Dossier SUR sobre Seguridad Ciudadana y Derechos Humanos

Participación Ciudadana, Seguridad Democrática y Conflicto entre Culturas Políticas

Manuel Tufró

Primeras Observaciones sobre una Experiencia en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires

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RESUMEN

El objetivo de este artículo es presentar una experiencia concreta de política pública de seguridad que se está llevando adelante en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Argentina): el Plan Nacional de Participación Comunitaria en Seguridad (PNPCS), lanzado en abril de 2011 desde el flamante Ministerio de Seguridad de la Nación. El plan tiene como uno de sus objetivos principales la difusión de un nuevo paradigma de “seguridad democrática”. Me propongo analizar algunos de los conflictos que emergieron en la implementación del mismo, focalizando dos cuestiones: a) las resistencias al cambio en la relación entre la policía y la comunidad; y b) las resistencias derivadas de la confrontación entre la agenda del Ministerio y las agendas de organizaciones de la sociedad civil. Argumento que ambas cuestiones remiten al encuentro conflictivo entre el nuevo paradigma de “seguridad democrática” y lo que denominaré una “cultura política vecinal” de participación en seguridad.

Palabras Clave

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1. Introducción

El objetivo de este artículo es presentar una experiencia concreta de política pública de seguridad que se está llevando adelante en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Argentina). Esta experiencia permite reflexionar sobre el rol de la participación ciudadana y del Estado en la difusión de una nueva concepción de “seguridad democrática”. En diciembre de 2010, en un contexto enrarecido por un proceso de ocupación de tierras en la Ciudad de Buenos Aires que había sido violentamente reprimido,1 se crea el Ministerio de Seguridad de la Nación. Desde los primeros anuncios y gestiones (realizadas para destrabar y resolver pacíficamente las ocupaciones de tierras mencionadas) se expresó la voluntad de la nueva gestión de proponer objetivos y herramientas construidos en base a criterios establecidos por una noción de “seguridad democrática”. Uno de los elementos de cambio lo constituye la implementación sistematizada de la participación ciudadana2 a través del Plan Nacional de Participación Comunitaria en Seguridad (en adelante, PNPCS), lanzado oficialmente en abril de 2011. Este plan fue diseñado para funcionar como una instancia de gestión de información y de despliegue de prácticas de prevención, pero también como un vehículo de difusión del nuevo paradigma de “seguridad democrática” que debería desplazar, con el tiempo, a otras nociones de cuño represivo, centradas en las soluciones penales y la criminalización de la pobreza. La implementación del PNPCS da cuenta de la consecución de algunos logros interesantes, así como también de la aparición de conflictos, obstáculos y desafíos propios de los comienzos de un proceso que se piensa a sí mismo como parte de un cambio cultural.

El método elegido para el análisis y la exposición de esta experiencia supone que el trabajo sobre las políticas públicas no encuentra su objeto solamente en la enunciación de las mismas, sino también en la descripción del contexto y en el análisis de la implementación. Los datos para trabajar este último aspecto provienen del trabajo de campo y acercamiento a los actores que vengo realizando en el marco de mi investigación de doctorado.3 La estructura del artículo es la siguiente: en primer lugar, buscaré reponer algunos datos necesarios para comprender la complejidad del contexto en el cual se implementa la política pública analizada. Luego trabajaré sobre la definición de la noción de “seguridad democrática” adoptada por el Ministerio de Seguridad de la Nación, en la descripción de los dispositivos de participación diseñados para difundirla y sobre algunos de los cambios y resultados que ya se pueden observar luego de los primeros seis meses de funcionamiento del Plan Nacional de Participación Comunitaria en Seguridad PNPCS. Finalmente me propongo analizar algunos de los conflictos que emergieron en la implementación, enfatizando en dos cuestiones: a) las resistencias al cambio en la relación entre la policía y los ciudadanos; y b) las resistencias derivadas de la confrontación entre la agenda del Ministerio y agendas de organizaciones de la sociedad civil. Argumento que ambas cuestiones remiten al encuentro conflictivo entre el nuevo paradigma de “seguridad democrática” y lo que denominaré una “cultura política vecinal” de participación en seguridad.

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2. Aspectos del contexto de implementación

El contexto en el cual esta nueva gestión se embarca en una estrategia territorial de participación y cambio cultural es complejo. En la Argentina, durante los últimos quince años, los discursos de “demagogia punitiva” estuvieron a la orden del día en la comunicación política, en los medios de comunicación de masas y en las recetas de algunos “expertos” (CENTRO DE ESTUDIOS LEGALES Y SOCIALES, 2004; KESSLER, 2009; SOZZO, 2005). Por otra parte, el carácter errático y pendular de las políticas implementadas por diferentes instancias del Estado (nacional, provinciales, municipales) en lo que hace a la participación ciudadana ha producido fenómenos de frustración y, en el mejor de los casos, de auto-organización o de autonomización de las experiencias participativas. Estos dos factores (amplia circulación de discursos de demagogia punitiva, presencia escasa y frustrante del Estado) han contribuido a la emergencia de lo que llamaré una “cultura política vecinal” en relación a la seguridad, que será caracterizada más adelante, pero de la cual es pertinente mencionar aquí que está atravesada por marcos interpretativos fuertemente tramados por representaciones de sentido común de cuño represivo en lo que hace a la definición de las agendas de la seguridad ciudadana. Simultáneamente, las actividades del Acuerdo de Seguridad Democrática, conformado en 2009 y al que me referiré más adelante, constituyeron un contrapeso de los discursos represivos en la esfera pública y brindaron el fundamento del nuevo paradigma de “seguridad democrática” asumida por el Ministerio. De este modo, el desembarco territorial de este nuevo paradigma inevitablemente produce un conflicto entre culturas políticas que presenta dinámicas muy interesantes para analizar desde el punto de vista de los desafíos concretos que debe enfrentar la difusión de una concepción de “seguridad democrática”.

El otro dato contextual fundamental tiene que ver con el estatus legal y político de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Esta ciudad es, desde 1880, la capital de la República Argentina. Durante casi todo el siglo XX estuvo sujeta a un régimen de “federalización” que implicaba que sus autoridades ejecutivas no eran electas por los habitantes sino designadas por el Presidente de la República. Entre las consecuencias varias que conllevó esta ausencia de autonomía, interesa aquí destacar una en especial: la imposibilidad de contar con una fuerza policial propia y específica. Ese lugar era ocupado por la Policía Federal Argentina. En el año 1996 finalmente se logra la autonomía de la Ciudad y las autoridades de la misma son, por primera vez, electas por los ciudadanos. La Constitución de la Ciudad sancionada ese mismo año afirmaba, en su artículo 34, que “La seguridad pública es un deber propio e irrenunciable del Estado y es ofrecido con equidad a todos los habitantes”, y fijaba la centralidad de la participación ciudadana en las estrategias de prevención del delito, sosteniendo que “El Gobierno de la Ciudad coadyuva a la seguridad ciudadana desarrollando estrategias y políticas multidisciplinarias de prevención del delito y la violencia, diseñando y facilitando los canales de participación comunitaria”.A pesar de estas declaraciones de buenas intenciones, las políticas de seguridad en la Ciudad estuvieron marcadas por la imposibilidad de arribar a un acuerdo con el Gobierno Nacional para producir el traspaso de la Policía Federal al ámbito del Gobierno de la Ciudad. El hecho de no contar con una policía propia, junto con la falta de decisión política de todas las instancias estatales para sostener las experiencias de participación, provocó fenómenos cíclicos en los cuales por momentos convivían en un mismo territorio, de manera yuxtapuesta y desarticulada, iniciativas diversas de participación ciudadana en seguridad (“Consejos de Seguridad Barriales” organizados por el Gobierno de la Ciudad en 1998, “Consejos de Participación Comunitaria” organizados por la propia Policía Federal y el Gobierno Nacional en 1998, “Plan Piloto” organizado por la Dirección Nacional de Política Criminal, dependiente del Ministerio de Justicia de la Nación, en el barrio de Saavedra entre 1997 y 2000); estos momentos se alternaban con otros períodos de ausencia total de iniciativas de participación en seguridad. Entre 2003 y 2006 se llegó a un acuerdo entre los gobiernos local y nacional, y durante ese período funcionaron con cierta regularidad las asambleas vecinales del Plan Nacional de Prevención del Delito (PNPD) (CIAFARDINI, 2006; LANDAU, 2008). En ese marco la legislatura de la ciudad sancionó en 2005 la ley 1689 que organiza y regula el funcionamiento del Consejo de Seguridad y Prevención del Delito, y que en su artículo 11 consagra a la participación comunitaria en seguridad como un derecho de los habitantes de la Ciudad y un deber del Estado. A pesar de haber logrado este reconocimiento legal en tanto derecho, con el abandono del Plan Nacional de Prevención del Delito la participación comunitaria entró en un nuevo limbo luego de 2006. La llegada en 2008 de una gestión de signo ideológico conservador supuso la creación de una nueva fuerza policial (la Policía Metropolitana), pero no el traspaso de las fuerzas federales. Por lo cual desde 2009 conviven en la Ciudad dos fuerzas policiales, una que responde al Gobierno Nacional, y una fuerza nueva que responde al Gobierno de la Ciudad.

En el momento en que se diseña y ejecuta desde el Ministerio de Seguridad de la Nación el nuevo Plan Nacional de Participación Comunitaria en Seguridad, el territorio elegido para comenzar la implementación del mismo (es decir, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires) se encuentra gobernada, como ya se dijo, por una gestión de signo ideológico opuesto al del Gobierno Nacional. El Gobierno de la Ciudad exhibe una concepción de la seguridad disgregada y contradictoria en sus discursos, y más bien orientada hacia el aumento de la vigilancia y la represión en sus prácticas concretas. Así, se han vetado iniciativas de organización de la participación ciudadana,4 al tiempo que se aboga públicamente por el endurecimiento de las leyes y del Código Contravencional como modos de “reducir la inseguridad” (MINISTERIO DE SEGURIDAD DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES, 2010). Los máximos esfuerzos de la gestión del Gobierno de la Ciudad se han centrado en la multiplicación de las cámaras de seguridad en espacios públicos, y en la organización de una fuerza policial (la Policía Metropolitana), supuestamente pensada como una “policía de proximidad”, pero que ya ha tenido varios escándalos en relación a casos de espionaje, y para la cual no se ha diseñado ninguna instancia de control civil o de auditoría externa (CENTRO DE ESTUDIOS LEGALES Y SOCIALES, 2008). El contexto da cuenta entonces del desembarco de una política pública de participación ciudadana que busca impulsar una concepción de seguridad democrática en un territorio en el cual la seguridad debe ser cogestionada con otra instancia estatal que sostiene una concepción vinculada a la demagogia punitiva y que ha hecho todo lo posible hasta el momento para obstaculizar la puesta en práctica de dispositivos de participación.

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3. La noción de “seguridad democrática” y el diseño de los dispositivos de participación ciudadana

En el año 2009 un número importante de especialistas, investigadores, activistas y políticos de la Argentina suscribieron el Acuerdo de Seguridad Democrática (ASD). En su documento fundacional se sistematiza qué es lo que se entiende por “seguridad democrática” como nuevo paradigma. Se trata de lograr que el Estado asuma la construcción de instituciones de seguridad “comprometidas con valores democráticos y el rechazo a políticas demagógicas e improvisadas”, a la “mano dura” y a la delegación de la seguridad en las policías. Entre los lineamientos a seguir por una política de seguridad democrática se encuentran la conformación de:

Una policía eficaz en la prevención, de alta profesionalidad y debidamente remunerada; una justicia penal que investigue y juzgue en tiempo oportuno a quienes infringen la ley, garantice la plena observancia de las reglas del debido proceso y de la defensa en juicio, y un sistema penitenciario que asegure condiciones dignas de encarcelamiento y de ejecución de la pena con sentido resocializador.
(ACUERDO DE SEGURIDAD DEMOCRÁTICA, 2009, p. 2).

También se prescribe la decisión política de encarar una gestión democrática de las instituciones de seguridad, la desactivación de las redes de delitos, la gestión policial no violenta en los operativos en el espacio público y el mantenimiento de condiciones dignas para el cumplimiento de penas orientadas a la resocialización. Es relevante para el tema tratado aquí la relación que se sugiere entre la “seguridad democrática”, entendida como una concepción amplia e integral de la seguridad que busca reducir “la violencia en todas sus formas”, y la participación ciudadana. La cuestión de la participación ciudadana no aparece tematizada explícitamente, aunque se alude a ella cuando se plantea, por un lado, que “el diseño e implementación de políticas democráticas debe surgir de diagnósticos basados en información veraz y accesible al público”y que las fuerzas policiales, por un lado, deben estar integradas con la “comunidad y los gobiernos locales en la prevención social de la violencia y el delito” y, por otro, deben estar controladas por instancias de carácter externo y civil.

Los integrantes del ASD presentaron en junio de 2010 sus lineamientos a la presidenta de la Nación. Seis meses después, cuando la crisis del Parque Indoamericano puso nuevamente de manifiesto el agotamiento del modelo de seguridad basado en el autogobierno de las fuerzas policiales, se avanzó en la creación de un nuevo Ministerio de Seguridad de la Nación cuya concepción de seguridad está basada en las recomendaciones del ASD. Varios de los especialistas convocados para integrar esta nueva gestión provienen de organizaciones que suscriben el ASD o sostienen miradas muy similares. En lo que hace a la participación ciudadana, dentro de la Secretaría de Políticas de Prevención y Relaciones con la Comunidad se conformó una Dirección Nacional de Participación Comunitaria, a cargo de la cual fue nombrada la Lic. Martha Arriola, una especialista de dilatada trayectoria en cuestiones de participación ciudadana en seguridad5 y una de las impulsoras del ASD. Así, el PNPCS, que fue oficialmente lanzado el 4 de abril de 2011, se propone como misión “contribuir a impulsar el desarrollo del nuevo paradigma de seguridad pública en la comunidad”, un paradigma que es descrito como “de gestión de conflictos”, en oposición a un “paradigma de orden” ya agotado el cual “reduce el conflicto siempre a expresiones negativas y se traduce en respuestas meramente represivas” dada “ su manifiesta incompatibilidad con el orden constitucional y democrático”(MINISTERIO DE SEGURIDAD DE LA NACIÓN, 2011a).

En la resolución 296/11 del Ministerio, que crea las mesas barriales como ámbito de participación, se puede leer que:

El Ministerio de Seguridad de la Nación impulsa el desarrollo de un modelo de seguridad democrática que implica desplegar acciones que incidan en la dimensión cultural de la sociedad para lo cual la participación popular constituye una de las estrategias centrales.
(MINISTERIO DE SEGURIDAD DE LA NACIÓN, 2011e).

En la misma resolución la participación es también recuperada desde una perspectiva de derechos humanos, haciendo referencia un número de regulaciones y declaraciones internacionales en la materia.6 De este modo, la participación ciudadana y el nuevo paradigma de “seguridad democrática” quedan indisolublemente asociados. Pero si en una de sus dimensiones la participación ciudadana puede ser concebida como un derecho, por otro lado es innegable que la misma también puede ser abordada como una técnica de gobierno pasible de serarticulada en dispositivos orientados según diferentes objetivos. En este caso, hay que profundizar en el diseño de los dispositivos para verificar que efectivamente la participación se concibe, en un horizonte de mediano a largo plazo, como una experiencia de cambio cultural que resulta fundamental para difundir y hacer sostenible en el tiempo una nueva concepción de “seguridad democrática”; pero también aparece, al ser diseñada de un modo específico, como una herramienta de gobierno orientada a cumplir con el objetivo de recuperar el control civil de la seguridad. El dato esencial en este último sentido es, obviamente, la voluntad expresa de esta nueva gestión de terminar con años de un autogobierno policial que es producto no sólo de las resistencias corporativas al control externo, sino del desentendimiento del Estado, y de la sociedad en general, en relación al tema (SAÍN, 2008). Esta recuperación del gobierno civil de la seguridad es uno de los lineamientos centrales de la concepción de “seguridad democrática”.

El nuevo paradigma aparece traducido a una serie de dimensiones concretas en el PNPCS. En primer lugar, se amplía el alcance de la concepción de “seguridad”, por lo cual ya no se habla simplemente de prevención del delito, sino de “prevención comunitaria de la violencia”. Esto implica la inclusión de otras formas de conflicto más allá del delito, el énfasis en las estrategias multiagenciales y en la integración a través de recursos económicos pero también simbólicos e identitarios, como la cultura, el arte y el deporte. En segundo término, se modifican las prácticas de prevención y la relación con las fuerzas policiales. La prevención situacional, que había sido uno de los ejes fundamentales de las experiencias de participación ciudadana hasta el momento en la Ciudad de Buenos Aires, es incluida como un componente más del programa de prevención comunitario, y si bien se contempla la posibilidad de poner en práctica acciones de disminución de oportunidades e incremento del riesgo para potenciales ofensores, lo que se enfatiza es más bien la apropiación y uso de espacios públicos por parte de la comunidad. De ahí que el título del programa de prevención y control comunitario sea “Ganar la calle”. La policía, por otro lado, debe pasar a ser objeto de control y evaluación constante por parte de los ámbitos de participación. En tercer lugar, la apuesta al cambio cultural supone la formación de los participantes, no sólo en cuestiones de seguridad y prevención, sino en participación, en análisis socio-político, etc. Estas dimensiones atraviesan los dos dispositivos de participación diseñados para poner en práctica el plan: las mesas barriales y las escuelas de participación. Ambas instancias encuentran sus antecedentes inmediatos en los Foros Vecinales de Seguridad y en las escuelas de participación implementadas en las ya mencionadas gestiones de León Carlos Arslanian al frente del Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires.

Las mesas barrialesconstituyen el primer dispositivo diseñado para el abordaje territorial de la participación comunitaria. Se trata de espacios constituidos principalmente por organizaciones o entidades no gubernamentales que desarrollan sus tareas en un barrio determinado, reunidas y coordinadas por funcionarios del Ministerio para efectuar diagnósticos, participar en el diseño de planes locales de seguridad, impulsar acciones de prevención y de integración comunitaria. El trabajo de las mesas implica la adopción de algunas de las herramientas metodológicas ya probadas en la experiencia de los Foros Vecinales de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires (como la elaboración del “mapa vecinal de prevención de la violencia”) que apuntan a generar una masa de información de origen no policial disponible para la conducción política de la seguridad y a hacer presente de forma permanente en el territorio a representantes de dicha conducción, interrumpiendo o mediando el circuito de información establecido entre la policía y ciertos sectores de la comunidad afines a las prácticas de autogobierno policial. Pero en relación a los Foros Vecinales hay algunos cambios dignos de notar en el diseño de este nuevo dispositivo de las mesas barriales, modificaciones que parecen originarse en una evaluación crítica de algunos aspectos de la experiencia anterior a nivel provincial. Las principales diferencias estriban en los siguientes puntos:

a) Una mayor apertura de la participación. En los Foros Vecinales sólo podían participar organizaciones con una estructura formal y personería jurídica, lo cual dejó a toda una gama de organizaciones surgidas a partir de la crisis de 2001-2002 sin la posibilidad de participar en los Foros. Las mesas barriales flexibilizan esta condición, al requerir únicamente que sean organizaciones de “reconocida trayectoria” en el ámbito barrial. Por otra parte, se abre la posibilidad por primera vez a la participación de los partidos políticos, que estaban explícitamente excluidos de los Foros. En la práctica, la flexibilización es aún mayor, ya que han sido aceptados en las mesas “vecinos sueltos” que no están encuadrados en organizaciones, aunque en todos los casos se tiende a recomendar que los “vecinos sueltos” se organicen.7

b) El ámbito de acción de los Foros Vecinales coincidía con el de cada comisaría de la Policía de la Provincia. En esta nueva experiencia, el ámbito de acción en principio no es la comisaría sino el “barrio”, noción que tiene en cuenta “las características sociales y culturales que hacen que las personas se sientan parte de un espacio común, con identidades, horizontes y problemas compartidos” (MINISTERIO DE SEGURIDAD DE LA NACIÓN, 2011c). Luego las diferentes mesas barriales deberán articularse en mesas zonales, las cuales coinciden, estas sí, con la jurisdicción de cada una de las comisarías de la Ciudad de Buenos Aires. Esta modificación adapta el dispositivo a la geografía institucional de la Ciudad, diferente a la de la Provincia.

El segundo dispositivo diseñado para la implementación del PNPCS son las escuelas de participación comunitaria en seguridad. Éstas fueron planteadas como elementos de un abordaje “transversal” antes que territorial, y pensadas como espacios en los que se puede debatir en torno del modelo general de seguridad que se quiere construir, más que sobre problemáticas específicamente locales. El contenido de los programas de estudio conforma un recorrido por la concepción de “seguridad democrática” que el Ministerio se propone difundir. Sus módulos abordan la descripción y explicación de los fundamentos del PNPCS; el “análisis sociopolítico de la realidad actual”; los diferentes modelos de seguridad pública; la integración y la prevención comunitaria de la violencia; las vinculaciones entre seguridad, hábitat, cuestiones de género, prevención de adicciones, etc.

La implementación concreta de estos dispositivos comenzó, de manera experimental, ya a comienzos de 2011 en los barrios Fátima y Ramón Carrillo, de Villa Soldati, en el sudoeste de la Ciudad. El criterio a partir del cual se seleccionó esta zona para realizar la experiencia piloto fue el de la presencia de comunidades vulnerables, pero también hay que tener en cuenta que ésta fue la zona en la cual tuvieron lugar los conflictos por la ocupación del Parque Indoamericano y su posterior represión. La realidad extremadamente conflictiva de la relación entre los pobladores y la Policía Federal relevada en esa mesa piloto fue uno de los datos fundamentales para la confección del Plan Unidad Cinturón Sur, lanzado a fines de junio de 2011, que desplegó 2500 agentes de Gendarmería y Prefectura Naval en el sur de la Ciudad. Según una encuesta realizada por el propio Ministerio en el barrio Ramón Carrillo, el 89% de los encuestados afirma que mejoró la cantidad de efectivos policiales y la calidad de la respuesta ante emergencias (MINISTERIO DE SEGURIDAD DE LA NACIÓN, 2011b). Luego de esta primera experiencia, en abril de 2011 fue lanzado oficialmente el Plan. En los primeros seis meses de implementación, se han conformado una treintena de mesas barriales en las que participan unas 450 organizaciones. Estas mesas se encuentran en fases diferenciales de avance. Los propios coordinadores de las mesas suelen reconocer dos momentos: uno de “conformación” y otro de “apertura” de la mesa. Esta diferenciación no es menor porque, como se verá más adelante, tiene relación con el carácter homogéneo o heterogéneo que presenta cada una de las mesas. De estos espacios de participación surgió una masa de información que funcionó como insumo específico para el diseño del despliegue de las fuerzas de seguridad a gran escala, alimentando la implementación no sólo del ya mencionado Plan Unidad Cinturón Sur, sino también de otros planes como el Plan de Seguridad Urbana y el plan de Control de Accesos de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Otro avance importante, en relación a los objetivos que se impuso el Plan, tiene que ver con la apertura de la participación a actores que no habían sido anteriormente involucrados en experiencias participativas de seguridad: agrupaciones políticas, organizaciones de base, organismos de derechos humanos, etc. Esta decisión tiene, evidentemente, una doble lectura. Por un lado, se trata de una decisión pragmática, que permitió constituir una serie de mesas barriales a partir de la presencia de una mayoría de organizaciones políticas y sociales afines a la gestión del Ministerio, lo cual conlleva la ventaja de contar con actores comprometidos con el sostenimiento del espacio (cuestión central para los comienzos de cualquier proceso participativo), pero también la desventaja, que se verá más adelante, de poder ser percibido por ciertos sectores como un espacio sectario o “politizado”. Por otra parte, la presencia de estos nuevos actores permitió introducir cuestiones novedosas asociadas a los derechos humanos, a iniciativas culturales de integración comunitaria y a la prevención social de la violencia, temas tradicionalmente ausentes de la agenda de la seguridad ciudadana. Estas modificaciones incluyen cuestiones simbólicas, pero que poseen valor en tanto favorecen una articulación entre las agendas de seguridad ciudadana y de derechos humanos (que en la Argentina estaban históricamente separadas), como por ejemplo el hecho de que la mesa que articula organizaciones de los barrios de Floresta Sur y Parque Avellaneda tenga su sede en el edificio en el cual funcionó, durante la última dictadura militar (1976-1983) un centro clandestino de detención y exterminio de personas denominado “El Olimpo”. La constatación de que algunas de las mesas tienen sus sedes en locales vinculados a agrupaciones políticas también indica que la proyectada apertura a nuevos actores se está produciendo. Otras iniciativas adoptadas tienen un impacto directo sobre el espacio urbano y la calidad de vida. Los participantes de la mesa de los barrios de Flores y Parque Chacabuco, por ejemplo, identificaron un espacio abandonado y poco confiable en la entrada de una estación del subterráneo, intervinieron en él y lo transformaron en un anfiteatro (bautizado “La Negra Sosa”, en homenaje a la cantante Mercedes Sosa, fallecida en octubre de 2009) el cual fue inaugurado el 17 de octubre de 2011. Esta ampliación de la agenda de la seguridad ciudadana fue notoria en muchas mesas y, sobre todo, en las cinco escuelas de participación realizadas desde junio de 2011, en las cuales además se pudo verificar un fenómeno interesante de intercambio entre organizaciones sociales, especialistas e investigadores del ámbito académico. En septiembre se otorgaron los diplomas a los primeros 83 egresados de estas escuelas de participación.

Ahora bien, como se verá en el apartado siguiente, la difusión del nuevo paradigma de “seguridad democrática” encontró también, en los primeros seis meses de implementación del Plan, una serie de resistencias, obstáculos y desafíos que derivan, en gran medida, de la presencia de una multiplicidad de actores en el campo de la participación en seguridad, muchos de los cuales pueden ser inscriptos en una “cultura política vecinal” de la participación en seguridad fuertemente anclada en nociones deudoras de un sentido común autoritario.

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4. El conflicto con la “cultura política vecinal” de la participación en seguridad

Hablar de un “campo de la participación en seguridad”, implica reconocer que la política pública que impulsa la participación ciudadana no se implementó en un vacío o en un terreno virgen. Por el contrario, quince años de problematización de la seguridad ciudadana como uno de los temas centrales de las agendas públicas, políticas y mediáticas han dejado un sedimento de experiencias, de modos de movilizarse, organizarse y reclamar y de marcos interpretativos para dar sentido a las cíclicas crisis de gobierno de la seguridad. Un papel central en este fenómeno lo cumplen las diferentes instancias del Estado que desde 1997 a esta parte han activado y abandonado sucesivos procesos participativos de diversa índole. Cuando el Estado abandona esos procesos, muchos de los ciudadanos que participaban de los mismos dan por terminada la experiencia y, con gran frustración, se repliegan nuevamente sobre la esfera privada. Pero otros persisten y se dan formas autónomas de organización y reclamo, muchas de las cuales, al no contar con canales de interlocución con las autoridades, asumen agendas y objetivos propios. Y en este campo decir “propios” no quiere decir “espontáneos” o “auténticos” sino, casi siempre, objetivos fuertemente atravesados por el sentido común y por los discursos que circulan por los medios masivos de comunicación, fogoneados por lobbistas y emprendedores morales de todo tipo. El “campo de la participación en seguridad” está conformado, entonces, por actores, asociaciones y organizaciones de diversa índole, estatales y no estatales, muchas de las cuales pueden ser consideradas como “residuos” de experiencias participativas otrora patrocinadas por el Estado y hoy abandonadas. Estas organizaciones compiten por la apropiación de una variedad de recursos materiales y simbólicos.

Es en este “campo” donde emerge lo que llamo la “cultura política vecinal” de la participación en seguridad. Se trata de una serie de tramas de significación, marcos interpretativos, recursos discursivos, saberes prácticos, etc. que adoptan y asumen con cierta regularidad una serie de actores sociales que se denominan a sí mismos como “vecinos”. El término aquí no sólo denota su condición de “habitantes” de una zona determinada, sino que además activa una significación política históricamente consolidada que se pone en juego para marcar un límite con un “otro”: “los políticos”, “los militantes”, “los funcionarios”, etc.8 Es posible enumerar una serie de rasgos bastante estables de esta “cultura vecinal”. En primer lugar, como ya se mencionó, la exhibición constante del rechazo hacia “los políticos” y funcionarios, y la reiterada invocación del carácter supuestamente apolítico de los reclamos y de las organizaciones construidas, cuestiones que cristalizan en el lugar común que sostiene que “la inseguridad no es de izquierda ni de derecha, no tiene ideología”. En segundo término, el carácter espasmódico de los reclamos, en los cuales las movilizaciones numerosas fogoneadas por casos puntuales altamente noticiables se alternan con bajísimos niveles de participación cuando ésta requiere un compromiso constante y con el carácter efímero de muchas de las organizaciones. En tercer lugar, la circulación y adopción de unos diagnósticos sobre la “inseguridad” (basados en la criminalización de la pobreza, de los inmigrantes, de los adictos, de los jóvenes) que se deslizan casi naturalmente hacia las opciones represivas como únicas soluciones imaginables . En cuarto lugar, la exigencia de soluciones inmediatas para los reclamos planteados, exigencia cuya virulencia aumenta en forma inversamente proporcional a los resultados concretos (nulos o exiguos) logrados por las políticas públicas de seguridad hasta el momento. Esta exigencia va acompañada por la insistencia en la “mayor presencia policial” como principal solución a la “inseguridad”. En algunas experiencias un poco más formalizadas se han llegado a constituir redes vecinales que despliegan prácticas de prevención situacional, siempre con el riesgo latente de producir, a partir de las mismas, fenómenos de segregación socioespacial. En quinto lugar, circula en esta “cultura” una concepción de la participación según la cual la misma no está vinculada a un derecho o a un deber de los ciudadanos, sino que se inscribe más bien en una tradición que identifica a la participación con la denuncia o el reclamo, y la percibe como una solución transitoria para una situación específica en la cual, ante la incapacidad o ineficacia del Estado, los ciudadanos deben hacerse cargo de lo que el Estado no hace, en línea con algunos postulados del neoliberalismo. Las organizaciones de vecinos suelen sostener cuestiones como “nosotros no deberíamos existir”, lo cual se combina, paradójicamente o no tanto, con un peticionismo que pone en manos del Estado la solución a todos los problemas (SOZZO, 2000; PEGORARO, 2001; CROCCIA, 2003; TUFRÓ, 2007). En suma, el repudio a la política, la exigencia de soluciones que deben ser inmediatas, el carácter efímero de todo compromiso y la suposición de que el Estado es el único responsable de la cuestión de la seguridad son factores que alimentan una resistencia a la construcción de espacios más o menos formales de participación orientados por el Estado que se sostengan a lo largo del tiempo. Para muchos, “institucionalización” equivale a “politización”. El desembarco del PNPCS en el territorio de la Ciudad de Buenos Aires supone el encuentro conflictivo entre la noción de “seguridad democrática” y la “cultura política vecinal” de la participación que se maneja según los criterios recién expuestos.

Dicho esto, no resulta extraño que la apertura a los actores políticos sostenida por la gestión del Ministerio haya sido percibida, desde otros sectores, como un pecado original de “politización” de las mesas barriales. Por otro lado, como ya se dijo, si bien varias mesas barriales han conformado espacios heterogéneos, muchas otras, y en especial, las escuelas de participación, se han constituido básicamente a partir de organizaciones políticamente afines a la gestión del Gobierno Nacional, favoreciendo una percepción de cierto sectarismo que, desde la “cultura política vecinal” de muchos sectores de la comunidad, es caracterizada llanamente como “politización”. Este encuentro conflictivo es el que puede servir, entonces, como disparador para analizar los desafíos de la difusión desde el Estado de la concepción de “seguridad democrática”. Voy a presentar a continuación este análisis abordando dos de las cuestiones que ponen en escena las resistencias al nuevo paradigma: por un lado, los modos de concebir la relación ciudadanos-policía; y por otro, los conflictos por definir las prioridades, los objetivos y los métodos de las agendas locales de seguridad.

4.1 El conflicto por el nuevo lugar de la policía

Mencioné anteriormente que algunas experiencias participativas ya abandonadas habían dejado “sedimentos” más o menos activos. Entre ellos se encuentran los llamados Consejos de Prevención Comunitaria (CPC) que funcionan desde fines de los años ´90 en algunas de las comisarías de la Ciudad de Buenos Aires. Desde sus comienzos, estos Consejos canalizaron, bajo un nuevo marco de “participación ciudadana”, lazos más bien tradicionales que la fuerza policial establece con sectores acotados y específicos de la comunidad, seleccionados según “los principios de notoriedad y reconocimiento social a partir de los cuales el saber policial clasifica a la ‘gente decente’” que en general suponen “una relación previa y personal con el comisario” (EILBAUM, 2004, p. 190). La lógica de funcionamiento de los CPC parece haberse resumido en lo siguiente: en torno del comisario se conforma un grupo de “gente decente” del barrio que funciona básicamente como amplificador del discurso policial, reproduciendo de éste desde las cuestiones más pequeñas (la difusión de consejos prácticos para prevenir delitos, de los teléfonos de la comisaría y los patrulleros, etc.) hasta las más importantes, es decir, el reclamo por mayores recursos económicos, logísticos y humanos, la difusión de posturas ideológicas represivas en relación a las políticas de seguridad, etc. El modo concreto de relación entre los funcionarios policiales y los integrantes de los CPC se resume en la metáfora de la “sábana corta”, procedimiento argumentativo que personalmente pude observar en casi todas las reuniones de CPC en las que estuve presente. La metáfora hace referencia a una supuesta escasez de recursos que impide dar respuesta a todos los reclamos, porque “si se cubre de un lado, se descubre de otro”. La “sábana corta” se complementa con quejas sobre la supuesta benignidad de las leyes para con los delincuentes, y de esta combinación surge el diagnóstico más escuchado en estos ámbitos: “la policía tiene las manos atadas”. Los integrantes del CPC son los encargados de difundir luego hacia la comunidad estos discursos policiales. La metáfora de la “sábana corta” produce tres efectos principales: a) construye a la fuerza policial como un “bien escaso” por el cual hay que establecer una disputa, reproduciendo así “vecinos peticionantes” cuya idea de participación consiste en hacer oír su voz más fuerte que la de los otros grupos, para así asegurarse su cuota de protección policial, sin importar una visión de conjunto; b) concentrar en el gobierno de turno, y sobre todo en “los políticos”, toda la responsabilidad por el mal funcionamiento policial y por la “inseguridad”; c) confirmar que una “mayor presencia policial” es la solución para la “inseguridad”, consigna adoptada como reclamo en casi todas las movilizaciones vecinales producidas en torno a este tema. Por todas estas cuestiones es que los CPC han sido considerados por los expertos como ejemplos de “mala praxis en participación” (CIAFARDINI, 2006), ya que están organizados y coordinados por aquellos que deberían ser controlados, es decir, las fuerzas policiales.

En el territorio de la Ciudad de Buenos Aires, los CPC conviven con las nuevas mesas barriales. Hasta el momento, desde el Ministerio de Seguridad de la Nación no se ha exigido que dejen de funcionar los CPC. Se ha tratado de negociar con ellos y, en algunos casos, de sumarlos a las mesas barriales. Pero ocurre que la filosofía que sostiene este nuevo programa participativo es en definitiva incompatible con los modos de funcionamiento de los CPC. La nueva idea desde el Ministerio consiste en romper el circuito que comunica directamente y sin mediaciones a la conducción policial con determinados representantes de la comunidad local, para establecer un nuevo circuito: comunidad organizada-conducción política de la policía (es decir, el Ministerio). Este circuito permite convocar a la policía cada vez que sea necesario, pero siempre a través de la mediación política de los funcionarios ministeriales. “Romper” ese circuito preexistente significa no sólo abrir nuevos espacios de intercambio, sino, a veces, literalmente interrumpir ciertos patrones de interacción y conversación para evitar que estos nuevos espacios restablezcan y reproduzcan los viejos patrones de intercambio entre representantes “notables” de la comunidad y una policía autogobernada. Fui testigo de una de estas interrupciones en una mesa barrial: una persona hizo una denuncia pública y puntual, y el comisario, mientras anotaba en su libreta, le dijo “venga a verme mañana a la comisaría y lo hablamos con mayor detalle”. Una alta funcionaria del Ministerio que estaba presente ese día de inmediato interrumpió la conversación para solicitar que tanto la denuncia del vecino como la respuesta y el compromiso del comisario se hagan públicamente, en el marco de la mesa barrial, y que las mismas queden asentadas en las actas públicas de la mesa.

Esta nueva lógica de funcionamiento de la relación entre vecinos y policías, con la mediación ahora de la conducción política, despierta las resistencias de los integrantes de los CPC por diversas razones. En primer lugar, como amplificadores del discurso policial, estos sectores son los que sostienen que la policía no puede ser controlada o evaluada por los ciudadanos (uno de los ejes centrales de la propuesta de las mesas barriales). Parecen así constituirse, en el ámbito de la participación ciudadana, en los portavoces de ciertos descontentos de las fuerzas policiales ante lo que se consideran intromisiones en los saberes (el despliegue de las fuerzas) o en los derechos adquiridos (la evaluación del servicio y las decisiones sobre promociones y ascensos) de la Policía Federal. Pero además, si la información ya no se maneja personalmente entre el comisario y el referente vecinal, sino que debe hacerse pública en el marco de la mesa, muchas de estas organizaciones pierden sus capitales simbólicos, ya que la posición privilegiada en relación a la información policial es la que las legitima frente a otros sectores de la comunidad, y la información sobre seguridad es una mercancía muy preciada en los ámbitos locales.

En el discurso de lanzamiento del Plan Nacional de Participación Comunitaria en Seguridad la ministra Nilda Garré sostuvo, entre otros, el objetivo de batallar“contra el fundamentalismo de mantener viva una cultura institucional cultora del secreto”(MINISTERIO DE SEGURIDAD DE LA NACIÓN, 2011d). El hecho de que la información devenga pública tiene como objetivo principal garantizar el control del desempeño policial por parte de la comunidad, pero tiene como efecto secundario diluir el capital de estos actores a los que hago alusión. De ahí la resistencia y el obstáculo a la generación de nuevos espacios y a la puesta en práctica de nuevas metodologías de organización que postulan una idea de participación muy diferente a la que sostienen los CPC u otras organizaciones afines como las “Asociaciones de Amigos de las Comisarías”, encargadas de recaudar fondos para la policía entre los comerciantes de cada zona. Estas organizaciones, por un lado, se resisten a integrarse a las mesas barriales, esgrimiendo el argumento de la “politización” de las mesas. Por otro lado, persisten en sus actividades en forma paralela a las mesas. El siguiente diálogo, presenciado en una de las escuelas de participación comunitaria, pone en escena el reclamo de un integrante de la mesa barrial de Parque Patricios en relación a esta cuestión:

Vecino – Algunas organizaciones queremos saber cuáles son los detalles, los recursos de cada comisaría, y cuando no se llega a esa información se desalienta la participación. Te digo lo que dicen los vecinos: está buenísimo [el proyecto de las mesas barriales], pero los del Ministerio vienen a tomar la información que no tienen de la comisaría, pero a lo que nosotros pedimos, ahí encontramos un límite. En Parque Patricios funciona el CPC. Hoy hay más información extraoficial del CPC que del comisario.

Funcionario del Ministerio – El comisario debe ir a la mesa a informar. Es la única forma de que esto funcione. Los recursos son públicos. Es importante a la hora de hacer un plan local saber con qué recursos se cuentan.

Vecino – Porque estos grupos que son los CPC, los Amigos de la Comisaría, tipo cooperadora, se juntan de manera extraoficial, y eso reemplaza a lo oficial.

En este reclamo se pueden leer varios síntomas del conflicto que planteo. En primer lugar, el participante de la mesa percibe una cierta impotencia del Ministerio, expresada en la idea de que el Ministerio busca en las mesas barriales la información que no puede obtener de las comisarías. Esto no está muy alejado de la realidad: si bien desconozco el grado en que la institución policial retacea (o no) información al Ministerio, está claro que en las mesas barriales se busca información que complemente, contrapese y funcione como instancia de control de la información “oficial” producida en las comisarías. Pero, por otra parte, desde las comisarías se retacea información a las mesas barriales. Y en cambio siguen funcionando las organizaciones “amigas” de la policía, ahora con carácter extraoficial (puesto que, se supone, la mesa barrial es la instancia oficial). Pero dato que las instancias “extraoficiales” siguen recibiendo una información que las instancias oficiales no reciben, lo extraoficial “reemplaza a lo oficial”, y, a los ojos de los participantes, las mesas barriales se vacían de buena parte de su contenido. Entonces, si desde el Ministerio no se consigue hacer circular de forma pública esa información, quienes la detentan tienen la posibilidad de reproducir, aún con la existencia de estos espacios participativos novedosos, esas asimetrías en relación a la circulación de información que son constitutivas de la producción de una casta de representantes “vecinales” que suelen entrar en disputa con los funcionarios estatales (LANDAU, 2008). En este caso lo que está en disputa no es solamente la legitimidad de las organizaciones frente a la comunidad local, sino dos modelos de relación entre comunidad y policía, uno de los cuales reproduce las prácticas de autogobierno policial, mientras que el otro apuesta al control civil como parte del gobierno político de la seguridad. El lugar del “vecino peticionante” que se limita a reclamar mayor presencia policial en su cuadra, que acepta las explicaciones policiales basadas en la falta de recursos y que concluye que la culpa es de “los políticos” (posición típica de la “cultura política vecinal”), busca ser reemplazado por un ciudadano activo en el control del servicio policial y conectado con la conducción política de la fuerza, posición coherente con un paradigma de “seguridad democrática”. En ese punto se activan las resistencias.

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4.2 El conflicto por la agenda de la “seguridad”

Los conflictos por definir qué es la “seguridad” no son meramente conceptuales o semánticos, sino que ponen en juego marcos interpretativos y recursos argumentativos que orientan la acción, la selección de prioridades, el señalamiento de blancos de intervención, etc. En este sentido, otra de las resistencias importantes que ha encontrado la concepción de “seguridad democrática” sostenida por el Ministerio en su desembarco territorial ha sido la acusación de “politización” articulada desde sectores diversos. Primero hay que señalar cuáles fueron los rasgos del proceso participativo sobre el cual pudieron montarse este tipo de acusaciones. Desde el Ministerio de Seguridad de la Nación sostienen que la “heterogeneidad” (se supone que se refieren a la heterogeneidad de los participantes) es, al mismo tiempo, un valor, un logro y una característica de las mesas barriales (MINISTERIO DE SEGURIDAD DE LA NACIÓN, 2011b). Sin embargo, hay que reconocer ciertas complejidades en esa “heterogeneidad”. En primer lugar, el proceso de implementación en muchas de las mesas barriales parece configurarse a partir de dos etapas, que los coordinadores de las mesas definen como “momento de conformación” y “momento de apertura” de las mesas. En el primer momento, por cuestiones pragmáticas, se privilegia una convocatoria a organizaciones sociales y políticas afines al proyecto del Ministerio. La mayor parte de las mesas se encontraría aún en este primer momento, para pasar luego a una fase de “apertura” a organizaciones de otro tipo. La decisión de comenzar de esta manera respondió a cuestiones pragmáticas: se necesita que los niveles de conflictividad sean mínimos para poder iniciar y consolidar un espacio participativo. Sin embargo, el costo de la decisión es que otros sectores (especialmente aquellos enrolados en la “cultura política vecinal” de la participación en seguridad) perciban a las mesas nacientes como espacios “politizados”, “oficialistas”, etc. Esta evaluación, en general, conduce a la decisión de no participar en las mesas. Sobre estos mismos argumentos se montan estrategias aún más reaccionarias, como la de un funcionario del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que interrumpió una mesa en el barrio de Versailles y acusó al Gobierno Nacional de querer crear, a partir de las mesas, “comités de defensa de la revolución”9 para controlar a la policía y de buscar que “esto sea como Cuba en el ´61”. Estas posiciones extremas son, afortunadamente, marginales, pero forman parte de los discursos que circulan en torno a las mesas barriales con el fin de desacreditarlas.

Las mesas constituidas según la lógica de estos dos momentos (“conformación” y “apertura”) son las que presentan un panorama ideológicamente más homogéneo entre sus participantes. Son también las más eficaces a la hora de traducir los postulados del nuevo paradigma de “seguridad democrática” en iniciativas concretas. La versión oficial del Ministerio dice que, en otras zonas de la Ciudad de Buenos Aires, las mesas se formaron por una “demanda espontánea” que tuvo que ver con el hecho de que en la zona se registraran graves problemas de seguridad que motivaran esa demanda. En los casos de este tipo que pude conocer, más que a una “demanda espontánea” de los actores locales la creación de la mesa barrial respondió a un ofrecimiento del Ministerio para intentar organizar y encauzar situaciones de protesta y agitación. Finalmente, hay otros casos “mixtos”, como el de Liniers que analizaré a continuación, en los cuales convivieron la convocatoria a las organizaciones políticamente afines con la presencia de “vecinos” previamente movilizados en reclamo de “mayor seguridad”. Estos dos últimos tipos de casos son aquellos en los cuales las mesas presentaron una mayor heterogeneidad ideológica entre los participantes, y una mayor distancia entre las concepciones de seguridad sostenidas por los participantes (o algunos de ellos) y la propuesta de “seguridad democrática” del Ministerio, lo cual dio lugar a conflictos por la definición de los objetivos y las metodologías que se debían adoptar, apareciendo resistencias o contestaciones a las herramientas y las lógicas de funcionamiento propuestas por el Ministerio. Estas situaciones conflictivas no son negativas en sí mismas ni mucho menos. Lo complejo radica en el hecho de que, si bien efectivamente el conflicto es un fenómeno deseable en todo proceso democrático y participativo, para que el mismo sea productivo y enriquecedor hay que, por decirlo de alguna manera, darle un marco, poder encauzarlo, y esto constituye un desafío tanto para el Estado como para las organizaciones sociales. Cuando el conflicto no encuentra un cauce en el ámbito participativo, se producen secesiones, separaciones que dan cuenta de la imposibilidad de la coexistencia de visiones diferentes en un mismo espacio. De esta forma el proceso participativo se empobrece.

Pude presenciar un ejemplo de esta lógica en la mesa barrial del Liniers, un barrio ubicado en el oeste de la Ciudad de Buenos Aires. En esa zona existía, al momento de lanzarse el PNPCS, una situación conflictiva relacionada con episodios delictivos que mantenía movilizados a grupos de habitantes. A principios de 2011, el asesinato de un taxista en el barrio de Liniers encendió la chispa necesaria para la realización de una serie de cortes de calle en reclamo de “mayor seguridad”. Esas movilizaciones produjeron una articulación entre organizaciones preexistentes y otras que se constituyeron al calor de la protesta, conformando una comisión de “Vecinos Autoconvocados de Liniers”. Este espacio se dedicó a recolectar testimonios de prensa y denuncias de afectados por diversos hechos delictivos acaecidos en la zona en los últimos dos años. Denominaron a este informe “Mapa del Delito” y lo presentaron en los ministerios de seguridad de la Nación y de la Ciudad. Esperaban de parte de los funcionarios una respuesta oficial, y también que el informe diera lugar a acciones concretas en el territorio. No recibieron respuesta, y las acciones realizadas fueron consideradas lentas e insuficientes. De todos modos, el contacto sirvió para visibilizar al grupo y de esta manera fueron invitados a participar del lanzamiento de la mesa barrial de Liniers, que se llevó a cabo el 2 de junio de 2011. Esa mesa estaba integrada por organizaciones heterogéneas, y con el transcurrir de la primera reunión percibí claramente una línea divisoria entre los participantes, división que ellos mismos también percibieron. Un integrante del grupo de “vecinos autoconvocados” lo describe de la siguiente manera:

Lo que se notaba es que había muchos militantes kirchneristas,10 de distintas agrupaciones pero ideológicamente dentro de ese marco, y después los vecinos que venían participando. Claramente así estaba dividida la cosa, hasta en la forma de sentarse…
(L, integrante de los Vecinos Autoconvocados de Liniers).

Esa línea divisoria entre “vecinos” y “militantes”, que retoma esquemas de categorización propios de la “cultura política vecinal”, produjo algunas tensiones menores en la primera reunión, como cuando uno de los “vecinos autconvocados” sugirió que había una relación entre el grado de peligrosidad de cierta calle del barrio y la presencia de la comunidad boliviana en esa zona. En ese momento, otros participantes de la mesa (“militantes” según la categorización de los “vecinos”) de inmediato intervinieron repudiando las alusiones discriminatorias del “vecino”. Pero en aquella primera reunión el principal conflicto emergió en relación a otra cuestión. Mientras que el grupo de “vecinos autoconvocados” quería respuestas inmediatas a las denuncias que se planteaban en el informe por ellos confeccionado dos meses antes, los funcionarios del Ministerio proponían seguir una metodología de trabajo específica, que incluía la conformación colectiva de un “mapa de prevención de la violencia”. Las agrupaciones vecinales mencionadas interpretaban que no había un reconocimiento del trabajo por ellos realizado, y que “el mapa del delito ya lo habían hecho ellos”. Los representantes del ministerio insistían en que la información recolectada era “valiosa”, pero que técnicamente no constituía un “mapa del delito”. Sin embargo, no terminaban de comunicar claramente por qué el informe vecinal no podía ser el sustento para el programa de diagnóstico y control de gestión que proponen las mesas barriales,11 ni el por qué de la necesidad de adoptar una metodología unificada con la de las otras mesas. En medio de estas discusiones casi técnicas entre los representantes del Ministerio y los “vecinos autoconvocados” , y sin poder participar de las mismas, quedaba un grupo de integrantes de organizaciones políticas y de derechos humanos, afines al proyecto del Gobierno Nacional, pero que nunca antes habían trabajado sobre temas de seguridad ciudadana.

En la segunda reunión de la mesa barrial, dos semanas después, la tensión entre los dos grupos claramente diferenciados estalló por una cuestión aparentemente menor y anecdótica. Algunos de los participantes pertenecientes a este grupo que ya mencioné de militantes políticos y sociales sin experiencia en temas de seguridad plantearon la necesidad de que los “vecinos autoconvocados”, con mayor experiencia y antecedentes en el tema, de alguna manera se pusieran al mismo nivel de conocimientos de la temática que manejaba el resto de los participantes para poder iniciar el proceso en una igualdad de condiciones. “Así como yo soy militante política, ustedes son militantes de la seguridad”, sostuvo una mujer. Los “vecinos autoconvocados” interpretaron que era un absurdo tener que “bajar el nivel”; más bien, se trataba de que el resto subiera el nivel y se pusiera a la par de ellos. Pero, sobre todo, la categorización “militantes de la seguridad” fue percibida como un insulto por parte de quienes constantemente hacen alarde del carácter “no político” de su actividad. Aseguraban además haber sido acusados de “desestabilizadores” por los militantes oficialistas presentes en la mesa.12 Ofendidos, los “vecinos autoconvocados” dejaron de concurrir a la mesa barrial. Sólo una de sus integrantes siguió participando. De esta forma, cortocircuitos en la comunicación y dificultades para compatibilizar agendas contribuyeron a crear un conflicto cuyo resultado fue la defección de uno de los sectores interesados en la seguridad del barrio. Como relata otro integrante de la organización de “vecinos autoconvocados”:

Los vecinos recibieron ataques de los mismos militantes kirchneristas, de bardeadas, bardeadas de “vos sos militante de la seguridad, querés desestabilizar al gobierno”, que eso hay que bancárselo y superarlo. Más allá de eso, lo que veían los vecinos, es que no veían avances. A los vecinos-vecinos, o sea que un vecino que estuvo cuatro meses, vecinos que vienen laburando hace muchos meses, les hacían marcar en rojo un círculo, cuando les habíamos entregado un mapa el 6 de abril, o sea, dos meses antes de que llegaran, los vecinos dijeron “yo quiero respuestas a lo que yo entregué”.
(M, integrante de Vecinos Autoconvocados de Liniers).

El conflicto, entonces, atraviesa dos niveles que se confunden permanentemente. Por un lado, la herida en la sensibilidad “apolítica” de los “vecinos autoconvocados” es un emergente de la línea de tensión que se manifestó en las reuniones entre quienes, sin tener antecedentes en cuestiones vinculadas a la seguridad ciudadana, tenían experiencia de militancia política y apoyaban el proyecto de “seguridad ciudadana” propuesto por el Ministerio de Seguridad de la Nación, y quienes, por el contrario, haciendo gala permanente de prescindencia política e ideológica, tenían un camino recorrido en los reclamos vecinales por “mayor seguridad”. Sin embargo, esta línea de tensión pudo emerger porque otra disputa se instaló en la mesa. Esta otra disputa no tenía que ver con cuestiones de categorización y sensibilidades políticas (o “apolíticas”), sino con la disputa entre los funcionarios del Ministerio y los “vecinos autoconvocados” por definir la estructuración del espacio participativo, las metodologías a aplicar y la agenda misma de la mesa barrial. ¿Qué es un “mapa del delito” y qué no lo es? ¿Por qué hay que adoptar una metodología propuesta por el Ministerio, cuando el grupo de “vecinos autoconvocados” ya se tomó el trabajo de señalar los problemas del barrio? ¿Por qué, en lugar de empezar otro diagnóstico, no se avanza con soluciones inmediatas sobre los problemas ya planteados? Estas son las cuestiones que estaban en juego desde el punto de vista de los “vecinos autoconvocados”. La idea propuesta por el Ministerio de adoptar una metodología de participación que permitiera hacer sostenible el espacio participativo en el tiempo no era congruente con los objetivos, los modos de funcionamiento y, en última instancia, me permito afirmar, con la “cultura política” en la cual se inscriben los “vecinos autoconvocados”. En la práctica, entonces, la mesa barrial de Liniers hasta ahora no ha logrado convertirse en un espacio que pueda alojar y conectar las tres experiencias: la de los “vecinos autoconvocados”, la de los militantes políticos y sociales y la de los funcionarios del Ministerio con su propuesta metodológica.

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5. Consideraciones finales

La experiencia puesta en marcha en abril de 2011 por el Ministerio de Seguridad de la Nación supone en muchos aspectos una apuesta esperada por todos aquellos sectores comprometidos con la difusión de una concepción democrática de la seguridad ciudadana. La recuperación de la participación ciudadana aparece en este contexto no solamente como una técnica de gobierno que apunta a retomar el control civil sobre las fuerzas de seguridad, sino como el inicio de un proceso de cambio cultural a mediano y largo plazo, lo cual requerirá obviamente la renovación permanente del apoyo político para sostener los procesos participativos hasta poder instituirlos como política de Estado.

He tratado de mostrar que la decisión de implementar una estrategia territorial para difundir el nuevo paradigma de “seguridad democrática” implicó intervenir en un contexto complejo, en el cual, además de las resistencias esperables de parte de unas fuerzas policiales acostumbradas al autogobierno, aparecen otros actores políticos importantes que son hostiles o indiferentes al nuevo paradigma (el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires), y también sectores de la comunidad organizados que tienen sus propias concepciones de la seguridad ciudadana, muchas veces atravesadas por axiomas represivos e incompatibles con la plena vigencia de los derechos humanos. En este punto se producen los roces y conflictos descriptos en la segunda mitad del presente artículo. Queda claro que la participación no remite solamente a una técnica de gobierno o a un recurso retórico, sino también a un ámbito de conflicto y negociación entre determinadas instancias de gobierno (agencias del Estado nacional, provincial, municipal; agencias policiales, etc.) y un sector interpelado (“la comunidad”, “los vecinos”) que no existe como unidad sino más bien como un conjunto abierto de grupos e intereses en conflicto, atravesados por culturas políticas y problemáticas locales muy diferentes. Las organizaciones de “autoconvocados”, los sedimentos residuales de otras experiencias participativas y las Policías (Federal y Metropolitana) se constituyen en actores de lo que podríamos describir como un “campo” de la participación en seguridad, en el cual sin duda hay capitales diversos en juego (BOURDIEU, 1995). En este campo ingresan ahora nuevos actores: el Ministerio de Seguridad de la Nación y las agrupaciones políticas y sociales que, hasta el momento, estaban al margen de estas discusiones. Ese ingreso provoca una dinámica conflictiva que sigue abierta. Los conflictos descriptos en este artículo suponen un recorte temporal, una “fotografía” de un proceso que en verdad es dinámico, donde los modos de vinculación entre los actores se van modificando, en parte también como consecuencia del propio proceso participativo. El PNPCS fue recientemente lanzado, y por lo tanto estas observaciones son provisorias, pero, según creo, sirven para reflexionar sobre algunos de los problemas prácticos que deben afrontar los procesos de cambio cultural promovidos desde el Estado.

La nueva experiencia participativa planteada desde el Ministerio de Seguridad de la Nación comienza con algunos axiomas muy prometedores, pero también con la necesidad de articular con actores preexistentes en los complejos campos locales de la participación. Dos tensiones parecen dibujarse en este escenario. Desde el Estado, aparece el desafío de ser, al mismo tiempo, ámbito articulador y actor. Se trata de ser garante de un espacio donde puedan emerger y sostenerse conflictos enriquecedores, y a la vez constituirse en un difusor de ideas, de un proyecto propio de participación y de sociedad. Esto implica trabajar en un delicado equilibrio que elabore modos de interpelación que tomen en cuenta las percepciones y sensibilidades de quienes vienen cultivando desde hace años una sistemática desconfianza en relación al Estado en general y como garante de la seguridad ciudadana en particular, al mismo tiempo que lo conciben como la única instancia capaz de solucionar todos los problemas.

Por otro lado, para todos aquellos actores interesados en un compromiso con la participación entendida como un cambio cultural democratizador, tanto desde el Estado como desde las organizaciones, se plantea la tensión entre la participación como dinámica de gobierno que requiere tiempo y perseverancia; la urgencia para exhibir resultados (“eficiencia”); y los conflictos que emergen cada vez que se construyen espacios que, en mayor o menor medida, suponen una cesión de cuotas de poder por parte de instancias de gobierno que luego éstas no puedan controlar (CIAFARDINI, 2006). No es casual que las mesas más “eficientes” a la hora de adoptar y difundir el nuevo paradigma parecen ser, hasta aquí, las que presentan un panorama más homogéneo entre sus participantes. En este sentido, la consecución de la participación como parte de un cambio en la cultura política y como condición de la difusión del nuevo paradigma de “seguridad democrática” puede darse de bruces, como ya ha sucedido en experiencias anteriores, con la necesidad práctica de desactivar una determinada situación potencialmente explosiva. El desafío de sostener los espacios a pesar de estas urgencias constituye el contenido concreto de lo que se denomina “decisión política”.

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Notas

1. El Parque Indoamericano, situado en el extremo sudoeste de la Ciudad de Buenos Aires, fue tomado a principios de diciembre de 2010. Un primer violento desalojo (por parte de la Policía Federal y la Policía Metropolitana) y posteriores enfrentamientos armados dejaron un saldo de tres muertos y varios heridos. La compleja trama de intereses económicos, políticos y delictivos detrás de estos episodios aún debe ser estudiado exhaustivamente. Para un primer acercamiento ver Centro de Estudios Legales y Sociales – CELS (2011).

2. La categoría utilizada desde el Ministerio de Seguridad de la Nación es “participación comunitaria”. La apelación a la “comunidad” en asuntos de seguridad ha sido criticada como vaga, polisémica e incluso riesgosa cuando se desliza hacia un autoritarismo moral (CRAWFORD, 2002) o cuando hace referencia a un ámbito supuestamente “natural” en oposición al carácter construido y artificial de los espacios políticos (ROSE, 2001). En este caso, la noción de “comunidad” hace referencia más bien a la concepción de “comunidad organizada”, propia del ideario político del peronismo: no se trata de lazos “naturales”, sino de organizaciones sociales políticamente construidas.

3. Investigación financiada por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y llevada a cabo en el marco del Doctorado en Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. El título provisorio de la misma es “Inseguridad, cultura política y producción de subjetividad. La construcción del vecino en la comunicación pública de la seguridad ciudadana. Área Metropolitana de Buenos Aires, 1997-2011”.

4. En noviembre de 2008 se sancionó una nueva ley de seguridad pública de la Ciudad. Esta ley crea la Policía Metropolitana y establece, en sintonía con la ley anterior de 2005, que la “participación comunitaria” es un derecho de los ciudadanos y un deber del Estado. Pero además indica cuáles serán las instancias concretas para canalizar esta participación: los Foros de Seguridad Pública. Estos Foros fueron creados por la ley 3267 sancionada en noviembre de 2009. Dos artículos de esta ley (el 3º y el 7º) incluían entre las atribuciones de los Foros la de participar en “el diseño y la elaboración del Plan de Seguridad Pública”. El Jefe de Gobierno de la Ciudad, Ingeniero Mauricio Macri, vetó esta ley en enero de 2010, por considerar que el diseño y la elaboración del Plan son prerrogativas exclusivas del Poder Ejecutivo. De este modo, los Foros fueron vaciados de gran parte de su contenido. Pero, además, casi dos años después, aún no han sido constituidos.

5. La licenciada Martha Arriola participó de las dos gestiones de León Carlos Arslanian al frente del Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires (1998-1999 y 2004-2007) y fue la creadora y principal impulsora de los Foros de Seguridad, hasta el momento una de las pocas experiencias serias y sistemáticas de participación ciudadana en seguridad en la Argentina. En 1999 y en 2008, luego de cada una de las gestiones de Arslanian, los Foros cesaron de recibir ayuda estatal y apoyo político, por lo cual se vieron librados a su suerte y hoy funcionan unos pocos de manera insular y autónoma. Muchas de las herramientas desarrolladas para los Foros fueron retomadas para la experiencia actual de las mesas barriales en la Ciudad de Buenos Aires, que describiré en este artículo.

6. En relación a la participación ciudadana como derecho que debe ser garantizado por el Estado, la resolución 296 hace referencia al artículo 23º de la Convención Americana de Derechos Humanos, el artículo 20° de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, el artículo 21° de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el artículo 25° del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la Declaración Universal sobre Derechos del Niño y artículo 4° de la Convención de Belém do Para.

7. En este énfasis en las organizaciones preexistentes y en la recomendación para que se organicen quienes no lo están se hace visible la cuestión de la “comunidad organizada” mencionada anteriormente. Por otra parte, esta opción ideológica tiene una dimensión pragmática muy clara: es muy difícil sostener en el tiempo los procesos participativos si no están involucrados en el mismo núcleo organizado que garantice una estabilidad de participantes. Al respecto véase Landau (2008).

8. La tradición política que hace del “vecino” una figura supuestamente apolítica y prescindente de cualquier interés faccioso se remonta, como mínimo, a las Sociedades de Fomento surgidas durante la desordenada expansión del tejido urbano de la Ciudad de Buenos Aires, en las décadas de 1920 y 1930 (DE PRIVITELLIO, 2003). Allí, el “vecino” se exhibía públicamente como un sujeto interesado únicamente en el logro de mejoras materiales para su propio barrio, sin interesarse, supuestamente, por cuestiones de política partidaria o de índole ideológica.

9. En referencia, obviamente, a los Comités de Defensa de la Revolución creados en la década del ´60 por el régimen de Fidel Castro, estructura capilar que combina funciones de difusión doctrinaria con prácticas de acción social, de vigilancia civil y de control político.

10. Es decir, afines al Gobierno Nacional encabezado por la Dra. Cristina Fernández de Kirchner.

11. Entre otras cuestiones, el informe de casi 160 páginas confeccionado por los “vecinos autoconvocados” no ofrecía una referencia territorial precisa en un período de tiempo acotado de los episodios delictivos registrados, ni elaboraba patrones de tiempo y espacio de comisión de delitos, patrones de conductas de evitación, etc., rasgos constitutivos de la técnica del “mapa de prevención”. Tampoco incluía otras cuestiones que entran en la definición de “prevención de la violencia”, propia del paradigma de “seguridad democrática” manejado por el Ministerio de Seguridad de la Nación, como los problemas de espacio público, los conflictos sociales, etc. Su fuente eran mayormente artículos de prensa. A pesar de esto, sí brindaba información precisa sobre la ubicación y funcionamiento de diversos prostíbulos, datos que se utilizaron para llevar adelante algunos operativos policiales, aunque no todos los que exigen los “vecinos” autores del informe.

12. Estuve presente ese día (16 de junio de 2011) en la reunión de la mesa barrial, y si bien escuché perfectamente el apelativo “militantes de la seguridad” esgrimido por una señora que participaba en la mesa, en ningún momento llegué a percibir que se acusara a los “vecinos autoconvocados” de desestabilizadores. Ellos afirman que sí recibieron esa acusación.

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Referencias

Bibliografía y otras fuentes

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CENTRO DE ESTUDIOS LEGALES Y SOCIALES (CELS). 2004. Políticas públicas y seguridad en una sociedad democrática. Más derechos, más seguridad. Políticas de seguridad ciudadana y justicia penal. Buenos Aires: Siglo XXI.
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Manuel Tufró

Lic. Manuel Tufró es doctorando en Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (Argentina). Becario del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Buenos Aires (Argentina).

Email: manueltufro@yahoo.com

Original en español.

Recibido en noviembre de 2011. Aprobado en abril de 2012.