Un análisis sobre derechos humanos, religión y democracia en disputa en Brasil
La idea de repensar "el poder", esto es, repensar su centralidad y circulación, surge de una provocación, de un movimiento necesario hacia alternativas para enfrentar los desafíos que plantea hoy la extrema derecha en distintos países a aquellos y aquellas que defienden los derechos humanos, la libertad y la democracia. Implica comprender cómo las estrategias de la extrema derecha han actuado para obstaculizar el debate sobre estos temas, dificultando el reconocimiento de su importancia y efectividad, así como reduciendo muchos de los esfuerzos en la dirección de una "guerra de narrativa". Repensar el poder apunta también al desafío que tienen las fuerzas progresistas, comprometidas con los derechos humanos, de escuchar y comprender el poder que existe y circula en las bases, aprendiendo alternativas de acción y comunicación, en un camino urgente de diversificación de estrategias, narrativas y, sobre todo, de actores y actrices.
En todo el mundo las sociedades libres se enfrentan a un enemigo nuevo e implacable. Este no tiene ejército ni armada; no procede de ningún país que podamos señalar en un mapa; está en todas partes y en ninguna, porque no está ahí fuera, sino aquí dentro. En lugar de amenazar a las sociedades libres con la destrucción desde el exterior, como hicieron los nazis y los soviéticos, las amenazan con corroerlas desde el interior.
Un peligro que está en todas partes y en ninguna es esquivo, es difícil de identificar, de distinguir, de describir. Todos lo notamos, pero nos cuesta darle nombre. Se derraman ríos de tinta para describir sus elementos y sus características, pero se nos sigue escapando.
Nuestro primer deber, por tanto, es nombrarlo. Solo así podremos comprenderlo, combatirlo y derrotarlo.
¿Qué es este nuevo enemigo que amenaza nuestra libertad, nuestra prosperidad y hasta nuestra supervivencia como sociedades democráticas?
La respuesta es el poder, en una forma nueva y maligna.
En todas las épocas ha habido una o más formas de maldad política. Lo que estamos viendo hoy es una variante revanchista que imita la democracia al mismo tiempo que la socava y desprecia cualquier límite. Parece como si el poder político hubiera estudiado todos los métodos concebidos por las sociedades libres durante siglos para dominarlos y, después, contraatacar.
Por eso hablo de la revancha de los poderosos.
Moisés Naím ‘La Revancha de los poderosos’11. Moisés Naím, La revancha de los poderosos: Cómo los autócratas están reinventando la política en el siglo XXI (Madri: DEBATE Editorial, 2022).
I.
A medida que la extrema derecha mundial fue actualizando sus formas de socavar la democracia, también acabó por influenciar a las fuerzas progresistas, llevándolas a repensar, con más ímpetu, los entresijos del poder. La extrema derecha y los muchos movimientos reaccionarios (organizados o no) comprendieron el lenguaje del «orden institucional democrático» y empezaron a utilizarlo. La hermenéutica reaccionaria sobre la democracia, la libertad y otros derechos fundamentales ha confundido el debate público hasta reducirlo a la desgastada expresión «disputa de narrativas». La extrema derecha, local y globalmente, empuja el debate público hacia la idea de otro proyecto de poder a combatir: el progresista, el comunista, el izquierdista.
De Jair Bolsonaro a Damares Alves en Brasil; de José Kast a Chiara Barchiesi en Chile; de María del Rosario Guerra a María Fernanda Cabal en Colombia; pasando por Nayib Bukele en la presidencia de El Salvador y Alejandro Giammattei en Guatemala, la defensa de la «democracia» y la garantía de la «libertad» o la defensa de la soberanía del país aparecen como misión de vida y compromiso político. Esta América Latina de extrema derecha y «democrática» se une en silencio a la democracia «iliberal» de Viktor Orbán en Hungría y a la lucha por la identidad nacional y las libertades individuales de Giorgia Meloni en Italia y del partido español Vox.
Esta coyuntura plantea, evidentemente, un inmenso desafío a las fuerzas progresistas del continente. Pero moviliza también a estas mismas fuerzas en un intento de comprender y reaccionar ante las formas en que se presenta y se disputa el poder en el contexto actual. Valores importantes para las personas y organizaciones comprometidas con los derechos humanos han sido vaciados y cooptados en el debate público, lo que dificulta enormemente que podamos comunicar estos valores, identificar los riesgos que los rodean y trabajar por una sociedad libre e inclusiva.
La ya clásica obra del periodista Moisés Naím, El fin del poder, de 2013, realiza una contribución importante a la comprensión del poder, mostrando que, tal como lo concebimos – un poder representado en imágenes e instituciones – entró en declive en un mundo mucho más dinámico. Naím identifica las principales razones de este declive del poder, o de una reconfiguración del poder, y las divide en tres categorías que denomina «transformaciones revolucionarias».
La primera de ellas sería la revolución del Más. Esta se caracteriza por el crecimiento y la abundancia en todo: en el número de países, en el tamaño de las poblaciones, en los niveles de vida, en los índices de alfabetización, en los avances de la tecnología médica, en la cantidad y diversidad de productos, partidos políticos, religiones, etc. Por otra parte, es asimismo un mundo más desigual, más desequilibrado económicamente, la pobreza extrema afecta a más personas, la producción de más armas expone como consecuencia un mundo más violento. Pero también hay avance de la democracia como sistema político deseado, mayor participación popular y una sociedad civil más activa, que se manifiesta también en la proliferación de movimientos y organizaciones.
Así, con ese «más» sencillo y aparentemente genérico, Naím reconoce un tipo de revolución. Este «más» no es solo cuantitativo, sino que es la complejización de un mundo diverso, con desafíos mayores para quienes desean que sea más inclusivo, justo e igualitario. Dialogando con el autor, yo incluiría el papel fundamental de otros «más». La pluralización y diversificación de conceptos y perspectivas críticas sobre la realidad, especialmente desde contextos subalternizados, así como la creación de nuevos canales y estrategias de comunicación/interacción podrían entenderse como parte de este «más». Un «más» que era y sigue siendo esencial para hacer frente a las múltiples caras del poder colonial. En este caso específico, me refiero a la fuerza conservadora que alimenta y es alimentada por esa articulación política, económica y religiosa que, en su disputa hegemónica, mantiene el poder en manos de una élite minoritaria, mientras intenta imponer a la sociedad su voluntad – también política, económica y religiosa, pero en este último caso disfrazada de moral global.
Para ejemplificar, podríamos fijarnos en la realidad de muchas periferias en Brasil, especialmente las favelas, un territorio que surge de la marginalización, la precarización, la expulsión de la participación social y la (im)posibilidad de disfrutar de la ciudad; territorios que, sin embargo, son potentes en creatividad social, cultural y política. Vivir en las favelas, entre la falta de servicios esenciales, la represión violenta del brazo armado del Estado y el dominio violento del crimen organizado (ya sean facciones del narcotráfico o milicias, como en Río de Janeiro) exige sabiduría, tecnología social, perspectiva política y mucha imaginación.
Exige sabiduría, la cual está relaciona con diferentes tácticas de supervivencia desarrolladas por la gente de la comunidad al vivir y moverse en contextos de conflicto armado, áreas que requieren domar el miedo, mirar, pero actuar como si no estuvieran viendo. Otorgar a lo absurdo – en términos de derechos violados y situaciones límite a las que se enfrentan – un grado de «normalidad», mientras se buscan condiciones de vida mejores y más seguras en medio de la precariedad. Exige tecnología social, en la medida en que se forjan redes de solidaridad, no siempre de forma organizada, sino de maneras que permiten la comunicación y el cuidado en la favela. Esta tecnología social fue fundamental durante la pandemia de Covid-19 y lo ha sido durante décadas en el contexto de la pobreza extrema para gestionar la «economía del cuidado», especialmente en relación con el cuidado de niños y ancianos, que en la mayoría de los casos recae sobre las mujeres. Aunque algunos analistas e investigadores no lo ven así, toda la dinámica de la favela requiere análisis coyuntural e imaginación. Es necesario «leer el contexto» e imaginar posibilidades para vivir y avanzar.
Sin embargo, muchas veces la relación con esos territorios está todavía basada en la lógica de la precariedad y la privación. Con base en esta lógica, los territorios y su población son percibidos como quienes tienen poco o nada para dar y todo por recibir. En este sentido, es esencial reconocer el rol de los colectivos y organizaciones locales que actúan como poderosas redes de mapeo y «traducción» desde y hacia la comunidad. Y aquí también es importante mencionar el papel que muchas iglesias evangélicas, especialmente las pentecostales, desempeñan en las favelas como ejemplo de esta tecnología social. Sí, los/as creyentes pentecostales de las periferias no son solamente devotos/as repetidores/as de versículos bíblicos y ovejas sumisas de liderazgos pastorales conservadores. Los/as evangélicos/as son también articuladores/as de redes dinámicas que permiten mantener la vida con cierta dignidad dentro de estos territorios y en medio de sus desafíos.
Con la categoría de Movilidad, Naím afirma que «tenemos más de todo y, además, este ’más’ se mueve con una intensidad sin precedentes».22. Moisés Naím, O fim do poder: nas salas da diretoria ou nos campos de batalha, em Igrejas ou Estados, por que estar no poder não é mais o que costumava ser? (São Paulo: LeYa, 2013): 17. Esta movilidad, por tanto, se refiere, por un lado, a la circulación de productos y contenidos y, por otro, al propio movimiento. La actuación y organización de la sociedad en movimientos es fundamental para su avance. Pero también existen, y han aumentado, movimientos que pretenden mantener las condiciones de la sociedad exactamente como están, o incluso retroceder a condiciones anteriores.
Movimientos reaccionarios y de extrema derecha, en todo el mundo, han intensificado y diversificado sus ataques y estrategias para impedir que las sociedades avancen hacia la renovación, la igualdad y el reconocimiento de la diversidad, siendo así contrarios al propio avance de la democracia. Si «más» visiones del mundo, narrativas y formas de vida han desafiado el poder ultraconservador de herencia colonial, entonces es necesario ampliar y diversificar los movimientos que, a pesar de las dificultades y resistencias, han empujado a muchas sociedades hacia alguna condición de mayor inclusión e igualdad. Los movimientos y la sociedad civil organizada no pueden ser los únicos actores de este proceso de transformación que debe alcanzar a toda la sociedad. Este movimiento también debe ser observado por – y compartido con – la sociedad desorganizada, es decir, los ciudadanos excluidos del liderazgo político y social.
Por último, el autor habla de la revolución de la Mentalidad, que reflejaría los grandes cambios en las formas de pensar, en las expectativas y en las aspiraciones que han acompañado a estas transformaciones. Yo añadiría que esta revolución se ha visto intensificada por la lucha por el reconocimiento de la existencia digna de las minorías sociales, pero también por la afirmación identitaria reaccionaria, a menudo anclada en el espectro religioso ultraconservador y fundamentalista, que va en dirección contraria al reconocimiento de la diversidad y la pluralidad en la sociedad. Este cambio en las «formas de pensar» y las «aspiraciones» sociales y políticas ha tensionado constantemente la esfera pública, poniendo de relieve el poder que también circula, no solo en la élite política, sino también en la sociedad civil organizada, en un intento de influir en el curso de la sociedad.
En el mundo entero, donde su ascenso muestra fuerza, la extrema derecha ha demostrado ser profundamente eficaz a la hora de canalizar ciertas aspiraciones. “Defender la familia tradicional” parece haber puesto en aprietos a las fuerzas progresistas, que a todo momento necesitan dilucidar que sus proyectos de sociedad y agenda política colectiva no comprometen el reconocimiento del lugar de la familia en la sociedad. De hecho, la «familia» se ha convertido en una aspiración fundamental en muchos contextos concretos en los que la precariedad, la inseguridad y el vacío provocados por una sociedad capitalista desafían la vida cotidiana de millones de personas, especialmente en las periferias.
II.
Bueno, el mundo ha cambiado y el «poder» en el mundo también. Al menos la forma en que el poder se articula y consigue establecer límites, señalar caminos, centralizar reacciones y contrarreacciones. Un ejemplo de ello es la estrecha relación de muchos candidatos a cargos ejecutivos en Brasil (a presidente en particular) con el segmento evangélico del país. Hasta las elecciones mayoritarias de 2010 y 2014, el diálogo de los candidatos presidenciales con los evangélicos se hacía principalmente desde los principales liderazgos evangélicos del país.
Las disputas entre Dilma Rousseff y José Serra (segunda vuelta de 2010) y entre Dilma Rousseff y Aécio Neves (segunda vuelta de 2014) orbitaron en torno a los nombres más poderosos de las mega iglesias brasileñas, como Edir Macedo, Silas Malafaia, José Wellington, Manoel Ferreira, Valdemiro Santiago y R. R. Soares. Esta estrategia política de diálogo seguía la lógica de hablar con los actores que ostentaban el poder religioso evangélico en sus manos.
En esta lógica, se imaginaba que el apoyo y la adhesión de los poderosos líderes de las mayores congregaciones del país implicaba necesariamente el apoyo generalizado de sus respectivos rebaños. Una estrategia que Luiz Inácio Lula da Silva también utilizó durante sus dos campañas a la presidencia. Pero el poder religioso de estos líderes resultó paradójicamente frágil. La usurpación de un poder basado en un nivel máximo de representación – en el caso de un pastor que centralizaba y pretendía ser la voz de los evangélicos33. Utilizando los últimos datos del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE) como oficiales, los evangélicos constituyen un 22% de la población, aproximadamente 42 millones de personas (se cree que el Censo de 2022 traerá la información de cerca de 60 millones). distribuidos por todo el territorio nacional – sublimó la complejidad y los múltiples matices de este rol de la religión en la esfera pública, en la que los creyentes individuales ejercen su poder de decisión a través de opciones personales que se realizan y relativizan a la luz de las necesidades y los contextos locales. Las redes, la tecnología social desarrollada a partir de las iglesias locales, ejercían más poder que los gritos histriónicos de los líderes evangélicos millonarios al hablar de sí mismos.
Así, Bolsonaro disputó el segmento evangélico no solo desde los liderazgos religiosos y su poder económico, religioso y mediático, sino también, o principalmente, desde la defensa explícita de un ultraconservadurismo de supremacía cristiana que desconoció públicamente el compromiso con la laicidad del Estado; que citaba el versículo bíblico «conoceréis la verdad y ella os hará libres” (Juan 8:32) como compromiso personal; y que transformó la jerga «Dios por encima de todo» en símbolo, simultáneamente, de civismo y fe. Esta defensa pública de la fe cristiana conservadora fue un vínculo vital para Bolsonaro. De forma consciente, estratégica o no, parecía haber comprendido dónde estaba el «poder», de hecho, para tener a los evangélicos de su lado. Obviamente, su victoria política viene con la adhesión de líderes evangélicos fundamentalistas, pero también se construyó en un movimiento de abajo hacia arriba, es decir, a pesar de la persuasión y presión de estos liderazgos de mega iglesias, gran parte del sector evangélico se identificó con un candidato que defendía, con energía y fuerza, los «valores cristianos». Él afirmaba, públicamente, la superioridad del cristianismo y que las minorías no cristianas debían aceptar las normas morales de la mayoría cristiana conservadora.44. Véase, por ejemplo, "Somos un país mayoritariamente cristiano, no admitiremos ninguna regresión en este terreno, porque tenemos al pueblo y a Dios de nuestra parte", en: Eduardo Simões, "Bolsonaro dice que no aceptará el ’retroceso’ de la mayoría cristiana en Brasil". Yahoo! News, 2 de septiembre de 2022, consultado el 31 de diciembre de 2022, https://br.noticias.yahoo.com/bolsonaro-diz-que-n%C3%A3o-aceitar%C3%A1-152746970.html; También, "’El Estado es laico, pero nuestro gobierno es cristiano’, dice Bolsonaro en Twitter", Diário de Pernambuco, 16 de septiembre de 2020, consultado el 31 de diciembre de 2022, https://www.diariodepernambuco.com.br/noticia/politica/2020/09/o-estado-e-laico-mas-nosso-governo-e-cristao-diz-bolsonaro-no-twit.html; y "Bolsonaro dice que Brasil ’está condenado a ser cristiano’", Carta Capital, 14 de agosto de 2022, https://www.cartacapital.com.br/politica/bolsonaro-diz-que-o-brasil-esta-condenado-a-ser-cristao/.
III.
Para Ariel Goldstein, en los últimos años asistimos a una pérdida de legitimidad de las instituciones y regímenes democráticos en la región de América Latina, situación que se agravó con la pandemia. Goldstein afirma que el fuerte cuestionamiento de las élites dirigentes condujo al descrédito del régimen democrático. Ello se debe, prosigue, a que «cuando las élites dirigentes y oficiales se perciben como distantes del destino de las mayorías populares, el régimen democrático pierde legitimidad y las soluciones autoritarias y/o ajenas se vuelven más aceptables»55. Ariel Alejandro Goldstein, La reconquista autoritaria: Cómo la derecha global amenaza la democracia en América Latina (Buenos Aires: Marea, 2022): 13. Esto es cierto en parte. Desde hace mucho tiempo, en América Latina, las élites dirigentes y oficiales (militares) han estado muy alejadas de la mayoría de la población.
El hecho es que en América Latina, especialmente las poblaciones más empobrecidas y vulnerables, siempre han lidiado con esta realidad. Ningún país latinoamericano, ni Brasil, ni Argentina, ni Venezuela, ni Chile, ni Guatemala, ni siquiera Colombia, ha tenido en su historia un momento Macondo; esa ciudad real-fantástica creada por Gabriel García Márquez en Cien años de soledad; o la colectividad que funda una ciudad en medio del desierto, repartiendo roles-funciones y protagonismo para todos y todas, como la compañía circense en el desierto mexicano de Santa María del Circo, de David Toscana. En otras palabras, somos el legado de una sociedad desigual, colonial y profundamente jerarquizada. Las sociedades forjadas en los países se basan en una lógica que se desarrolla entre quienes trabajan y luchan por su propia supervivencia y quienes gozan de los privilegios de dirigir el rumbo del país, repartir su riqueza y orientar la moral y el comportamiento de la sociedad.
Al no haber nada nuevo en el distanciamiento de las élites gobernantes de las clases populares, el análisis podría dirigirse entonces a las fuerzas progresistas organizadas que, a pesar de tener la defensa de los derechos humanos y la democracia como principio de acción, también muestran un grado limitado de conexión con la «sociedad desorganizada», personas que luchan por sobrevivir a las demandas del día a día. Lo anterior puede parecer fuera de lugar si se tiene en cuenta que muchas organizaciones, colectivos, movimientos sociales y redes de actores sociales del campo progresista democrático suelen estar presentes y arraigados en estos lugares más precarizados. Pero parece totalmente razonable cuando analizamos, por ejemplo, la compleja relación de estos mismos movimientos con un gobierno progresista. Cuando dirigencias del campo de los derechos humanos encontraron en los gobiernos Lula y Dilma diálogo y, sobre todo, un lugar, los riesgos con relación a lo que podría formarse a partir del resentimiento de una clase media conservadora y de una derecha ultra y neoliberal minoritaria, pero articulada, se minimizaron. El distanciamiento ya acentuado era cada vez más perceptible y creciente.
Líderes progresistas, partidos de izquierda y organizaciones de derechos humanos ciertamente vieron el avance de la derecha y la extrema derecha en la cooptación del imaginario colectivo de las clases populares y, principalmente, en el uso de la religión para radicalizar la postura conservadora presente en muchos de los contextos de esas comunidades. Este puede haber sido sin duda el espacio abierto al alcance de los fundamentalistas. Es cierto que el conservadurismo y el fundamentalismo están presentes en la propia génesis del evangelicalismo brasileño, sea protestante o pentecostal. También es cierto que la sociedad brasileña es una sociedad conservadora, cuya herencia colonial y esclavista sigue impregnando los diversos matices de nuestra desigualdad e injusticia estructural. Sin embargo, el nivel de radicalización ultraconservadora y reaccionaria registrado en los últimos diez años en Brasil se generó bajo el distanciamiento y la pérdida de la capacidad de diálogo de los partidos de izquierda con las clases populares, así como bajo la falta de esfuerzo de muchas organizaciones y líderes del campo progresista y democrático por hacer una lectura coherente y, sobre todo, de respeto y aprendizaje con las periferias, especialmente las urbanas. Aunque este distanciamiento no implica ausencia de acción, ha sido un obstáculo concreto para una comunicación y una acción estratégica eficaces ante la urgencia y la gravedad de las amenazas vividas en los últimos años.
Las fuerzas populares y demás expresiones, individuales y colectivas, de la sociedad civil organizada que se movilizaron para garantizar que un proyecto explícitamente autoritario no siguiera adelante en el Poder Ejecutivo de Brasil no tienen ninguna garantía. Las fuerzas a favor de la estabilidad democrática no están en ventaja con la victoria de Lula; este espacio sigue abierto e inestable. El camino quizá no sea solo repensar el enfoque curioso e interesado de las diversas formas de supervivencia y resistencia de la sociedad organizada, aunque esto es muy importante; sino también repensar las estructuras de poder.
La estabilidad democrática y el camino hacia la consolidación de una sociedad más justa, inclusiva, plural e igualitaria seguirán dependiendo mucho del debate, y de la capacidad de convencer y estimular el compromiso de los distintos sectores de la sociedad, en torno al valor y al alcance de los derechos humanos, incluidas las libertades civiles y políticas, la justicia racial y de género y, por supuesto, la propia democracia. Todavía dependerá mucho de cuánto entendamos como sociedad que no se trata de modelos políticos en disputa, sino de cuán imprescindible es que exista un pacto social que proteja estos conceptos mencionados.
Esta forma de entender la lucha por los derechos humanos y la democracia hace que la disputa política sea, como mínimo, más compleja y difusa. Porque las instituciones, las organizaciones, las redes de movilización – emancipadoras o reaccionario-fascistas – seguirán estando presentes y actuando. Seguirán en movimiento. Lo que es importante reconocer es que actores y actrices dispersos y poco tenidos en cuenta en esta disputa –excepto cuando son llamados/as a votar en las elecciones – también están presentes, con sus intereses, sus propias reivindicaciones y formas de compromiso.
Aunque existe una sinergia entre estas formas de compromiso popular (radicalizadas en los últimos días) y las redes reaccionarias internacionales que se aprovechan de ello, esta sinergia solo tiene éxito porque encuentra lugar y eco en los contextos más variados en los que muchas personas se ven presionadas a vivir. Esto va desde el miedo a que alguien les quite la vida violentamente, hasta la idea de que un proyecto de poder ignore el valor de la familia o les quite a padres y madres la libertad de educar a sus hijos. Y encuentra eco en temores que, aun surgidos de la instauración de pánicos sociales sobredimensionados, son reiterados y compartidos, no precisamente por creadores de fakenews, sino por personas en su propia red de intimidad, afecto y solidaridad. En la práctica, es difícil asociar las fakenews y la creación de un pánico moral organizado con la figura del pastor amigo que cobijó y ayudó a la familia en los momentos más difíciles, compartiendo a veces su propia canasta de alimentos.
Derrotar el proyecto de extrema derecha en Brasil, o en otros contextos de diferentes países latinoamericanos, requerirá mucho más que reforzar argumentos y modelos antiguos al abordar los temas que comprometen nuestro futuro. La población exaltada y excitada por derrocar al gobierno recién elegido en Brasil, presente desde hace tiempo en las calles, está lejos de ser el resultado de un movimiento internacional organizado que guía a los radicales a la acción y a la ruptura del orden democrático.