Nuevos enfoques y clásicas tensiones en el sistema interamericano de derechos humanos
El Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH) ha incidido en la última década en el proceso de internacionalización de los sistemas jurídicos en varios países de América Latina. La jurisprudencia del SIDH se comenzó a aplicar gradualmente en las decisiones de los tribunales constitucionales y las cortes supremas nacionales, y en los últimos tiempos en la formulación de algunas políticas estatales. Este proceso produjo importantes cambios institucionales, pero también enfrenta problemas y obstáculos, lo que lo ha llevado a sufrir algunos retrocesos. El SIDH se encuentra en un período de fuertes debates, que procuran definir sus prioridades temáticas y su lógica de intervención, en un nuevo escenario político regional de democracias deficitarias y excluyentes, diferente del escenario político que lo vio nacer y dar sus primeros pasos. Este artículo procura presentar un panorama general de algunas discusiones estratégicas acerca del rol del SIDH en el escenario político regional. En este artículo se sugiere que el SIDH debería en el futuro profundizar su rol político, poniendo la mira en los patrones estructurales que afectan el ejercicio efectivo de derechos por los sectores subordinados de la población. Para lograrlo deberá resguardar su función subsidiaria de los sistemas de protección nacionales, y procurar que sus principios y estándares se incorporen no sólo en la doctrina de los tribunales, sino en la orientación general de las leyes y las políticas de gobierno.
El Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH) ha incidido en la última década en el proceso de internacionalización de los sistemas jurídicos en varios países de América Latina. En ese período más países han aceptado la competencia de la Corte Interamericana (como México y Brasil) y le han dado a la Convención Americana rango constitucional o superior a las leyes en sus sistemas jurídicos. Los abogados, los jueces, los operadores jurídicos, los funcionarios y los activistas sociales han aprendido mucho más sobre la lógica de funcionamiento del SIDH y han comenzado a utilizarlo ya no de manera extraordinaria o selectiva. También han comenzado a citar sus decisiones y argumentar con sus precedentes en las cortes locales y en los debates sobre políticas públicas. Esto llevó a que la jurisprudencia del SIDH se comenzara a aplicar gradualmente en las decisiones de los tribunales constitucionales y las cortes supremas nacionales, y en los últimos tiempos, aun de manera más débil, en la formulación de algunas políticas estatales. Este proceso de incorporación en el ámbito nacional del derecho internacional de los derechos humanos produjo importantes cambios institucionales.
Como ejemplo, basta señalar que los estándares jurídicos desarrollados por la jurisprudencia de la Comisión Interamericana (CIDH o Comisión) y de la Corte Interamericana (Corte IDH o Corte) sobre invalidez de las leyes de amnistía de graves violaciones de derechos humanos, le dieron sostén legal a la apertura de los procesos judiciales contra los responsables de crímenes de lesa humanidad, en Perú y Argentina. Esos estándares fijados en el caso Barrios Altos contra Perú, han sido definitivos para invalidar la ley de auto-amnistía del régimen de Fujimori, y sostener el juzgamiento de los crímenes cometidos durante su Gobierno (PERÚ, Barrios Altos vs. Perú, 2005), pero la decisión del caso ha tenido un efecto cascada e incidido en la argumentación legal de los tribunales argentinos al invalidar las leyes de obediencia debida y punto final (ARGENTINA, Simón, Julio Héctor y otros, 2005). La jurisprudencia interamericana, también está presente, aunque de manera más tímida, en decisiones recientes de los tribunales superiores de Chile.1 Resulta además relevante en los debates sobre reducción de penas en el marco del proceso de paz con los grupos paramilitares en Colombia, así como en el tratamiento político y judicial de los temas pendientes de justicia transicional en Guatemala, el Salvador, Honduras, Paraguay y Uruguay. Recientemente se han presentado ante la Corte IDH casos sobre crímenes de lesa humanidad cometidos en Brasil (CIDH, Julio Gomez Lund y otros vs. Brasil, 2009c), Bolivia (CIDH, Renato Ticona Estrada y otros vs. República de Bolívia, 2007b) y México (CIDH, Rosendo Radilla Pacheco vs. México, 2008b), lo que ha incidido en las discusiones políticas y judiciales locales.
Este proceso sin embargo no es lineal. Enfrenta problemas y obstáculos y ha sufrido también algunos retrocesos. El SIDH por lo demás se encuentra en un período de fuertes debates, que procuran definir sus prioridades temáticas y su lógica de intervención, en un nuevo escenario político regional de democracias deficitarias y excluyentes, diferente del escenario político que lo vio nacer y dar sus primeros pasos, en el marco de los procesos dictatoriales en Sudamérica en los años setenta y los conflictos armados centroamericanos de los ochenta.
Este artículo procura presentar un panorama general de algunas discusiones estratégicas que tienen lugar tanto al interior de los órganos interamericanos, como de la comunidad de derechos humanos, acerca del rol del SIDH en el escenario político regional.
En primer lugar procuraremos identificar el rol jugado por los órganos del SIDH en tres momentos históricos diferenciados, planteando en cada etapa las prioridades temáticas y las estrategias principales de intervención. Así, describiremos el rol del SIDH en la actualidad, su carácter subsidiario de los sistemas democráticos, su uso estratégico por la sociedad civil local e internacional, y por los gobiernos y otras instancias estatales.
En la segunda parte del artículo describiremos la ampliación de la agenda del SIDH en temas sociales e institucionales, y presentaremos los desarrollos recientes sobre igualdad estructural y reconocimiento de derechos diferenciados a favor de grupos subordinados. En esta segunda parte llamaremos la atención sobre el enfoque de ciertos conflictos de derechos humanos en la región, como evidencia de patrones sistemáticos de racismo, violencia y exclusión, y relacionaremos esta mirada estructural con la puesta en contexto de los casos individuales en el marco de prácticas de violaciones masivas durante las dictaduras.
Por último, en la tercera parte del artículo, presentaremos sumariamente una agenda preliminar de discusión sobre algunos desafíos del SIDH, en especial la revisión de sus mecanismos de remedios, sus procedimientos de implementación de decisiones, sus reglas procesales para el litigio de casos colectivos; así como la relación compleja de articulación y conflicto con los sistemas de justicia nacionales.
Es indudable que el rol de los órganos del sistema, tanto de la Comisión como de la Corte, ha variado a la luz del cambio de los escenarios políticos en el Continente Americano.
En sus inicios el SIDH debió enfrentar violaciones masivas y sistemáticas cometidas bajo sistemas de terrorismo de estado, o en el marco de violentos conflictos armados internos. Su rol fue, en síntesis, el de un último recurso de justicia para las víctimas de esas violaciones, que no podían acudir a sistemas de justicia interno devastados o manipulados. En esos tiempos iniciales de asfixia política al interior de los Estados nacionales, los Informes sobre países de la Comisión sirvieron para documentar situaciones con rigor técnico, y para legitimar las denuncias de las víctimas y sus organizaciones y exponer y desgastar la imagen de los dictadores en la esfera local e internacional.
Luego, durante las transiciones post-dictatoriales en la década del 80 y principios de la década del 90, el SIDH tuvo ya un sentido más amplio, pues procuró acompañar los procesos políticos dirigidos al tratamiento del pasado autoritario y sus secuelas en las instituciones democráticas. En este período el SIDH comenzó a delinear los principios medulares acerca del derecho a la justicia, a la verdad y a la reparación ante graves violaciones, masivas y sistemáticas, de derechos humanos. Fijó los límites de las leyes de amnistía. Sentó las bases para la protección estricta de la libertad de expresión y la prohibición de la censura previa. Invalidó los tribunales militares para juzgar civiles y casos de derechos humanos, limitando un espacio de acción de las fuerzas militares que eran todavía actores de veto en las transiciones y procuraban impunidad por los crímenes del pasado. Protegió el habeas corpus, las garantías procesales y el orden constitucional democrático y la división de poderes estatales, ante la posibilidad todavía latente en la época de regresiones autoritarias y de abusos de los estados de excepción (CORTE IDH, 1986, 1987a, 1987b).2 Interpretó el alcance de las limitaciones que impone la Convención a la aplicación de la pena de muerte, invalidando la pena de muerte a menores de edad y enfermos mentales, la aplicación de pena de muerte como sanción única frente a un crimen, y fijando estándares estrictos de debido proceso, como garantía para limitar la arbitrariedad de los tribunales en la aplicación de la pena capital. Abordó además temas sociales que expresaban rezagos discriminatorios en la región, por ejemplo al afirmar la igualdad ante la ley de las mujeres en sus derechos familiares y matrimoniales, y los derechos hereditarios de los hijos nacidos fuera del matrimonio que los códigos civiles americanos consideraban todavía como «ilegítimos».
Durante la década del 90 además enfrentó con firmeza regímenes de terrorismo de estado, como el régimen peruano de Alberto Fujimori, documentando y denunciando como lo había hecho en Sudamérica en los 70, prácticas sistemáticas de desapariciones y torturas y la impunidad que apañaba esos crímenes de estado. También fue un actor relevante en el seguimiento de las graves violaciones de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario cometidas en el marco del conflicto armado interno en Colombia.
El actual escenario regional es sin duda más complejo. Muchos países de la región dejaron atrás sus experiencias transicionales, pero no lograron consolidar sus sistemas democráticos. Se trata de un escenario de democracias representativas, que han dado algunos pasos importantes, por ejemplo en la mejora de los sistemas electorales, el respeto a la libertad de prensa, el abandono de las prácticas de violencia política; pero que presentan serias deficiencias institucionales, tales como sistemas de justicia inefectivos y sistemas policiales y penitenciarios violentos. Democracias que además conviven con niveles alarmantes de desigualdad y exclusión, que provocan a su vez un clima de constante inestabilidad política.
En este nuevo escenario los órganos del SIDH han procurado no sólo reparar a las víctimas en casos particulares, sino también fijar un cuerpo de principios y estándares, con el propósito de incidir en la calidad de los procesos democráticos y en el fortalecimiento de los principales mecanismos domésticos de protección de derechos. El desafío del SIDH en esta etapa es mejorar las condiciones estructurales que garantizan la efectividad de los derechos en el nivel nacional. Este enfoque tiene como presupuesto el carácter subsidiario de los mecanismos de protección internacional frente a las garantías de esos derechos en los propios Estados. De tal modo que reconoce los límites claros de la supervisión internacional y al mismo tiempo resguarda el necesario margen de autonomía de los procesos políticos nacionales, para alcanzar mejores niveles de realización y vigencia de los derechos humanos.
De ese modo, el resguardo de la autonomía de los Estados se expresa en el alcance de la interpretación que hace el SIDH de algunas reglas procesales que definen su grado de intervención. Tales como la regla que exige el «agotamiento previo» de los recursos disponibles en el ámbito interno del país para remediar la situación, así como la regla de la «cuarta instancia», en virtud de la cual el SIDH se inhibe de revisar el acierto o el error de las decisiones de los tribunales nacionales en materias no regidas directamente por la Convención, y si se respetan las garantías de procedimiento.
La primera regla, del «agotamiento previo de recursos internos», si bien tiene naturaleza procesal, resulta un factor clave para entender la dinámica de funcionamiento de todo el sistema interamericano y en especial su función subsidiaria. Al obligar a presentar y agotar el sistema de acciones y recursos organizado por el sistema judicial del Estado nacional, se brinda a cada Estado la posibilidad de solucionar el conflicto y remediar las violaciones antes de que el asunto sea examinado en la esfera internacional. El alcance de esta regla en la jurisprudencia de los órganos del SIDH, define el grado de intervención que está dispuesto a ejercer el mecanismo internacional en las diferentes situaciones, en base a la idoneidad y eficacia del sistema judicial nacional.
La segunda regla denominada de la «cuarta instancia» funciona como una suerte de margen de deferencia a los sistemas judiciales nacionales, pues les reconoce un amplio margen de autonomía para actuar en la interpretación de las normas locales y la decisión de los casos particulares, bajo la condición exclusiva de que respeten las garantías procesales establecidas en la Convención.3
También el SIDH ha dado cuenta del nuevo escenario de democracias constitucionales en la región, reconociendo márgenes de deferencia a los Estados nacionales en la definición de ciertos asuntos sensibles, como el diseño de los sistemas electorales en función de cada contexto social e histórico, y siempre que se respete el ejercicio igualitario de los derechos políticos.4
En algunos casos, además la CIDH ha considerado especialmente en su examen de la aplicación de la Convención en casos particulares, los argumentos desarrollados por los tribunales superiores de los Estados que han aplicado la misma Convención, o analizado los mismos asuntos con sus propios parámetros constitucionales. No se trata del reconocimiento de márgenes de deferencia en sentido estricto, sino de la consideración especial de ciertas decisiones de tribunales internos como punto de apoyo, o como una base de argumentación, que es tenida particularmente en cuenta por la CIDH al realizar su propio examen del caso. Este tipo de argumentación sostenida en decisiones de tribunales locales, se ha considerado en el análisis sobre la razonabilidad de leyes internas, que impusieron restricciones de derechos fundamentales. Lo ha hecho por ejemplo, considerando razonables argumentos de tribunales locales que determinaron la proporcionalidad de condenas de daños y perjuicios por difamación, a fin de decidir si se había violado la libertad de prensa (CIDH, Dudley Stokes vs. Jamaica, 2008a). También al examinar una decisión de un tribunal nacional acerca de la razonabilidad de una reforma del sistema de seguridad social, a fin de determinar si esa reforma cumplía con parámetros de proporcionalidad y progresividad, y por lo tanto si existían restricciones legítimas de derechos sociales (CIDH, Asociación Nacional de Ex Servidores del Instituto Peruano de Seguridad Social y otras vs. Perú, 2009d).
Pero en el nuevo escenario político regional, además de un cambio de enfoque es posible identificar también una variación en la agenda.
En la etapa de las transiciones como dijimos, el SIDH contribuyó a algunos debates institucionales como la subordinación de las fuerzas armadas al control civil y su intervención en asuntos de seguridad interna, y al alcance de los fueros y las competencias de la justicia penal militar. Estos asuntos tenían una vinculación directa con el tratamiento de las violaciones del pasado pues implicaban definir el poder de veto o de presión de los militares en las transiciones. En la etapa posterior a las transiciones, la agenda institucional se amplia considerablemente por el tipo de asuntos que llegan a conocimiento del SIDH.
Un lugar central en la nueva agenda del SIDH lo ocupan los temas relativos al funcionamiento de los sistemas de administración de justicia, que tienen impacto o relación con el ejercicio de derechos humanos. No sólo las garantías procesales de los imputados en procesos criminales, sino también el derecho de ciertas víctimas que no logran un acceso igualitario a la justicia y sufren patrones estructurales de impunidad frente a determinados crímenes estatales, como la violencia de las agencias policiales y penitenciarias. Las estrategias de lucha contra el crimen organizado y el terrorismo internacional han recuperado algunas discusiones de la agenda transicional relativas a la administración de justicia, como el debate sobre la competencia del fuero militar. En ese sentido ha cobrado centralidad el seguimiento de las políticas de seguridad ciudadana. También las garantías de independencia e imparcialidad de los tribunales y diferentes cuestiones relacionadas con la amplia protección convencional del debido proceso y el derecho a la protección judicial, incluso en relación con la tutela judicial de derechos sociales.
Otra línea de problemas institucionales examinados por el SIDH en la etapa post transiciones, son aquellos temas vinculados con la preservación de la esfera pública democrática en los países de la región. Desde temas relacionados con libertad de expresión, libertad de prensa, acceso a la información pública, derecho de reunión y asociación, libertad de manifestar y de manera incipiente algunos temas relativos a igualdad y debido proceso judicial en materia electoral.
Por lo demás, un aspecto prioritario de la agenda del SIDH en esta etapa lo ocupan nuevas demandas de igualdad de grupos y colectivos, que se proyectan sobre muchos de los asuntos institucionales que antes mencionamos, pues abarcan situaciones de sectores excluidos que ven afectados sus derechos de participación y expresión, sufren patrones de violencia institucional o social, u obstáculos en el acceso a la esfera pública, al sistema político, o a la protección social o judicial. Volveremos específicamente sobre esta cuestión en los puntos 4 y 5.
Además de la ampliación de la agenda, también se observa en esta tercera etapa un cambio en las formas de intervención del SIDH, y en el efecto que tienen sus decisiones en la esfera local.
La jurisprudencia del SIDH ha tenido un considerable impacto en la jurisprudencia de los tribunales nacionales que aplican las normas del derecho internacional de los derechos humanos. Es importante considerar que las decisiones adoptadas por los órganos del sistema en un caso particular tienen un valor heurístico, de interpretación de los tratados aplicables al conflicto, que trasciende a las víctimas afectadas en ese proceso. Esa jurisprudencia internacional suele ser utilizada además como guía para las decisiones que adoptan luego a nivel doméstico los tribunales nacionales, que procuran así evitar que los Estados puedan ser expuestos a peticiones y eventuales condenas ante las instancias internacionales. Este proceso de globalización de estándares de derechos humanos, si bien no ha alcanzado igual grado de desarrollo en toda la región y está sujeto en ocasiones a la precariedad de los sistemas de justicia, ha tenido una indudable incidencia positiva en la transformación de esos mismos sistemas judiciales, y ha generado una mayor atención en las autoridades estatales a los desarrollos del SIDH. Así la jurisprudencia fijada por la Comisión y en especial por la Corte, ha incidido en diversos cambios jurisprudenciales en los países del área, en temas relacionados con la débil y deficitaria institucionalidad de las democracias latinoamericanas. Podemos mencionar por ejemplo la jurisprudencia sobre la despenalización del desacato y de las críticas emitidas por la prensa, el acceso a la información pública, los límites en la persecución penal de manifestaciones públicas pacíficas. La fijación de límites y condiciones objetivas para el uso de la prisión preventiva; de las facultades de detención de las policías y para el uso de la fuerza pública. La determinación de pautas para un sistema penal diferenciado para los menores de edad; sobre el derecho a apelar ante un tribunal superior las condenas penales, la participación de las víctimas de crímenes de estado en los procesos judiciales. También el reconocimiento de mínimos de debido proceso en la esfera administrativa y la revisión judicial de actos administrativos, así como de garantías básicas en los procesos de remoción de magistrados, entre otros asuntos de gran relevancia para el funcionamiento de las instituciones y orden constitucional en los Estados (MENDEZ; MARIEZCURRENA, 2000, ABRAMOVICH; BOVINO; COURTIS, 2007).
Ahora bien, la incidencia del SIDH no se limita al impacto de su jurisprudencia sobre la jurisprudencia de los tribunales locales. Otra vía importante para el fortalecimiento de la institucionalidad democrática en los Estados, surge de la capacidad del SIDH de influir en la orientación general de algunas políticas públicas, y en los procesos de formulación, implementación, evaluación y fiscalización de las mismas. Así, es común observar que las decisiones individuales adoptadas en un caso, suelen imponer a los Estados obligaciones de formular políticas para reparar la situación que da origen a la petición, e incluso establecen el deber de abordar los problemas estructurales que están en la raíz del conflicto analizado en ese caso.
La imposición de estas obligaciones positivas es precedida por lo general del examen bajo estándares jurídicos, de las políticas implementadas, o de la falta de acción (omisión) del Estado. Esas obligaciones pueden consistir en cambios de políticas existentes, reformas legales, la implementación de procesos participativos para formular nuevas políticas públicas, y muchas veces en la reversión de ciertos patrones de comportamiento que caracterizan el accionar de ciertas instituciones del Estado, que promueven violaciones, por ejemplo violencia policial, abuso y tortura en las prisiones, aquiescencia del Estado frente a situaciones de violencia doméstica, políticas de desplazamientos forzoso de población en el marco de conflictos armados, desalojos masivos de poblaciones indígenas de sus tierras ancestrales.
Además, en el marco de los casos individuales el SIDH, en especial la Comisión promueve procesos de solución amistosa o negociaciones entre los peticionarios y los Estados, en los cuales los Estados muchas veces se comprometen a implementar esas reformas institucionales o crean mecanismos de consulta con la sociedad civil para la definición de políticas. Así, en el marco de diversos procesos de solución amistosas se ha conseguido por ejemplo que algunos Estados modifiquen sus leyes. Por ejemplo deroguen la figura del desacato que permitía la penalización de la crítica política; creen procedimientos para averiguar la verdad sobre el paradero de personas desaparecidas; implementen programas masivos de reparación de las víctimas de violaciones de derechos humanos o programas de reparación colectiva de comunidades afectadas por la violencia; implementen programas públicos de protección de víctimas, testigos y defensores de derechos humanos, revisen procesos penales en los que se había dictado condenas sin debido proceso, o revean el cierre de causas penales en las que se había absuelto de manera fraudulenta a agentes del Estado acusados de violar derechos humanos; adecuen normas del código civil que discriminaban a hijos nacidos fuera del matrimonio; o normas del código civil que discriminaban a las mujeres en sus derechos en el matrimonio; o implementen leyes de cupos para las mujeres en los procesos electorales, o leyes sobre violencia contra las mujeres, o implementen protocolos para la realización de abortos no punibles, o deroguen leyes migratorias que afectaban derechos civiles de los inmigrantes.
La CIDH realiza además recomendaciones sobre políticas públicas en sus informes generales por países. En ellos, analiza situaciones concretas de violaciones y realiza recomendaciones que orientan políticas estatales sobre la base de estándares jurídicos.5
También puede la Comisión emitir informes temáticos que abarcan temas de interés regional o que conciernen a varios Estados. Este tipo de informes tiene un enorme potencial para fijar estándares y principios y relevar situaciones colectivas o problemas estructurales que pueden no estar debidamente reflejados en la agenda de los casos individuales. Tienen además una perspectiva promocional más clara que los informes por país, que suelen ser vistos como mecanismos de exposición de los Estados ante la comunidad internacional y sus audiencias locales. El proceso de elaboración de los informes temáticos permite a su vez a la Comisión dialogar con actores sociales locales e internacionales relevantes para esa temática, recabar la opinión de expertos, de agencias de cooperación e Instituciones Financieras Internacionales, de los órganos políticos y técnicos de la OEA, e iniciar vínculos con los funcionarios encargadas de generar en definitiva políticas en los campos analizados.6
Por último la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) puede emitir opiniones consultivas, que sirven para examinar problemas concretos más allá de los casos contenciosos, y fijar el alcance de las obligaciones estatales que emanan de la Convención y de otros tratados de derechos humanos aplicables en el ámbito regional, tales como la situación jurídica de los trabajadores migrantes, y los derechos humanos de niños y adolescentes. En estas opiniones consultivas en ocasiones la Corte ha intentado fijar marcos jurídicos para el desarrollo de políticas. Así por ejemplo en la Opinión Consultiva 18 procura definir una serie de principios que deben orientar las políticas migratorias de los Estados, y en especial el reconocimiento de ciertos derechos sociales básicos a los inmigrantes en situación irregular. En la Opinión Consultiva 17 procura orientar las políticas dirigidas a la infancia imponiendo límites a las políticas criminales dirigidas a los niños.
Al mismo tiempo, el SIDH, tanto la Comisión como la Corte, se han convertido gradualmente en un escenario privilegiado de activismo de la sociedad civil, que ha desplegado estrategias innovadoras para aprovechar en el ámbito nacional la repercusión internacional de los casos y situaciones denunciadas en las denominadas estrategias de bumerán (NELSON; DORSEY, 2006, RISSE; SIKKINK, 1999, SIKKINK, 2003).
Las organizaciones sociales se han valido de este escenario internacional no sólo para denunciar violaciones y hacer visibles ciertas prácticas estatales cuestionadas, sino también para alcanzar posiciones privilegiadas de diálogo con los gobiernos o con aliados al interior de éstos, y para revertir las relaciones de fuerza, y alterar la dinámica de algunos procesos políticos. Ello en ocasiones ha facilitando la apertura de espacios de participación e incidencia social en la formulación e implementación de políticas, y en el desarrollo de reformas institucionales. También han sido estas organizaciones sociales las que han incorporado con mayor frecuencia los estándares jurídicos fijados por el SIDH como parámetro para evaluar y fiscalizar acciones y políticas de los Estados, y en ocasiones para impugnarlas ante los tribunales nacionales o ante la opinión pública local e internacional.
En los países de América Latina muchas organizaciones de derechos humanos y otras organizaciones sociales que actúan con una perspectiva de derechos, como organizaciones feministas, de control ciudadano, ambientales, y defensoras de usuarios y consumidores entre otras; además de fiscalizar las acciones estatales, han incorporado nuevas estrategias de diálogo y negociación con los gobiernos, a fin de incidir en la orientación de sus políticas y lograr transformaciones en el funcionamiento de las instituciones públicas. El cambio de perspectiva apunta a incorporar al trabajo tradicional de denuncia de violaciones, una acción preventiva y de promoción capaz de evitarlas.
De tal modo la comunidad de usuarios del SIDH ha crecido considerablemente en número y se ha vuelto más variada, plural y compleja. El SIDH ha comenzado a ser utilizado de manera mucho más frecuente por las organizaciones sociales locales, y ya no sólo por las clásicas organizaciones internacionales que contribuyeron a darle forma en los primeros tiempos, o por aquellas que se han especializado en sus mecanismos. Algunos de los casos más exitosos en términos de cambios sociales, han sido promovidos y sostenidos por coaliciones o alianzas de «escala múltiple», esto es con capacidad de actuar en diferentes esferas locales e internacionales. Por lo general se trata de coaliciones formadas por organizaciones internacionales o regionales con experiencia en el uso del SIDH, y organizaciones locales con capacidad de movilización social, diálogo e incidencia en los Gobiernos y en la opinión pública. Este tipo de alianzas ha permitido mejorar la articulación de las estrategias desplegadas en el escenario internacional, con las empleadas en el terreno local.
Al mismo tiempo muchas organizaciones locales han adquirido gradualmente experiencia suficiente para actuar de manera independiente en el SIDH, y en ocasiones han impulsado alianzas entre sus pares de otros países del área para impulsar en el SIDH temas regionales de interés común, como la brutalidad policial, o el acceso a la información pública o la violencia contra las mujeres (MACDOWELL SANTOS, 2007). Así, por ejemplo, una red de organizaciones especializadas en temas de violencia policial y sistema penal han promovido que la Comisión se involucre en la preparación de un informe temático sobre seguridad ciudadana y derechos humanos, fijando estándares claros para orientar políticas de seguridad democráticas en toda la región. También ha sido resultado de la incidencia de redes de organizaciones sociales el reciente informe sobre la situación de los defensores de derechos humanos elaborado por la Comisión y el proceso de seguimiento de sus recomendaciones en los Estados. Una red de organizaciones no gubernamentales y medios de prensa comunitarios promueve la adopción por la CIDH de una serie de principios mínimos para la regulación de la radiodifusión.
Además de las organizaciones con perfil jurídico, que suelen representan a víctimas o a grupos de víctimas, determinadas acciones ante el SIDH involucran con frecuencia organizaciones de base o comunitarias que integran también redes o alianzas con aquellas, para impulsar casos, audiencias temáticas o promover informes de la CIDH. El trabajo de las Relatorías de la CIDH sobre derechos de los pueblos indígenas y sobre discriminación racial, ha ampliado considerablemente la utilización del SIDH por líderes de pueblos indígenas y de comunidades afroamericanas. También ha aumentado la participación de Sindicatos en alianza con organizaciones de derechos humanos, planteando temas relativos a libertad sindical, y justicia laboral y previsional.
En los países donde el SIDH es más conocido, como en Argentina y Perú, por ejemplo, abogados particulares han incorporado este escenario internacional como una nueva instancia en el litigio de variados temas, por ejemplo asuntos previsionales relativos a la demora de los procesos y la aplicación de leyes de emergencia, o las garantías de los imputados en procesos criminales.
Pero el SIDH también ha sido utilizado de manera activa por algunos Estados o por organismos públicos con competencia en derechos humanos, para iluminar ciertas cuestiones e impulsar agendas nacionales o regionales. Estos procesos se han favorecido con la paulatina conformación de una burocracia estatal especializada en el manejo de estos temas, que suele incidir en algunos aspectos de la gestión pública, tales como secretarias y comisiones de derechos humanos, direcciones especializadas en las Cancillerías, defensorías del pueblo, procuradurías de derechos humanos, defensorías públicas y fiscalías especializadas, entre otras. En ocasiones, cuando los Gobiernos tienen políticas claras en esta materia, un caso en el SIDH suele ser considerado como una oportunidad de incidencia política, por las áreas interesadas del mismo Gobierno, para superar resistencias en el propio Estado o en otros sectores sociales. Esto puede observarse con claridad en algunos procesos de solución amistosa que motivaron cambios en la legislación y en políticas nacionales (TISCORNIA, 2008). En ocasiones, los peticionarios son también agencias públicas independientes que litigan y en ocasiones negocian con la representación del gobierno. El ejemplo frecuente son las defensorías públicas penales que se han convertido en usuario importante del SIDH.
Algunos Estados han utilizado por ejemplo las opiniones Consultivas de la Corte para impulsar temas de derechos humanos que ocupan un espacio central en su política exterior como la protección de sus nacionales que emigran a los países centrales. Fue precisamente México el que promovió los pronunciamientos del sistema sobre asistencia consular en procesos con pena capital y sobre derechos laborales de inmigrantes en situación irregular, logrando que Estados Unidos se presentara ante la Corte como Amicus Curiae a defender los postulados de sus propias políticas. Recientemente el gobierno argentino, de manera articulada con algunas organizaciones sociales, promovió una discusión sobre la legalidad de la práctica de nombramiento de jueces ad hoc por los Estados en los litigios ante la Corte, y la potencial afectación del principio de imparcialidad. En los últimos tres años se han presentado además dos demandas interestatales, por primera vez desde la entrada en vigencia de la Convención Americana.7
También ha crecido el número de funcionarios públicos, jueces, defensores, fiscales, operadores judiciales, que han acudido a la CIDH y a la Corte IDH buscando protección cautelar urgente ante amenazas, intimidaciones o actos de violencia como represalia por el cumplimiento de sus funciones. Estas situaciones rompen el esquema clásico del SIDH protegiendo víctimas frente a los abusos de los Estados autoritarios y monolíticos, y pone en evidencia que el escenario de acción del SIDH es más complejo en la actualidad, de cara a Estados democráticos que expresan en su interior ambigüedades, disputas y contradicciones.
Este cambio gradual de rol del SIDH en el nuevo escenario político fue acompañado también por un cambio gradual de la agenda de temas tratados por el SIDH. Sin embargo, como vimos, algunos de los viejos temas no han sido superados ni desplazados, como los conflictos de la justicia transicional. La nueva agenda se produce por la incorporación de nuevos temas que conviven con los asuntos tradicionales.
En los últimos años se ha ido consolidando en el SIDH una agenda vinculada a los problemas derivados de la desigualdad y la exclusión social. Ello a partir de la constatación de que luego de procesos complicados de transición, las democracias latinoamericanas se encuentran seriamente amenazadas por el aumento sostenido de las brechas sociales y la exclusión de vastos sectores de la población de sus sistemas políticos y de los beneficios del desarrollo, lo que impone límites estructurales al ejercicio de derechos sociales, políticos, culturales y civiles.
Los problemas de desigualdad y exclusión se reflejan en la degradación de algunas prácticas institucionales y en el deficiente funcionamiento de los Estados democráticos, lo que produce nuevas formas de vulneración de los derechos humanos, muchas veces emparentadas con las prácticas de los Estados autoritarios de décadas pasadas. No se trata de Estados que se organizan para violar sistemáticamente derechos, ni que planifican en sus esferas superiores acciones deliberadas para vulnerarlos masivamente, sino de Estados con autoridades electas legítimamente, que no son capaces de revertir e impedir prácticas arbitrarias de sus propios agentes, ni de asegurar mecanismos efectivos de responsabilidad por sus actos, como consecuencia del precario funcionamiento de sus sistemas judiciales (PINHEIRO, 2002). Los sectores sociales bajo condiciones estructurales de desigualdad y exclusión son las víctimas principales de este déficit institucional, lo que se refleja en algunos conflictos que ocupan la atención del SIDH: la violencia policial marcada por el sesgo social o racial, el hacinamiento y la tortura en los sistemas carcelarios, cuyas víctimas habituales son los jóvenes de sectores populares; las prácticas generalizadas de violencia doméstica contra las mujeres, toleradas por las autoridades estatales; la privación de la tierra y de la participación política de los pueblos y comunidades indígenas; la discriminación de la población afrodescendiente en el acceso a la educación y a la justicia; el abuso de las burocracias contra los inmigrantes indocumentados; los desplazamientos masivos de población rural en contextos de violencia social o política.
De allí que uno de los principales aportes y al mismo tiempo de los principales desafíos del SIDH en relación a los problemas regionales originados en la exclusión y la degradación institucional, reside en la capacidad de guiar con estándares y principios la actuación de los Estados democráticos en las situaciones concretas, tanto la jurisprudencia de los tribunales, a fin de determinar el alcance de los derechos; como los procesos de formulación de políticas públicas, contribuyendo de ese modo al fortalecimiento de las garantías institucionales y sociales de esos derechos en los diferentes espacios nacionales.
Frente a este tipo de situaciones la CIDH y la Corte IDH han procurado examinar no sólo casos o conflictos aislados, sino también los contextos sociales e institucionales en que esos casos y conflictos se desarrollan y adquieren sentido. Así como en el tiempo de las dictaduras y el terrorismo de estado, el SIDH había observado la situación de determinadas víctimas, la ejecución y la desaparición de determinadas personas, en función del contexto de violaciones masivas y sistemáticas de derechos humanos, en la actualidad, en numerosas situaciones, ha procurado abrir el foco para enmarcar hechos particulares en patrones estructurales de discriminación y violencia contra grupos o sectores sociales determinados. Para hacerlo, el SIDH se ha basado en una concepción del principio de igualdad, que sumariamente intentaremos presentar en lo que sigue. La reinterpretación del principio de igualdad ha permitido al SIDH involucrarse en temáticas sociales a partir de una reinterpretación del alcance de los derechos civiles y políticos establecidos en la Convención Americana.
Consideramos importante para ilustrar el cambio de enfoque mencionado, seguir algunas intervenciones del SIDH en asuntos referidos a problemas de igualdad relacionados con diversas formas de violencia, o con asuntos relativos a la participación política y el acceso a la justicia. Estos precedentes marcan una línea jurisprudencial que tiende a una lectura en clave social de numerosos derechos civiles de la Convención Americana, y afirma la existencia de deberes de acción positiva y no sólo de obligaciones negativas de los Estados. Esos deberes positivos suelen ser impuestos con mayor intensidad, como resultado del reconocimiento de que ciertos sectores sociales viven en condiciones estructurales de desventaja en el acceso o ejercicio de sus derechos básicos.
Si observamos la evolución de la jurisprudencia sobre igualdad en el sistema interamericano, concluiremos que el SIDH demanda a los Estados un rol más activo y menos neutral, como garantes no sólo del reconocimiento de los derechos, sino también de la la posibilidad real de ejercerlos. En ese sentido, la perspectiva histórica sobre la jurisprudencia del SIDH marca una evolución desde un concepto de igualdad formal, elaborado en la etapa de la transición, hacia un concepto de igualdad sustantivo que se comienza a consolidar en la etapa actual del fin de las transiciones a la democracia, cuando la temática de la discriminación estructural se presenta con más fuerza en el tipo de casos y asuntos considerados por el SIDH. Así, se avanza desde una idea de igualdad como no discriminación, a una idea de igualdad como protección de grupos subordinados. Eso significa que se evoluciona desde una noción clásica de igualdad, que apunta a la eliminación de privilegios o de diferencias irrazonables o arbitrarias, que busca generar reglas iguales para todos, y demanda del Estado una suerte de neutralidad o «ceguera» frente a la diferencia. Y se desplaza hacia una noción de igualdad sustantiva, que demanda del Estado un rol activo para generar equilibrios sociales, la protección especial de ciertos grupos que padecen procesos históricos o estructurales de discriminación. Esta última noción presupone un Estado que abandone su neutralidad y que cuente con herramientas de diagnóstico de la situación social para saber qué grupos o sectores deben recibir en un momento histórico determinado medidas urgentes y especiales de protección.
En un informe reciente de la CIDH se sistematizan algunas decisiones jurisprudenciales del sistema que marcan esta evolución en el concepto de igualdad en relación con los derechos de las mujeres (CIDH, 2007a).
Hay algunas consecuencias muy claras a partir de la adopción de una idea de igualdad estructural en el sistema interamericano. La primera es que las acciones de índole afirmativa que adopta el Estado no pueden ser en principio invalidadas bajo una noción de igualdad formal. En todo caso la impugnación de acciones afirmativas deberá basarse en críticas concretas de su razonabilidad en función de la situación de los grupos beneficiados en un momento histórico determinado. La segunda consecuencia es que los Estados no sólo tienen el deber de no discriminar, sino que ante ciertas situaciones de desigualdad de índole estructural, tienen la obligación de adoptar acciones afirmativas o positivas de equilibrio para asegurar el ejercicio de los derechos por ciertos grupos subordinados. Una tercera consecuencia es que también pueden violar el principio de igualdad, prácticas o políticas que son en apariencia neutrales, pero que pueden tener un impacto o un efecto discriminatorio sobre ciertos grupos desaventajados. Esto ha sido ya señalado por la Corte, en el caso de Niñas Yean y Bosico contra República Dominicana (CORTE IDH, 2005d). Una serie de prácticas que en apariencia pueden ser neutrales o pueden no expresar una voluntad deliberada de discriminar a un sector, pueden tener como efecto la discriminación de un sector definido, y por ello pueden considerarse violatorias de la regla de igualdad. Estas consecuencias parten de una lectura en clave social del principio de igualdad, ya que implican reconocer cómo ciertas acciones del Estado pueden impactar no en una persona individual, sino en un grupo o en un sector subordinado de la población. Equivale a cambiar el lente y abrir el prisma. Observar el contexto social y las trayectorias sociales de ciertas personas como parte de un grupo o colectivo sojuzgado o discriminado. De allí que no solo van a ser violatorias del principio de igualdad aquellas normas, prácticas o políticas que deliberadamente excluyan a determinado grupo, sin un argumento razonable o lógico, sino también las que pueden tener efectos o impactos discriminatorios.8
Al mismo tiempo, este concepto de igualdad se refleja en la forma en que el SIDH ha comenzado a releer las obligaciones de los Estados en materia de derechos civiles y políticos en ciertos contextos sociales.
Podemos señalar algunos antecedentes importantes sobre la extensión de los deberes de protección del Estado frente a la actuación de actores no estatales, por ejemplo en materia de violencia contra las mujeres. La CIDH fijó deberes especiales de protección estatal vinculados con el derecho a la vida y a la integridad física en función de una interpretación del principio de igualdad en línea con la que expusimos. En el caso de María Da Penha Fernández contra Brasil, la CIDH, frente a un patrón estructural de violencia doméstica que afectaba a las mujeres de la ciudad de Fortaleza en el Estado de Ceará, acompañada por una práctica general de impunidad judicial frente a este tipo de casos criminales, y la negligencia del gobierno local en implementar medidas efectivas de prevención, estableció que el Estado federal había violado el derecho a la integridad física de la víctima y el derecho a la igualdad ante la ley. También estableció que los Estados tienen un deber de acción preventiva diligente para evitar prácticas de violencia contra las mujeres, aún frente a la actuación de actores no estatales, con base no sólo en el artículo 7 de la Convención de Belem do Para sino también en la propia Convención Americana. La responsabilidad del Estado provenía de no haber adoptado medidas preventivas con debida diligencia para evitar que esa forma extendida de violencia existiera y se reprodujera en perjuicio de un grupo o colectivo determinado. La CIDH valora fundamentalmente la existencia de un patrón o «pauta sistemática» en la respuesta Estatal, que expresa a su juicio una suerte de tolerancia pública con la situación de violencia denunciada no sólo en perjuicio de la víctima sino con relación a otros casos idénticos o con características comunes. El enfoque, como dijimos, va más allá de la situación particular de la víctima individual, pues se proyecta a la evaluación de la situación de discriminación y subordinación de un grupo social determinado. La situación estructural del grupo de mujeres afectadas por la violencia, por un lado califica los deberes de prevención del Estado y sus obligaciones reparatorias en el caso particular, pero además justifica el tipo de recomendaciones de alcance general que fija la CIDH al Estado y que incluyen por ejemplo cambios en las políticas públicas, en la legislación y en los procedimientos judiciales y administrativos (CIDH, Maria da Penha Maia Fernández vs. Brasil, 2001a, Campo Algodonero: Claudia Ivette González, Esmeralda Herrera Monreal y Laura Berenice Ramos Monárrez vs. México, 2007c).
La CIDH consideró especialmente el impacto diferenciado sobre ciertos grupos sociales de prácticas extendidas de violencia desarrolladas por agentes estatales o por actores no estatales con la connivencia o tolerancia del Estado. En este orden de ideas, la Comisión, por ejemplo impuso responsabilidad a Brasil por no haber adoptado medidas para prevenir desalojos forzosos violentos emprendidos por ejércitos privados de hacendados que eran expresión de un patrón sistemático de violencia rural tolerado por las autoridades estatales, seguido de un patrón de impunidad en las investigaciones criminales de estos hechos. Para eso la CIDH tuvo especialmente en cuenta la situación de desigualdad estructural en que se encuentra un sector de la población rural en ciertos estados del Norte brasileño, y los niveles de tolerancia y connivencia entre sectores poderosos de hacendados, las fuerzas policiales y la justicia estadual (CIDH, Sebastião Camargo Filho vs. Brasil, 2009a). En otro caso, la CIDH responsabilizó a Brasil por un patrón de violencia policial dirigido a jóvenes negros en las favelas de Río de Janeiro, considerando que la ejecución extrajudicial de un joven de este grupo social, era un hecho representativo de ese patrón, el cual a su vez expresaba un sesgo racista en la actuación de la fuerza pública estadual, con la complicidad de la autoridad federal (CIDH, Wallace de Almeida vs. Brasil, 2009b). También la CIDH y la Corte IDH consideraron la situación de vulnerabilidad diferenciada frente a la violencia política de ciertos grupos en el marco del conflicto armado interno en Colombia, imponiendo al Estado deberes específicos de protección que implican restricciones en el uso de la propia fuerza estatal, y protección especial frente a otros actores no estatales, así como obligaciones especiales de reparación de alcance colectivo y políticas sociales diferenciadas y culturalmente pertinentes. Estas medidas de protección parten de la obligación de respetar y garantizar ciertos derechos culturales de grupos étnicos, por ejemplo restricciones a determinadas actividades bélicas en resguardo de la integridad de territorios colectivos de pueblos indígenas y comunidades negras colombianas.9
Entre los sectores mencionados por el SIDH como grupos discriminados o excluidos que requieren protección especial o tratamiento diferenciado, se encuentran los pueblos indígenas10 o la población afrodescendiente (FRY, 2002, ARIAS; YAMADA; TEJERINA, 2004)11 y las mujeres en relación al ejercicio de ciertos derechos, como la integridad física12 y la participación política.13 También se ha enfatizado la obligación de garantía de los Estados ante la existencia de grupos en situación de vulnerabilidad, como vimos, los niños que viven en la vía pública, o en sistemas de internación, los enfermos mentales en reclusión, los inmigrantes indocumentados, la población campesina desplazada de sus territorio, o las personas pobres portadoras de HIV/ SIDA, entre otros.
Esta apretada reseña indica que el SIDH no recoge sólo una noción formal de igualdad, limitada a exigir criterios de distinción objetivos y razonables y por lo tanto a prohibir diferencias de trato irrazonables, caprichosas o arbitrarias, sino que avanza hacia un concepto de igualdad material o estructural, que parte del reconocimiento de que ciertos sectores de la población están en desventaja en el ejercicio de sus derechos por obstáculos legales o fácticos y requieren por consiguiente la adopción de medidas especiales de equiparación. Ello implica la necesidad de trato diferenciado, cuando debido a las circunstancias que afectan a un grupo desaventajado, la identidad de trato suponga coartar o empeorar el acceso a un servicio o bien, o el ejercicio de un derecho. Al mismo tiempo obliga a examinar, en un estudio de igualdad, la trayectoria social de la supuesta víctima, el contexto social de aplicación de las normas o las políticas cuestionadas, así como la situación de subordinación o desventaja del grupo social al cual pertenecen los potenciales afectados.14
El empleo de la noción de igualdad material conlleva una definición sobre el rol del Estado como garante activo de los derechos, en escenarios sociales de desigualdad. Es además una herramienta útil para examinar las normas jurídicas, las políticas públicas y las prácticas estatales, tanto su formulación, como sus efectos. La imposición de obligaciones positivas tiene consecuencias muy importantes respecto del rol político o promocional del SIDH, pues impone a los Estados el deber de formular políticas para prevenir y reparar violaciones de derechos humanos que afectan a ciertos grupos o sectores postergados.
Además tiene consecuencias directas en el debate sobre disponibilidad de remedios judiciales pues es sabido que las obligaciones positivas son más difíciles de exigir en los sistemas de justicia domésticos. En especial cuando se exige comportamientos positivos para resolver conflictos de naturaleza colectiva.
También las obligaciones positivas entran en tensión con las capacidades estatales de los Estados americanos. El SIDH gradualmente ha ido sumando a los Estados cada vez más deberes de prevención de violaciones y de protección de derechos frente a la acción de actores no estatales en ciertas circunstancias determinadas. Esta ampliación del marco de obligaciones estatales pone en evidencia la brecha entre las expectativas puestas en los Estados por el SIDH y la realidad signada por la debilidad de las instituciones y la inefectividad de las políticas. Para alcanzar los exigentes estándares del SIDH en materia de obligaciones positivas se requieren instituciones con capacidad de planificación y gestión de políticas y con recursos humanos y financieros adecuados. De allí que comienza a marcarse con mayor nitidez una creciente brecha entre el discurso normativo y las capacidades reales de satisfacción de las obligaciones impuestas.
Las obligaciones positivas se han fijado también en el SIDH en relación con el ejercicio del derecho a la participación de los pueblos indígenas. Entre otras cuestiones la posibilidad de ejercer su derecho a la consulta previa, libre e informada, respecto a las políticas que pudieran afectar sus territorios comunales, como explotaciones económicas y de recursos naturales, y a dialogar con las instancias del Estado y otros actores sociales ha través de sus propias representaciones políticas (AYLWIN, 2004). En este tema se observa la directa vinculación entre el ejercicio de derechos culturales y sociales con derechos civiles y políticos, pues la base de la argumentación es el vínculo especial que tienen los pueblos indígenas con sus territorios y recursos lo que pone en juego no sólo intereses económicos, sino la preservación de su identidad cultural, y la existencia misma de una cultura.15 Estos derechos fijados por instrumentos internacionales, tales como el Convenio 169 de la OIT, también han recibido reconocimiento con base directa en la Convención Americana, a partir de una relectura en clave social del artículo 21 que consagra el derecho de propiedad. En una serie de decisiones la Corte Interamericana ha establecido la obligación de los Estados de disponer mecanismos adecuados para la participación, producción de información de impactos social y ambiental, y consulta dirigida la búsqueda de consentimiento de los pueblos indígenas, en aquellas decisiones que pueden afectar el uso de sus recursos naturales o alterar sus territorios. En este sentido, se trata del reconocimiento de facultades de participación diferenciada en decisiones de políticas públicas del Estado nacional, pero que al mismo tiempo definen más que un derecho procedimental, y alcanzan el reconocimiento de un «derecho especial del grupo» a preservar un ámbito de autogobierno o de autonomía en esas cuestiones (CORTE IDH, Comunidad Mayagna (Sumo) Awas Tingni, 2001, CORTE IDH, Masacre de Plan Sanchez vs. Guatemala, 2004, Comunidad Moiwana vs. Surinam, 2005a, CORTE IDH, Comunidad Indígena Yakye Axa vs. Paraguay, 2005b, CORTE IDH, Pueblo Saramaka vs. Suriname, 2007). Si bien la jurisprudencia del SIDH ha establecido que se no se trata de un poder de veto a favor de los pueblos indígenas, se trata sin duda de uno de los campos más conflictivos dentro de los temas que aborda en la actualidad el SIDH, pues aquí se observa con mayor nitidez la tensión entre el reconocimiento de un derecho diferenciado a favor de un colectivo, y el interés público involucrado en ciertas estrategias de desarrollo económico de los gobiernos nacionales.
En una decisión reciente la Corte Interamericana de Derechos Humanos estableció la obligación de los Estados de adoptar medidas positivas para garantizar que los pueblos y comunidades indígenas puedan participar, en condiciones de igualdad, en la toma de decisiones sobre asuntos y políticas que inciden o pueden incidir en sus derechos y en el desarrollo de dichas comunidades, de forma tal que puedan integrarse a las instituciones y órganos estatales y participar de manera directa y proporcional a sus poblaciones en la dirección de los asuntos públicos, así como hacerlo desde sus propias instituciones políticas y de acuerdo a sus valores, usos, costumbres y formas de organización. La Corte en la sentencia dictada en el caso Yatama (CORTE IDH, Yatama vs. Nicaragua, 2005c),16 consideró que la legislación nicaragüense sobre monopolio de partidos políticos, y las decisiones de los órganos electorales del Estado, habían limitado irrazonablemente la posibilidad de participación en un proceso electoral de una organización política representativa de las comunidades indígenas de la costa atlántica del país. Este caso, también en nuestra opinión expresa la afirmación del principio de igualdad estructural, pues la Corte IDH obliga al Estado a flexibilizar la aplicación de las normas electorales de alcance general para adecuarlas a las formas de organización política que expresan la identidad cultural de un grupo. En definitiva, lo que la Corte reconoce es un «derecho especial o diferenciado a favor de un grupo» (KYMLICKA, 1996, 1999) que fija ciertas «protecciones externas» al grupo minoritario, que se consideran indispensables para la preservación de su autonomía, pero también su participación en las estructuras del propio Estado nacional.
También se han fijado en el SIDH fuertes obligaciones positivas en relación con el derecho de acceso a la justicia que resultan en otra proyección en este campo de la referida noción de igualdad sustantiva. El SIDH ha fijado estándares bastante precisos sobre el derecho a contar con recursos judiciales y de otra índole que resulten idóneos y efectivos para demandar por la vulneración de los derechos fundamentales. En tal sentido, la obligación del Estado no es sólo negativa, de no impedir el acceso a esos recursos, sino fundamentalmente positiva, de organizar el aparato institucional de modo que todos, y en especial aquellos que se encuentran en situación de pobreza o exclusión, puedan acceder a esos recursos, para lo cual deberá remover los obstáculos sociales o económicos que obstaculizan o limitan la posibilidad de acceso a la justicia, pero además el Estado deberá organizar un servicio público de asistencia jurídica gratuita, y mecanismos para aliviar el costo de los procesos y hacerlos asequibles, por ejemplo estableciendo sistemas para eximir gastos.17 Las políticas que apuntan a garantizar servicios jurídicos a personas carentes de recursos, actúan como mecanismos para compensar situaciones de desigualdad material que afectan la defensa eficaz de los propios intereses y por ello, son políticas judiciales que se emparentan con las políticas sociales. El SIDH ha fijado la existencia de un deber estatal de organizar estos servicios para compensar situaciones de desigualdad real, y garantizar igualdad de armas en un proceso judicial. Ha determinado además algunas obligaciones concretas de debido proceso que se aplican en relación con los procedimientos judiciales de índole social, como los juicios laborales y previsionales y las acciones de amparo y desalojo. Recientemente ha fijado algunos indicadores para evaluar el cumplimiento de estas obligaciones por los Estados (CIDH, 2007a).18
Esta base de obligaciones positivas impuestas a los Estados, vinculada al reconocimiento de un escenario de desigualdad que caracteriza la realidad americana, sirve en ocasiones como marco para el examen de las políticas públicas en los Informes temáticos y de país, como fuera mencionado arriba, y es una herramienta central para el trabajo promocional de los órganos del SIDH.
La autoridad de las decisiones y de la jurisprudencia de los órganos del Sistema depende en parte de la legitimidad social alcanzada y de la existencia de una comunidad de actores interesados que acompaña y difunde sus estándares y decisiones. No se trata incidir a través de una fuerza coactiva, de la que carece, sino de una fuerza persuasiva que debe construir y preservar.
Así, en los países en los cuales el derecho internacional de los derechos humanos hace parte cotidiana del discurso jurídico y los argumentos planteados en las Cortes, se dan algunos factores que nos parece apropiado resaltar. Por un lado el SIDH ha ganado legitimidad por estar vinculado a momentos relevantes de los procesos políticos del país, en especial la resistencia a las dictaduras y la reconstrucción del orden constitucional y democrático. Por otro lado, y en parte a raíz de esto, existe una comunidad de actores sociales, políticos y sectores académicos, que se consideran protagonistas de la evolución del propio SIDH, y participan activamente del proceso de implementación nacional de sus decisiones y principios.
Muchos países de América Latina aprobaron tratados de derechos humanos y se incorporaron al SIDH en la etapa de las transiciones a la democracia, como una suerte de antídoto para aventar el riesgo de regresiones autoritarias, atando a sus sistemas políticos y legales al «mástil» de la protección internacional.19 Abrir los asuntos de derechos humanos al escrutinio internacional fue una decisión funcional a los procesos de consolidación de la institucionalidad durante las transiciones, pues contribuyó a ampliar las garantías de los derechos fundamentales en un sistema político acotado por actores militares con poderes de veto, y presiones autoritarias aún poderosas.20
En la Argentina, por ejemplo, la aprobación de los tratados de derechos humanos se produce en 1984 en el inicio de la transición democrática. La incorporación de los tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional en 1994 fue un paso importante en ese proceso. Pero también lo fue el rol jugado por la Comisión en su visita al país en plena dictadura militar en 1979, y su informe, que contribuyó a fortalecer a las organizaciones de víctimas y a desgastar al gobierno ante la comunidad internacional. En Perú, ha sido central la legitimidad ganada por la Comisión y la Corte en sus planteos de violaciones de derechos humanos durante el gobierno de Fujimori. La visita de la CIDH al Perú en 1992, y luego en 1999 y su informe sobre «democracia y derechos humanos», junto con las sentencias paradigmáticas de la Corte sobre legislación antiterrorista, libertad de expresión y tribunales militares, contribuyeron a documentar y exponer la gravedad de las violaciones cometidas durante ese período. El regreso pleno de Perú al SIDH en 2001 y la aceptación de responsabilidad internacional por los crímenes atroces del régimen de Fujimori, fue una política medular del gobierno de transición. Ello seguramente ha contribuido a conformar un sector de organizaciones sociales, de académicos, así como un núcleo de jueces y operadores jurídicos, familiarizados con el sistema.
Si bien en la última década se ha avanzado sustancialmente en la incorporación del derecho internacional de los derechos humanos en el derecho interno de los Estados y en varios países de la región la jurisprudencia de la Corte se considera como una guía, e incluso como una «guía ineludible» para la interpretación de la Convención Americana por los jueces locales,21 no se trata de un proceso lineal y existen voces disidentes.
Recientes decisiones de los tribunales superiores en República Dominica y en Venezuela relativizan la obligatoriedad de las decisiones de la Corte IDH y procuran resguardar para las Cortes nacionales una facultad de revisión previa (test de legalidad), acerca de la compatibilidad de la decisión del órgano internacional con el orden constitucional del país. Se trata de un debate abierto en los sistemas de justicia del continente, en el cual las posiciones refractarias a la incorporación del derecho internacional de los derechos humanos tienen todavía un peso considerable, y con variaciones plantean argumentos que apuntan al resguardo de mayores espacios de autonomía nacional.
El examen jurídico de estas sentencias excede las pretensiones de este artículo. Sin embargo advertimos que con frecuencia, ciertas posiciones que critican la creciente limitación de la autonomía política de los Estados nacionales en materia de derechos humanos, suelen partir de una visión simple o esquemática del proceso de creación de normas internacionales, y de su aplicación doméstica. Por un lado restan importancia a la participación de actores sociales o institucionales locales en la creación de normas y estándares internacionales de derechos humanos. Por otro lado consideran la aplicación doméstica como si fuera una imposición externa al sistema político y jurídico nacional, sin considerar que esa incorporación sólo es posible por la activa participación de actores sociales, políticos y judiciales relevantes, así como por la construcción gradual de consensos en los diversos ámbitos institucionales. De allí que suelen marcarse líneas divisorias nítidas entre la esfera internacional y la doméstica, cuando la dinámica de actuación de los mecanismos internacionales, evidencia que esa frontera es mucho más borrosa, y que existe una constante articulación y relación entre la esfera local e internacional, tanto en la creación como en la interpretación y aplicación de normas de derechos humanos. Así, actores sociales y políticos locales relevantes suelen participar de los procesos de creación de normas en la esfera internacional, tanto de la aprobación y ratificación de tratados como en las decisiones de los órganos internacionales que definen su contenido por vía de interpretación y su aplicación en casos o situaciones particulares. Al mismo tiempo, esas normas internacionales se incorporan al ámbito nacional por la acción de los Congresos, los gobiernos y los sistemas de justicia, y también con la activa participación de organizaciones sociales que promueven, demandan y coordinan esa aplicación nacional con las diversas instancias del Estado. La aplicación de normas internacionales en el ámbito nacional no es un acto mecánico, sino un proceso que involucra también diferentes tipos de participación y deliberación democrática e incluso un amplio margen para la relectura o reinterpretación de los principios y normas internacionales en función de cada contexto nacional.22
En relación con el SIDH, como vimos en los puntos 2 y 3 de este artículo, en la actualidad, a diferencia del período de las dictaduras, su intervención en ciertos asuntos domésticos puede obedecer a relaciones de coordinación o articulación con diversos actores locales, públicos y sociales, que participan tanto de la formulación de las demandas ante la instancia internacional, como en los procesos de implementación de sus decisiones particulares o de sus estándares generales en el ámbito interno.23 De allí que siempre resultara difícil conceptualizar su intervención como una simple limitación del margen de autonomía de los procesos políticos nacionales. El juego de la intervención internacional en este escenario es variado y complejo, pero por lo general cuenta con el apoyo de actores locales fuertes que activan la respuesta internacional, y potencian luego sus efectos domésticos. En ocasiones por ejemplo el SIDH se apoya en la sociedad civil para fiscalizar al gobierno a la manera clásica;24 pero también puede actuar de manera coordinada con los gobiernos federales para lograr la implementación de medidas o políticas a nivel de los estados locales o provincias;25 en ocasiones se apoya en decisiones o precedentes de los tribunales para tener pautas de seguimiento de acciones del Congreso o del gobierno;26 o los gobiernos o los Congresos piden su intervención para contribuir a alcanzar consensos con otros poderes como la judicatura27 o acompañar la implementación de medidas resistidas por actores sociales o políticos locales.28 Usualmente los tribunales locales se apoyan en decisiones del SIDH para controlar las políticas de los gobiernos o del Congreso.29
Vimos también como en ciertos casos y en especial en procesos de negociación o de «solución amistosa», el juego de alianzas es aún más complejo, incluso agencias públicas son usuarias del SIDH, a veces en alianza con organizaciones sociales, procurando activar el escrutinio internacional sobre determinadas cuestiones. Con esta breve reseña no pretendemos negar la importancia de preservar la autonomía política de los Estados para decidir sobre determinadas materias, sino simplemente relativizar ciertas interpretaciones esquemáticas acerca de cómo funciona en la realidad un sistema de justicia internacional y como se relaciona con los procesos políticos nacionales.
Un factor importante para la consolidación de una mayor apertura de los sistemas de justicia nacionales a la aplicación del derecho internacional es la conformación de una fuerte comunidad académica, que discuta críticamente las decisiones del sistema y aporte insumos para el tratamiento de la jurisprudencia por los jueces y operadores jurídicos. Esta comunidad académica local y regional no sólo es indispensable para asegurar la aplicación de los estándares interamericanos a nivel doméstico, sino también para obligar a rendir cuentas a los propios órganos del SIDH y presionar por una mejora en la calidad, la consistencia y el rigor técnico de sus decisiones. Si bien existen claros avances en los últimos tiempos, aún no es posible afirmar que esa comunidad exista a nivel regional. Las decisiones de la Corte y de la Comisión son poco comentadas, muy poco criticadas y en varios países escasamente conocidas. Los tímidos debates originados en los últimos tiempos han obligado a replantear al menos a nivel teórico algunas premisas. Sólo como ejemplo es interesante plantear los cuestionamientos que desde la dogmática penal tradicional se han formulado al alcance de los deberes de persecución penal de graves violaciones de derechos humanos establecidos en la jurisprudencia del SIDH y sus consecuencias sobre algunas garantías de los imputados, como el principio de cosa juzgada y ne bis in idem (MARGARELL; FILIPPINI, 2006), así como las discusiones que un sector de la doctrina constitucional formula al valor de autoridad de las decisiones de los órganos internacionales de derechos humanos, y cuestionan el déficit democrático de estos órganos internacionales o su falta de conocimiento de los procesos que se dan al interior de las comunidades políticas nacionales (GARGARELLA, 2008).30
Es verdad que el nivel de cumplimento de las decisiones particulares en el SIDH es importante en relación con las medidas reparatorias. También respecto medidas de reformas legislativas que fueron ya mencionadas. En ambos casos, algunos estudios preliminares sugieren que el nivel de cumplimiento más alto se da en el marco de los procesos de solución amistosa, donde el Estado de manera autónoma se fija compromisos de esta índole.
Sin embargo, los principales problemas de incumplimiento tanto de las recomendaciones de la CIDH cuanto de las sentencias de la Corte IDH, están en las medidas de investigación penal de crímenes de estado, en particular cuando los procesos internos se han cerrado y su reapertura puede afectar las garantías de los acusados. En algunos países se observa un grave deterioro de las instancias judiciales con niveles de impunidad generalizados, esto es, que no se limitan a los casos de violaciones a los derechos humanos. Hemos visto como el SIDH ha utilizado el examen de patrones estructurales de impunidad para invalidar decisiones judiciales que intentan clausurar la investigación de este tipo de crímenes, por lo general para beneficiar a grupos con poder y en perjuicio de ciertos sectores de víctimas.31
No se ha avanzado de manera significativa en mecanismos internos de implementación de decisiones de los órganos del SIDH.32 Esto en particular resulta un obstáculo cuando se trata de la imposición de obligaciones positivas. El trámite de un caso internacional y el cumplimiento de las medidas de reparación fijadas, requieren un alto nivel de coordinación entre diferentes agencias de gobierno que no suele alcanzarse. Esto dificulta sensiblemente el trámite del caso, el trabajo de los órganos del SIDH y el cumplimiento de las decisiones. La coordinación al interior del mismo gobierno es compleja, pero más lo es la coordinación del gobierno con el Parlamento o la Justicia, cuando las medidas involucradas en un caso requieren reformas legales o la activación de procesos judiciales. El tema es aún más grave cuando se trata de coordinar agencias del Estado nacional con Estados provinciales en sistemas federales.
La Comisión y la Corte realizan un informe a la Asamblea de la OEA sobre los incumplimientos pero el tiempo que tienen para plantear y activar los mecanismos de garantía colectiva de los Estados es mínimo. Tampoco existe un debate serio en el ámbito del sistema sobre como mejorar los mecanismos de cumplimiento de índole política y alcanzar un mayor compromiso de los diversos órganos de la OEA.
El mecanismo más efectivo hasta ahora para lograr resultados en el cumplimiento es la creación de instancias de supervisión internacional como las audiencias de seguimiento ante la Comisión o la Corte. Muchas organizaciones que representan víctimas prefieren estos mecanismos de supervisión internacional a los sistemas de ejecución internos, pues entienden que volver al ámbito nacional implica devolver a las víctimas a una situación de desequilibrio de poder con el Estado que sólo la participación del órgano internacional puede evitar (ABREGÚ; ESPINOZA, 2006).
Otro punto a considerar cuando se examinan los obstáculos a la efectividad del sistema, es el tipo de remedios que se disponen como medidas de reparación en los casos contenciosos, o en el marco de las medidas cautelares o provisionales. Muchas veces los remedios fijados en los casos obedecen a las sugerencias de los peticionarios y representantes de las víctimas y no existe una línea jurisprudencial consistente sobre esto. Otro problema es que el sistema sigue pensando y diseñando remedios bajo el modelo elaborado en el tiempo de las transiciones, poniendo más énfasis en la investigación y determinación de responsables de las violaciones, y menos en la modificación de los problemas estructurales que esas violaciones evidencian. Este sistema de remedios clásicos no encajan plenamente con en el tipo de conflictos propios de la nueva agenda a la que hacíamos referencia. Sobre todo cuando el SIDH no se limita a juzgar hechos ocurridos en el pasado, sino que procura prevenir la consumación de daños, o el agravamiento de situaciones en curso, o pretende incidir en la reversión de patrones sistemáticos o superar deficiencias institucionales. Ello ha quedado expuesto en mi opinión con mayor claridad en el marco de las medidas provisionales de la Corte en materia carcelaria. Estos asuntos en los que se plantea la existencia de condiciones inhumanas de detención, y prácticas estructurales de violencia toleradas por autoridades estaduales y federales, funcionan como una suerte de «habeas corpus» colectivo internacional. En ellos se ha desarrollado un interesante debate sobre el tipo de remedios y los mecanismos de supervisión internacionales y locales. La Corte, a instancia de los peticionarios y de la Comisión, han ido modificando gradualmente el tipo de remedios impuestos al Estado federal y por su intermedio a los Estados provinciales, pero aún no se ha conseguido un cumplimiento adecuado de las órdenes establecidas. La lógica de los remedios fijados se asemeja a los remedios del litigio de reforma estructural en los tribunales nacionales. En este tipo de casos se procura equilibrar numerosos intereses contrapuestos y dar al gobierno un margen para definir medidas, presentando planes de acción de mediano y largo plazo. Se busca además resguardar el acceso a la información, y la participación de las víctimas y sus representantes en los procesos que definen esas políticas (SABEL; SIMON, 2004, GAURI; BRINKS, 2008, ABRAMOVICH, 2009). Una discusión abierta es si este tipo de medidas de supervisión internacional pueden ser efectivas, sin que se involucre activamente al propio sistema de justicia doméstico, y a órganos públicos nacionales que estén en condiciones de realizar una evaluación y fiscalización de la situación carcelaria permanente en el terreno.33
La persistencia de bajos niveles de efectividad de este tipo de remedios estructurales puede conducir a un replanteo de todo el SIDH, y traer costos en término de legitimidad de la Corte. Lo cierto es que el SIDH ingresó en una etapa de desarrollo de un modelo de litigio estructural de protección de grupos o colectivos, sin haber afinado y discutido con profundidad los límites o potencialidades de sus reglas procesales,34 su sistema de remedios, y sus mecanismos de seguimiento y supervisión de decisiones.
El debate sobre la efectividad de la supervisión internacional, esta relacionado directamente a una cuestión vital para la calidad de los procesos democráticos, que es la pobre actuación de los sistemas de justicia locales.
En el gráfico al lado, se observa un análisis temático del total de peticiones recibidas en la CIDH en 2008, y surge claramente el lugar central que ocupan los problemas relacionados con el funcionamiento de los sistemas judiciales nacionales, alrededor del 62% de las denuncias contienen esta temática. Dentro de la cuestión justicia, un 23% denuncia violaciones de debido proceso en el ámbito penal, 15% en materia laboral, 9% en procesos administrativos.
Es indudable que una estrategia central para mejorar la efectividad del SIDH es trabajar en mejorar la respuesta de los sistemas de administración de justicia nacionales. El SIDH ha dado pasos importantes en este camino al fijar algunos principios claros acerca de qué debe entenderse por tribunales independientes o imparciales, plazo razonable de los procesos, uso excepcional de la prisión preventiva, el alcance de la cosa juzgada, la revisión judicial de decisiones administrativas, entre otros temas. Una mejor sistematización de esta jurisprudencia podría servir como marco orientador de las políticas de reforma judicial en la región, mejorando la tutela de los derechos en los sistemas judiciales locales. El seguimiento de los sistemas judiciales nacionales ocupa un espacio prioritario de la agenda de supervisión política de la CIDH, lo que puede concluirse a partir de la temática de sus recientes informes y documentos.
El desarrollo de obligaciones positivas en el campo de los derechos humanos, así como de derechos que pueden presentar una dimensión colectiva, exige al mismo tiempo determinar con mayor precisión qué debe entenderse por recursos idóneos y efectivos para protegerlos. Un sistema adecuado y accesible de acciones colectivas, como amparos colectivos, «mandatos de securança», acciones de clase, y de mecanismos de protección cautelar urgente, puede promover un litigio local de interés público que permita dirimir en los tribunales nacionales muchos conflictos que hoy se dirimen en el escenario internacional. La promoción de vías judiciales para el litigio local de interés público, en asuntos de derechos humanos, es por lo tanto también estratégica para el SIDH.
Es indudable que el SIDH cuenta con importante legitimidad, originada en su labor de desestabilización de las dictaduras, y luego en su rol inverso, definido como el acompañamiento de los procesos de transición a la democracia. En este artículo planteamos que en el actual escenario político de América Latina, el valor estratégico del SIDH consiste en su contribución al fortalecimiento de las instituciones democráticas, en especial la justicia, y a los esfuerzos nacionales para superar los actuales niveles de exclusión y desigualdad. Para ello, además de la solidez de su jurisprudencia y el desarrollo de su sistema de peticiones individuales, el SIDH debe considerar su rol político, poniendo la mira en los patrones estructurales que afectan el ejercicio efectivo de derechos por los sectores subordinados de la población. Para lograrlo deberá resguardar su función subsidiaria de los sistemas de protección nacionales, y procurar que sus principios y estándares se incorporen no sólo en la doctrina de los tribunales, sino en la orientación general de las leyes y las políticas de gobierno.
1. La Corte IDH invalidó la autoamnistía chilena en (CORTE IDH, Almonacid Arellano y otros vs. Chile, 2006b). Sin citar este precedente, pueden encontrarse argumentos de derecho internacional humanitario y de derechos internacional de humanos en los fundamentos de las decisiones de la Corte Suprema chilena que invalidaron constitucionalmente esa norma (CHILE, Hechos acaecidos en el regimiento Cerro Chena, 2007).
2. En estas opiniones la Corte IDH desarrolla una doctrina básica sobre la relación entre derechos humanos, garantías procesales, estado de derecho y sistemas democráticos, con órganos de representación de la voluntad popular.
3. Ver la doctrina expuesta por la CIDH en sus informes de inadmisibilidad más recientes, incluso para inhibirse de revisar condenas penales alegadas como injustas, ante la imposibilidad de reemplazar a los tribunales nacionales en la valoración de la prueba (CIDH, Luis de Jesús Maldonado Manzanilla vs. México, 2007d). Por supuesto que el límite entre revisión de contenido de las sentencias, o de la evaluación de la prueba del juicio, y el estudio de la vulneración de ciertas garantías procesales fijadas por la Convención, es a veces un límite borroso, y que requiere afinar los estándares técnicos.
4. Ver el debate sobre obligaciones positivas del Estado en materia electoral, y el margen de deferencia para diseñar sistemas electorales y de partidos políticos (CIDH, Jorge Castañeda Gutman vs. México, 2006, 2008c; CORTE IDH, 2008).
5. Ver como ejemplo de informe sobre la situación de derechos humanos en un país que recoge la agenda de exclusión social y la perspectiva de incidencia en políticas públicas: (CIDH, 2003, 2007d).
6. Sobre el valor de los informes temáticos, como herramientas de incidencia de la CIDH en el contexto de democracias deficientes en la región, ver el preciso análisis de (FARER, 1998). Como ejemplo de este tipo de informes temáticos, ver, (CIDH, 2006a). Como modelos de informes temáticos pero aplicados a un contexto nacional, ver (CIDH, 2006b, 2009a, 2009b).
7. Ver (CIDH, Nicaragua vs. Costa Rica, 2007). En junio de 2009, la Procuraduría de Ecuador presentó una petición contra Colombia ante la secretaría ejecutiva de la CIDH alegando violaciones a la Convención Americana, por la muerte del Sr. Franklin Aisalia, como resultado del operativo militar colombiano de marzo de 2008 contra un campamento de las FARC ubicado la localidad ecuatoriana de Angostura.
8. En tal sentido sostuvo la Corte en el caso Niñas Yean y Bosico vs. República Dominicana (CORTE IDH, 2005d): «La Corte considera que el principio de derecho imperativo de protección igualitaria y efectiva de la ley y no discriminación determina que los Estados, al regular los mecanismos de otorgamiento de la nacionalidad, deben abstenerse de producir regulaciones discriminatorias o que tengan efectos discriminatorios en los diferentes grupos de una población al momento de ejercer sus derechos. Además, los Estados deben combatir las prácticas discriminatorias en todos sus niveles, en especial en los órganos públicos, y finalmente debe adoptar las medidas afirmativas necesarias para asegurar una efectiva igualdad ante la ley de todas las personas».
9. Puede consultarse las medidas provisionales de la Corte IDH, en el caso del Pueblo indígena Kankuamo (CORTE IDH, 2009a), y de las comunidades afrocolombianas del Jiguamiandó y el Curbaradó (CORTE IDH, 2009c), entre muchas otras. Ver además para ilustrar el tipo de situaciones colectivas mencionadas en el marco del conflicto armado colombiano (CIDH, 2008d).
10. Sobre las obligaciones positivas de los Estados de garantizar el ejercicio de ciertos derechos civiles, políticos y sociales por los miembros de las comunidad indígenas pueden verse los casos Masacre de Plan Sanchez vs. Guatemala (CORTE IDH, 2004a); caso Comunidad Moiwana vs. Surinam (CORTE IDH, 2005a); y Comunidad Indígena Yakye Axa vs. Paraguay (CORTE IDH, 2005b). Recientemente este principio llevó a la Corte a reinterpretar las obligaciones del Estado en materia de derecho a la vida hasta incorporar un deber de garantizar ciertos mínimos vitales de salud, agua, y educación, vinculados con el derecho a la vida digna de una comunidad indígena expulsada de su territorio colectivo, en el caso de Sawhoyamaxa vs Paraguay (CORTE IDH, 2006a) y subsiguientes decisiones de supervisión de sentencia.
11. Ver el caso Simone André Diniz contra Brasil (CIDH, 2002) declarado admisible por la CIDH en el que se alega incumplimiento del deber estatal de protección frente a conductas discriminatorias de particulares, basadas en el color o la raza.
12. Sobre la obligación de adoptar políticas y medidas positivas para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres, puede verse (CIDH, Maria Da Penha Maia Fernández vs. Brasil, 2001a.).
13. Sobre cupos en el sistema electoral argentino, (CIDH, 2001b).
14. Para un análisis de estas nociones de igualdad en la filosofía jurídica y en el derecho constitucional pueden verse a modo de ejemplo (YOUNG, 1996, FERRAJOLI, 1999, GARCIA AÑON, 1997, FISS, 1999, GARGARELLA, 2008, SABA, 2004).
15. Sobre los derechos colectivos relativos a la preservación de la supervivencia de una cultura y la neutralidad del Estado liberal, puede ver el clásico ensayo de Charles Taylor (1992) y también Anaya (2005).
16. En este sentencia la Corte comienza a definir el alcance del derecho a la participación política consagrado en el artículo 23 de la Convención Americana y considera que comprende además de la participación en procesos electorales formales también la participación en otros mecanismos de discusión y fiscalización de políticas públicas. También se procura avanzar en la sentencia en mayores precisiones sobre el alcance de la obligación estatal de garantizar este derecho de participación respecto de sectores sociales excluidos o que se encuentran en situación de desventaja en el ejercicio de este derecho. Para ello el tribunal vincula el derecho a la igualdad, entendido como igualdad no sólo formal sino sustantiva, con el derecho de asociación y de participación política. Ver en tal sentido el voto concurrente del juez Diego García Sayan. Para entender mejor el sentido que la propia Corte IDH le da a su decisión en Yatama, se sugiere leer también como lo diferencia de un caso posterior sobre exclusión de candidaturas independientes, considerando especialmente en Yatama la existencia de un grupo subordinado con características de identidad cultural diferenciadas (CORTE IDH, Jorge Castañeda Gutman vs. México, 2008).
17. Inspirándose en el caso Airey, la Corte sostuvo que: «la circunstancias de un procedimiento particular, su significación, su carácter y su contexto en un sistema legal particular, son factores que fundamentan la determinación de si la representación legal es o no necesaria para el debido proceso», pár. 28. También se refirió expresamente la Corte a la obligación estatal de garantizar servicios jurídicos gratuitos a las personas sin recursos cuando resulte indispensable para garantizar acceso efectivo y igualitario a la justicia en la OC 18/03 Condición Jurídica y Derechos de los Migrantes Indocumentados. En este documento sostuvo la Corte:» Se vulnera el derecho a las garantías y a la protección judicial por varios motivos: por el riesgo de la persona cuando acude a las instancias administrativas o judiciales de ser deportada, expulsada o privada de su libertad, y por la negativa de la prestación de un servicio público gratuito de defensa legal a su favor, lo cual impide que se hagan valer los derechos en juicio. Al respecto, el Estado debe garantizar que el acceso a la justicia sea no solo formal sino real» (CORTE IDH, Opinión Consultiva OC-11/90, 1990).
18. También los indicadores sobre acceso a la justicia y derechos sociales desarrollados en el documento de la CIDH (2008a).
19. John Elster planteó esta metáfora para referirse al acto constituyente en su libro «Ulises y las sirenas: estudios sobre racionalidad e irracionalidad» (1979).
20. Para algunos autores, como Andrew Moravcsik, las democracias recientemente establecidas y potencialmente inestables son las que encuentran mayor justificación a la suscripción de tratados de derechos humanos y a la inserción en sistemas internacionales como mecanismos para la consolidación de la democracia. La renuncia a ciertos niveles de autodeterminación que implica la firma de estos tratados y la aceptación de jurisdicciones internacionales tiene un costo por la limitación de la discrecionalidad gubernamental y del sistema político local, que juega en un balance con las ventajas de la reducción de la incertidumbre política (MORAVCSIK, 2000). En igual sentido, puede verse Kahn, Paul W. (2002).
21. Por ejemplo la jurisprudencia de la Corte Suprema argentina en los casos «Giroldi»; «Poblete»; «Arancibia Clavel» entre otros (ABRAMOVICH; BOVINO; COURTIS, 2006).
22. Martín Bohmer contestando críticas formuladas a la ausencia de validación democrática del derecho internacional, señala que el momento de validación no puede quedar limitado al de la celebración de tratados o la aprobación de normas internacionales, sino que comprende también el proceso de interpretación y aplicación por los órganos judiciales y políticos locales. Así las normas internacionales no son un producto acabado y unívoco, sino que están abiertas a diferentes lecturas que se dan en el plano nacional, y autorizan en ese proceso de lectura a incorporar niveles de deliberación, así como la consideración del contexto social y político de cada comunidad (BÖHMER, 2007).
23. En este orden de ideas, al tratar de responder la pregunta acerca de por qué los Estados deberían obedecer el derecho internacional, Harold Koh propone considerar que la asunción de las obligaciones jurídicas internacionales es fruto de un «proceso jurídico transnacional» que consiste en un conjunto de subprocesos complejos y de variadas dimensiones que incluyen la articulación, la interpretación y la incorporación del derecho internacional en ámbito local, a través de mecanismos políticos, sociales y jurídicos (KOH, 1996, 1997, 2004).
24. Por ejemplo cuando recibe información sobre situaciones particulares para elaborar sus informes, ya sea a través de audiencias en su sede, o en las visitas al país.
25. Esta situación se observa por ejemplo en algunos casos sobre superpoblación y violencia en cárceles estaduales en Brasil y Argentina, en los cuales la intervención del SIDH ha motivado distintas formas de intervención de la autoridad federal en los sistemas penitenciarios locales. También por ejemplo en un acuerdo reciente de solución amistosa celebrado con el gobierno federal en México que motivó la adopción por estados locales de un protocolo sobre abortos no punibles.
26. Por ejemplo en Colombia la CIDH ha utilizado como marco para seguir situaciones de derechos humanos las decisiones de la Corte Constitucional sobre desplazados internos (COLOMBIA, T-025, 2004, CIDH, 2007b, 2007e). En sentido inverso, algunas decisiones de la Corte Constitucional, por ejemplo sobre mujeres desplazadas en el marco del conflicto colombiano, han impuesto obligaciones de prestación al Estado y han considerando como fundamento entre otros estándares constitucionales, decisiones, informes de situación, y jurisprudencia del sistema interamericano de derechos humanos. Incluso una reciente decisión de la Corte Constitucional invita a la CIDH a integrarse a un sistema de monitoreo del cumplimiento de la sentencia doméstica (COLOMBIA, Auto 92, 2008).
27. Se dado esta situación por ejemplo en los acuerdos de solución amistosa sobre la amnistía peruana en el caso Barrios Altos, donde el gobierno peruano, los peticionarios y la CIDH le pidieron a la Corte IDH que definiera los estándares sobre compatibilidad de las leyes de amnistía de graves violaciones a los derechos humanos con la Convención Americana, a fin de brindar un marco jurídico a los tribunales nacionales para que procedieran a la reapertura de los casos judiciales cerrados en virtud de esas leyes. También por ejemplo, los acuerdos de solución amistosa sobre la tramitación de causas judiciales sobre el derecho a la verdad en la Argentina, celebrados por peticionarios y el gobierno, contribuyeron a comprometer la actuación del sistema judicial local en su implementación.
28. Ver por ejemplo la intervención de la CIDH en los conflictos relacionados con la situación de semiesclavitud de familias indígenas guaraníes en haciendas del Chaco boliviano y las trabas a la implementación de la legislación sobre reforma agraria en los departamentos del oriente boliviano (CIDH, 2008b).
29. Ver por ejemplo la reciente decisión de la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema Colombiana que limita la facultad de extraditar a EEUU a miembros de las AUC que estén participando del proceso de Justicia y Paz en Colombia. La Corte considera que la extradición dificulta la investigación de los casos de derechos humanos y la confesión de los imputados afectando el derecho a la justicia y a la verdad de las víctimas. La Corte Suprema se basa en jurisprudencia internacional y considera especialmente la decisión de implementación de la Corte IDH en el caso de la masacre de Mapiripan. Sobre el tema se había pronunciado previamente con iguales argumentos la CIDH (COLOMBIA, 2009, CORTE IDH, Las Masacres de Mapiripan vs. Colombia, 2009b, CIDH, 2008c).
30. El autor repasa algunos cuestionamientos que pueden formularse desde una teoría de la democracia deliberativa al valor de autoridad de las decisiones de órganos internacionales de protección, muchos de los cuales admitimos en este artículo. Propone una serie de problemas constitucionales y de déficit democrático que los internacionalistas no solemos plantearnos. Ello, pese a presentar una visión a mi juicio un tanto esquemática del proceso social, político y jurídico complejo que condujo a la construcción de nuevos consensos para la invalidación de las leyes de amnistía por el Congreso y la Justicia en Argentina. Para una crítica de algunas objeciones «comunitaristas» a la aplicación del derecho internacional de los derechos humanos en Argentina, V. Abramovich, «Editorial», Nueva Doctrina Penal, 2007-B. También puede seguirse el debate entre Carlos F. Rosenkrantz y Leonardo Filippini (ROSENKRANTZ, 2005, 2007, FILIPPINI, 2007).
31. En el caso Carpio Nicolle contra Guatemala (CORTE IDH, 2004b), la Corte IDH ha considerado el concepto de «cosa juzgada aparente o fraudulenta» en función no sólo de las circunstancias del proceso judicial en estudio, sino también del contexto y de la existencia de un «patrón sistemático de impunidad» de ciertos crímenes de estado. Nuevamente hay aquí una perspectiva que apunta a examinar desigualdades en la aplicación de la ley penal en beneficio de ciertos sectores privilegiados o en perjuicio de otros sectores sociales sojuzgados. En este caso la desigualdad ante la ley es el fundamento de la descalificación de la decisión judicial de cierre del proceso y eso permite relativizar también el principio de cosa juzgada y de ne bis in idem (KRSTICEVIC, 2007).
32. Colombia y Perú han sancionado normas sobre implementación y coordinación intergubernamental que son un modelo a considerar.
33. Ver el caso «Lavado, Diego Jorge y otros vs. Provincia de Mendoza sobre acción declarativa de certeza», Corte Suprema de Argentina (2006). Se trata de la decisión de la Corte suprema argentina que discute la implementación de las medidas provisionales dispuestas por la Corte IDH en el asunto de Penitenciarias de Mendoza respecto de Argentina.
34. Por ejemplo, existe un debate sobre el grado de precisión que se requiere en la identificación de las víctimas en casos de índole colectiva. Se necesita en todos lo casos nombrar a cada persona afectada, o el SIDH, que ingresó en el tratamiento de patrones estructurales y el reconocimiento de «derechos de grupos», debe adaptar sus procedimientos a esta nueva agenda, y aceptar la identificación de grupos o «clases» como víctimas, en especial en la etapa de reparaciones y en el marco de las medidas de protección cautelar. El riesgo es una cierta esquizofrenia, o un desarrollo en direcciones opuestas, entre la jurisprudencia sobre igualdad, y las decisiones en materia procesal.
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