Nació en Río de Janeiro, en 1948. A los 21 años, cuando cursaba filosofía y ciencias humanas en la Sorbona, comenzó su brillante carrera en las Naciones Unidas, a lo largo de la cual acumuló un admirable historial de exitosas misiones.
Trabajó la mayor parte del tiempo para el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), en Ginebra. En 1981, fue nombrado asesor político principal de las fuerzas de las Naciones Unidas en el Líbano. Posteriormente desempeñó distintas funciones importantes en la sede del ACNUR en Camboya y en África Oriental, hasta ser nombrado Alto Comisionado Asistente en 1996. Por un breve período, actuó como representante especial del Secretario General en Kosovo y como administrador provisional en Timor del Este. El 12 de septiembre de 2002, fue nombrado Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, función que debió suspender en mayo de 2003 para actuar como Representante Especial del Secretario General Kofi Annan en Irak. Cuando desempeñaba esta última misión falleció, en circunstancias trágicas, el 19 de agosto de 2003.
Presentamos aquí dos textos de su autoría. El primero comenta el papel de las Naciones Unidas ante el conflicto en Irak y las graves amenazas actuales a los derechos humanos y la seguridad internacional. El segundo aborda cuestiones cruciales para la comprensión de los derechos humanos en la actualidad.
La preponderancia militar de los Estados Unidos y Gran Bretaña no debe inducirnos a pensar que la estabilidad internacional pueda garantizarse por la fuerza. Si el sistema internacional quiere basarse en algo distinto al poder, los Estados tendrán que volver a la institución que construyeron: las Naciones Unidas. Esta institución atraviesa una grave crisis. Debemos encontrar formas de resolverla, o nos enfrentaremos con terribles consecuencias. Los debates acerca de Irak antes de la guerra y ahora, en el período subsiguiente, han demostrado que las potencias del mundo son incapaces de dialogar en un lenguaje común. Esto se ha visto de la manera más dramática en las instituciones internacionales. Desde el principio de las Naciones Unidas, el Consejo de Seguridad ha sido responsable de la seguridad, y la Comisión de Derechos Humanos ha aspirado a proteger los derechos humanos. Sin embargo, en el caso de Irak, el Consejo ha sido, y al parecer sigue siendo, incapaz de ponerse de acuerdo acerca de la seguridad y el papel de las Naciones Unidas. De modo similar, la Comisión de Derechos Humanos está demostrando ser casi incapaz de discutir sobre los derechos humanos.
¿Existe una forma de renovar, o de redescubrir, un lenguaje común que nos permita salir del actual punto muerto? Creo que sí la hay, siempre que podamos cambiar de forma radical la relación entre seguridad y derechos humanos. El debate del Consejo de Seguridad versó sobre las armas de destrucción masiva, una cuestión clásica de seguridad y sumamente familiar para el Consejo desde su inicio. Pero no fue capaz, o no tuvo la voluntad, de reconocer que su mandato es más amplio, que se extiende más allá de los límites de esa estrecha base. El debate del Consejo no trató sobre las muchas otras cuestiones de interés evidente para sus miembros, como la falta de democracia en Irak o los horrores sistemáticos infligidos por su Gobierno a los oponentes políticos, reales o imaginarios. El Consejo de Seguridad se mostró incapaz de hablar acerca de un tema más amplio: cómo ocuparse de los riesgos para la seguridad planteados por un Gobierno que violaba flagrantemente los derechos humanos de sus ciudadanos y que, dada la tendencia que tiene la brutalidad a forzar sus límites, a continuación se dedicó a atacar a sus vecinos. En fin, dió la impresión de que los principales participantes en el debate hablaban de una cosa mientras en mente tenían otra.
Quizá los miembros del Consejo de Seguridad pensaron que sería más apropiado abordar las cuestiones de derechos humanos en la Comisión de Derechos Humanos. Pero en el actual período de sesiones de la Comisión, muchos de los 53 Estados representados han alegado que esta no debería considerar la cuestión de Irak, puesto que el Consejo de Seguridad ya lo estaba haciendo. Algunos argumentaban que los asuntos iraquíes tenían que ver principalmente con la seguridad, no con los derechos humanos, y por tanto debían seguir siendo competencia del Consejo. Otra línea de argumentación sostenía que los derechos humanos en Irak eran esencialmente una cuestión relacionada con la guerra, dado su penoso costo en vidas de civiles, y no con las violaciones de los derechos humanos que precedieron durante largo tiempo el conflicto bélico. Sin embargo, el deseo manifiesto de la mayoría de los Estados, tanto en Ginebra como en Nueva York, ha sido evitar abrir una discusión sobre los derechos humanos en Irak.
En las semanas anteriores al comienzo de la guerra en Irak, hablé con muchos de los protagonistas del debate del Consejo. Debería ser algo obvio, pero quizá merezca la pena mencionar que ninguno de ellos sentía animadversión hacia las Naciones Unidas; ninguno quería que el Consejo de Seguridad no alcanzase un consenso sobre Irak. Lo que les faltaba era encontrar la manera de hablar acerca del problema –de enmarcarlo políticamente–, de modo que el Consejo de Seguridad pudiera llegar a un consenso. El atolladero en la Comisión de Derechos Humanos fue similar, y quizá peor. Ambos foros de discusión carecieron de un modo de conceptuar la seguridad como una cuestión de derechos humanos, y tampoco pudieron reconocer que las violaciones graves de los derechos humanos constituyen, muy a menudo, el núcleo de la inseguridad interna e internacional.
No es un problema nuevo. Consideremos la lista de los últimos fracasos de las Naciones Unidas, muy especialmente su incapacidad para evitar el genocidio en Ruanda y la masacre de Srebrenica. ¿Qué tenían estos casos en común? Fueron emergencias graves, más tarde horribles matanzas, cuya naturaleza no encajaba en los esquemas conceptuales del Consejo de Seguridad y ni siquiera en los de la Comisión de Derechos Humanos. No eran amenazas a la seguridad internacional en el sentido en que el Consejo las reconoce y entiende convencionalmente, y la Comisión de Derechos Humanos tampoco fue capaz de producir alguna acción que frenara su terrible avance. Este es el fracaso político distintivo de nuestra era: la incapacidad de comprender la amenaza para la seguridad que suponen las violaciones graves de los derechos humanos, y la incapacidad de lograr consensos prácticos a la hora de actuar contra la amenaza. Sin duda, ahora podemos ver, al contemplar la pérdida de miles de vidas en Irak, que el precio de nuestro fracaso se está haciendo mayor. Y ya era trágicamente alto.
Debemos recurrir a los Estados miembros de las Naciones Unidas, especialmente a los que se sientan en el Consejo de Seguridad y sobre todo a China, los Estados Unidos, Francia, el Reino Unido y Rusia, para lidiar con este fracaso y superarlo de alguna forma que se base en el examen de sus responsabilidades, no de sus rivalidades. Criticar a las Naciones Unidas como tal por no haber alcanzado un consenso sobre Irak es equivocarse de plano.
Cuando los Estados miembros enredan sus propias normas o desbaratan su propia arquitectura política colectiva, es un error culpar a las Naciones Unidas o a su Secretario General, cuyos buenos oficios no se emplean lo bastante a menudo. Kofi Annan ha abogado incansablemente en pro del consenso sobre estas cuestiones vitales, pero no puede forzarlo. Y tampoco estoy yo en la situación de poder hacerlo en la Comisión de Derechos Humanos, cuyos mandatos lleva a cabo mi oficina, pero que yo no dirijo ni controlo. En ambos lugares, el poder reside justamente en los Estados miembros, que deben encontrar un modo de usarlo para tratar los derechos humanos como un factor esencial de la seguridad interna e internacional.
Los Estados miembros de las Naciones Unidas tienen una oportunidad única. Con sus últimas acciones han puesto aún más de manifiesto algunas de las carencias de la institución que crearon (pero también han puesto de relieve algunos de sus puntos fuertes). Todos los Estados, especialmente los miembros del Consejo de Seguridad, deberían aprovechar esta oportunidad para examinar sus relaciones como es debido y estudiar los medios disponibles para llevar a cabo una reforma. Las definiciones disfuncionales de la seguridad han revelado su inutilidad ante la crisis que envuelve hoy a nuestro mundo. Actualmente, el pueblo de Irak, que ha sufrido durante tanto tiempo, es quien soporta principalmente el dolor, primero, de la guerra y ahora de una paz refutada y polémica.
Tiene que quedar claro que ha llegado la hora de que todos los Estados redefinan la seguridad mundial, para situar los derechos humanos en el centro de este concepto. Al hacerlo, todas las naciones deben ejercer su responsabilidad de manera acorde con su fuerza. Solo entonces los Estados responsables, en lugar de los meramente fuertes, serán capaces de aportar una estabilidad duradera a nuestro mundo.
Sergio Vieira de Mello
Conferencia pronunciada en el simposio del Alto Comisionado
de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos
Nueva York, 18 de febrero de 2003.
Me abocaré aquí a solo cinco cuestiones para las cuales no tengo respuestas; o tal vez tenga un principio de respuesta para cada una. Por cierto, podría haber agregado otras más. Pensé en esa hipótesis, pero decidí limitarme a estas cinco, que Scott Malcolmson, recién llegado a mi gabinete, me ayudó a concatenar.
En este simposio, innumerables conferencistas han abordado esta cuestión, a la que Mary Robinson1 se refería como la “cuestión T”: el terrorismo no estatal.
Hace dos años, difícilmente alguien hubiera sido capaz de imaginar cuán agradecidos podríamos llegar a estar de la previsibilidad del terrorismo de Estado, y esto era relativamente comprensible. Y difícilmente alguien hubiera podido imaginar cuán desorientados e impotentes nos sentiríamos, después de septiembre de 2001, ante esta nueva y horrible forma de criminalidad internacional. Tales crímenes asumieron características irreconocibles en relación con el terrorismo de Estado, porque este puede ser contenido, por decirlo de alguna forma. El terrorismo no estatal no puede ser contenido de maneras similares; no por lo menos con algunos de los medios que vienen siendo utilizados. Volveré sobre este punto más adelante.
Al observar los actos recientes de terrorismo no estatal, se tiende a dar explicaciones muy amplias, ninguna de ellas demasiado convincente. Cuando el terror es de Estado, vamos en busca de aquel Estado. Con el terrorismo no estatal, tendemos a buscar causas más evidentes, como la jerarquía del poder mundial o la gravedad de la situación en las regiones más miserables del mundo. Tendemos incluso a considerar lo que sucede en los territorios ocupados en Israel. Con todo, aun cuando se articularan todas estas explicaciones, no seríamos capaces de esclarecer la génesis y la lógica de esas formas de terrorismo.
En otras palabras, lo cierto es que el terrorismo no estatal no es totalmente nuevo. De algún modo, sería visto como una categoría en la cual algunos Estados pueden situar a sus opositores y después hacer lo que quieren, con la explicación de que esos terroristas, por no ser estatales, están fuera del alcance de la ley. Los riesgos de este tipo de abusos son grandes, conforme Mary Robinson y yo relatamos al comité antiterrorista del Consejo de Seguridad, al que someteré un informe sobre el tema basado en la comprensión oportunista de la novedad que representa un grupo como Al Qaeda.
A pesar de todo, no es fácil incluir el terrorismo no estatal en las categorías de los derechos humanos. Por ejemplo, se ha señalado que el asesinato de civiles en gran escala por motivaciones políticas, con la intención de infundir el terror, tiene como objetivo amenazar o socavar los derechos humanos. Llegué incluso a oír a uno de los principales patrocinadores de nuestra oficina y de la causa de los derechos humanos decir que yo no debería usar la expresión “grave violación de los derechos humanos” cuando me refiriese a actos terroristas, pues tales violaciones estaban restringidas a la práctica estatal; solo los Estados podrían actuar contra los derechos humanos.
Ahora bien, aunque yo aprecie estos razonamientos cuidadosamente elaborados, y hay de hecho razones poderosas, también creo que la mayoría de la gente encontraría curioso este tipo de discurso, cuando no evasivo. Y creo que tal preciosismo no impresionaría a un gobierno decidido a repeler estos ataques.
Estos son problemas reales. Como defensores de los derechos humanos, cuando nos enfrentamos con algo nuevo debemos encontrar nuevas respuestas que sean plausibles para los Estados, pero también para los activistas de los derechos humanos y para las personas que se encuentran del lado de afuera de esos dos círculos, o sea, la vasta mayoría, que puede buscarnos para que le brindemos una orientación. Debemos ser cautelosos, es verdad, pero también rápidos y enérgicos.
La segunda cuestión se refiere a los límites de crecimiento de los derechos humanos. ¿Cuántas categorías de derechos humanos puede haber en el mundo? Tal vez estemos ilusionándonos, particularmente en cuanto a los mecanismos de la Comisión de Derechos Humanos.
Sospecho, obviamente, que aún hay otras categorías o áreas a ser descubiertas. En otras palabras, la expansión de los derechos o, de modo más preciso y modesto, la expansión de las categorías de derechos, han hecho de los últimos 25 años un período particularmente inspirador. […]
Creo que esto ha sido real, principalmente en relación con los derechos de la mujer. Es muy verdadero para los derechos al desarrollo, a los cuales tal vez no hayamos prestado la debida atención aquí, pero que continuarán siendo un motivo de discordia en los mecanismos de la Comisión de Derechos Humanos, como pude atestiguar en el encuentro del Grupo de Trabajo sobre el Derecho al Desarrollo, que tuvo lugar por cuarta vez en Ginebra, recientemente. […]
Estuve presente el día que asumió nuestro nuevo presidente en Brasilia, el 1 de enero, y necesito contarles que me sentí orgulloso de ser brasileño cuando lo oí afirmar, en su discurso ante los parlamentarios, que sentía “vergüenza” (esa palabra tan fuerte), y que todos los brasileños deberían sentir lo mismo, de que otros brasileños padecieran hambre y fueran excluidos de derechos económicos y sociales fundamentales, como el acceso a la salud, a la educación y al trabajo.
A la mañana siguiente, me concedió una audiencia. Pasamos gran parte del tiempo discutiendo la separación más que anacrónica entre derechos civiles y políticos y derechos económicos y sociales. El presidente me dijo que en el Brasil, paradójicamente, habíamos recuperado la mayoría de los derechos civiles y políticos (la mayoría, debo resaltar), antes de ser capaces de adquirir los derechos económicos y sociales, cuando tal vez, lógicamente, debiera ser lo contrario.
Aun así, hay un límite para la expansión de esas diferentes categorías de derechos, así como hay un límite para la proliferación de pactos, mecanismos y procedimientos especiales.
Curiosamente, en ese encuentro del Grupo de Trabajo sobre el Derecho al Desarrollo al que me referí, Japón llegó a sugerir que el derecho al desarrollo estaba siendo usado de manera inadecuada, y que podría llevar a una inútil retomada del concepto de un Nuevo Orden Económico Internacional, de las décadas de 1960 y 1970, o sea, que básicamente estábamos perdiendo el tiempo.
Yo sugeriría que no es exactamente así y que, al contrario, hemos ido mucho más allá de los debates algo fútiles de los años sesenta y setenta sobre el nuevo orden económico internacional, claramente vinculados a los días de la guerra fría. Y, si nos estamos engañando, no es por tratar cuestiones fundamentales, como el derecho al desarrollo, sino tal vez por desviar nuestra atención hacia otros temas que son de algún modo secundarios.
Estoy plenamente convencido […] de que deberíamos trabajar, aún más que mis predecesores –y en estos pocos primeros meses es lo que he venido haciendo–, con las dirigencias de las instituciones financieras internacionales y, sin duda, con el nuevo director general de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Es particularmente en estas áreas donde residen algunos de los obstáculos fundamentales para la realización de estos derechos, además de las necesarias reformas de ámbito nacional, que en mi opinión los países en desarrollo deberían realizar. Digo esto porque todos sabemos qué es lo que está bloqueando el acceso a medicamentos baratos para combatir el virus del sida. Sabemos qué es y dónde está siendo bloqueado, y es en Ginebra, en la OMC. […]
Pasemos a la tercera cuestión: ¿puede el campo de los derechos humanos mejorar sus relaciones con la religión?
Aunque la libertad de religión sea reconocida como un derecho humano, salvaguardada por tratados internacionales, la libertad de culto es probablemente el derecho humano más antiguo de todos, que estableció el modelo para el concepto de derechos de grupo, así como los patrones para los derechos transnacionales y supranacionales. […]
Sin embargo, en los círculos que tratan de derechos humanos, se tiene hace mucho tiempo la sensación de que la libertad de culto es al mismo tiempo un vestigio y un precursor. Se tiene la sensación de que, aunque la vida religiosa, por su propia característica, sitúe sus objetivos mucho más allá de lo cotidiano, constituye al mismo tiempo una de las actividades humanas más ricas desde el punto de vista local e histórico.
Hay una coexistencia inestable de la religión con las principales corrientes de pensamiento de los derechos humanos. Así, por ejemplo, la religión es, a menudo, una forma de entrada demasiado agresiva para encuadrarla bien en la categoría de la diversidad cultural.
Me he debatido con estos conceptos en las últimas semanas, pero todavía no encontré una respuesta satisfactoria.
A lo largo de las últimas décadas, parece que nosotros, los del universo de los derechos humanos, tuvimos que admitir que hubo un aumento, y no una disminución, de la fuerza del sentimiento religioso. Si basamos nuestro abordaje de la religión en la idea de que la fe irá, a su debido tiempo, desapareciendo o volviéndose políticamente insignificante, pienso que estaremos condenados al fracaso y engañándonos a nosotros mismos.
¿Defendemos la libertad de religión o la libertad de formas extremas de religión, como el fundamentalismo?
No es muy simple trazar esta distinción, pues cristianos, judíos o musulmanes, y posiblemente también otras religiones (aunque yo haya buscado, pero no logrado encontrar formas de extremismo en la religión budista), conocieron distintos modos de extremismo. ¿En qué momento la defensa de la libertad de culto o, en realidad, de la diversidad cultural, cruza la línea para pasar a defender algo que quiere o pretende restringir aquellos derechos más generales por los cuales luchamos?
Paso ahora a la cuarta cuestión: ¿podremos perfeccionar nuestra comprensión del interés de los Estados? En la medida en que los Estados pasaron a integrar a sus prácticas la preocupación con los derechos humanos (lo que sin duda ha sucedido), también aprendieron a manipular los derechos humanos para servir a sus propios fines.
Los peligros aquí son grandes. Al fin y al cabo, no obstante, o los Estados entenderán que los derechos humanos son útiles o, mejor incluso, fundamentales para su interés nacional, o los derechos humanos conocerán un futuro algo limitado y agotado.
El discurso de los derechos humanos muchas veces parece aspirar a la desaparición final de los Estados en favor de los derechos humanos universales, o, por lo menos, esta es la visión simplista que algunos tienen de la retórica de los derechos humanos. Por analogía con la religión, el gobierno mundial es la escatología de los derechos humanos. Pero en nuestra área, como en teología, el final de los tiempos todavía está en un futuro distante, y podemos decirlo con toda franqueza.
Los derechos humanos no pueden ir muy lejos sin los Estados, y debemos enfrentar la cuestión del interés de Estado si queremos que los derechos humanos figuren en la agenda principal. Esto no es un consejo inspirado por la desesperación; antes, creo que nos irá mucho mejor si pensamos de modo tangible en Estados específicos y épocas específicas y planeamos nuestra intervención teniendo esto en mente. Y debemos siempre tratar de articular los derechos humanos en términos de oportunidades, así como de obligaciones. […]
Finalmente, la cuestión de los resultados prácticos, que está relacionada con las otras cuatro. Nuestra actuación debe producir un impacto sobre las vidas mientras estas son vividas. Digo esto claramente, porque entiendo que es algo que se puede ver claramente, como ocurrió conmigo a lo largo de estos 34 años que pasé sirviendo a esta organización –felizmente, durante la mayor parte del tiempo, en el frente de batalla, y no solo en Nueva York o Ginebra.
Al lidiar con derechos humanos, lidiamos con el poder que se manifiesta en lo cotidiano. Nos oponemos, es verdad, a muchas formas de poder y a abusos de poder, pero también, inevitablemente, recurrimos al poder. Puedo concebir motivos estratégicos para fingir que las cosas se procesan de otro modo –tenemos, sin duda, esa capacidad–, pero también puedo pensar que no hay razón para creer que las cosas sean diferentes.
Como Alto Comisionado, estoy tratando de enfatizar de qué modo la presencia en campo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos puede afectar a esta situación. Este ha sido el centro de mi propia experiencia. “¿Cómo puedo hacer para que esto funcione ahora?”: esta es la cuestión dificilísima que intento responder. ¿Cómo puedo fundir el más elevado nivel de sofisticación, del que creo que disponemos, y de consistencia jurídica, de la que me parece que no disponemos, con las vidas cotidianas de personas que desesperadamente necesitan nuestra ayuda y no pueden quedar esperando? Seguramente no necesitan workshops, aunque este aquí sea particularmente útil, pues estamos en medio de una crisis.
Digo esto porque he observado que muchas de las actividades de campo de la que ahora puedo denominar mi oficina están volcadas a acercar a las personas, organizando seminarios yworkshops. Estas pueden ser útiles a corto plazo, pero no creo que tengan un verdadero impacto de largo plazo en la vida de aquellos que nos necesitan. Y habrá un cambio significativo en el uso de nuestros recursos en este sentido.
Ahora bien, si nuestras reglas y debates no protegen a los débiles, entonces ¿qué valor tienen, cuál es la importancia de encuentros como este? Claro está que no pretendo sugerir que trabajar por el avance de los derechos humanos constituya un mero ejercicio de poder, pues el movimiento por los derechos humanos no se resume a ganar o perder. Se trata de un proyecto abierto. No puedo jamás darme el lujo de cantar victoria, ni tampoco ustedes. Al contrario, precisamos renovar nuestro compromiso con esta lucha y seguramente no podemos anunciar el fin de nada. Si existe algo que podemos anunciar, es solo el inicio.
He oído decir que el así llamado discurso de los derechos humanos está desgastado y que la ola de los derechos humanos ya pasó. Me parece ridículo, tal como a ustedes les debe parecer también. Me imagino que podría ser verdadero si algún día creyéramos que tenemos todas las respuestas. Estoy convencido de que encaramos muchas de las cuestiones acertadamente y de que tenemos algunas de las respuestas. Rescaté respuestas antiguas y reelaboré algunas de ellas. No les ofrecí, deliberadamente, ninguna respuesta. Quisiera poder hacerlo.
Sin embargo, juzgo que, al levantar aquí para la discusión estas cinco cuestiones fundamentales, es posible que ustedes proporcionen algunas pistas, algunas recomendaciones, que me harían querer proseguir en esta tarea al finalizar el día. No creo que debamos ser tímidos, de modo alguno, y este, por cierto, no es un público tímido. Los tiempos no están para la complacencia o el cinismo. Y déjenme repetir lo que dije antes: cuento con ustedes.