A partir de las declaraciones de dos juristas, el texto analiza lo que lleva a personas cultas y formadas en derecho a reprobar la concesión de iguales derechos a los homosexuales. Reflexiona también sobre la falta de discusión moral y jurídica respecto del estigma social en Brasil, en general, y particularmente entre los juristas, que se dejan llevar a una comprensión irracionalista o tradicionalista (otra forma de irracionalismo) de los fundamentos de la vida moral, y adoptan argumentos ignorantes y equivocados desde el punto de vista de la filosofía y de la ciencia contemporáneas. Por otro lado, esta visión impide que los daños físicos y psicológicos causados a niños, niñas y jóvenes homosexuales se entienda como una forma de violencia, estimulada por un ordenamiento jurídico que abriga prejuicios religiosos específicos. A partir de estos dos ejes, el artículo procura mostrar cómo desde el derecho se puede exigir el fin de las discriminaciones sociales de gays y lesbianas.
“Brasil no está preparado para la unión civil. Es innecesaria y contraria a las bases culturales y religiosas del país”. Es así que el juez de derecho Marcos Augusto Barbosa dos Reis se manifiesta en una entrevista concedida a la revista Trip (n. 95, nov. 2001) sobre la unión entre personas del mismo sexo. “Ni el derecho ni la legislación constitucional e infraconstitucional brasileñas prevén la unión homosexual. […] Esas decisiones aisladas jamás significarán que dos personas puedan encontrar la felicidad y la protección del derecho a partir de una conducta que es una desviación de la naturaleza de las cosas”. Y de este mismo tenor es la declaración dada por el abogado Jaques de Camargo Penteado al periódico Tribuna do Direito(n. 82, feb. 2002). Tales declaraciones contemporáneas muestran cómo la discusión jurídica brasileña está contaminada de equívocos y carente de comprensión adecuada de lo que son el derecho, la democracia y la moral. Ambas declaraciones confunden cosas que en sociedades liberales, democráticas y modernas (o por lo menos post-tradicionales) ya no se podrían confundir.
En primer lugar, confunden el orden jurídico con el orden aceptable para la mayoría, con lo que se abandona el aspecto fundamental de la democracia: la protección a los derechos de las minorías. En segundo lugar, confunden el derecho con un orden moral tradicional: decir que algo no es aceptable porque va contra la índole tradicional de un grupo es ignorar el carácter prescriptivo y contrafáctico de cualquier orden normativo. En tercer lugar, confunden religión y Estado: el orden jurídico de un Estado democrático no se basa en las razones religiosas de ninguno de los grupos que componen la ciudadanía de ese Estado. En cuarto lugar, apelan a conceptos de derecho natural y de naturaleza como mínimo equívocos. Como deberían saber los juristas, el derecho natural no es un conjunto de comandos u órdenes, sino una condición de posible organización social de la vida. Y la naturaleza, por su parte, ¿qué es? ¿Es el conjunto de necesidades y regularidades cósmicas? Ahora bien, en ese caso, andar en avión y hacer transfusiones de sangre son cosas que van contra la naturaleza. ¿Es un conjunto fijo de funciones y finalidades? Entonces, es el caso de “subjetivizar la naturaleza y decir que esta “quiere” algo, lo que en rigor nadie admitiría, a no ser de forma metafórica. Pero el uso metafórico de las palabras no produce argumentos convincentes.
Pues bien, el hecho de que haya juristas que se expresan públicamente con esa naturalidad demuestra hasta qué punto es necesario todavía discutir y cómo se plantean, con aires de seriedad, afirmaciones que no hacen más que reproducir el sentido común o la moral precrítica. Es una sorpresa decepcionante ver a un jurista escudarse en una respuesta como “la sociedad no está preparada”. La sociedad no está preparada para muchas cosas: no está preparada para condenar la tortura y para repartir la riqueza; pero no esperamos que esté preparada para abolir la tortura y crear impuestos y contribuciones sociales. También es decepcionante oír a alguien decir que la naturaleza es prescriptiva: cirugías, casamientos de personas sin capacidad reproductiva y otros hechos semejantes nos permitirían decir que son cosas proscriptas por el “derecho natural”.
A principios de los años 60, cuando en el Reino Unido se discutió el fin de la criminalización de los actos homosexuales consensuales entre adultos, se entabló un importante debate que debería resultar ejemplar para todos los estudiantes de derecho. El debate se dio entre Lord Devlin, miembro de la más alta instancia judicial del reino (sección de justicia de la Cámara de los Lores, los Law Lords) y uno de los grandes juristas del siglo pasado, Herbert L. Hart. Más tarde, el mismo tema fue abordado por Ronald Dworkin, otro jurista de primera magnitud, que aún vive. El debate muestra que para tratar cuestiones de dignidad humana y de derechos fundamentales se necesita tener una formación moral mínima. Es necesario, en resumen, apartarse del escepticismo relativista que considera las cuestiones morales como si fueran cuestiones de gusto; y apartarse del puro y simple tradicionalismo que aborda las cuestiones morales solo como un problema de costumbres que deberían ser reconocidas y preservadas.
En aquel momento, la Comisión Wolfenden, creada en el Reino Unido, concluyó que los actos homosexuales consensuales entre adultos deberían ser descriminalizados. Una parte de la opinión británica se sintió contrariada pues eso significaba hacer una opción de carácter moral, quitarle a tales prácticas el carácter de algo sujeto a pena, apartarlas de la idea de pecado. Lord Devlin entró en el debate diciendo que sí es función del derecho, especialmente del derecho penal de un país, determinar o escoger una moral, y que esta es o debe ser la moral de la mayoría. Decía (1991, p. 74): “La sociedad no se mantiene por lazos físicos, sino por lazos invisibles de pensamiento común. Si esos lazos se relajaran sus miembros quedarán a la deriva”.
Para este autor, la religión y la moral no pueden separarse completamente y los patrones morales aceptados en Occidente en general son los patrones cristianos (p. 69). Así, alguien que vive en una sociedad cristiana no puede ser obligado a convertirse al cristianismo pero está obligado a adherir a la moralidad cristiana, que es la moralidad social de su medio. Y una moral común es tan necesaria como un gobierno; por eso, si es legítimo que el gobierno puna actividades subversivas – como formas de traición – es legítimo que el Estado puna también los vicios (sic, p. 77). Lord Devlin reconoce como natural que la punición jurídica no sea simplemente la continuación de la pena religiosa o moral; de esta manera, el Estado puede punir ciertas conductas no porque sean pecado en sí, sino porque atentan contra el orden, la moral en general aceptada. Finalmente, Lord Devlin dice que no se trata de tomar como patrón de juicio moral solo la opinión de la mayoría. A fin de cuentas, este viene de la tierra de John Stuart Mill, tierra que conoció un intenso debate sobre la libertad individual.
J. S. Mill, hace casi doscientos años, advertía sobre el peligro de que la democracia suprimiera las libertades individuales (la libertad moral de los individuos) en nombre del proceso representativo de las mayorías. Este decía: “actualmente, la tiranía de la mayoría es normalmente incluida entre los males contra los cuales la sociedad necesita ser protegida”. Es más, la “mayoría puede ser una parte que desea oprimir a otra parte”. Por eso, concluía Mill, la única libertad que merece el nombre de libertad es la de que busquemos nuestro propio bien, nuestra propia manera, siempre y cuando no impidamos a nadie hacer lo mismo (Mill, 1974, p. 138). Devlin, al contrario, dice que el criterio es el del “hombre común”, de la persona honesta (right-minded): la inmoralidad es, pues, lo que la persona honesta considera inmoral. Por lo tanto, no es la moral de la mayoría, sino la moral del hombre común lo que debe inspirar al legislador. En el caso de los homosexuales, la cuestión se resuelve de manera sencilla: tanto la mayoría como el imaginado “hombre común” condenan las personas y las prácticas homosexuales.
Como se puede apreciar, el argumento de Devlin se basa en la idea de que la sociedad es frágil y que los individuos no son capaces de desenvolverse autónomamente. El desenvolvimiento autónomo crea el riesgo de la gangrena social. Por otro lado, Devlin no cree en una moral crítica o racional. Como gran parte de nuestros contemporáneos, cree que la moral es una cuestión de tradición, costumbre, regularidad y conveniencia. De este modo, no se puede, en el debate moral, buscar una perspectiva crítica – que es siempre universal –, sino solo una perspectiva conveniente y práctica, la del hombre común.
Contra este argumento se levantó en primer lugar Herbert Hart. En un primero y breve texto polémico, cuyo título es “Inmoralidad y Traición”, argumenta que Devlin trata de mostrar la inmoralidad como resultado de una actividad intelectual que combina asco, intolerancia e indignación: si ciertos hechos y actitudes despiertan tales sentimientos en el hombre común estaremos ciertamente ante algo inmoral, que debe ser punido por el derecho. En estos términos, concluye Hart, la moral propuesta por Devlin es acrítica, no se basa en una discusión racional de los fundamentos de la opción moral, sino en la impresión y en los sentimientos. También resalta el equívoco de la comparación que hace Devlin con el caso de traición: no toda actividad contra el gobierno es traición, pues puede no buscar destruirlo, sino solo modificarlo. El riesgo de las decisiones equivocadas de las mayorías – y de sus representantes – dice Hart, es un riesgo inherente al gobierno representativo democrático. Pero no debe ser ampliado elevando al “hombre común” a una posición tal en que basta con que manifieste repulsión o asco para que adecuemos las leyes a ese sentimiento sin hacer críticas teóricas a sus exigencias.
En un ensayo más amplio (1963), Hart desarrolló su respuesta concluyendo que el principio (crítico) central de la discusión moral es que la miseria, el sufrimiento humano y la restricción a la libertad son malos. Así, el derecho de una sociedad libre y democrática comienza a fundamentarse en ese criterio, o sea, en la disminución de la miseria, del sufrimiento y de las restricciones a la libertad. La preservación del orden y de la sociedad, así como el mantenimiento de una moralidad común, no pueden ser evaluadas en sí mismas, sino sometidas al principio de una moral crítica.
La misma línea de razonamiento sigue el ensayo de Ronald Dworkin (1977, pp. 240-258). También para él lo que está en juego en el debate es una controversia entre una moral convencional (según la cual las reglas morales se basan en convenciones) y una moral crítica (en la que las reglas morales deben someterse a ciertas cribas de la razón). Naturalmente, Dworkin no niega que ciertas moralidades históricas pueden resultar de la aceptación de factode ciertas prácticas. Lo que niega es que esa existencia de facto equivalga a su justificación o fundamentación. Hacemos muchas cosas sin preguntar el porqué, pero si se plantea la cuestión del fundamento, la respuesta moral no puede ser “porque siempre fue así”, o “porque todos lo hacen así”. Dworkin propone, entonces, algunas cribas para las opiniones morales:
• los prejuicios no son razones válidas (creer que los homosexuales son inferiores porque no realizan actos heterosexuales no se justifica como juicio moral de superioridad o inferioridad);
• el sentimiento personal de asco o repulsión no es razón suficiente para un juicio moral;
• el juicio moral basado en razones de facto, que son falsas o no plausibles, no es aceptable (por ejemplo, es factualmente incorrecto decir que los actos homosexuales debilitan, o que no hay prácticas homosexuales en la naturaleza – o sea, en otras especies animales sexuadas);
• el juicio moral basado en las creencias ajenas (“todos saben que la homosexualidad es un mal”) tampoco está suficientemente justificado.
En síntesis, el derecho de una sociedad democrática, al contrario de lo que imaginan los menos preparados, no es un derecho sin moral, sino un derecho que asume en su base una moral de carácter crítico. El sistema constitucional – que estatuye el tratamiento igualitario, el respeto a la dignidad de la persona y la libertad moral de los ciudadanos – es un sistema jurídico con una agenda moral crítica. Esto lo distingue de los trágicos regímenes autoritarios de los últimos dos siglos. Las prácticas sociales pueden ser autoritarias pero el derecho es – o debe ser – un antídoto contra tales prácticas.
Hay dos equívocos en las discusiones contemporáneas del tema de los derechos de los homosexuales, cuando – como quieren algunos – la cuestión se plantea en términos morales. El primero consiste en identificar la moral de una sociedad democrática con la moral tradicional, o de la mayoría. El segundo está en la afirmación de que el derecho moderno no incluye una cierta moral. Los argumentos arriba resumidos ayudan a deshacer estos dos equívocos. La moral de una sociedad democrática es crítica, y no simplemente tradicional o apoyada en la mayoría. La mayoría parlamentaria no lo puede todo, y si mantiene formas discriminatorias de tratamiento incurre en un acto de inconstitucionalidad, pues el Artículo 5 de la Constitución brasileña impide que se perpetúen los tratamientos discriminatorios. Si la cuestión se desplaza a la Justicia, vamos a encontrarnos en el foro de aquel poder que, por definición es antimayoritario, o sea, es el guardián de los intereses de la minoría. Pero la sociedad democrática tiene una moral, que consiste en establecer como principio la dignidad igual y universal de las personas, y esa dignidad incluye la libertad de hacer todo aquello que no perjudique a otros. Como dice Dworkin, el “daño” que se causa a otros no puede ser un malestar o una indisposición fundada solo en la tradición y en el prejuicio. Por consiguiente, la moral de una sociedad democrática debe ser crítica; pero hay sí principios morales fundamentales por detrás de un orden jurídico.
El movimiento gay dio a público – en nuevos términos y nuevas circunstancias – la vieja cuestión de la justicia. Junto con muchos otros grupos sociales, también los gays pasaron a reivindicar, como derecho, el respeto a su identidad, su libertad y tratamiento no discriminatorio. Esta lucha tuvo una historia peculiar, como cualquier movimiento, pero se inserta en un gran proceso que puede ser identificado como de expansión de la democracia y afirmación de derechos universales.
En la expansión de la democracia se incluyen los derechos a las libertades civiles y políticas, cuyos puntos sobresalientes fueron la libertad de expresión (el fin de los delitos de opinión), la libertad de asociación (el fin de los delitos de sedición) y la extensión del sufragio (para abarcar a todos los individuos adultos). Se incluyen también los derechos sociales – laborales, al bienestar y a la protección social – cuya ampliación se debe exclusivamente a las dolorosas y sangrientas luchas de la clase obrera. En la afirmación universal de derechos es necesario contar con la constitución de un sujeto humano universal que incorpora un valor insustituible y que por definición no tiene precio, que es la dignidad. Estas dos corrientes – expansión democrática del punto de vista institucional y afirmación de los sujetos del punto de vista moral – confluyen en el movimiento gay de forma ejemplar. Y son tanto más importantes cuanto menos democrático y menos universalista es el contexto social en el que se afirman.
La afirmación del derecho de los homosexuales no se da de forma lineal y simple, sino problemática. Estos derechos no son siempre y necesariamente reconocidos o apoyados por aquellos que se dicen convencidos de la bondad moral – sea de la democracia o de los derechos humanos universales. De hecho, no fue solo contra las visiones tradicionalistas del mundo que los homosexuales tuvieron que luchar. No pocas veces tuvieron que luchar contra grupos de aparente inclinación por la libertad. Esto es particularmente evidente en Brasil, donde liberalismo muchas veces significa solo la defensa del libre comercio y de la libre iniciativa empresarial. No todos los liberales extienden su liberalismo a las libertades individuales, o a la defensa de la autodeterminación de los sujetos humanos. La izquierda, en buena parte responsable, en el siglo pasado, de la democratización del país, en lo que se refiere a la extensión de derechos a todos sin distinción de clase social, reiteradas veces se opuso al reconocimiento de los homosexuales, cuando no persiguió ostensiblemente a aquellos que vivían en el socialismo real.
En el campo del derecho propiamente dicho, en lo que se refiere a los ordenamientos jurídicos y al calidoscopio de obligaciones y derechos que se distribuyen entre las personas, la afirmación de un derecho al reconocimiento también tropieza con dificultades. Para esclarecer el status de los homosexuales en el derecho, tomo como punto de partida una importante distinción establecida por Nancy Fraser (1997) entre derechos de distribución y derechos de reconocimiento. Gays y lesbianas, así como minorías nacionales y culturales, piden derecho al reconocimiento.
Los derechos de distribución son tradicionalmente llamados derechos sociales y tienen una función especial: destruir las injusticias estructurales e inevitables del sistema de clases existente en el capitalismo. Para que haya derechos sociales o derechos a la redistribución es necesario admitir de base algunas cosas: (a) que existen clases sociales; (b) que las clases sociales no son un fenómeno cósmico, sino institucional e histórico; (c) que las clases sociales generan situaciones de injusticia; (d) que la producción social de la riqueza es un emprendimiento social común; (e) que la injusticia de las clases consiste en la apropiación desigual de los resultados sociales de la producción de la riqueza; (f) que incluso aquellos menos capaces y menos productivos, si aun así son reconocidos como miembros de la sociedad, tienen derecho a ser mantenidos en el interior de esta a través de mecanismos de distribución de la riqueza.
Los derechos de reconocimiento, a su vez, también requieren puntos de partida, y se puede decir que parten de los siguientes puntos: (a) que existen en la sociedad grupos estigmatizados;1 (b) que los estigmas son productos institucionales e históricos y no cósmicos; (c) que los estigmas pueden no tener fundamentos científicos, racionales o funcionales para la sociedad; (d) que las personas pertenecientes a grupos estigmatizados sufren la usurpación o la negativa de un bien material (no mercantil, ni mercantilizable) pero básico: el respeto y la autoestima; (e) que el mantenimiento social de los estigmas es, por lo tanto, una injusticia que provoca un dolor innecesario, sufrimiento, violencia y falta de respeto; (f) que los miembros de una sociedad, para continuar perteneciendo a ella, tienen derecho a que les sean retirados los estigmas humillantes.
Ahora bien, si los estigmas se producen socialmente, algunos pueden objetar que el derecho sería impotente contra tales “prejuicios” de carácter social y cultural. Y que lo máximo que se puede hacer es, a veces, penalizar las conductas que generen violencia sobre las personas pertenecientes al grupo estigmatizado. Esta objeción no se sostiene ni en términos jurídicos ni en términos históricos.
Comencemos por los ejemplos históricos. El derecho ya combatió eficazmente varias formas de estigmatización. Para citar unos pocos ejemplos, se puede decir que los grupos de identidad que se formaron a lo largo de los últimos siglos y lograron superar los estigmas sociales por medios jurídicos fueron las mujeres y, en parte, los negros, los extranjeros y las personas con discapacidad. Desde el punto de vista de la cultura mayoritaria, las formas de interiorización de estos grupos eran respaldadas por el derecho. Las mujeres no votaban, podían recibir salarios inferiores a los de los hombres, en ciertas circunstancias no tenían acceso a la justicia sin la autorización del marido y cosas parecidas. Fueron los movimientos emancipancionistas y feministas los que construyeron poco a poco una imagen más positiva y afirmativa de las mujeres, “desnaturalizando” el tratamiento jurídico diferenciado, y que introdujeron en el derecho la igualación de mujeres y hombres, que antes se concebía como imposible, dada la diferencia de género. La diferencia es, pues, una construcción histórica; y el derecho no juega un papel neutro en esta construcción: al contrario, el derecho – los ordenamientos – ayuda a naturalizar las diferencias y las desigualdades comunes en la cultura. Los cambios en el derecho no solo siguen a los cambios culturales, sino que ayudan a promoverlos.
Por consiguiente, el derecho puede promover cambios y remover injusticias históricamente consolidadas, requiriendo para ello que se movilicen algunas instituciones jurídicas. La primera de ellas es la acción colectiva, o acción civil pública, que ofrece un medio eficaz para que algunos miembros aislados o grupos de personas estigmatizadas con mayores recursos – especialmente psicológicos – podrán ejercer el papel indispensable de una figura de vanguardia o del héroe, sin que sea necesario que cada miembro cargue solitariamente con los costos altísimos de la exposición y de la lucha.
Un segundo elemento importante es el desenmascaramiento del sentido común vigente. Las declaraciones del comienzo de este texto evidencian que se utilizan en relación a un grupo determinado de ciudadanos palabras ofensivas e injuriosas sin mayores consecuencias. Sin embargo, si a tal manifestación pública le siguieran interpelaciones por su carácter discriminatorio e inconstitucional, ciertamente el derecho contribuirá en la disminución del estigma en su lugar propio, que es el espacio público. En el espacio meramente privado nadie está obligado a convivir con gays: huya de ellos, si puede, pues suelen estar por todas partes, inclusive en las familias heterosexuales. Es más, nacen y viven en familias, aunque muchas veces bajo torturas físicas y psicológicas. Una de las consignas del movimiento gay internacional es: “we’re queer, we’re here, get used to it” (“somos maricas, estamos aquí, hágase a la idea”, una traducción limitada, pues “queer” es un término común de dos géneros y “get used to it” es un poco más provocativo de lo que la traducción sugiere).
En tercer lugar, el derecho puede descubrir el tratamiento diferenciado de las más variadas maneras: se infiltran criterios pseudocientíficos en las evaluaciones de adopción, de tutela de niños, de distribución de beneficios de salud (derechos sociales, dígase de paso) y de ocupación de cargos públicos. Exponer ese tratamiento diferenciado ayuda a romperlo pues coloca en el ámbito público las muchas violencias que un grupo de ciudadanos sufrió, sufre y todavía continuará sufriendo por algún tiempo.2
Tomemos nada más que pequeños ejemplos de sufrimientos impuestos a un grupo particular de ciudadanos, para tener una idea de la manera en que el derecho encubre prácticas violentas y francamente inconstitucionales.
Herrero Brasas (2001, p. 323) expone un retrato de la violencia a que desde muy temprano, en la infancia o en la juventud, se someten los homosexuales, hombres y mujeres. Señala que hay una violencia activa, que todos notan, y una pasiva o, diría yo, encubierta y psicológica. Esta se da “en el insulto público, en los gestos burlones y en la ridiculización, como manifestaciones de acoso a un grupo social”. Junto con esta, es también violencia social y silenciosa “la falta de protección judicial contra estas acciones simbólicas”, que están en los discursos, en los símbolos, en la cultura de forma general. La falta de acción jurídica es un consentimiento, una complicidad con esa violencia diuturna, una evidencia de la “denegación de igualdad plena”. Y es necesario añadir aún lo que Herrero Brasas (p. 324) denomina
[…] abandono y terror que sufre el adolescente que descubre su orientación gay o lesbiana, que se somete sin alternativa al degradante chantaje emocional de su familia. […] La persona más joven y vulnerable queda condenada al silencio y a la tortura psicológica y emocional sin que las autoridades lleven a cabo ninguna campaña de concientización sobre la realidad gay o lesbiana ni fomenten programas informativos para sus familias. Todo esto causa un sufrimiento concreto […], se lo vive como expresión de odio a su persona.
Tal pasividad estatal y jurídica muestra de qué manera se naturalizó la violencia contra este grupo particular de ciudadanos: se habla en la defensa de niños y adolescentes, pero ¿cuánto se hizo a favor de un grupo que justamente en la infancia y en la adolescencia es de los que más sufre la violencia y la degradación? ¿No hay ahí un papel para el derecho?
Paralelamente a estas observaciones se puede agregar la tipología desarrollada por Axel Honneth (1996, pp. 129-134), según la cual la negativa de reconocimiento genera una violencia física (o abuso físico), que es el impedir que alguien esté seguro en el mundo, y una violencia no física. Esta se desdobla en dos formas típicas. La primera es la exclusión de alguien de una esfera de derechos, negando a la persona autonomía social y la posibilidad de interacción. A esto el autor lo denomina ostracismo social: “La forma de reconocimiento de que ese tipo de desconsideración priva a una persona es el respeto cognitivo por el estatuto de responsabilidad moral que tan costosamente tuvo que ser adquirido en el proceso de interacción social” (p. 133).
La segunda forma de violencia no física, propiamente, es el negarle valor a una forma de ser o de vivir, y es esta la que está por detrás de las formas de tratamiento degradante e insultante a ciertas personas y grupos, pues promueve la falta de respeto por formas individuales o colectivas de vivir. Aún de acuerdo con Honneth (p. 134):
Para los individuos, por lo tanto, la experiencia de esa desvalorización social trae consigo normalmente una pérdida de la autoestima, de la oportunidad de verse como seres cuyos rasgos y habilidades deben ser estimados. Por lo tanto, la especie de reconocimiento de que ese tipo de falta de respeto priva a la persona es la de la aprobación social de una forma de autorrealización que él o ella tuvo que descubrir, a despecho de todos los obstáculos, con la fuerza de la solidaridad de grupo. Naturalmente, cada uno solo puede relacionar esas especies de degradación social consigo en tanto persona individual, ya que los patrones establecidos e institucionalizados de autoestima fueron históricamente individualizados, es decir, porque esos patrones se refieren valorativamente a las habilidades individuales antes que colectivas. Por eso, esa experiencia de falta de respeto, como la de negativa de derechos, está ligada a un proceso de cambio histórico.
Es la misma violencia denunciada por Didier Eribon (2000):
Lo que la injuria me dice es que soy alguien anormal o inferior; alguien sobre quien el otro tiene poder y, antes que nada, el poder de ofenderme. La injuria es, pues, el medio por el cual se manifiesta la asimetría entre los individuos. […] Esta tiene igualmente la fuerza de un poder constituyente. Porque la personalidad, la identidad personal, la conciencia más íntima, es fabricada por la existencia misma de esa jerarquía y por el lugar que ocupamos en ella y, pues, por la mirada del otro, del “dominante”, y la facultad que este tiene de inferiorizarme, insultándome, haciéndome saber que puede insultarme, que soy una persona insultable e insultable hasta el infinito. (p. 57)
La injuria homofóbica se inscribe en un continuo que va desde la palabra dicha en la calle que cada gay o lesbiana puede oír (maricón descarado, tortillera descarada) hasta las palabras que están implícitamente escritas en la puerta de entrada de la sala de casamientos de la municipalidad: “prohibida la entrada de homosexuales” y, por lo tanto, hasta las prácticas profesionales de los juristas que inscriben esa prohibición en el derecho, y hasta los discursos de todos aquellos y aquellas que justifican esas discriminaciones en los artículos que se presentan como elaboraciones intelectuales (filosóficas, sociológicas, antropológicas, psicoanalíticas, etc.) y que no pasan de discursos pseudocientíficos destinados a perpetuar el orden desigual, a reinstituirlo invocando la naturaleza, la cultura, la ley divina o las leyes de un orden simbólico inmemorial. Todos estos discursos son actos, y actos de violencia. (p. 62)
Ahora bien, es sobre el hecho básico de la injuria y de la violencia que ciertos dispositivos del ordenamiento jurídico silencian o permiten su ocurrencia, al aceptar el discurso de algunos juristas. Es ese silencio u omisión lo que los derechos de reconocimiento pretenden abolir. De hecho, hay una cierta contradicción cultural al predicarse la tolerancia y asustarse con la violencia gratuita y cruel de la que son víctimas los homosexuales, pero mantener como discurso oficial y correcto la violencia generalizada de la ofensa y dentro de las familias, el “chantaje” mencionado por Herrero Brasas. Hablar de derecho al reconocimiento es hablar de abolir tales prácticas sociales, o por lo menos hacerlas salir del silencio que puede servir para mantener su existencia.
Eribon y Honneth dicen que las injurias son formas de ofensa y violencia. Se puede incluso decir que las injurias consistentes en la negación de derechos permiten propagar una visión negativa de los homosexuales. La negación de derechos, los discursos que públicamente afirman que no se puede condenar a los homosexuales, pero que tampoco se los debe estimular, tienen como resultado el estímulo contrario, esto es, el estímulo a las violencias física y moral contra ellos. Ya que no pueden tener iguales derechos, el mensaje de los juristas que así se pronuncian refuerza los prejuicios e ideas pseudocientíficas divulgadas por ahí. Es un mensaje de desigualdad.
La descripción de los insultos y de la violencia de la que son víctimas los homosexuales revela una violación a sus derechos fundamentales. No es difícil notar que el tratamiento dispensado socialmente a los homosexuales – a veces por los propios servicios del Estado o por servicios de relevancia pública, como en hospitales y escuelas – constituye un tratamiento degradante, vedado por el Artículo 5, inciso III, de la Constitución brasileña. Otras tantas pretensiones de ciertos grupos sociales consistirían en violaciones a la conciencia y a la creencia de esa parcela de ciudadanos (mismo artículo, inciso VI). Además, la honra y la intimidad de las personas fue tratada constitucionalmente como bien inviolable (inciso X), y muchas formas de comunicación pública y expresión social de desprecio dirigidas a gays y lesbianas son seguramente violaciones a su honra y a su intimidad. Y todo esto sin mencionar que la propia Constitución prevé una recomendación al legislador (y, podemos agregar, a todo órgano público con poderes semilegislativos) de punir “toda discriminación atentatoria a los derechos y libertades fundamentales” (inciso XLI). Estos derechos individuales, tratados como derechos fundamentales de cualquier miembro de la sociedad brasileña, ya serían suficientes como para demostrar cuánto hay de ilícito jurídico en la continuidad institucionalizada de los estigmas antigays.
Pero lo que ciertamente fundamenta las reivindicaciones contra el tratamiento desigual y discriminatorio y la reacción a expresiones públicas de desprecio es el principio de la dignidad de la persona. El Estado brasileño – la institución de la vida pública y común de la sociedad brasileña – se basa en la “dignidad de la persona humana” y en el “pluralismo político” (Constitución Federal, Artículo 1, incisos III y V). La dignidad de la persona está bien expresada en la fórmula kantiana: el valor de cada ser humano, que no puede ser cambiado por nada, no puede ser comprado por nada y no puede ser instrumento de nada. Ningún ser humano puede ser usado por otro o por la colectividad y no puede ser usado ni siquiera como un ejemplo, como un chivo expiatorio. Para el pluralismo, el fundamento de la convivencia política en Brasil es la tolerancia recíproca. Estas son demos-traciones básicas (y hasta elementales) de que la democracia brasileña, es decir, el sistema jurídico público en Brasil, adopta las precauciones necesarias para que no se permitan la intolerancia o la opresión social entre grupos sociales. Nuestro sistema jurídico garantiza y valoriza la pluralidad de formas de vida y de pensamiento, y no legitima que el Estado patrocine la uniformización, el conformismo y la sumisión.
La negativa de derechos sumada al tradicionalismo del statu quo mantiene y fomenta las formas más evidentes de violencia física y es en sí misma una ofensa al régimen democrático de iguales libertades. No es de extrañar que, bajo el silencio del sistema jurídico – tal como es entendido por las expresiones no democráticas más comunes – se cultive la intolerancia. En un orden democrático, esa discriminación sexual es jurídicamente ilícita. En un Estado democrático, la defensa del orden social se restringe a la defensa de instituciones que puedan pasar por la prueba de la universalización y de la crítica, y esto sustentaría los tratamientos diferentes, justificados por la necesidad de mantener las condiciones de convivencia social con libertad igual para todos. Pero hoy no pasan esta prueba las ideas preconcebidas sobre las relaciones afectivas y eróticas entre personas del mismo sexo.
Decir que tales relaciones no deben ser reconocidas porque contrarían la índole religiosa y la moral universal, incide en la prohibición constitucional de que el Estado aplique coercitivamente a todos los ciudadanos un conjunto determinado de convicciones religiosas. Los argumentos de convicción religiosa no se pueden usar con legitimidad en el espacio democrático cuando están fundamentados en sí mismos, pues ninguna religión determinará obligaciones, deberes y derechos para todos los ciudadanos ya que no todos comparten la religión que se pretende o que es dominante. La libertad de creencia, una de las marcas de la democracia, impide que se impongan a todos deberes que se justifican solo para los seguidores de determinado credo. Basarse en la revelación cristiana, judía o islámica no es suficiente (menciono expresamente estas tradiciones porque las relaciones homosexuales no son objeto del mismo tabú en muchas otras religiones y culturas).3
La libertad religiosa es, por lo tanto, una barrera democrática y constitucional para argumentos en este sentido, cuando se trata de legislación estatal. El Artículo 5, inciso VI de la Constitución brasileña es explícito: “Es inviolable la libertad de conciencia y creencia, quedando asegurado el libre ejercicio de los cultos religiosos y garantizada, en la forma de la ley, la protección a los locales de culto y a sus liturgias”. Ahora bien, si la libertad de conciencia es inviolable, aquellos que no comparten las convicciones religiosas de los otros (aunque los otros sean la mayoría) no pueden someterse a leyes cuya razón de ser se justifica solo en la creencia religiosa.
La Constitución Federal añade a la libertad de conciencia otro elemento importantísimo para el debate: “Nadie será privado de derechos por motivos de creencia religiosa o de convicción filosófica o política, salvo si se las invoca para eximirse de obligaciones legales a todos impuesta y rehusarse a cumplir prestaciones alternativas establecidas por ley” (Artículo 5, inciso VIII).
La convicción religiosa ajena no puede, por lo tanto, privar de derechos a un grupo social que no se rehúsa a cumplir los deberes generales de ciudadanía. Además de ser libres para creer, los ciudadanos brasileños son libres para no ser privados de derechos porque grupos religiosos hayan hecho leyes fundadas en sus convicciones religiosas. Decir, por lo tanto, que no se extienden a ciertos grupos (como gays y lesbianas) derechos que existen para otros por la “índole religiosa” de la mayoría o por el “derecho natural” de carácter revelado o pseudocientífico (y si no es científico es una creencia, una cuestión de conciencia) es contrariar directamente el derecho constitucional.
Lo mismo vale para una afirmación como la de que “nadie será feliz así”. Pues bien, el derecho moderno y democrático no pretende hacer la felicidad de las personas. Las personas pueden ser felices de la manera que quieran, siempre que no causen daño y no impidan a otros de la misma manera buscar la felicidad. Este es el sentido de la libertad civil y de la tolerancia entre ciudadanos de un Estado democrático. No es responsabilidad del Estado hacer felices a sus ciudadanos en la vida privada, y la felicidad ajena debe ser un problema ajeno. En una frase muy pertinente, J. R. Lucas (1989, p. 262) dice que la expresión “ocúpese de su vida” es un buen resumen de un principio de justicia y de tolerancia. “‘Ocúpese de su vida.’ Aunque sea una definición inadecuada de justicia, es un correctivo importante para una exagerada solicitud con los otros. Hay […] una ligazón conceptual entre la justicia y la libertad, en la medida en que es parte de las exigencias de justicia que cada individuo pueda hacer su propia vida”.
La solidaridad social en sociedades de masa, burocráticas y democráticas, tolerantes y, en una palabra, justas, no equivale al control público de las felicidades particulares. Ni siquiera equivale al control social: la libertad contra la injerencia ajena es uno de los grandes beneficios de la democracia, un aspecto que la hace deseable.
Otra línea de argumentos para que el sistema jurídico ignore los derechos de los homosexuales y no los “estimule” busca basarse en razones de orden científico de dos naturalezas. Una afirma que lo natural es lo que existe empíricamente, y lo antinatural es lo que no se encuentra en otras especies animales. La segunda mezcla las funciones y regularidades de la naturaleza con la finalidad de la acción humana y transforma funciones naturales en prescripciones morales (deriva el deber del ser, como dijo Hume).
En la primera línea se argumenta que es antinatural la convivencia de personas del mismo sexo y que no existen ligazones de este tipo en la naturaleza. En este sentido, el fundamento alegado para la legislación es simplemente equivocado: decir que las uniones erótico-afectivas entre seres humanos del mismo sexo son “antinaturales” porque no existen en la naturaleza solo demuestra ignorancia de hechos. Y si existen hechos en la naturaleza, el argumento no se sostiene, como está probado por las evidencias empíricas: ya se constató que varios mamíferos establecen relaciones entre individuos del mismo sexo.
En la segunda línea de razonamiento, antinatural quiere decir contra las finalidades de la naturaleza, y en ese sentido el argumento presenta dos problemas. El primero se refiere a la finalidad de la naturaleza, que no puede ser determinada por la ciencia. Para eso sería preciso suponer la existencia de un sujeto o una conciencia por detrás de las regularidades naturales; equivaldría a personificar la naturaleza. Por eso mismo, en la ciencia moderna la funcionalidad de los eventos no se confunde con su finalidad. Transformar las funciones naturales en fines es un error del orden de las categorías e invalida el razonamiento. Aunque los contactos sexuales sean funcionales para la reproducción de las especies, no se puede derivar de ahí que la finalidad de esos contactos entre los seres humanos sea, o deba ser, la reproducción de la especie.
La moral y la ética son el campo en que se construyen y se interpretan las conductas humanas que no dependen de las determinaciones naturales. Los seres humanos valen como personas justamente porque son capaces de darse fines (a esto se denomina autonomía) y solo pueden hacerlo en contraste con las regularidades determinantes de la naturaleza. Valen porque son sujetos y no objetos. El fin no es cumplir con un determinismo natural. Nadie tiene por finalidad morir: esto se descarta, ya que de todas maneras, todos moriremos. En argumentos morales, no es sencillo invocar a la naturaleza como determinadora de prescripciones: la naturaleza no es prescriptiva, es determinante, lo que es muy diferente.
Incluso la teología cristiana dejó de lado en el siglo pasado una afirmación tan simplista como esa. Específicamente en la tradición católico-romana, la constitución Gaudium et Spes, de 1965, expresa: “El matrimonio, sin embargo, no fue instituido solo para el fin de la procreación” (GS, 50). Y enfatiza que el matrimonio consiste en la expresión de un amor: “Este afecto se expresa y realiza de manera singular por el propio acto del matrimonio. Por eso, los actos por los cuales los cónyuges se unen íntima y castamente son honestos y dignos” (GS, 49). Siguiendo esta línea, pasados ya los años del gran debate a mediados del siglo XX, el Catecismo oficial (de 1992) estipuló que, más allá de la transmisión de la vida, una finalidad tan importante del matrimonio, es el “bien de los cónyuges” (Parte III, Sec. II, Cap. II, Art. 6).
Si no fuera así, debería estar prohibido mantener relaciones sexuales (y afectivas) y casarse, por ejemplo, para todos los seres humanos infértiles. Pero desde siempre se descartó la simple impotencia generandi como causa de anulación de matrimonios. El Código de derecho canónico, vigente desde 1983 para la iglesia romana, consolida la larga tradición al respecto: el Canon 1084, parágrafo 1º, trata la impotencia coeundi como impedimento para el matrimonio, pero dice expresamente en el parágrafo 3º: “La esterilidad no prohíbe ni dirime el matrimonio […]”.4
Basándose en esta valorización del bien recíproco de los cónyuges, Michael Sandel (1996, p. 104) critica la defensa de los derechos de los individuos homoeróticos que solo se basan en la libertad negativa (una tolerancia negativa). Para él, se puede proponer también un argumento positivo diciendo que las relaciones de amor entre individuos del mismo sexo son buenas, como es buena toda relación de amor. Por eso, no solo por respeto a la libertad, sino también por respeto a la idea de bien, no debería ser difícil para los tribunales valorizar positivamente estas relaciones.
Finalmente, el argumento dicho científico contra el “estímulo” a las relaciones eróticas y afectivas entre personas del mismo sexo parece enredado en una fuerte contradicción. Al mismo tiempo que afirma que la orientación homoerótica es contraria a la naturaleza porque en la naturaleza no habría homoerotismo (información que ya no se sostiene) sugiere que se trata de una elección orientada por la convivencia y por la educación. El argumento presume simultáneamente que la “naturaleza” determina cosas para todos los seres menos para los humanos (para los cuales la orientación sexual dependería de estímulos y no de determinismos naturales); y que el derecho debería, en caso de que la naturaleza fallara, actuar ocupando su lugar. Pasa a ver el problema como una “enfermedad” del comportamiento y, lo que es peor, una enfermedad contagiosa.
La afirmación es de dudosa coherencia. Como se sabe, la inmensa mayoría de los gays y lesbianas nace en familias de heterosexuales y convive la mayor parte de su vida con heterosexuales (población mayoritaria), es más, en ambientes en los cuales se los somete a toda suerte de violencia moral y física, como se sabe. ¿Cómo, por qué y por quién se sentirían estimulados a pertenecer a ese grupo vulnerable y sujeto a tantas limitaciones de orden social, a tanta violencia y humillación a lo largo de la historia? El argumento parece suponer que el reconocimiento público de tales relaciones estimularía a los heterosexuales a convertirse en gays y lesbianas. ¿Qué especie de contagio es ese que puede transformar a alguien gay, pero no puede transformar a alguien gay en hétero? Así, concluye que la orientación sexual es cultural y social, por lo tanto, no es natural. Si estuviera determinada por la naturaleza no podría ser modificada. Pero si no es natural, el argumento de que se está prohibiendo una conducta basada en la naturaleza pierde sentido.
Por eso, la prohibición de dar a gays y lesbianas los mismos derechos debe basarse exclusivamente en argumentos morales, pero si se pretende mantener una sociedad libre y democrática se requieren argumentos de moral crítica y no tradicional. Claro que nada de eso vale si la concepción de espacio público de derecho y de política es intolerante, tradicionalista y asimilacionista. Si lo que está en juego es realmente la imposición de la homogeneidad (étnica, religiosa, política o sexual), entonces la diferencia de orientación sexual es tan maléfica como otra cualquiera, y no es de extrañar que durante el régimen nazista los homosexuales también fuesen enviados a los campos de concentración.
Los argumentos laicos y críticos deberían, pues, ser fundamentales. Y entre los argumentos laicos y críticos no hay uno que logre invalidar el principio de que, entre adultos libres, ciertas interferencias del Estado no pueden aceptarse.
El reconocimiento consiste en la afirmación y en la valorización positiva de ciertas identidades. El derecho al reconocimiento, por lo tanto, debe afirmarse como un derecho en primer lugar, y será necesario traducirlo en esfuerzos públicos – estatales y no estatales – que retiren de un grupo estigmatizado las consecuencias jurídicas de un estigma social.
¿Cómo sería posible convertir en deberes ese derecho al reconocimiento, y a quién debería beneficiar? Retomo brevemente el tema del derecho subjetivo. A partir del siglo XVI, el ejemplo más evidente de derecho subjetivo es el de dominium, que a lo largo del tiempo se resumió a la propiedad – como la imaginamos hoy –, pero antes abarcaba una serie de otros poderes, como la propia jurisdicción. Príncipes y padres de familia tenían no solo el dominio mercantil y económico de las cosas, sino también poderes de señorío sobre sus súbditos y parientes. Ahora bien, lo importante es que el derecho subjetivo terminó por ser tratado ejemplarmente en el campo de la propiedad bajo dos aspectos. En primer lugar, en cuanto a su concepto: tiene la propiedad quien la puede usar, gozar y de ella disponer. En segundo lugar, las formas de transferencia de poder vinieron a componer el gran campo de las obligaciones. Por eso, definir los poderes y decir cómo circulan entre las personas resume bien la reflexión sobre los derechos subjetivos. Sin embargo, la discusión de los derechos subjetivos, de esta forma, se produce dentro de las reglas de la conmutación. Presupone que lo importante es definir cómo las cosas cambian de manos y cómo van a parar a manos de sus detentores.
Una esfera distinta es la de la reflexión sobre la distribución. En ella, el problema no consiste en defender derechos ya existentes, sino en atribuir derechos imaginando que aún no están distribuidos. No se trata de una reflexión histórica, sino de una reflexión crítica sobre quién debe tener qué. Las reglas de distribución tienen una dificultad particular: no presumen que ya existan titulares de derechos subjetivos, presume solo que todos deben tener acceso a cierto bien. Las reglas de distribución difieren de las reglas de conmutación porque no atribuyen derechos de unos frente a otros (a otro, como derecho personal; a todos los otros, como derecho real), sino a derechos de todos frente a todos. Los ejemplos más evidentes de distribución son las reglas societarias. Hay derechos que son de todos los socios antes de ser derechos de un socio contra otro socio, o contra la sociedad.5
Creo que, de base los derechos al reconocimiento necesitan ser planteados en esta esfera. La lucha por los derechos al reconocimiento es lucha por distribución, la distribución de un bien que solo existe y solo se produce socialmente: el respeto. No se trata aquí de un respeto conmutativo, sino de un respeto distributivo y, por lo tanto, universal. Cuando una sociedad se organiza de manera jerárquica y desigual, no se puede distribuir el respeto de forma igual o universal. En el lenguaje político antiguo, la honra consistía exactamente en el respeto desigual: algunos lo tenían, otros no; algunos tenían más (mayor honra) y otros menos (menor honra); en estos términos, era tratada como un bien escaso, que no podría tener una distribución igualitaria para todos. El respeto, a su vez, es la contrapartida de la dignidad universal.
El respeto mismo, la valoración o valorización igual de los seres humanos, queda condicionado a la producción social de una imagen positiva o negativa, de un rasgo que identifica a un grupo: el color de la piel, el nivel de educación, la procedencia étnica, el género o la orientación sexual. Y la producción de ese respeto a veces depende de cómo es la recepción social de la característica principal de la imagen socialmente creada: ¿es visible o invisible, mutable o inmutable? Hablo también de respeto distributivo, tomando en cuenta que el “respeto” es un bien indivisible, producido socialmente. Así, si la imagen de cierto grupo es negativa, esta distinción es una producción social.
El problema jurídico nuevo es la disputa por la imagen pública. La reparación de la injusticia, en este caso, no es solo de carácter individual, sino social. La lucha por el reconocimiento es una disputa por el reconocimiento de la dignidad de la persona humillada por la mayoría; y es también una lucha contra la injusticia que consiste en humillar a un grupo entero. De esta forma, no es una lucha por el convencimiento de la mayoría en cuanto al valor de una minoría, sino una lucha por el pluralismo. Naturalmente, el pluralismo y la tolerancia tienen límites: los intolerantes, por ejemplo, pueden a veces ser contenidos. Para que gays y lesbianas sean reconocidos y tolerados en esos términos es necesario que no se confundan, siendo ellos mismos intolerantes, o asumiéndose como un grupo que desea dominar el espacio social. Este es uno de los temas subyacentes a varios discursos contrarios al reconocimiento de gays y lesbianas (considerados como “corruptores”, traidores de la vida social). No se trata simplemente de dar a cada ser humano que encaja en aquel grupo estigmatizado la oportunidad de deshacerse del estigma. Se trata de desestigmatizar a todo el grupo, demostrando que el estigma se basa en prejuicios y discriminaciones inaceptables en el espacio público democrático.
Los derechos subjetivos tradicionales eran asimilados a la propiedad: la propiedad de sí mismo y de sus cosas componía el núcleo de la idea de derecho subjetivo. Tener derechos significaba ser dueño de sí y de sus cosas. En consecuencia, tener derechos significaba disponer de protección judicial contra actos que violaran la persona y la propiedad de cada uno. De modo general, esto se hacía por la criminalización o sanción civil de conductas, dando a las víctimas la posibilidad de buscar la cosa, o su equivalente en dinero, a título de indemnización. La garantía de un derecho subjetivo se daba por los instrumentos de la justicia conmutativa (correctiva o retributiva): devolver a alguien la cosa que le pertenece, recomponer el perjuicio causado, aplicar una pena proporcional a la lesión inflingida a otros.
Es natural que la defensa jurídica del derecho de propiedad o de la libertad se dé cuando alguien ya es propietario o libre. El no propietario y el esclavo no tienen qué defender. Para que puedan tener algo es necesario que afirmen un derecho a la distribución de las cosas y de la libertad. En estos términos, la distribución es un antecedente lógico de todos los derechos. Esta distribución fue objeto de lucha por los derechos sociales en los siglos XIX y XX. Los derechos sociales fueron, pues, derechos de distribución o de redistribución. En la distribución no es que cada uno tiene una cosa: cada uno tiene un derecho a parte de alguna cosa que es común. Los derechos de los accionistas a los dividendos son exactamente de esa naturaleza. Nadie dirá que los accionistas, hasta tanto no se realice la distribución de los dividendos, no tienen derecho a ellos. Hasta que no se realice la división, no tienen derecho a parte determinada de los dividendos pero ya tienen derecho a los dividendos. Tan es así que la dirección de la sociedad no puede practicar ciertos actos porque hieren un derecho (de contenido aún indeterminado). Los accionistas gozan, por eso mismo, de remedios que pueden ser llamados “colectivos” o “difusos”, porque tienen derecho a algo que permanece indiviso: mientras la ganancia no sea “distribuida” cada accionista tiene un derecho suyo y propio a una parte del fondo común (el resultado positivo de la actividad social).
Al hablar de derecho de reconocimiento, estamos hablando de algo más que del respeto debido a cada individuo bajo las reglas democráticas universales de tolerancia y libertad. Es cierto que el fundamento último del derecho al reconocimiento, o derecho a la diferencia, como dicen algunos, es el derecho subjetivo universal de libertad. Tiene razón Sérgio Paulo Rouanet cuando afirma que la defensa de ciertos grupos se basa en la defensa del derecho de los individuos de aquel grupo a conducir sus vidas, a ser tratados como seres humanos independientemente de pertenecer a aquel grupo. Las mujeres quieren ser respetadas como seres humanos tan completos y valiosos como los hombres, y ese es el objeto final de la defensa de los derechos de las mujeres. Si para darles total y tan gran respeto es necesario reconocer las diferencias, que así se haga.
Siguiendo este razonamiento se puede llegar a decir que la diferencia jurídica es solo instrumental para la igualdad moral, y que la diferencia específica de quienes son gays o lesbianas permite diferenciarlos, negándoles algún derecho. Por eso, el derecho al reconocimiento pide que se discutan, del punto de vista social y jurídico, las valoraciones negativas dadas históricamente a cierta identidad. Pertenecer a un grupo de identidad no es lo mismo que pertenecer a una asociación voluntaria. De esta forma, la tolerancia para con los grupos de identidad es diferente de la tolerancia para con los grupos de opinión. Los grupos de opinión se aceptan porque no se obliga a nadie a pensar de una forma o de otra, y la confrontación de opiniones puede generar más luces y mejores decisiones. Pero de los grupos de identidad no siempre es posible salir y entrar libremente: no se cambia de etnia y orientación sexual como se cambia de opinión.
Hablar de “disidentes” es una cosa; de “diferentes”, otra. ¿La tolerancia extendida a los disidentes es la misma que se aplica a los diferentes? En el fondo hay muchas semejanzas: la tolerancia para con los disidentes parte de la comprensión de que la simple diferencia de opinión no transforma a nadie en traidor o asesino. De esta forma, la simple diferencia de opinión no justifica la eliminación del disidente ni la negativa de sus derechos civiles o políticos. Pero ciertas actitudes demuestran que el discurso que sostiene el rechazo a los derechos de los diferentes es el mismo discurso que predica la eliminación de los diferentes. Extranjeros u homosexuales solo podrían ser aceptados como iguales si renunciaran a sus respectivas identidades. Para ellos, restarían dos opciones: o asimilarse (convertirse), o esconderse (ocultarse). El derecho de reconocimiento es un derecho a mantener su identidad, siempre que esta no impida la existencia simultánea de otras identidades. Es un desdoblamiento o una especialización de la tolerancia, la tolerancia de lo diferente.
Tal vez esto sea más problemático de lo que parece, pues la diferencia puede ser justamente aquello que se quiere preservar, y no abolir. Estos son los términos en que se da la discusión del derecho a la diferencia y del derecho de reconocimiento, con dos significados distintos.
En primer lugar, el derecho a la diferencia puede significar exactamente lo mismo que los derechos fundamentales implican como programa democrático: que el legislador y los tribunales no tomen en cuenta ninguna característica individual para restringir los derechos de alguien, siempre que esa característica no se justifique como diferenciador suficiente. Diferencias de nacimiento, de etnia, de género, entre otras, están proscriptas del ordenamiento jurídico. Tratar a alguien de forma diferente en estos términos significa no reconocer a la persona individualmente por lo que ella es. El remedio jurídico para la falta de reconocimiento individual es la prohibición de tales actos por la regla de la isonomía. Y vale la pena recordar que esa isonomía siempre se crea socialmente: como se sabe, equiparar hombres y mujeres en todos los sentidos es una construcción hasta cierto punto reciente. Respeto a la diferencia quiere decir aquí, nada más que la deliberada irrelevancia de la diferencia, un intencional dejar de lado la diferencia empírica.
En segundo lugar, el reconocimiento puede significar la supresión de la valoración negativa de cierta identidad, ya sea para afirmarla positivamente, ya – y sobre todo – para afirmar que esa identidad, en lo que respecta a la vida social y político-jurídica, es irrelevante. En estos términos, no basta que el individuo tenga el derecho de ser tratado como todos los otros; este necesita probar – con esfuerzos heroicos – que es exactamente igual a los otros. Bajo esta segunda perspectiva, pasa a ser su derecho ver su diferencia específica respetada públicamente. El derecho al reconocimiento, en este momento, adquiere el aspecto distributivo que mencioné, ya que esa identidad no es exclusiva de un individuo, sino que pertenece a un grupo. Es ese bien común (una identidad) el que merece respeto público, que no significa ni admiración ni concordancia. Nadie está obligado a convertirse a los cultos afro-brasileños, al Islam o al cristianismo para respetarlos públicamente. Así como el derecho no obliga al amor, el respeto al pluralismo social no se confunde con el derecho al cambio de la convicción ajena.
Dijo Kant, de un modo muy inspirado, que el amor universal no puede significar simpatía o afecto universal, pero puede significar y significa respeto universal. El derecho al reconocimiento significará, entonces, el respeto a cierta identidad colectiva. Martha Minow usó un título muy significativo en su trabajo sobre los derechos de las minorías (1997): Not only for Myself. Los derechos requeridos bajo esa forma de recono-cimiento no son exclusivamente individuales, no son solo para mí. El reconocimiento que se exige, bajo la forma de derecho, es para “cualquiera”, es universal.
Ahora bien, esta construcción de la diferencia de modo positivo – o la desconstrucción de la diferencia negativa –, establece un conflicto en dos sentidos: en el sentido de que es necesario cuestionar la distribución del valor de las identidades y en el sentido de que la identidad de cada grupo es algo que se distribuye universalmente entre todos sus miembros.
En el primer sentido, el remedio a la discriminación, pasada y presente, debe incorporarse en prácticas que procuren cambiar, con vistas al futuro, las condiciones históricas heredadas: la divulgación de informaciones y la enseñanza de la tolerancia pasan a ser derechos de todos y a beneficiar a grupos sometidos tradicionalmente a la violencia física y moral y tradicionalmente tratados, como dice el derecho constitucional norteamericano, como “clase sospechosa” (Gerstmann, 1999, passim). El remedio a la discriminación pasada no es un privilegio, o derecho especial de un grupo, sino el remedio para una injusticia especial de la cual el grupo es víctima. Sin este remedio, la tendencia sería la perpetuación de situaciones históricas de injusticia.
En el segundo sentido, la violencia contra alguien por ser miembro del grupo puede ser considerada violencia u ofensa a todos. O sea, si la integridad física o moral de un miembro del grupo está en riesgo por el hecho de pertenecer a ese grupo, su seguridad y el respeto que le es debido se convierten en bien común (indivisible), que pertenece a todos. La intolerancia, una vez aceptada en la vida social, no conoce límites, y se crea un círculo vicioso de exclusiones. Por eso, las acciones civiles públicas también acá se revelan importantes, ya que, por definición, benefician a todos los miembros de una clase o grupo. La distribución se da por el propio resultado del proceso: todos los miembros del grupo se benefician de un resultado positivo, disminuyendo el riesgo de exposición de los más vulnerables.6
Distintas resoluciones del Superior Tribunal de Justicia (STJ) brasileño muestran lo que es el derecho al reconocimiento en el primer sentido: el de la tolerancia, el de la libertad negativa y el de la no discriminación. La decisión del Recurso Especial 154857/DF, publicada el 26 de octubre de 1998, tal vez sea la más ejemplar (relator Ministro Luiz Vicente Cernicchiaro). Habían impugnado la capacidad de testimoniar de un homosexual, alegando entre otras cosas su “desviación ética” [sic]. El STJ acepta el recurso para restablecer la capacidad del testigo. El argumento del STJ es típicamente de tolerancia y no discriminación: la orientación sexual de alguien no interfiere en su capacidad de testimoniar, y por eso no puede ser justificativa para no oírlo. “Así se concretiza el principio de la igualdad registrado en la Constitución de la República y en el Pacto de San José de Costa Rica”.
Lo importante en la decisión es que la discriminación por orientación sexual es considerada incompatible con la Constitución de la República (por ser violadora de los derechos fundamentales) y con el Pacto Interamericano de Derechos Humanos (como violadora de los derechos humanos, en la órbita internacional). Significa que una regla constitucional impide que la orientación sexual sea tomada como criterio para diferenciar a los ciudadanos.7 En este caso, llamo la atención nada más que hacia el hecho de que las instancias locales de la justicia hayan sido capaces de invocar la orientación sexual del testigo como una “desviación ética”, y solo en la instancia especial esa “desviación” haya sido declarada irrelevante.
Otros casos se refieren al reconocimiento de derecho a partición o comunidad de bienes, en suma, al reconocimiento de una sociedad de hecho entre compañeros del mismo sexo. Aquí la cuestión es ligeramente diferente. Se puede decir que hay una forma de reconocimiento de las uniones del mismo sexo, pues se emplea idéntico fundamento (la existencia de un esfuerzo común en la construcción del patrimonio) al adoptado décadas atrás, cuando el vínculo del matrimonio era considerado indisoluble y la ley impedía más de un casamiento. En aquel momento, la convivencia entre heterosexuales en los moldes de matrimonio (more uxorio) no podía aceptarse formalmente, pero los tribunales daban a los integrantes de la pareja derechos patrimoniales recíprocos. Era un medio camino para la aceptación de la sociedad conyugal. Al recurrir a un argumento equivalente el STJ abre también una perspectiva para el reconocimiento de la unión. Pero hay una importante limitación: se trata del reconocimiento de las cuestiones patrimoniales, pero no de un reconocimiento positivo, como dijo Sandel (1996), que incluya las relaciones afectivas establecidas entre compañeros del mismo sexo.
Este reconocimiento está implícito en el Recurso Especial 148.897/MG. Allí el Tribunal reconoce que el compañero tiene derecho a partición de un bien común habido durante la convivencia, pero niega al sobreviviente la indemnización – pedida contra el padre del fallecido – por perjuicio moral por haber soportado solo los gastos de la enfermedad del fallecido. Como se puede apreciar, el Tribunal aplicó un razonamiento igual al que aplicaría a una pareja de heterosexuales: el marido o la mujer que sobrevive, en el actual sistema jurídico brasileño, no es indemnizado por las familias por haber sufrido con la enfermedad del cónyuge fallecido. Es que esa convivencia, “en la salud y en la enfermedad”, forma parte del “estado” conyugal, según los términos hasta hoy aceptados. Por eso, al conceder la partición del bien pero negar la indemnización, el STJ dio un paso más en el acercamiento de la convivencia gay y lesbiana a la convivencia de compañeros de sexos diferentes.
Las cuestiones de derecho requieren resoluciones que permitan decir qué es lo “suyo de cada uno”. Cuando se habla de los derechos sociales, para que haya un “suyo de cada uno” es necesario que se defina, en primer lugar, qué es la parte común, de la cual cada uno tendrá lo “suyo”. En las sociedades capitalistas la propiedad común fue disuelta y todo se transformó en objeto de apropiación individual. En esas circunstancias se hizo necesario imponer la contribución de todos – de forma proporcional – a la formación de fondos comunes: por medio de impuestos y contribuciones. De estos fondos comunes sale, o debe salir, la provisión de los derechos sociales como, entre otros, salud, educación y jubilaciones. Vivimos hoy un período de crítica a ese modelo de constitución de fondos comunes, crítica orientada tanto a la ineficiencia de su gestión (en nombre de la privatización), como a la posibilidad misma de su existencia (en nombre de la competencia entre agentes económicos).
Me parece cierto, de todos modos, que la satisfacción de los derechos sociales se produjo, del punto de vista del derecho, por estos dos mecanismos: creación de fondos y distribución de fondos comunes. Esos fondos permitieron “comodificar” (cosificar, transformar en mercadería o crédito) las expectativas de acceso a los resultados sociales de la producción económica. Al mismo tiempo, posibilitaron medir (aunque imperfectamente) los accesos permitidos a tales fondos. Al “comodificar” el acceso, el sistema jurídico creó tensiones muy específicas. Introdujo un gestor del fondo – el Estado – que parece ser en realidad el “dueño” del fondo. Esto fue determinante para permitir la universalización de los fondos, impidiendo que fuesen solo sectoriales o corporativos. Al mismo tiempo desvinculó, en la percepción de los juristas, las dos puntas del sistema: la contribución y la distribución. Parece que tales fondos pueden existir sin la contribución de nadie, y los conflictos jurídicos de contribución se discuten en una esfera, mientras que los conflictos de distribución se discuten en otra. La jurisdicción tributaria regula solo las relaciones del Estado con los contribuyentes (muy particularmente, claro, el capital) y adopta, en esta esfera, una actitud claramente restrictiva y protectiva del contribuyente.8 Los conflictos por la distribución se procesan de forma independiente, y permiten actitudes generosas para con el beneficiario. Al final, las cuentas tenderán a no cerrar.
Claus Offe (1991) observa que hay ahí evidencias de reglas distintas: una es la regla de la solidaridad, la otra, la del interés. En lo que respecta a los derechos sociales hay una “comodificación” que permite separar la solidaridad del interés. El interés aparece como si no tuviese contrapartida, y se afirma, pues, en los moldes del derecho civil individual. El derecho civil individual, más o menos como los derechos absolutos de Dworkin, es irresponsable, dice Offe (p. 84), puede ser exigido por el titular, sin tener que dar una contrapartida a nadie. El derecho social clásico, por su parte, presupone que hay solidaridad y que existe la contrapartida de un fondo social de solidaridad: su concesión depende de que exista ese fondo y de las respectivas reglas de acceso.
El derecho al reconocimiento se distingue del derecho social en un aspecto importante. Puede ser de difícil “comodificación”. El reconocimiento, como dice Fraser (1997), no busca reparar una injusticia relativa a bienes materiales, sino a un bien inmaterial (moral, si se quiere), que es el respeto, la imagen pública de una persona y de un grupo. Ese derecho al reconocimiento difícilmente se establece con la creación de un fondo de indemnización, pura y simplemente. Por eso, señalé más arriba que el derecho al reconocimiento se refiere a un bien, el respeto recíproco y universal, que es el producto común (social) de la vida en sociedad. La imagen social de un grupo, como bien común, no puede ser distribuida de forma mercantil. Es distribuida universal e igualmente, y por lo tanto, se asemeja a los derechos absolutos de Dworkin y a los derechos irresponsables de Offe.
Quien pide el derecho al reconocimiento pide que la distribución de la identidad social no sea jerarquizante en función del rasgo de identidad específico. Pide que todas las identidades se traten jurídica y políticamente como equivalentes. Se trata de afirmar el derecho a ser diferente, y a que esa diferencia se torne irrelevante. Es una combinación de universalismo moderno e iluminista con pluralismo: reivindicación simultánea de universalismo y percepción social de queer theory. La disolución de las identidades sexuales, la afirmación de toda sexualidad, se hace en nombre de lo universal. Rouanet (2001, p. 89) recuerda que el universalismo es crítico justamente porque impide que las formas parroquianas de pensamiento y juicio pretendan una universalidad que no pueden tener. Así, dice, quien defiende el universalismo “condena el sexismo, no por identificarse con el estatuto femenino particularista, sino por negar la validez de todos los estatutos particulares y por considerar que estos estatutos son casi siempre creaciones imaginarias, destinadas a privar a los individuos empíricos de sus prerrogativas como titulares de derechos universales”.
El derecho puede proteger esta pretensión, por ejemplo, cuando se demuestra, en casos particulares, que personas gays y lesbianas son inferiorizadas en el tratamiento que reciben del sistema jurídico: solo en función del sexo de sus compañeros eróticos y afectivos, se ven privadas de beneficios extendidos a otros ciudadanos, como, entre otros, el simple derecho a prestar testimonio, el derecho de contribuir a la previsión social o de pagar impuestos. Y es más, se puede decir que los homosexuales tienen derecho a ser tratados con respeto universal en las manifestaciones públicas de todos, y así como ya no se toleran discursos que inciten al odio entre grupos sociales, el derecho también sirve para cohibir las manifestaciones públicas ultrajantes. No se trata de hablar de la criminalización del tratamiento ofensivo dispensado a la persona gay o lesbiana, sino de delito contra la paz pública. Esta especie de delito tiene como víctima a la colectividad, pues atenta contra la convivencia democrática.
En resumen, mucho puede decirse y hacerse por el derecho; pero, dado el carácter aún oneroso para los individuos públicamente inferiorizados, es jurídicamente necesario, en muchas oportunidades, que las acciones sean tomadas por sustitutos procesales. Es así también porque la inferiorización de la que se trata tiene un carácter difuso (alcanza a cualquiera) y antidemocrático.
1. El tema mereció un extenso tratamiento en la obra de Erving Goffman (1975). Para este, el estigma es un fenómeno social, un atributo depreciativo que permite preestablecer ciertas relaciones. Los estigmatizados se pueden dividir inicialmente en dos grupos: aquellos cuyo estigma es evidente, y por eso se dicen personas desacreditadas; y aquellos cuyo estigma no es inmediatamente perceptible, denominadas personas desacreditables.
2. En la tipología del tratamiento discriminatorio elaborada por Yoshino (1999), la discriminación atropella las identidades, forzando los grupos diferentes a convertirse o a esconderse. Convertirse (converting), una exigencia explícitamente antidemocrática, hace referencia a aquellas identidades que resultan de libre aceptación de pertenecer a un grupo. El ocultamiento (passing) también se presume compatible con alguna tolerancia: el individuo no puede exponer públicamente su identidad. Al ocultarse el individuo pasa públicamente por lo que no es (el rasgo de identidad no es visible). Finalmente, el individuo puede no ser obligado a ocultar su identidad pero sí a encubrirla (covering): le es permitido retener su identidad e incluso hacerla pública pero no le es permitido enorgullecerse de ella, exhibirla u ostentarla. Según Yoshino es el caso del negro obligado a usar un corte de pelo convencional entre blancos, a no ostentar un corte black power
3. Este no es el espacio adecuado tampoco para poner en duda la propia fundamentación religiosa del tabú. Como distintos teólogos lo han dicho, es una señal evidente de mala fe que las religiones elijan selectivamente lo que sobrevive de su propia tradición y quieran imponer esa selección a todos. Así, hay no pocos grupos inspirados en los textos sagrados del judaísmo y del cristianismo que ignoran las obligaciones de sacrificios animales, los ritos de limpieza y segregación de enfermos y mujeres, los tabúes alimentarios, entre otras cosas ¿Según qué criterio continuarían siendo abominables las relaciones entre personas del mismo sexo y no los tabúes alimentarios?
4. En el Código de derecho canónico de 1917 las mismas reglas estaban en el Canon 1068, parágrafos 1o y 3o.
5. Iris M. Young (1996) no acordaría con ese análisis. Para ella, la distribución se produce con bienes que pueden ser individualizados (ingresos, oportunidades, etc.), lo que no es el caso del respeto, y la política de identidades no busca distribuir algo, sino desmontar sistemas de opresión (¿la distribución terminaría con la explotación?). Aun así, creo que se puede hablar de distribución si imaginamos que la imagen de grupos sociales constituye un producto social, algo común (indivisible) y que puede ser modificado. En la Ética a Nicómaco, Aristóteles presenta la honra como ejemplo de objetos que se distribuyen de manera proporcional. Es cierto que la honra en una sociedad no igualitaria es diferente del respeto en una sociedad democrática; pero el respeto existe justamente en la medida en que es universal e igualmente distribuido. Tratar el tema bajo la forma de justicia distributiva también me parece importante, por ser jurídicamente relevante: las relaciones conmutativas permiten soluciones jurídicas de adjudicación simple y bilateral, mientras que las relaciones distributivas exigen soluciones de adjudicación plurilateral o administrativa.
6. La acción civil pública tiene también problemas jurídico-políticos específicos, de los cuales señalo solo dos:
(1) puede ser usada de manera paternalista, pues posee algunos fundamentos claramente paternalistas, como idea de que los grupos por ella defendidos son hiposuficientes y necesitan un representante, porque son incapaces de defenderse a sí mismos; y (2) puede ser desmovilizadora, al estimular el comportamiento predatorio, que permite que un beneficiario de la acción no cargue con los costos. Estos dos “defectos” de la acción deben ser recordados por los que de ella hacen uso, pero es incuestionable que los problemas distributivos necesitan remedios judiciales específicos como lo es la acción civil pública.
7. El argumento central del trabajo de Roger R. Rios (2000) es exactamente en esa línea: a pesar de no constar expresamente en la Constitución, la discriminación por orientación sexual es inconstitucional y violadora de los derechos fundamentales y de los derechos humanos.
8. La investigación de Marcus Faro de Castro (1997) muestra que en el 75,57% de los conflictos entre autoridades públicas y particulares las decisiones del Supremo Tribunal Federal fueron favorables a los particulares, lo que le permite decir que “el STF, incluso en su actuación de rutina, ha juzgado contrariamente a la prevalencia de las iniciativas del poder público, lo que incluye la implementación de políticas públicas” (p. 153).
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