescripción para el movimiento de los derechos humanos en su conjunto, es también problemática desde un punto de vista estratégico. En primer lugar, ¿quién establecería las prioridades en un campo tan plural y descentralizado? ¿Cuáles serían los criterios y los procedimientos prácticos para identificar los derechos “fundamentales” y distinguirlos de otros derechos, o para afirmar que “la discriminación por razones de orientación sexual e identidad de género” es la “gran cuestión urgente” que necesita regularse en la esfera internacional? (HAFNER-BURTON, 2014). ¿Cómo puede esa afirmación sostenerse cuando las ONG y las comunidades de todo el mundo están movilizándose para conseguir legislación igual de importante con respecto a problemas como los derechos de los pueblos indígenas o el derecho a la alimentación?
En segundo lugar, aunque algunos académicos y practicantes como Hafner-Burton critican correctamente el hecho de que se le preste muy poca atención a la implementación de los estándares jurídicos, aun si están proponiéndose otros nuevos, es igual de importante darse cuenta de que vigilar las fronteras tiene sus propios costos. La pérdida de legitimidad no es el menor de ellos. Las comunidades cerradas, por definición, actúan con un doble estándar: uno que se aplica a los miembros de la comunidad y otro a los de fuera. En un mundo que se mueve hacia la multipolaridad, la exención tradicional de la que han gozado los Estados guardianes, por la cual sus acciones no han estado sujetas al escrutinio internacional, se ha convertido en un problema fundamental para la legitimidad y la efectividad de los derechos humanos. Las potencias emergentes y otros Estados meridionales citan esa asimetría, con creciente confianza y evidencia probatoria, para desviar de forma efectiva las críticas a sus violaciones de derechos humanos y reclamar exenciones parecidas.
Por ejemplo, es claro para aquellos de nosotros que participamos en una campaña para contrarrestar los esfuerzos de varios Estados latinoamericanos por debilitar el sistema interamericano de derechos humanos y la obligatoriedad de sus decisiones (DUE PROCESS OF LAW FOUNDATION, 2012). Como respuesta a nuestra campaña, varios Estados alegaron enérgicamente que los Estados Unidos estaban reclamando el cumplimiento con las decisiones de la Corte y la Comisión interamericanas, aun cuando ese país no había atendido la recomendación de la Comisión de cerrar Guantánamo y no había ratificado la Comisión Americana de Derechos Humanos.
En resumen, la petición de que se establezcan prioridades es importante en el nivel organizativo, aun cuando hasta en esa escala los resultados están lejos de ser claros, puesto que la probabilidad de éxito no es el único criterio relevante para determinar las prioridades (LEVINE, 2014). Pero cuando se extrapola al campo de los derechos humanos en su conjunto, el “nosotros, los de la comunidad internacional de derechos humanos”, sobre el que escriben Hafner-Burton y otros, es impracticable e incluso contraproducente.
Como se señaló, la principal característica del movimiento contemporáneo de derechos humanos es su sorprendente diversidad. El siglo XXI ha sido testigo de un crecimiento enorme y súbito de participantes que usan el lenguaje y los valores de los derechos humanos y superan, con mucho, las fronteras tradicionales de los derechos humanos.
A la luz de esto, he argumentado que en lugar de reforzar las fronteras tradicionales del campo, la teoría y la práctica de los derechos humanos deben expandirse para abrir espacio a los nuevos participantes y temas y a las estrategias recientes que han surgido en las dos últimas décadas. Para capturar y maximizar esta diversidad, he sugerido que el campo debería comprenderse como un ecosistema, en lugar de como un movimiento unificado o una arquitectura institucional (RODRÍGUEZ-GARAVITO, 2014a). Como pasa con todo ecosistema, la atención debería dirigirse hacia las contribuciones muy disparejas de sus miembros y hacia las relaciones y conexiones entre ellos.
Basta mirar alrededor para ver ejemplos de este ecosistema en acción. Con respecto a la diversidad de actores, las campañas actuales de derechos humanos involucran no solo a ONG profesionales y organismos internacionales especializados (con frecuencia, ni siquiera son las organizaciones más numerosas), sino a muchos otros participantes. Entre otros casos, he sido testigo de esta diversidad en acción en una campaña reciente para garantizar el cumplimiento de una sentencia de la Corte Interamericana que condenó al gobierno ecuatoriano por haber autorizado de forma ilegal la explotación de petróleo en el territorio del pueblo indígena Sarayaku, en el Amazonas (INTER-AMERICAN COURT OF HUMAN RIGHTS, Sarayaku indigenous people v. Ecuador, 2012). En la campaña participaron el pueblo Sarayaku, movimientos sociales (sobre todo el movimiento indígena ecuatoriano), ONG locales (como la Fundación Pachamama), organizaciones internacionales (CEJIL), ONG nacionales de otros países que trabajan en el campo internacional (Dejusticia) y redes de activistas en línea y organizaciones periodísticas ciudadanas (como Change.org). Aunque en éstas y en otras campañas persiste el diferencial de poder (entre el Norte y el Sur, entre los profesionales y los no profesionales, etcétera), los esfuerzos por mitigarlo mediante diferentes formas de colaboración son también evidentes.
Es necesario un enfoque parecido, que tome como base la idea de ecosistema, con respecto a la expansión del rango creciente de temas que aborda el movimiento de derechos humanos. Por ejemplo, eso es evidente en la esfera de los derechos socioeconómicos. Aunque al principio planteó dudas entre académicos (SUSTEIN, 1996) y activistas (ROTH, 2004) del Norte, los esfuerzos de las ONG, los movimientos sociales y los académicos del Sur han conseguido incorporarlos con éxito al repertorio jurídico y político del campo. El resultado ha sido que los derechos socioeconómicos se reconozcan en la ley y las constituciones de todo el mundo y se hayan convertido en el punto focal de grandes sectores del campo de los derechos humanos, y dado lugar a nuevas teorías de la justicia y los derechos humanos (SEN, 2011).
Los activistas, los académicos y los tribunales de países como Argentina, Colombia, India, Kenia y Sudáfrica han desarrollado complejas doctrinas y teorías jurídicas que han mejorado el cumplimiento de los derechos socioeconómicos (GARGARELLA, 2011, GAURI; BRINKS, 2008; LIEBENBERG, 2010). Los organismos internacionales de derechos humanos, como los Relatores Especiales de Naciones Unidas, la Comisión Africana y la Corte Interamericana, están ocupados dándole contenido y efectividad a estos derechos (ABRAMOVICH; PAUTASSI, 2009; LANGFORD, 2009). Hacen todo esto sin diluir la idea de derechos humanos en la de justicia social y sin debilitar los derechos civiles y políticos.
Un enfoque igual de abierto y pluralista es requerido con respecto a las estrategias en el campo. Las estrategias clásicas, de “efecto bumerang” (KECK, SIKKINK, 1998), mediante las cuales organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch han presionado con éxito a los Estados del Norte para que usen su influencia sobre los Estados del Sur con el fin de conseguir que estos respeten los derechos humanos, continuarán siendo importantes. Pero la multipolaridad hace cada vez más difícil que sean efectivas las estrategias cuyo centro está en Europa y los Estados Unidos, como las crisis actuales en Siria y Ucrania muestran. Por consiguiente, las organizaciones de derechos humanos están intentando nuevos enfoques. La campaña ya mencionada para preservar los poderes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos es un ejemplo pertinente. Mediante lo que he descrito como una estrategia “de bumerang múltiple”, ONG latinoamericanas (CELS, Conectas, Dejusticia, DPLF, IDL y Fundar) se unieron en una coalición exitosa en defensa de la Comisión cuando fue atacada por gobiernos de toda la región entre 2011 y 2013 (RODRIGUÉZ-GAVARITO, 2014c). Puesto que Estados Unidos eran parte del problema (nunca ratificó la Convención Interamericana de Derechos Humanos) y su influencia regional ha declinado, el hacer presión al Gobierno estadounidense para que a su vez presionara a sus homólogos latinoamericanos para que se echaran hacia atrás hubiera sido inútil o incluso contraproducente. Por consiguiente, las ONG nacionales escogieron presionar a sus gobiernos nacionales para que apoyaran a la Comisión Interamericana; el Gobierno brasileño fue el que en última instancia inclinó la balanza a favor de la Comisión. Así, fue una coalición de organizaciones nacionales, que presionaron a sus gobiernos nacionales y al poder emergente de la región, lo que al final hizo que las cosas cambiaran.
Como en cualquier ecosistema, la fuerza del campo de los derechos humanos depende de la simbiosis, es decir, de la interacción entre sus diferentes participantes, en beneficio de ellos y de la causa más amplia que comparten. Por tanto, la colaboración y la complementariedad se harán más importantes en el futuro para la supervivencia y el auge del campo en su conjunto.
Es más fácil hablar de estimular la colaboración que hacerlo. Para las organizaciones dominantes de derechos humanos, como HRW y Amnistía Internacional, eso es un reto difícil: pasar del modus operandi vertical y muy autónomo que les ha permitido hacer grandes aportes, a otra forma de trabajo más horizontal que les permitiría trabajar con redes formadas por participantes diversos. Por el momento, sus esfuerzos por globalizar sus operaciones abriendo oficinas en los diversos centros de poder en el Sur Global no han conseguido reflejarse en nuevas formas de participación, de manera que se produzca una interacción en igualdad de condiciones con las organizaciones locales, nacionales y regionales en lo relativo a la iniciativa, la toma de decisiones y el crédito por el trabajo realizado. Para las organizaciones nacionales, ajustarse a un nuevo ecosistema implica seguir estrategias que les permitan vincularse entre sí y usar los nuevos puntos de influencia creados por la multipolaridad, y también abrirse a profesionales no jurídicos, movimientos sociales y activistas en línea.
En resumen, necesitamos ver el campo de los derechos humanos como un ecosistema diverso, en lugar de como una jerarquía. En un mundo más complejo e interdependiente, nuestros problemas necesitan el aporte de la biología tanto como los del derecho y la política. Necesitamos pasar menos tiempo vigilando las fronteras y más generando simbiosis.
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