Dossier SUR sobre Política exterior y derechos humanos

Diplomacia en materia de derechos humanos en el siglo XXI11. Una versión anterior de este trabajo se publicó bajo el título “New powers won’t play by old rules”. Disponible en: http://www.opendemocracy.net/openglobalrights/david-petrasek/new-powers-won’t-play-by-old-rules. Visitado en: Nov. 2013.

David Petrasek

¿Nuevas potencias, nuevos enfoques?

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RESUMEN

La forma en que las potencias emergentes tratarán las cuestiones de derechos humanos en su política exterior no resulta tan simple como se cree. Aunque tengan menos tendencia a emplear tácticas tales como la crítica pública y la condicionalidad, pueden servirse de otras tácticas, como los enfoques basados en el diálogo y la creación de normas específicas en la materia. Ante la puesta en entredicho del impacto de los enfoques de denuncia pública y descrédito (naming and shaming), ese cambio de estrategia presenta tanto riesgos como oportunidades para el objetivo de mantener y mejorar un régimen internacional eficaz para la protección de los derechos humanos. 

Palabras Clave

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¿Cómo tratarán las potencias emergentes los derechos humanos en su política exterior? La cuestión se plantea por una razón obvia: el mundo está cambiando. El poder económico y político se está desplazando desde el norte y el oeste hacia el sur y el este; las democracias liberales cada vez compartirán o cederán más poder mundial hacia regímenes autoritarios o potencias emergentes, que parecen preferir la soberanía y la no injerencia a manifestar su preocupaciones en torno al respeto de los derechos humanos en otros países. Hasta la fecha, al menos entre los defensores de los derechos humanos internacionales, el planteamiento consiste simplemente en insistir en que, a medida que surgen nuevas potencias mundiales, estas deben —no menos que las potencias existentes— utilizar su creciente influencia para hacer presión sobre los regímenes reacios al respeto de los derechos humanos.1

Sin embargo, en un reciente foro en línea dedicado al tema de las potencias emergentes y los derechos humanos se han escuchado diversas opiniones sobre si dicha estrategia tiene sentido.2 Algunos autores la aprobaron, con el argumento de que las nuevas potencias deben demostrar su preocupación acerca de las violaciones de los derechos humanos en otros países.3 Sin embargo, otros explicaron que era poco probable que las nuevas potencias hicieran eso,4 y algunos apuntaron que, incluso si estaban dispuestas y en condiciones de hacerlo, podría no ser adecuado para las nuevas potencias priorizar los derechos humanos en su política exterior.5 Aunque aparentemente contradictorias, las tres posiciones son en cierta manera válidas.

¿Por qué? Porque hay muchas maneras de defender los derechos humanos en la política exterior de un país. La táctica más obvia y visible es convertir la manifestación de preocupación en torno a cuestiones de derechos humanos en una parte clave de las relaciones bilaterales, vinculando los avances en esa materia a ventajas en el ámbito comercial como en otros ámbitos, e incluso, de ser necesario, mediante votaciones en reuniones multilaterales para expresar desaprobación. Esta táctica —de la crítica pública y la condicionalidad— puede utilizarse respecto a algunos Estados, mientras que otras cuestiones de derechos humanos pueden tratarse de forma confidencial, mediante un diálogo permanente.

No obstante, además de este tipo de enfoque específico para cada país, los Estados pueden promover los derechos humanos en el mundo convocando la atención internacional respecto de temas específicos como por ejemplo aquellos relacionados con determinadas categorías de titulares de derechos (verbigracia, las mujeres, los migrantes o los sin tierra), o con ciertos tipos de derechos (como la libertad de asociación o la autodeterminación). Esto podría dar lugar a una diplomacia dirigida a reforzar las normas de derecho internacional o al reconocimiento de nuevos tipos de derechos humanos (por ejemplo, el derecho a la paz). Además, el enfoque adoptado tanto para tácticas específicas respecto a un país como ante un tema específico en las Naciones Unidas pueden diferir del que se considere adecuado en las organizaciones intergubernamentales regionales.

Las potencias emergentes usarán algunas de estas tácticas y evitarán otras —a veces por buenas razones—. La decisión de hacerlo se basará tanto en la naturaleza de la táctica propuesta como en la relación del Estado con el país cuyo desempeño en materia de derechos humanos está en cuestión. Y, en este sentido, aunque es probable que se preste menos atención a las tácticas específicas para cada país, el enfoque de las nuevas potencias en materia de derechos humanos en su política exterior, al menos en ciertos aspectos, se parece al de las antiguas potencias.

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Como se argumentó en otro trabajo,6 aunque es razonable pedir que las nuevas potencias tengan en cuenta las cuestiones de derechos humanos en sus relaciones bilaterales (y hay dudas sobre este punto, como se verá más adelante), hay varias razones por las que tales potencias podrían negarse a hacerlo. La razón más clara es que muchas potencias emergentes, como China y Rusia, están ellas mismas bajo la acusación de abusos generalizados de los derechos humanos, por lo que difícilmente podrá esperarse que empleen ese argumento de buena fe respecto a otros países. Además, entre las potencias emergentes, también las democracias —principalmente Brasil, India y Sudáfrica— tienen graves problemas de derechos humanos, algo que puede afectar a su capacidad de promover en el extranjero los valores que irrespetan internamente. Por esa razón, muchos comentaristas sostienen que, a menos que mejoren significativamente su desempeño en materia de derechos humanos en sus propios países, será poco probable —y, en cualquier caso, ineficaz— que las nuevas potencias se erijan en defensoras de los derechos humanos en el extranjero.7

Sin embargo, esa aparente contradicción entre un historial nacional problemático en materia de derechos humanos y la promoción de los derechos humanos en el extranjero no es nueva. Las democracias occidentales, como Estados Unidos, Francia y Reino Unido, han criticado abiertamente los abusos de los derechos humanos en otros países, pese a que su historial nacional estaba lejos de ser perfecto. Además, países como India, Brasil y Sudáfrica ya tienen experiencia para tratar cuestiones de derechos humanos, al menos respecto a ciertos países. La India, por ejemplo, se mostró crítica respecto a Sri Lanka y votó dos veces en el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas para insistir en que Sri Lanka investigara adecuadamente las violaciones de derechos humanos ocurridas en el contexto de la guerra contra los Tigres de Liberación de Tamil Eelam (TLTE),8 pese a que la propia India está acusada de abusos en sus guerras contra los separatistas de Cachemira y los insurgentes maoístas.9

Es improbable que la acusación de hipocresía impida que las nuevas potencias señalen con el dedo en los casos en que juzguen importante hacerlo (al igual que las viejas potencias). Si lo hacen por sus propias razones políticas o por una preocupación real por las personas cuyos derechos están en riesgo, o por una combinación de ambas, eso es otro debate (pero, nuevamente, uno que se asemeja al que ya hacían las viejas potencias). Dicho esto, no cabe duda de que las nuevas potencias buscarán cada vez más manifestarse en favor de investigaciones relativas a casos específicos de un país determinado, al menos en el ámbito de la ONU, prefiriendo un planteamiento de diálogo y no confrontación. De ello hay ya claros ejemplos en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, donde es cada vez más difícil lograr una mayoría para resoluciones sobre países concretos, en que muchos gobiernos se oponen, en principio, al uso de resoluciones de denuncia pública y descrédito. Del mismo modo, continúa la presión sobre el sistema de “procedimientos especiales” (los relatores y grupos de trabajo) para que se adopten tácticas de menor confrontación, como las informes críticos, y para que se privilegie el diálogo con los Estados.

Sin embargo, el problema fundamental con la idea de que las nuevas potencias deberían (o podrían) denunciar los problemas de derechos humanos en el extranjero es que da por hecho que la condena y la presión por parte de cualquier gobierno extranjero, actuando a través de la ONU o de forma bilateral, es o seguirá siendo un medio eficaz para mejorar el respeto de los derechos humanos. Los datos al respecto no son concluyentes (HAFNER-BURTON, 2008). Parece que dicha presión en realidad solo funciona cuando el país sometido a examen tiene algo que ganar (o perder) del país o países que ejercen presión (FRANKLIN, 2008). Ese supuesto podría tener repercusiones muy diversas en un mundo cada vez más multipolar.

Fijémonos en los antecedentes. La estrategia de utilizar la política exterior y los foros multilaterales para presionar a los regímenes que cometen abusos en materia de derechos humanos cobró verdadera fuerza por primera vez a mediados de la década de 1970 y se aceleró en la década de 1980, precisamente en un momento en que el poder de Occidente ascendía y el poder soviético disminuía. Los países a que se dirigía esta nueva presión desde el extranjero —las dictaduras de Centroamérica y Sudamérica, el apartheid de Sudáfrica, los regímenes comunistas de Europa del Este— resistieron a dicha presión, o cambiaron sus políticas, según el caso, en gran parte en función del grado en que necesitaban de las relaciones comerciales, militares o de ayuda con las potencias occidentales que ejercían esa presión. En la década de 1990, en que Estados Unidos (y Occidente) ejercían un poder casi total, y por ende más países dependían de ese tipo de relaciones, probablemente había mucho más margen para promover los derechos humanos a través de la política exterior y la ONU. Por consiguiente, se produjo un aumento colosal tanto en el número de países sometidos a una u otra forma de investigación por parte de la ONU, como en los mecanismos disponibles para ello.

Además, consideremos los casos en que la presión de los gobiernos extranjeros cosechó resultados más tangibles y, inversamente, los casos en que este resultado fue insignificante. Tras la guerra fría, no hay duda de que el deseo de unirse a la Unión Europea o a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) motivó a los países del Este, del centro y del sudeste de Europa a prestar atención a los problemas de derechos humanos planteados por los miembros de tales alianzas. Del mismo modo, los países pequeños y medianos muy dependientes de la ayuda o del comercio y la inversión mejoraron en ciertos casos el respeto de los derechos humanos merced a la presión extranjera. Pero las críticas occidentales respecto a abusos de los derechos humanos han tenido un impacto insignificante en las grandes potencias, como China o Rusia, y en otros países medianos y pequeños que no dependen de Occidente, como Irán, Sudán, Sri Lanka y Zimbabue. Podrían citarse muchos otros ejemplos.

El oprobio moral ligado a ser blanco de críticas no suele, por sí solo, causar cambios. Lo que realmente produce resultados es el miedo a que las críticas, ya sean bilaterales o a través de resoluciones de la ONU, puedan acarrear repercusiones en otras áreas. Al respecto, probablemente las potencias emergentes diferirán de las potencias antiguas. Los países en desarrollo se han mostrado profundamente hostiles a tal condicionalidad, y en numerosos casos los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) se han opuesto a los intentos de vincular las relaciones comerciales o de ayuda, a los derechos humanos.10 Sea cual sea la razón de dicha hostilidad, es probable que veamos una mayor reticencia a aplicar la condicionalidad en materia de derechos humanos en las políticas de las instituciones internacionales —la ONU, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional— a medida que el peso del voto y la influencia de las potencias emergentes aumenta en tales organizaciones.

Asimismo, eso no permite suponer que las nuevas potencias no desearán posicionarse de forma pública y crítica respecto a la situación de los derechos humanos en otros países, y en algunos casos incluso recurrir a medios políticos, económicos y de ayuda para respaldar esa postura. Aunque no hay muchas muestras de ello en el ámbito de las Naciones Unidas, las nuevas potencias puede que actúen de otra manera en los organismos intergubernamentales regionales y subregionales. En tal sentido, se podría negar la pertenencia a organizaciones regionales a los regímenes represivos. La Unión Africana, por ejemplo, ha tratado de excluir a gobiernos que tomen el poder mediante golpes de Estado o por medios inconstitucionales. No obstante, no hay indicios claros al respecto. En la Asociación de Naciones del Asia Sudoriental (ASEAN), países como Indonesia han defendido, al menos en alguna ocasión, criterios más exigentes en materia de derechos humanos, algo no compartido por otros países. Por ejemplo, en la Organización de Estados Americanos (OEA) algunos países de Sudamérica han tratado de debilitar el papel de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).11

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La resistencia general de las nuevas potencias a utilizar enfoques específicos para cada país, cuyo éxito suele depender de cierta forma de condicionalidad, no significa, sin embargo, que la promoción de los derechos humanos esté ausente de su política exterior. Aunque la táctica de denuncia pública y descrédito sea la más visible, esta no constituye de ningún modo la única manera de promover los derechos humanos en el extranjero. Gran parte de la labor diplomática en materia de derechos humanos, tanto en las Naciones Unidas como a nivel regional, no se centra en países específicos, sino en temas específicos. Esta labor puede tener por objetivo la identificación de políticas y prácticas para mejorar la protección de derechos humanos específicos, o asimismo el fortalecer los estándares internacionales para atender cierto problema de derechos humanos. Por supuesto, parte de esta tarea tiene carácter burocrático y, teniendo en cuenta los diversos problemas de las Naciones Unidas, no siempre resulta muy eficaz, oportuna y pertinente. Sin embargo, uno de los mayores logros de las Naciones Unidas en materia de derechos humanos ha sido la elaboración de normas internacionales, tanto imperativas como no vinculantes, y este proceso está lejos de completarse. Aun cuando los tratados más importantes ya han sido adoptados, continúa el proceso por lograr un acuerdo internacional sobre su interpretación y sobre su puesta en práctica. Y así como a nivel nacional las reformas legislativas en materia de derechos humanos son un proceso continuo, lo mismo sucede a nivel internacional.

Las nuevas potencias participan de lleno y con posiciones progresistas en ese proceso de fijación de normas. Los países latinoamericanos, por ejemplo, estuvieron en la vanguardia de los esfuerzos para adoptar una nueva convención de la ONU contra las desapariciones forzadas, y muchos de ellos defendieron una protección más férrea en los tratados, que algunos países occidentales. Los países de África desempeñaron un papel clave en lograr la aprobación del Estatuto de Roma de creación de la Corte Penal Internacional (aunque algunos de ellos ahora se muestran muy críticos con la Corte). La Convención sobre los Derechos de los Migrantes la defienden países como México y Filipinas, pese a que algunos países occidentales se niegan a firmarla o ratificarla. Por su lado, Sudáfrica ha desempeñado un papel destacado para lograr una mayor atención y protección para los derechos de lesbianas, gais, bisexuales y personas transgénero. Y hay muchos más ejemplos que podrían citarse.

Esta labor de elaborar normas internacionales podría parecer menos virtuosa, y ciertamente pasa más desapercibida, pero a largo plazo no es menos impactante que la presión en torno a países concretos. De hecho, es puede ser más efectiva. Existen estudios que han puesto de manifiesto la considerable influencia de las normas internacionales para cambiar la conducta de los Estados, especialmente en los países en vías de democratización en que las normas internacionales pueden ser utilizadas por la sociedad civil local para presionar a favor de una reforma en la legislación y la política (SIMMONS, 2009). Esto puede tener un impacto mucho mayor que las resoluciones condenatorias en los órganos de las Naciones Unidas o las críticas de gobiernos extranjeros.

Vista así la situación, surge un panorama más complejo en materia de derechos humanos en la política exterior de las potencias emergentes, que hace pensar que, pese a que parezca haber menos tácticas “viejas” de crítica pública y condicionalidad, otras tácticas podrían ocupar un lugar destacado, entre ellas los planteamientos basados en el diálogo y la definición de normas sobre un tema específico. Si es así, surgen tanto riesgos como oportunidades para el objetivo de mantener y mejorar un régimen internacional eficaz para la protección de los derechos humanos. Una disminución en la atención específica a países concretos puede representar riesgos en situaciones en que se cometen abusos a gran escala y se requiere un procedimiento ejecutivo urgente, por ejemplo por el Consejo de Seguridad. Por otro lado, casi no se han hecho intentos de lograr reformas en materia de derechos humanos a través del diálogo Sur-Sur o mediante un proceso más efectivo de Examen Periódico Universal (EPU). El reto podría radicar en centrarse estrictamente en obtener el apoyo de las nuevas potencias para emprender acciones específicas en países concretos en los casos extremos, y aceptar por otro lado que en un mundo cambiante el enfoque de la crítica pública y la condicionalidad tiene poco futuro.

Por último, hay que señalar que, aunque es importante, la cuestión de la diplomacia de los derechos humanos en un orden mundial cambiante difícilmente será determinante para el futuro de los derechos humanos. La emersión de nuevas potencias no es más que uno de los numerosos cambios globales trascendentales a que estamos asistiendo. Las enormes mejoras en educación, en particular en la educación secundaria y postsecundaria, junto con el crecimiento exponencial de la población urbana y la difusión del acceso móvil a internet (que llegará a cinco mil millones de personas en 2020), apuntan al surgimiento de una clase media creciente y más fuerte en docenas de países. Al respecto destacarán las potencias emergentes, como China e India, por supuesto, pero también Brasil, Indonesia, México, Nigeria, Sudáfrica, Turquía y otros. Esta clase media con mayor poder será un motor fundamental para el cambio, para bien o para mal. Es probable que el enfoque de este grupo respecto a los derechos humanos sea mucho más importante para las luchas globales en materia de derechos humanos que la política exterior de sus gobiernos.

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Notas

1. Véase, por ejemplo, Ken Roth y Peggy Hicks (2013) y Salil Shetty (2013).

2. El foro fue organizado por la web openGLobalRights. Disponible en: http://www.opendemocracy.net/openglobalrights. Visitado en: Nov. 2013.

3. Véase, por ejemplo, Meenakshi Ganguly (2013); y Nahla Valji and Dire Tladi (2013).

4. Véase, por ejemplo, Jeffrey Cason (2013).

5. Véase, por ejemplo, Ram Mashru (2013), y Aseem Prakash (2013).

6. Véase David Petrasek (2013).

7. Véase Camila Asano (2013) y Nükhet A. Sandal (2013).

8. Las resoluciones pertinentes son “A reformed role model – India, a reluctant rights promoter” (UNITED NATIONS, 2013) y “Misplaced priorities? Global leadership and India’s domestic neglect of human rights” (UNITED NATIONS, 2012).

9. Véase, por ejemplo, Human Rights Watch, “Everyone Lives in Fear: Patterns of Impunity in Jammu and Kashmir”, septiembre de 2006, y Human Rights Watch, “Between Two Sets of Guns: Attacks on Civil Society Activists in India’s Maoist Conflict”, julio de 2012.

10. Por ejemplo, en negociaciones de comercio bajo los auspicios de la Organización Mundial del Comercio (OMC), donde los BRICS y muchos otros países en desarrollo se opusieron al establecimiento de cualquier ligación entre comercio y derechos laborales, y muchos países en desarrollo han sido hostiles a la adopción de parámetros contundentes de derechos humanos por parte del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

11. En un proceso de examen iniciado en 2011, Ecuador, Venezuela, Bolivia y Nicaragua abogaron por medidas que hubieran debilitado la independencia y las funciones de control de la CIDH. Aunque no fueron adoptadas, una resolución de compromiso adoptada por la OEA en marzo de 2013 mantiene abierta la posibilidad de volver a abrir ese debate. Para más información, véase: http://www.ijrcenter.org/2013/03/24/oas-concludes-formal-inter-american-human-rights-strengthening-process-but-dialogue-continues-on-contentious-reforms/. Visitado en: Nov. 2013.

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REFERENCIAS

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David Petrasek

David Petrasek es profesor adjunto de la Facultad de Asuntos Públicos e Internacionales de la Universidad de Ottawa. Fue Asesor Especial del Secretario General de Amnistía International y ha trabajado ampliamente en derechos humanos, asuntos humanitarios y resolución de conflictos para Amnistía Internacional (1990-96), la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (1997-98), el Consejo Internacional de Políticas de Derechos Humanos (1998-02), entre otros, y se desempeñó como Director de Política del HD Centre (2003-07). Ha dado cursos sobre derecho internacional de derechos humanos y/o derecho humanitario en la Escuela de Derecho de Osgoode Hall, el Instituto Raoul Wallenberg de la Universidad de Lund, Suecia, y en la Universidad de Oxford. También trabajó como consultor o asesor de diversas ONG y organismos de Naciones Unidas.

Email: David.Petrasek@uottawa.ca

Original en inglés. Traducido por Fernando Campos Leza.

Recibido en octubre de 2013. Aceptado en noviembre de 2013.