Los derechos humanos en la economía política
El interrogante de cuál es la mejor manera de alcanzar y conciliar simultáneamente las dos metas deseables complementares de buena gobernabilidad y prosperidad económica es objeto de indagación filosófica desde hace mucho tiempo. En la era moderna (de posguerra), se ha sumado un ingrediente nuevo e importante a la mezcla que combina el bienestar económico y el socio-político: el derecho internacional y, en particular, el derecho internacional de derechos humanos. Este trabajo se centra en los distintos roles que se dice que desempeñan los así llamados derechos y libertades universales en forjar, sustentar o destruir la relación entre el bienestar económico y el social, y analiza cuáles son y serán las consecuencias para las economías políticas de Occidente y de China. Si bien se extraen ciertas conclusiones respecto de la importancia de la influencia de los derechos humanos, el trabajo sugiere que –tal como se dice creía Zhou Enlai respecto de las lecciones aprendidas de la Revolución Francesa– aún podría ser demasiado pronto para saberlo.
En febrero de 2012, el New York Times publicó un artículo bastante sorprendente escrito por Eric Li, un auto-denominado “capitalista de riesgo” de Shanghái. Bajo el título provocador de “Por qué el modelo político de China es superior”, Li hace algunas afirmaciones audaces. Primero, dice que “el Occidente moderno ve a la democracia y a los derechos humanos como la máxima expresión del desarrollo humano. Es una convicción basada en la fe absoluta” (LI, 2012). Luego, tras expresar lo que él postula como la visión alternativa del gobierno chino de que los derechos humanos y la democracia son instrumentos negociables o privilegios otorgados sólo en función de las necesidades (en especial económicas) de un país en cualquier momento dado, Li añade: “Occidente parece incapaz de ser menos democrático aun cuando su supervivencia dependa de un cambio de ese tipo [hacia el modelo chino]. En este sentido, Estados Unidos hoy se parece a la Unión Soviética, que también consideraba que su régimen era el fin último” (LI, 2012).
Y en efecto, hoy, a más de cinco años del inicio de la actual crisis financiera mundial, muchas economías de Occidente están en dificultades, algunas de ellas de gravedad. La recesión económica que le sucedió a la crisis de crédito de 2007/8 ha tenido enormes implicancias sociales y políticas, que incluyeron una disminución del ejercicio de estándares básicos de derechos humanos para muchos. Las medidas de austeridad altamente regresivas perjudican más a los pobres (e incluso a los no tan pobres) que a los adinerados, precisamente porque afectan los programas de bienestar social y de servicios públicos de los que dependen los desfavorecidos económicamente. El desempleo masivo, en especial entre los jóvenes, tiene consecuencias sociales, políticas y económicas perjudiciales a largo plazo. Más aún, tanto la percepción como la experiencia de la disparidad de la riqueza que surge de los rescates a bancos privados financiados por los gobiernos, las desgravaciones fiscales y los ardides para eludir impuestos crean, para muchos, una sensación generalizada de injusticia económica.
De ahí que la filosofía económica dominante esté siendo cuestionada y objetada. ¿Alcanza con la promesa del libre mercado de que los beneficios llegarán a todos por “goteo”? Y, en un sentido más fundamental, ¿es sostenible? Li está poniendo el dedo en la llaga sobre un tema que dio lugar a serios debates no sólo respecto de si la mala gestión económica está poniendo en peligro al gobierno democrático, sino también si “la gobernabilidad democrática puede en algunas situaciones modernas resultar adversa a la administración económica competente”.1
No se trata de interrogantes nuevos. El logro y la conciliación simultáneos de los deseables objetivos gemelos de la buena gobernabilidad y la prosperidad económica son tema de indagación filosófica desde hace mucho tiempo –en la Antigua Grecia, y antes de ello durante la Dinastía Zhou en la Antigua China.
El Iluminismo Europeo de los Siglos XVII y XVIII precedió, precipitó y luego se asoció con la Revolución Industrial del Siglo XIX con resultados dispares, aunque probablemente en general se pueda considerar que hubo un avance en el mejoramiento de las circunstancias humanas en términos de resultados sociales (movilidad), y prácticas políticas (democracia ampliada), además de una riqueza económica agregada en alza.
En la era moderna (de posguerra), a la relación entre bienestar económico y socio-político, se le agregó un importante ingrediente: el derecho internacional. Muchas formas de derecho internacional desempeñaron su papel:
• El derecho comercial internacional acompañó y promovió la globalización, lo que tuvo efectos tanto dentro como entre los Estados mucho más allá de las simples relaciones comerciales;
• La intersección entre los regímenes de derecho internacional público y privado en el ámbito del comercio transnacional tuvo una influencia directa sobre la legislación nacional que rige las inversiones, la conducta empresarial y la resolución de conflictos;
• Las instituciones de fomento y finanzas multilaterales y regionales han tenido efectos profundos y amplios sobre la manera en que muchos países pobres gobiernan sus Estados; y
• El derecho internacional medioambiental tiene una influencia cada vez mayor en las políticas de los gobiernos nacionales.
Sin embargo, de todas las sub-disciplinas del derecho público internacional, es el derecho internacional de derechos humanos el que reviste mayor interés respecto de la relación entre los bienes económicos y políticos. El presente trabajo se centra en los distintos roles que se dice desempeñan los derechos y las libertades en forjar, sostener o destruir esa relación, y analiza qué consecuencias fluyen desde allí para las economías políticas de Occidente y de China.
Si bien se ubica en el puesto de la “medalla de bronce” (luego de la paz y la seguridad, y la cortesía internacional), la protección de los derechos humanos se incluyó en el listado de objetivos esenciales de las Naciones Unidas en su Carta de 1945. La protección de los derechos humanos tiene un propósito explícito: “alcanzar la cooperación internacional en la resolución de problemas internacionales de naturaleza económica, social, cultural o humanitaria” (UNITED NATIONS, 1945, art. 1, para. 3). Esta audaz proclamación marcó el inicio de la era moderna de análisis intenso y variado, y la polémica sobre por qué, cómo y con qué consecuencias pueden conciliarse la gobernabilidad de la economía y los derechos de las personas de manera de promover los fines de ambos.
En los años inmediatamente posteriores a la Guerra, y con el advenimiento de la “Era de los derechos humanos” (HENKIN, 1990), con la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) de 1948 y el consiguiente flujo de instrumentos internacionales de derechos humanos, el vínculo entre los bienes sociales y económicos estuvo dominado por el concepto de Gobierno Grande.
Así comenzó, en el clima crudo aunque propicio de la Europa de posguerra (y Occidente en general), el ambicioso proyecto de construir el Estado de bienestar universal; un proyecto que era considerado esencial para consolidar la paz y la seguridad económica de la posguerra, precisamente porque promovía la concreción de derechos humanos (en particular los económicos y sociales) que anteriormente sólo habían existido como oportunidades potenciales.
Al tiempo que sucedía esto en el Occidente Capitalista, un “Gobierno Grande” de una clase muy distinta se desplegaba en el Este Comunista. Los preceptos leninistas compartidos por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y China se transformaban en conceptos totalitarios del Estado a manos de Stalin y Mao. Allí también la filosofía política del Estado alegaba estar preocupada por el bienestar y la seguridad de las personas, aunque de una manera que abarcaba el control estatal de todos los aspectos de la existencia en sociedad, no sólo su gestión económica.
Política y económicamente, Occidente y Oriente estaban divididos, y lo estuvieron cada vez más en forma constante a lo largo de las décadas siguientes. Ese cisma continuó en el ámbito de los derechos humanos, tal como lo demuestra la bifurcación de los derechos consagrados en la DUDH en dos Pactos independientes adoptados en 1966. Occidente, reflejando su preocupación predominante por la “libertad”, buscaba promover mayormente los derechos civiles y políticos que, argumentaba, cuando estuvieran garantizados por una gobernabilidad buena/democrática, producirían beneficios económicos y sociales (fueran o no reconocidos como derechos per se). Por otro lado, China y, más especialmente, Rusia, estaban más preocupadas por la “igualdad”, enfatizando la necesidad de centrarse por sobre todo en la garantía de los derechos económicos, sociales y culturales. En otras palabras, mientras que Occidente consideraba las libertades políticas de las personas como el camino preferido hacia la mayor riqueza y seguridad social, los Estados de la Hoz y el Martillo veían la equidad económica impuesta o planificada por el Estado como el camino hacia la realización y la seguridad individuales.
Pero los tiempos cambian, e incluso los planes mejor planteados se van agotando o extinguiendo. De hecho, si bien en diversos momentos cada bando (el democrático/capitalista y el comunista/planificado) se declaró contrario y desvinculado del otro, el rumbo y la trayectoria de cada uno se vieron fuertemente influidos por el desarrollo del otro. Y así es hasta el día de hoy.
En Occidente, espoleados por las posturas hayekianas sobre cómo se obtiene y mantiene la libertad al protegerla de las tendencias totalitarias de Estados como la URSS que se estaba imponiendo en Europa Oriental (VON HAYEK, 1944), los partidarios de regímenes económicos y financieros mucho más libres alzaron sus voces en las décadas de 1960 y 1970. Milton Friedman en Capitalismo y libertad (1962) sostenía no sólo que dichos mercados libres operan más eficientemente en términos económicos, sino que además son la fuente de la promoción de libertades políticas que abarcan toda la sociedad (FRIEDMAN, 2002). En otras palabras, si bien no lo expresaba como tal, Friedman y sus acólitos veían al libre mercado como garante de las libertades individuales prometidas en las leyes internacionales sobre derechos humanos.
A paso lento pero firme, en el campo de batalla de la filosofía económica se impusieron los libremercadistas y, para la década de 1970, los controles financieros y fiscales keynesianos fueron reemplazados por una nueva visión de un sistema de comercio internacional liberalizado que, se decía, nos beneficiaría a todos al combatir el flagelo de la pobreza de personas y naciones y reforzar las perspectivas de una mayor libertad individual (HELLEINER, 1994).
No obstante, al poner en marcha esta visión, los arquitectos del proyecto adoptaron una visión tecnocrática de la economía que se basaba en modelos teóricos y conjuntos de principios que se abstraían de todo contexto social y que no intentaban de ningún modo comprender y, mucho menos, predecir la forma en que los cambios del sistema financiero y económico habrían de interactuar con diferentes sociedades y sus estructuras sociales. Los asuntos de derechos humanos, al igual que todos los factores “sociales”, se externalizaban de los cálculos que determinaban el rumbo económico.
Desafortunadamente, el aspecto de la economía que es más proclive a ser objeto de esos modelos faltos de realismo fue y es al mismo tiempo, uno de los más cruciales, además del menos comprendido. La transformación, en los últimos veinte años, del sector financiero en la fuerza económica dominante del planeta fue verdaderamente notable.2 Pero los financieros, como ocurre con muchas otras profesiones, se ciñen mayormente a los límites estrechamente definidos de su profesión, y no se preocupan demasiado por cómo los flujos financieros pueden estar creando o exacerbando tensiones sociales. Cuando lo hacen, lo hacen desde el punto de vista del riesgo país o crediticio –cómo se puede ver afectado el valor de sus inversiones o retornos– y no desde el punto de vista de la cohesión y la estabilidad social, menos aún pensando en las libertades civiles y políticas. Un sistema financiero impulsado por fórmulas matemáticas cuantitativas capaces de un apalancamiento descomunal (sólo el mercado mundial de derivados vale muchas veces más que el Producto Bruto Interno – PBI3 – mundial) desempeñó un papel directo en la aguda polarización de la humanidad según la riqueza (LIN & TOASKOVIC-DEVEY, 2011; DOWD & HUTCHINSON, 2010). En la última década de globalización, se ha visto un enorme crecimiento de la desigualdad en términos de ingresos tanto al interior como entre naciones, ya que si bien el sistema financiero genera enormes ganancias para los incluidos, no brinda ninguna garantía ni seguro para las masas de excluidos que generalmente son los más perjudicados por su inestabilidad periódica.4
De hecho, tales niveles de abstracción dejan el terreno fértil para la aplicación de la ley de las consecuencias involuntarias ya que las realidades sociales de los patrones impredecibles de comportamiento inviabilizan groseramente modelos económicos afinados. Las burbujas del libre mercado se expanden y estallan, con resultados perjudiciales, y a veces desastrosos, para los Estados y sus pueblos. Y a veces, con posterioridad al estallido –como ocurre en la actualidad–, la filosofía económica imperante es cuestionada fundamentalmente de las maneras que se indican al comienzo del presente ensayo.
Las décadas de 1970 y de 1980 fueron tiempos de cambios y desafíos para la URSS, y también para China. La URSS luchaba por mantener la tracción política y económica a medida que, junto con sus Estados satélite de Europa del Este, caía cada vez más por debajo de Occidente en términos de creación de riqueza, lo que finalmente condujo a las soluciones provisionales de la Perestroika y el Glasnost y el colapso final del Imperio Soviético en 1989. China, que estaba recuperándose de los tremendos efectos de la hambruna y una revolución cultural abandonada, se fue acercando a una crisis política que alcanzó su pico en la Plaza de Tian’anmen en junio de 1989, luego de lo cual se consolidaron y aceleraron las medidas tendientes a la liberalización económica tomadas durante la década de 1970 y 1980 bajo la dirección de Deng Xiaoping a comienzos de la década de 1990.
Los cambios extraordinarios que atravesó China desde entonces, si bien quizá hayan sido más dramáticos en términos económicos, también han sido profundos en términos de política, relaciones sociales y, en efecto, derechos humanos. Fue crítico para esas transformaciones el grado de interconexión entre todas estas esferas. En todo el mundo, las esperanzas y aspiraciones de los pueblos y las personas respecto de sus libertades y oportunidades económicas y políticas están fuertemente ligadas al desempeño de los sistemas económicos y políticos. Así, en tiempos de crecimiento y abundancia, las esperanzas y expectativas de obtener o promover dichas libertades son altas, y caen cuando las economías se debilitan y los sistemas de gobernabilidad se ven desafiados. Y eso mismo ocurre en China.
Así, por ejemplo, la instancia, la magnitud y la información sobre las protestas públicas evidentemente van en aumento al tiempo que la economía se desacelera y la tasa de crecimiento anual cae de su promedio de 8-14% de los últimos doce años. Dicha inquietud de la comunidad es preocupante para el gobierno y los ciudadanos de China por igual. Una editorial reciente publicada en Caixin, la revista de negocios líder de China, advertía que “si continuamos anhelando los ‘milagros’ económicos, debemos estar dispuestos a pagar un alto precio en el futuro”. Lo que tiene de particularmente interesante esta advertencia es el conjunto de indicadores que elige la revista para ilustrar el “alto precio” a pagar, a saber:
Caerá el crecimiento; habrá discriminación generalizada, y rentismo y corrupción endémicos; nuestra sociedad y medioambiente se verán presionados al límite; y el desarrollo no podrá sostenerse. Las protestas en masa, los disturbios y las catástrofes medioambientales que hemos visto son sólo algunas de las consecuencias de este modelo de crecimiento.
(BRANIGAN, 2012).
Aparentemente, las mismas preocupaciones estuvieron presentes en las mentes de los delegados del último 18° Congreso del Partido Comunista.5
La posibilidad o perspectiva de las consecuencias políticas de las fuerzas económicas o financieras dentro de China también son materia de interés intenso y duradero para el resto del mundo por razones tanto económicas como geopolíticas. ¿Cuán comprimida financieramente está la así llamada ‘clase media apretada’ de China y cuáles son sus esperanzas y expectativas políticas? ¿Cuáles serán los efectos sociales de la reorientación de la economía china al pasar de estar impulsada por las exportaciones a estar centrada en el consumo interno, y de la transformación de su modelo industrial de base manufacturera a un modelo basado en servicios? ¿Y cuánto tiempo llevarán estas transiciones? ¿Cuán susceptible es la economía local a un cambio político o un descontento significativo y cómo, a su vez, afectaría esto a la economía global?.
Por supuesto que aquí hay muchos factores en juego –demasiados para tratarlos en forma adecuada en un artículo de esta extensión– pero uno que parece crítico desde el punto de vista del observador externo tiene que ver con las conexiones entre la buena gobernabilidad (abierta, justa y segura, además de eficiente) y el crecimiento económico sostenido y la distribución de la riqueza. Éste es un terreno difícil de graficar, si bien algunos –como Kaufmann, Kraay y Mastruzzi del Instituto del Banco Mundial– han intentado hacerlo desde hace ya una década al utilizar seis así llamados “indicadores de gobernabilidad” para más de 150 países (WORLD BANK, 2012a). Al medir el progreso de cada país en relación con todos los demás durante diez años a partir de 2002, los resultados se presentan notablemente estables para China, con tan sólo cambios menores en todos los indicadores durante el período. Solamente en uno de dichos indicadores China alcanza el 50° percentil superior (“eficacia del gobierno”); y respecto al ítem “participación y rendición de cuentas” se ubica en el 10° percentil inferior. En todos los demás (“estabilidad política”, “calidad del marco regulatorio”, “estado de derecho’ y “control de la corrupción”), China ronda la franja media de los percentiles 25 a 50 (WORLD BANK, 2012b). En función de estos datos, el crecimiento del Ingreso Nacional Bruto (INB) durante el mismo período (de aproximadamente US$ 1.000 en 2002 a casi US$ 5.000 en 2011), parecería haber tenido poco impacto en la gobernabilidad tal como fue medida (WORLD BANK, 2013a; 2013b).
Dicho esto, el fantasma de los niveles cada vez mayores de desigualdad de los ingresos amenaza desde hace ya una década con desestabilizar el nexo entre la gobernabilidad y la distribución de la riqueza. El Instituto Nacional de Estadística chino recabó datos y calculó el así llamado coeficiente de Gini de la nación durante once años consecutivos, pero luego se negó a publicarlo bajo el pretexto de que las series de datos son incompletas. No es de extrañarse que muchos vean esto como un reconocimiento tácito de que la desigualdad es considerable y, lo que es significativo, que esté empeorando en lugar de mejorar. Esta sospecha pareciera estar confirmada por el Instituto Internacional para el Desarrollo Urbano de Pekín que, al utilizar los datos disponibles, estima que el índice ha subido (es decir, que hay mayor desigualdad) de 0,425 en 2005 a 0,438 en 2010 (XUYAN & YU, 2012; CHINA REALTIME REPORT, 2012). Resultó que, de hecho, estas estimaciones estaban algo subvaloradas, pues en enero de 2013, el Instituto Nacional de Estadística revirtió su postura hasta entonces reservada al publicar todos sus datos sobre desigualdad de los últimos doce años, lo que mostró que el coeficiente de Gini para China en 2012 había sido de 0,474, tras una marca máxima de 0,491 en 2008 (ECONOMIST, 2013, p. 28).
Por cierto, según las percepciones tanto desde dentro como desde fuera del país, la velocidad misma y la magnitud del progreso económico de China trajeron consigo ganancias sociales (incluso en derechos humanos) y económicas al igual que pérdidas. Algunos beneficios se extendieron a lo ancho y otros se filtraron profundamente hacia abajo.7 En menos de una década, por ejemplo, China amplió una rudimentaria cobertura de salud para abarcar al 95% de la población; se abolieron los aranceles de las escuelas públicas en las zonas rurales; se les brindó a los agricultores acceso a un esquema jubilatorio estatal (si bien hay que reconocer que de características minimalistas); y actualmente se está encarando un programa masivo de viviendas de bajo costo en todas las ciudades principales (ECONOMIST, 2012, p. 19). Lo más impactante de todo es que unos 250 millones de personas han salido de la indigencia (medida como ingresos menores a $1,25 por día) desde 2000. Sin embargo, siguen existiendo problemas: unos 150 millones de personas (el 12% de la población total) aún languidecen por debajo de esa línea, mientras que, al mismo tiempo y para subrayar la observación realizada anteriormente sobre la desigualdad, China ahora ostenta más de 100 multimillonarios (en dólares estadounidenses), cuando en 2002 no tenía ninguno (FORBES, 2012).
El gasto del gobierno chino en seguridad interior sugiere que el potencial de que las desigualdades atroces inclinen a las comunidades hacia expresiones fervientes por mayores libertades económicas y también políticas es tomado muy en serio. El gobierno chino gasta más en seguridad interior (o “pública”) que en seguridad nacional (US$ 111 mil millones y US$ 106 mil millones, respectivamente, en 2012) (REUTERS, 2012). La cantidad y la audacia de las protestas callejeras van en aumento, al igual que las críticas al amiguismo del Estado y la incompetencia publicadas en las redes sociales. Este último, en particular, no es sólo un canal cada vez más importante para la expresión pública (Weibo ya cuenta con unos 300 millones de cuentas y 30 millones de usuarios activos por día), sino que este tipo de micro-blogging –al que The Economist recientemente llamó “la mejor herramienta después de la prensa libre” (ECONOMIST, 2012)– también le ofrece a la dirigencia un barómetro para medir la fuerza del sentir de la comunidad en una amplia gama de cuestiones sociales, económicas y políticas. La atención que los dirigentes chinos prestan a estas señales se hizo evidente cuando accedieron, en agosto de 2012, a publicar a través de sitios de medios oficiales un informe previamente restringido (pero filtrado) elaborado para la dirigencia del más alto nivel que advertía acerca de la amenaza de crisis en una cantidad de frentes que, de no manejarse apropiadamente, podrían desatar una “reacción en cadena que diera lugar al caos social o a una revolución violenta”.8
La interconexión entre el destino de los derechos humanos y la gestión de la economía política, ya sea en China o en Occidente, es tal que no existe ninguna gran teoría que explique suficientemente sus vínculos y al mismo tiempo ofrezca un camino hacia su conciliación satisfactoria. Ni el extremo de la economía del libre mercado, con poca o nula intervención del Estado, ni el totalitarismo de Estado dan lugar a libertades sociales y políticas generalizadas y sostenibles. Vacilar entre ambas compensando la una con la otra es destructivo y peligroso. Así, mientras que tantos desdeñaron las insensateces e inequidades de la Alemania de Hitler y la Rusia de Stalin al hablar en favor de la promoción de las libertades políticas y económicas individuales, Karl Popper con razón fue cauto y advirtió en contra de usar esos argumentos para justificar la remoción completa de todas las salvaguardas estatales, no fuera que se permitiera que el autoritarismo económico privado tomara el lugar de las versiones basadas en el Estado.9
En el espacio entre los dos extremos, China ha venido a ocupar un lugar de peculiaridad, asombro y cierta mala fama. Friedman, en el prefacio a una edición a propósito del cuadragésimo aniversario de la publicación de Capitalismo y libertad (en 2002), reconocía que la economía poderosa y liberalizada de China (o, más específicamente, de Hong Kong) no había conducido, sin embargo, a una mayor libertad política, como por lo demás parecía señalar su tesis.10 No obstante, al reflexionar sobre los argumentos formulados anteriormente en el presente ensayo, uno podría agregar prudentemente que quizá sea demasiado pronto para saberlo.
Otro filósofo y economista, Amartya Sen, brinda un punto de vista alternativo sobre la relación en su libro Desarrollo como libertad (1999). El objetivo de Sen es asistir a los pobres y marginados en términos de su circunstancia social y económica, y el medio que recomienda para lograrlo es la reconfiguración de las percepciones ortodoxas (es decir, puramente económicas) del “desarrollo” de manera que tanto sus objetivos como sus métodos combinen las libertades sociales y políticas con la capacidad económica.11 Para Sen, es fundamental mirar los procesos causales que conducen a cualquier circunstancia económica (SEN, 1999, p. 150), pues ya se trate de riqueza o pobreza, o de algún intermedio, la naturaleza y el grado de las libertades políticas estarán en su seno. Lejos de antagonizar, las libertades políticas, por un lado, y la prosperidad económica y el desarrollo, por el otro, funcionan necesariamente en tándem. Para Sen, una posición de seguridad económica o incluso de abundancia, en la que no estén presentes las consiguientes libertades civiles y políticas, no constituye desarrollo en absoluto, sino una suerte de deformación o versión aberrante del mismo.
Se podría, entonces, concluir que una respuesta sólida para el Sr. Li (nuestro capitalista de riesgo de Shanghái) sería decir que cualesquiera sean los problemas ocasionados por Occidente al venerar ciegamente a la democracia y los derechos humanos, la situación no puede repararse colocando a la economía en un pedestal para que sea ella la venerada.
En realidad, ni Occidente ni China se arrodillan frente a un solo altar. Muchos lectores del artículo del New York Times se habrán reído ante la afirmación de que Estados Unidos y Occidente tienen en general una “fe absoluta” en los derechos humanos, cuando parece tan claro que el poder de la economía ejerce un fuerte dominio sobre las mentes de los gobiernos de Occidente. China desde luego tampoco ve al mundo desde una perspectiva puramente económica. Participa y contribuye cada vez más al desarrollo del derecho internacional en general y al derecho internacional de derechos humanos en particular, habiendo ratificado todos los instrumentos importantes de derechos humanos de las Naciones Unidas excepto uno –el Pacto Internacional sobre los Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) (HUMAN RIGHTS COMMITTEE, 1994).
Y es quizá respecto de los derechos establecidos en el PIDCP que China enfrenta uno de sus mayores desafíos en términos del derecho internacional y la gobernabilidad nacional, pues si bien el hecho de que China haya suscripto pero no ratificado el Pacto es señal de su firme intención de no deshonrar el instrumento, aún resta saberse si la ratificación de China (que sin duda llegará) significaría asistir a la transición suave del país hacia un sistema de gobierno democrático combinado con una economía de libre mercado floreciente.
En esta lectura, los derechos humanos pueden verse como componentes esenciales de los procesos y los fines del desarrollo. Su expresión, promoción y protección, y la aplicación de formas legales y no legales son vitales. En términos prácticos, esto requiere la aplicación a nivel nacional mediante normas jurídicas y políticas que den lugar a la aceptación y/o la adhesión. Podría decirse, entonces, que el derecho internacional de derechos humanos desempeña un rol en la promoción del cumplimiento, pero sólo cuando refleja lo que existe “sobre el terreno” en los Estados. Sin embargo, para muchas personas en muchos Estados, la “libertad” no refleja el desarrollo en la práctica de la manera prevista por Sen. Actualmente esto incluye a países como China, donde las libertades políticas están restringidas, aunque en paralelo con mayor prosperidad y distribución económicas. Pero también en Estados como Grecia, Irlanda, España y Estados Unidos, los derechos económicos y sociales les son negados a los más pobres y marginados, aun cuando, en teoría, gozan de libertades políticas.
Todo esto apunta a una verdad incómoda. Hay, como afirma Sen en su trabajo posterior, “límites” a la utilidad del derecho de derechos humanos (SEN, 2006). El bagaje jurídico de los derechos humanos puede marginar o distorsionar los demás elementos necesarios del desarrollo –la filosofía política, las costumbres y las convenciones sociales y culturales, así como la capacidad económica– especialmente si se depende demasiado de él.
Para mí, este punto tiene su más claro ejemplo en la promoción continua pero equivocada del concepto de un “derecho al desarrollo”, representado por excelencia por la Declaración de las Naciones Unidas sobre el Derecho al Desarrollo de 1986. El derecho al desarrollo tal como lo describe la Declaración no sólo está legalmente comprometido (por ser poco claro, circular y contradictorio), sino que, además, y lo que es mucho más importante, es estratégicamente ingenuo y políticamente contraproducente. A casi nadie excepto una banda de defensores comprometidos le agrada lo que se está ofreciendo. Los Estados ricos rechazan toda obligación legal de brindar asistencia para el desarrollo; los Estados en desarrollo quizá querrían que se impusiera tal obligación a los Estados ricos, pero se rehúsan a que se les imponga a ellos; y las personas y comunidades que tendrían algo para ganar del desarrollo pueden ser afines a la idea de que una persona (o grupo) pueda reclamar un derecho al mismo, pero desconfían de la sinceridad y el compromiso de cualquier Estado u organismo internacional que diga aceptar la responsabilidad de honrar tal reclamo.
Es en este punto saludable, que incluso mueve a reflexión, que me gustaría concluir, pues si hemos de comprender mejor la naturaleza de la relación entre los derechos humanos y la economía política, y queremos saber cuál sería la mejor manera de “encontrar la libertad”, debemos, en tanto abogados, saber dónde trazar sus límites jurídicos. Debemos aceptar que la utilidad de la legislación sobre derechos humanos tiene sus limitaciones y saber cuándo trasponer las fronteras de nuestra disciplina para aprender, relacionarnos y discutir con otros. Si bien las implicancias de esta circunstancia pueden diferir para los abogados especialistas en derecho internacional de los derechos humanos en la economía política de China, comparados con aquéllos de las economías políticas de Occidente, todos comparten el objetivo global de asegurar los beneficios políticos y económicos de la libertad. Es decir que buscan comprender, explicar y promover sistemas de gobernabilidad que sean justos, eficientes e inclusivos, y economías abiertas, efectivas y prósperas. En las décadas anteriores al reciente ascenso de China, varios países vecinos –Japón, Corea del Sur y Taiwán– gozaban de trayectorias de crecimiento económico de similar espectacularidad. No obstante, si bien cada uno adoptó, al igual que China, políticas económicas cuidadosamente calibradas que equilibraban proteccionismo y liberalización del comercio, lo hacían bajo la conducción de formas de gobierno muy distintas (STUDWELL, 2013). Con todo, es significativo que, en lo político, cada uno de ellos es ahora una democracia floreciente con amplio reconocimiento y respeto por las normas internacionales de derechos humanos. Por cierto, tal resultado no fue ni es inexorable, pero seguramente es una perspectiva comprendida por muchos tanto dentro como fuera de China.
1. Una frase muy buena que estoy tomando prestada de un ensayo escrito por una de mis alumnas de posgrado de 2012, Christianne Salonga.
2. Esta sección se extrajo directamente de un trabajo que escribí para una conferencia junto con Mary Dowell-Jones (KINLEY; DOWELL-JONES, 2012).
3. Estadísticas del Banco de Pagos Internacionales indican que en este momento hay en existencia casi US$650 billones en concepto de derivados “over the counter” (aquéllos negociados en forma privada entre instituciones financieras, que incluyen solamente un 50% del total en circulación). Esto por sí solo representa más de diez veces el valor del PBI mundial (BIS QUARTERLY REVIEW, 2012).
4. Como hemos visto en la reciente crisis financiera, llevado al extremo, el sector financiero no puede asegurar sus propias pérdidas, a pesar de la teoría de que los derivados pueden ser herramientas de gestión del riesgo, y el contribuyente debe subsidiar el sistema además de cubrir sus propias pérdidas ocasionadas por la inestabilidad financiera.
5. Ver comentarios del Premier Wen Jiabao inmediatamente antes del NPC (INTERNATIONAL BUSINESS TIMES, 2012).
6. Esta sección se extrajo de Kinley; Dowell-Jones, 2012.
7. Ver, por ejemplo, los avances en materia de derechos humanos respecto de los derechos económicos y sociales en particular, según la reseña del último “White Paper” de China sobre derechos humanos de 2009 (CHINA, 2010), y las proyecciones de su Plan de acción nacional sobre derechos humanos (2012-15) (CHINA, 2012).
8. “Internal Reference on Reforms – Report for Senior Leaders”, (re)publicado en agosto de 2012 (ECONOMIST, 2012).
9. Ésta fue la consecuencia de lo que Popper llamó “la paradoja de la libertad” (POPPER, 1945, Notes to the Chapters, Chap. 7, Note 4).
10. Al rever cómo superaron la prueba del tiempo sus argumentos desde su primera divulgación 40 años antes, Friedman reflexiona: “si hay un cambio importante que haría, sería el de remplazar la dicotomía de la libertad económica y la libertad política por la tricotomía de la libertad económica, la libertad civil y la libertad política. Luego de terminado mi libro, Hong Kong, antes de ser devuelto a China, me convenció de que si bien la libertad económica es una condición necesaria para la libertad civil y la libertad política, la libertad política –por deseable que sea– no es una condición necesaria para la libertad económica y la civil” (FRIEDMAN, 2002, p. ix).
11. “No sólo que el libre albedrío es en sí una parte ‘constitutiva’ del desarrollo, sino que también contribuye al fortalecimiento de los libres albedríos de otros tipos” (SEN, 1999, p. 4).
Bibliografía y otras fuentes
BIS QUARTERLY REVIEW. 2012. Table 19: Amounts outstanding of over-the-counter (OTC) derivatives by risk category and instrument. Sep. 2012. Disponible en: http://www.bis.org/statistics/otcder/dt1920a.pdf. Visitado el: 19 Mar. 2013.
BRANIGAN, Tania. 2012. Sock City’s Decline May Reveal an Unravelling in China’s economy. Guardian, London, 9 Sep. Disponible en: http://www.guardian.co.uk/business/2012/sep/09/sock-city-decline-china-economy. Visitado en: Mayo 2013.
CHINA. 2010. Progress in China’s Human Rights in 2009. Disponible en: http://www.china.org.cn/government/whitepaper/node_7101466.htm. Visitado el: 19 Mayo 2013.
______. 2012. National Human Rights Action Plan (2012-15). Disponible en: http://news.xinhuanet.com/english/china/2012-06/11/c_131645029.htm. Visitado el: 19 Mayo 2013.
CHINA REALTIME REPORT. 2012. China’s Inequality Gini is out of the Bottle. Wall Street Journal, New York, 17 Sep. Disponible en: http://blogs.wsj.com/chinarealtime/2012/09/17/chinas-inequality-gini-out-of-the-bottle/. Visitado el: 19 Mayo 2013.
DOWD, Kevin; HUTCHINSON, Martin. 2010. Alchemists of Loss: How Modern Finance and Government Intervention Crashed the Financial System. Hoboken, UK: Wiley.
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