Enfrentando los crímenes ambientales
A lo largo del tiempo, los conflictos armados siempre han causado una significativa destrucción del ambiente. Hasta hace poco, esto se veía como una consecuencia infeliz pero inevitable a pesar del desastroso impacto sobre las poblaciones humanas. Sin embargo, a medida que la naturaleza y la extensión de los derechos ambientales pasaron a ser más ampliamente reconocidas, la devastación deliberada del ambiente como parte de los objetivos estratégicos y militares dejó de ser aceptable, fundamentalmente a partir del desarrollo de armas capaces de causar daños graves y duraderos en vastas regiones. Este artículo demuestra que, en determinadas circunstancias, la destrucción deliberada del ambiente durante una guerra tiene que verse como “Crimen contra el Medio Ambiente”, pasible de responsabilidad penal internacional. Examina también las normas jurídicas internacionales que se aplican a la protección del ambiente en el transcurso de conflictos armados y analiza hasta qué punto el Tribunal Penal Internacional tiene competencia para juzgar actos que perjudican de manera significativa los derechos ambientales de las poblaciones afectadas.
Es un hecho ampliamente reconocido que las cuestiones ambientales constituyen un componente importante de los derechos básicos del ser humano. La Declaración de Estocolmo, de 1972, establece: “El hombre tiene el derecho fundamental a […] un medio ambiente de calidad tal que le permita llevar una vida digna, gozar de bienestar […]”.2 Dieciséis años después, el Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales afirmó el “derecho a vivir en un ambiente saludable”, derecho que fue inscrito en las constituciones nacionales de muchos países. Aunque todavía haya alguna discusión en torno a una definición jurídica precisa para los conceptos en vigencia que aparecen acerca de los “derechos ambientales”, no restan dudas a propósito de la estrecha relación entre derechos humanos y medio ambiente.
De igual forma, está claro que la depredación deliberada del medio ambiente puede generar efectos catastróficos no solo en términos ecológicos, sino también sobre las poblaciones humanas. Las acciones estratégicamente planeadas para destruir una parte importante del medio ambiente representan una infracción a los derechos humanos básicos de las personas afectadas. La relación entre la seguridad humana y un ambiente seguro y habitable es fundamental, en particular en lo tocante al acceso a los recursos naturales. Si se perturba esta intrincada interrelación de forma significativa por la acción deliberada de terceros, las vidas o las condiciones de vida de aquellos que dependen del ambiente natural pueden ser puestas en riesgo o incluso destruidas.
Sin embargo – especialmente en contextos bélicos – hemos asistido innumerables actos de destrucción deliberada del ambiente natural, al perseguirse metas estratégicas. El aniquilamiento intencional del ambiente como método para amenazar la seguridad humana viene transformándose de forma creciente en una táctica empleada en conflictos3 y dio origen a términos como “ecocidio” o “geocidio”. Una de las consecuen-cias trágicas de los conflictos reside en el hecho de que el ambiente natural es casi siempre vulnerable a los objetivos bélicos o a las armas de guerra. Resulta difícil olvidar las imágenes fantasmagóricas del incendio de 736 pozos de petróleo en Kuwait, provocado por las fuerzas en retirada, al final de la primera invasión iraquí; o el drenaje sistemático de los pantanos de al-Hawizeh y al-Hammar, en el sur de Irak, a manos del régimen de Saddam Hussein, destruyendo de hecho la base de subsistencia de 500 mil árabes de los pantanos que habitaban ese ecosistema único.
Más recientemente, Human Rights Watch estimó que, en el transcurso de la invasión de Irak en 2003, las fuerzas norteamericanas y británicas utilizaron cerca de 13 mil cluster bombs – conteniendo casi 2 millones de minibombas –, y causaron con esto elevados daños humanos y ambientales. Son constantes las menciones al uso, por parte de las fuerzas de coalición en Irak, de obuses de uranio empobrecido, algunos de los cuales tienen una media de vida de varios millones de años. En el momento en que escribo este artículo, el mundo está presenciando una catástrofe humanitaria y ambiental en la región occidental de Darfur, en Sudán, donde se envenenan los pozos e instalaciones de agua potable vitales como parte de una estrategia deliberada de la milicia árabe Janjaweed, con el apoyo del gobierno central, para eliminar o remover a los africanos de etnia negra residentes en la región.4
Otra ligazón significativa entre el ambiente y los conflictos humanos que no siempre se tiene en cuenta es el acceso a los recursos naturales – o la falta de acceso –, que a veces basta por sí sola para apretar el gatillo de un conflicto. Una de las tensiones latentes entre Israel y Siria es el acceso al agua. El Programa Ambiental de las Naciones Unidas relató que los daños ambientales han sido una causa importante de los disturbios políticos y de los conflictos en la República Democrática del Congo y en Haití. Aunque haya mucho trabajo por delante para establecer de modo más preciso la naturaleza y la extensión de la relación entre la degradación ambiental, la pobreza y los conflictos políticos y sociales, parece innegable la lógica de que existe alguna forma de conexión. Tal hecho fue reconocido por el Consejo de Seguridad de la ONU que, en enero de 1992, concluyó:5
La ausencia de guerra y de conflictos militares entre los Estados no garantiza por sí sola la paz y la seguridad internacionales. Las fuentes no militares de inestabilidad en los campos económico, social, humanitario y ecológico se convirtieron en amenazas para la paz y la seguridad internacionales. Las Naciones Unidas como un todo tienen que dar prioridad máxima a la solución de estos problemas. (Subrayado nuestro.)
Las acciones intencionales para causar una amplia destrucción ambiental y que afectan de modo expresivo a determinados grupos de personas representan no solo un aspecto estratégico de los conflictos, sino también un factor de intensificación del propio conflicto. Por eso es importante disponer de medidas apropiadas de intervención que respondan a la destrucción ambiental deliberada en situaciones de guerra.
En una época en que la moral, la ética y el derecho internacional pasaron a reconocer los derechos de los individuos, y en que los conceptos de derechos ambientales y ecológicos vienen ganando una aceptación general, es natural que la destrucción deliberada del ambiente durante conflictos armados sea encuadrada por rigurosas normas jurídicas internacionales. Además, en determinadas circunstancias, tal destrucción debería dar lugar a exigir una responsabilidad penal individual en el plano internacional. Si la destrucción ambiental está dirigida a causar daños graves y a ocasionar sufrimientos humanos, tal acción debería constituir un crimen contra la comunidad internacional como un todo y, por lo tanto, un crimen internacional, acertadamente denominado “Crimen contra el Medio Ambiente”.
Un régimen legal que permitiera imputar responsabilidad criminal individual en el plano internacional, en caso de destrucción significativa y deliberada del medio ambiente, llevaría a los dirigentes militares y políticos a evaluar con más cuidado las consecuencias de sus actos. Promovería la importancia de la protección del ambiente y de los derechos ambientales, aun en tiempos de guerra, estigmatizando públicamente las acciones que desprecian tales derechos. De esta forma, la destrucción ambiental dejaría de ser una mera consecuencia colateral de los conflictos.
En este contexto, este artículo tiene dos propósitos. Primero, examinar las principales normas jurídicas internacionales que se aplican a la protección del ambiente en períodos de guerra, y verificar en qué medida tales acciones pueden resultar en responsabilidad penal. Al respecto se verá que el derecho internacional, en general, evita imputar a individuos la responsabilidad penal por cualquier tipo de destrucción deliberada en gran escala. Seguidamente, verificar en qué medida, y bajo qué circunstancias las acciones concebidas deliberadamente para destruir el medio ambiente pueden ser encuadradas en la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional (TPI), en los términos del Estatuto de Roma, de 1998. Se llega a la conclusión de que, aunque sean mínimas las referencias a la cuestión ambiental en el Estatuto de Roma, hay varias alternativas potenciales para clasificar los crímenes ambientales en las tipologías de crímenes consignadas en el referido instrumento.
Antes de examinar si y de qué modo un crimen cometido contra el medio ambiente puede resultar en responsabilidad penal individual, hay una cuestión preliminar pero fundamental a ser discutida: quién debería ser responsabilizado por crímenes ambientales en los casos en que hay una implicación significativa del Estado en la destrucción: ¿solo los individuos en cuestión o, por extensión, el propio Estado en cuanto tal?
En relación con los crímenes internacionales, la sentencia pronunciada por el Tribunal Militar Internacional de Nuremberg representa la visión tradicional. El Tribunal declaró que “hace mucho tiempo se reconoce que el derecho internacional impone deberes y responsabilidades a los individuos, así como también a los Estados […] Los crímenes contra el derecho internacional son cometidos por seres humanos, no por entidades abstractas, y solo castigando a los individuos que cometen tales crímenes es posible validar los dispositivos del derecho internacional […]”.
Este punto de vista se refleja en los poderes jurisdiccionales de todos los tribunales penales internacionales creados después, incluyendo el Tribunal Penal Internacional. De modo general, estos tribunales no fueron concebidos para investigar y juzgar hechos practicados por entidades abstractas, especialmente Estados. El TPI tiene el poder de ejercer su jurisdicción sobre personas físicas, no sobre Estados. Hoy en día no hay ninguna posibilidad de que el TPI inicie una acción penal contra un Estado por un crimen internacional, tal como el que resulta de los actos planeados para producir una significativa degradación ambiental. Los Estados, a su vez, pueden tener algún grado de responsabilidad jurídica por la práctica de crímenes internacionales en los términos de los principios de la Responsabilidad de los Estados; un Estado puede también ser culpado como consecuencia de un crimen internacional cometido por uno de sus representantes.
Pero se trata aquí de un nivel de culpabilidad muy distinto de otro que pudiera atribuir al propio Estado una responsabilidad penal. Esta distinción no es una mera cuestión de semántica; contiene en sí el mensaje de que, independiente-mente del grado de implicación de un Estado, su grado de culpabilidad por actos que generen consecuencias gravísimas para los seres humanos y para el ambiente es inferior a los patrones por los cuales juzgamos a los individuos.
Con todo, no hace mucho tiempo que la Comisión de Derecho Internacional previó la noción de crimen internacional cometido por un Estado. Habiendo recibido en 1949 la incumbencia de elaborar un proyecto sobre la Responsabilidad de los Estados por Hechos Ilícitos Internacionales, esta Comisión presentó el proyecto del Artículo 19 a principios de la década de 1970. Al especificar las formas que un acto internacionalmente ilícito cometido por un Estado puede asumir, ese Artículo estableció una distinción entre delitos y crímenes internacionales.
En la definición de crimen internacional,6 el proyecto presentaba una lista de acciones que podrían resultar en tal crimen, entre las cuales estaban:7 “(d) violación grave de una obligación internacional de importancia esencial para la salvaguardia y la protección del medio humano, como las que prohíben la contaminación de la atmósfera o de los mares”.
A su vez, los Artículos 52 y 53 del proyecto establecían disposiciones sobre las consecuencias que tendrían lugar en caso de que un Estado cometiera un crimen internacional, incluyendo la posibilidad de sanciones colectivas.8
En la época de su presentación, la propuesta de redacción del Artículo 19 obtuvo un apoyo parcial, en particular de los países en desarrollo y de Europa Oriental. En su comentario al proyecto, la Comisión observó:9
El derecho internacional contemporáneo llegó al punto de condenar directamente la práctica de determinados Estados que […] actúan […] poniendo gravemente en riesgo la preservación y la conservación del medio ambiente humano […] estos hechos constituyen efectivamente “crímenes internacionales”, o sea, actos ilícitos internacionales que son más serios que otros y que, por eso, deben conllevar consecuencias legales más rigurosas.
A pesar de estos puntos de vista el Artículo 19 generó muchas controversias en otros Estados, así como también entre los comentaristas y varios miembros de la propia Comisión de Derecho Internacional. Para algunos de ellos, el texto sugería la aceptación del concepto de responsabilidad colectiva, de toda la población de un Estado, por los actos de sus dirigentes, y también el concepto de castigo colectivo.10 Finalmente, el proyecto del Artículo 19 (y de los artículos 52 y 53 asociados) no fue incluido en la versión aprobada por la Comisión en 2001 y adoptada después por la Asamblea General en ese mismo año.11 Por cierto, es improbable que la noción de responsabi-lidad criminal internacional de un Estado represente actualmente la postura general y la práctica de los Estados (de las cuales deriva el derecho internacional consuetudinario), aunque los sentimientos enunciados en el Artículo 19 tal vez manifiesten el surgimiento de una tendencia en relación a la legislación sobre daños ambientales de políticas deliberadas implementadas por los Estados.
En este sentido, para lidiar con algunas formas de destrucción deliberada del medio ambiente, se han instituido varios mecanismos de imposición de sanciones en el plano internacional contra un Estado. Tras los daños ambientales provocados tanto en Kuwait como en Arabia Saudita por el régimen iraquí, durante la invasión de Kuwait e inmediatamente después de esta, el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó la Resolución 687 que, en parte, determinaba que Irak era “[…] responsable, en los términos del derecho internacional, de cualesquiera pérdidas y daños patrimoniales – incluyendo daños ambientales y pérdida de recursos naturales – o daños personales a gobiernos extranjeros, ciudadanos y empresas, como resultado de la invasión y de la ocupación ilegales de Kuwait”.12 Se instituyó un fondo de compensación a ser administrado por una Comisión de Compensación de las Naciones Unidas,13 que también se ocupa de las demandas presentadas, totalizando en este momento 350 mil millones de dólares por los daños causados por la invasión y subsiguiente ocupación de Kuwait por parte de Irak.
Aunque una sentencia indemnizatoria constituya, en estos casos, un importante mecanismo concebido para remediar los daños causados al medio ambiente, tal vez no tenga repercusiones sobre las graves consecuencias de la acción emprendida, que pueden haber dado como resultado muchas secuelas y muchas vidas perdidas. Dado que el derecho internacional aún no tiene cómo responsabilizar criminalmente un Estado, cabe evaluar de qué modo las personas que orquestaron el daño ambiental para perseguir determinados fines pueden ser individualmente juzgadas en un foro internacional.
Se hace necesario, por lo tanto, examinar las normas jurí-dicas internacionales existentes que se aplican a los conflictos armados.
Es lamentable que la guerra y los conflictos armados parezcan constituir elementos inevitables de la sociedad humana. Además de esto, no se puede impedir que una guerra resulte en daños ambientales, en especial ante el rápido progreso de la tecnología militar. Dos tipos principales de tratados internacionales se destacan en este tema: los Acuerdos Ambientales Multilaterales [MEA, sigla en inglés] y los tratados que constituyen la médula del derecho internacional humanitario (jus in bello), rigiendo la conducción general de las acciones bélicas. Esta última categoría incluye un pequeño número de tratados específicamente dirigidos a la protección del medio ambiente.
Eventos como la Primera Guerra del Golfo, en 1991, demostraron la inadecuación de los principios existentes, al menos en lo que respecta a la imputación de responsabilidad criminal. Es evidente que los individuos admiten una responsabilidad para con el medio ambiente. Con todo, el concepto de crímenes ambientales internacionales no ha sido objeto, hasta hace muy poco, de una atención específica en el ámbito del derecho internacional humanitario, ni del derecho internacional penal (que viene sufriendo una rápida expansión en otros dominios), y, en gran medida, viene siendo ignorado por el derecho ambiental internacional.
Varios instrumentos ambientales internacionales especifican la necesidad general de que todas las personas “protejan y preserven el medio ambiente”.14 Esta obligación se extiende también a los Estados, en particular en el contexto de conflictos. Así, por ejemplo, el Principio 24 de la Declaración de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo de 1992 (Declaración de Río), estipula:15 “La guerra es, por definición, enemiga del desarrollo sostenible. En consecuencia, los Estados deberán respetar las disposiciones de derecho internacional que protegen al medio ambiente en épocas de conflicto armado, y cooperar en su ulterior desarrollo, según sea necesario”.
Con todo, el actual orden jurídico internacional para el medio ambiente no tiene suficientemente en cuenta el creciente riesgo de destrucción ambiental masiva provocada por individuos y Estados que tengan acceso a nuevas armas o tecnologías con poder de devastación. En general, los esfuerzos multilaterales emprendidos para lidiar con la cuestión de los daños ambientales se centran en la elaboración de sistemas jurídicos que especifiquen la atribución de responsabilidades por infracción a una obligación internacional, originando principios tradicionales de responsabilidad de los Estados. Aun así, es frecuente que se deje de dar curso a cuestiones importantes, pero no resueltas, referidas a la responsabilidad de los Estados con relación al ambiente.
Además, los Estados están sometidos a los términos del derecho internacional consuetudinario en lo que se refiere al medio ambiente, así como a cualesquiera Acuerdos Ambientales Multilaterales de los que formen parte. Una infracción a estos principios también evocará la cuestión de la responsabilidad del Estado.16 A pesar de que las cuestiones relacionadas con los daños ambientales deliberados estén sujetas a varios procesos legales “no criminales”, aplicables en los términos de los principales MEA, esto tal vez sea insuficiente ante la magnitud de la destrucción que puede resultar de tales acciones.
En la medida en que los Acuerdos Ambientales Multilaterales hacen alguna referencia a la responsabilidad penal y a la aplicación de sanciones, generalmente determinan que tales acciones deben tomarse a nivel doméstico, en base a los principios tradicionales de la jurisdicción nacional. Así, por ejemplo, los Artículos 213-222 de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, de 1982, especifican que el Estado, por su propia jurisdicción (lo que dependerá de las circunstancias específicas), aplicará las leyes y normas nacionales en relación a la contaminación del ambiente marino. Este mismo abordaje fue hace poco adoptado por el Consejo de Europa y por la Comisión Europea, que elaboraron anteproyectos proponiendo la protección del medio ambiente en el ámbito de los códigos penales nacionales.17
El abordaje basado en la legislación nacional puede no reflejar adecuadamente la extensión de las consecuencias ambientales potenciales de un conflicto. Además, las diversas sanciones penales relacionadas expresamente al medio ambiente en las jurisdicciones nacionales no son consistentes ni universales. Se necesita voluntad política por parte de los Estados para aprobar y aplicar leyes nacionales adecuadas, y tal voluntad no siempre está presente. En efecto, la Asamblea General de la ONU manifestó su preocupación con el hecho de que las actuales prohibiciones referidas a los daños y al agotamiento de recursos naturales, consignadas en el derecho internacional, “pueden no estar ampliamente difundidas y aplicadas”.18 La importancia del medio ambiente exige, por lo tanto, que se refuerce la protección en el plano internacional, con mecanismos idóneos para impedir las acciones y posibilitar el castigo, incluyendo sanciones penales para los responsables de tales acciones.
Los principios fundamentales del derecho humanitario internacional provienen en gran medida del conjunto de decisiones consignadas en las Convenciones de La Haya de 1899 y de 1907, así como también en las cuatro Convenciones de Ginebra, de 1949. Estos instrumentos imponen, entre otras, normas que limitan los métodos y los medios de conducción de acciones bélicas, y también prevén categorías de personas y de objetos a ser protegidos. Así, por ejemplo, las Convenciones de La Haya aplicaron leyes de guerra para restringir el uso de armas tóxicas y gases asfixiantes, y estas normas fueron más tarde ampliadas por el Protocolo de Ginebra de 1925. Tales instrumentos, aunque hayan sido fundamentales para desarrollar criterios de reglamentación de la conducta bélica, no tratan directamente de la protección al medio ambiente.
Otros varios instrumentos fueron relevantes para la cuestión de la degradación ambiental en los conflictos tales como el Tratado de Prohibición de Ensayos Nucleares en la Atmósfera, en el Espacio y en el Medio Subacuático, de 1963, el Tratado de Prohibición Completa de Ensayos Nucleares, de 1996, y la Convención de 1972 sobre la Prohibición de Armas Biológicas y sobre su Destrucción. Cada uno de estos instrumentos impone límites a la proliferación, a los ensayos y al uso de determinadas armas de destrucción en masa, cuyo empleo podría, claro está, causar grandes daños ambientales. Sin embargo, tales instrumentos no se implementaron con vistas a la protección ambiental, sino como parte de la evolución del derecho sobre conflictos armados, en especial a medida en que el progreso tecnológico hizo que surgieran nuevas armas capaces de causar destrucción significativa e indiscriminada.
Son pocos los tratados que se refieren específicamente a la protección del medio ambiente en el contexto de conflictos. La Convención de 1977 sobre la Prohibición de la Utilización de Técnicas de Modificación Ambiental con Fines Militares u otros Fines Hostiles [ENMOD, sigla en inglés] fue el primer instrumento para combatir la destrucción deliberada del medio ambiente en los conflictos, aunque también se aplique a tiempos de paz. La Convención prohíbe las “técnicas de modificación ambiental con efectos extensos, duraderos o profundos”, y una infracción a este dispositivo justifica el entablar un pleito ante el Consejo de Seguridad de la ONU, solicitando acciones coercitivas. Pero la Convención no instituyó un régimen de responsabilidad civil o penal en caso de infracción.
El instrumento más directamente relevante para la protección al medio ambiente en el cuadro de las normas que reglamentan la conducción de la guerra es el Protocolo Adicional I a las Convenciones de Ginebra de 1949. El parágrafo 3° del Artículo 35 instituye, como “norma básica”, la prohibición de una conducta concebida “para causar, o que se presuma que va a causar daños extensos, duraderos y graves al medio ambiente natural”. Se trata de un umbral sensiblemente más elevado que aquel consignado en la ENMOD, pues requiere no solo que el daño sea duradero (significando un período de varios años o incluso décadas), sino que sea extenso y grave.
El Protocolo Adicional I hace referencia expresa a la necesidad de proteger el medio ambiente, y reitera la prohibición en el 1° parágrafo del Artículo 55, vinculándola a la “salud o a la supervivencia de la población”. El instrumento instituye, incluso, sanciones penales en el caso de “infracciones graves” a las cuatro Convenciones de Ginebra o al propio Protocolo Adicional I, declarando que tal conducta debe ser considerada crimen de guerra.19 Es un avance considerable para la protección del medio ambiente en tiempos de guerra pero, en términos prácticos, puede ser casi imposible demostrar qué umbral de daños implicaría una condena por infracción grave.
El alcance de los Artículos 33(3) y 51(1) del Protocolo Adicional I fue objeto de análisis directo e indirecto en un gran número de foros. En su Opinión Consultiva en el Proceso sobre la Legalidad de la Amenaza o del Uso de Armas Nucleares, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) confirmó la obligación legal internacional consuetudinaria de que los Estados “aseguren que las actividades conducidas bajo su jurisdicción y control respeten el medio ambiente de otros Estados o de áreas situadas fuera del control nacional […]”.20
Sin embargo, la Corte no prescribió ninguna responsabilidad penal por infringir esta obligación, por lo que solo se podría recurrir a los principios de responsabilidad de los Estados. La Corte Internacional de Justicia analizó los dispositivos del Protocolo Adicional I y ratificó la obligación general de proteger el ambiente natural contra daños ambientales extensos, duraderos y graves – sin orientar en cuanto a la interpretación de estos criterios –, y la prohibición de atacar al medio ambiente bajo pretexto de represalias.21 No consideró, sin embargo, que las cuestiones ambientales representaran “obligaciones de restricción total” en el transcurso de conflictos armados. En su lugar estableció que las cuestiones ambientales deberían ser tenidas en cuenta al evaluar lo que es “necesario y proporcional en la búsqueda de objetivos militares legítimos”.22
En esencia, la Corte Internacional de Justicia dejó de priorizar la protección al medio ambiente ante cuestiones de necesidad militar. Aceptó la inexorabilidad de la destrucción ambiental en los conflictos armados y reiteró el mismo alto umbral para caracterizar los daños, tal como lo especifica el Protocolo Adicional I, sin que este daño constituyera una infracción al derecho internacional.
Posiblemente la Corte tenga la oportunidad de rever la cuestión. Tras el bombardeo de la OTAN sobre Serbia y Kosovo durante la Operación Fuerza Aliada (marzo a junio de 1999), el Gobierno de Yugoslavia (actualmente Serbia y Montenegro) inició acciones ante la CIJ contra diez países de la OTAN. El requeriente solicitó medidas provisionales argumentando que los Estados de la OTAN habían violado su obligación de “proteger el ambiente” y no causar daños ambientales considerables. Yugoslavia argumentó, por ejemplo: “El bombardeo de refinerías y tanques de almacenado de petróleo, así como también de fábricas de productos químicos, necesariamente produce una contaminación masiva del ambiente, representando una amenaza a la vida humana, a la fauna y a la flora. El uso de armas conteniendo ojivas de uranio empobrecido está teniendo consecuencias duraderas para la salud humana”.23
La Corte Internacional de Justicia no dio lugar a los pedidos de medidas provisionales y, hasta el presente, los procesos vienen siendo discutidos esencialmente en torno a cuestiones preliminares de jurisdicción. Todos los Estados de la OTAN alegan que la Corte no tiene jurisdicción para dar acogimiento al asunto, ni podría tenerla. Ya se rechazaron acciones incoadas contra España y contra los Estados Unidos en base a esta alegación. No está claro si la Corte Internacional de Justicia entenderá tener jurisdicción en relación a los procesos instituidos contra los otros ocho países de la OTAN. En caso de que la CIJ considere las cuestiones de jurisdicción a favor de la parte requeriente, es probable que sea llevada a inclinarse a las obligaciones de un Estado de proteger el ambiente en tiempos de conflicto armado.
Las acciones de la OTAN durante la Operación Fuerza Aliada fueron objeto de análisis también en otro foro. En el juicio Bankovic y Otros contra Bélgica y Otros 16 Países Contratantes,24 la Gran Cámara de la Corte Europea de Derechos Humanos decidió que era inadmisible, por motivos jurisdiccionales, una petición contra todos los países europeos de la OTAN que formaban parte de la Convención Europea de Derechos Humanos, presentada por parientes de personas que perecieron durante el bombardeo del sistema de radio y televisión de Serbia.
Además, la Oficina de la Fiscalía del Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia nominó una Comisión de Peritos para determinar si había evidencias suficientes que justificaran una investigación de las acciones de la OTAN durante el período en cuestión. Al final, el Parecer de la Comisión de Peritos concluyó que no había evidencias suficientes para justificar tal investigación, y esa recomendación fue integralmente aceptada por la Oficina de la Fiscalía.25
Durante la elaboración de su Opinión, la Comisión tuvo en cuenta los posibles daños ambientales causados por las acciones de fuerzas de la OTAN. Se fundamentó en los requisitos consignados en los Artículos 35(3) y 55 del Protocolo Adicional I y confirmó la obligación consolidada en el derecho internacional consuetudinario de evitar daños ambientales duraderos excesivos, incluso durante el bombardeo de blancos militares legítimos.26 La Opinión concluyó, no obstante, que ese criterio representaba “un umbral muy elevado de aplicación”. Pero la Comisión no logró definir de forma clara el sentido de “excesivo” en el contexto de daños duraderos al ambiente y, por ese motivo, no pudo concluir que las acciones de fuerzas de la OTAN infringían la norma. Cabe destacar que la Comisión llegó a esta conclusión aun reconociendo que el impacto efectivo de los bombardeos de la OTAN era “desconocido y difícil de mensurar” en aquella época.
Aunque la Comisión no hubiera recomendado la apertura de una investigación formal, tal investigación estaba claramente delimitada en el ámbito de competencia de la Oficina de la Fiscalía y sería justificable. Quedó claro que las acciones específicas examinadas por la Comisión se situaban en el ámbito de jurisdicción del Tribunal Penal Internacional para la Ex-Yugoslavia. Así también, los actos similares podrán, bajo determinadas circunstancias, ser abarcados por el mandato del Tribunal Penal Internacional, presumiéndose satisfechas la jurisdicción ratione temporis y otras precondiciones al ejercicio de la jurisdicción especificadas en el Estatuto de Roma.
El Tribunal Penal Internacional fue creado para enfrentar “crímenes de mayor gravedad, que afectan a la comunidad internacional en su conjunto”.27 El Estatuto de Roma entró en vigencia el 1° de julio de 2002, tras la 60ª ratificación del tratado y, en el momento en que se redacta este artículo, hay 97 signatarios. El TPI tiene jurisdicción sobre los siguientes crímenes cometidos después del 1° de julio de 2002:28
En 2001, un estudio elaborado por el Instituto de Política Ambiental del Ejército de los Estados Unidos29 concluyó que difícilmente el TPI sería convocado para establecer responsabilidades por crímenes ambientales producidos por acciones militares, por lo menos en lo que se refiere a operaciones internacionales de mantenimiento de la paz. El estudio consideró solo la definición de Crímenes de Guerra contenida en el Estatuto de Roma y, más específicamente, lo dispuesto en el Artículo 8(2)(b)(iv), el único dispositivo del instrumento que hace mención expresa al medio ambiente.
En vista de la necesidad de asegurar que los actos que configuren un crimen ambiental sean objeto de medidas judiciales, es importante tener en cuenta no solo el alcance de este único dispositivo, sino, igualmente, otros dispositivos del Estatuto de Roma, buscando identificar cuáles serían aplicables – en determinadas circunstancias – a actos concebidos para producir daños significativos al medio ambiente. Así, los tres apartados que siguen examinarán cada uno de los crímenes definidos dentro de la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional.
El Crimen de Genocidio está definido en el Artículo 6 del Estatuto de Roma. Espeja la definición contenida en la Convención para la Prevención y Castigo del Crimen de Genocidio, de 1948 (Convención contra el Genocidio), así como también en los estatutos del Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia [ICTY, sigla en inglés] y del Tribunal Penal Internacional para Ruanda [ICTR, sigla en inglés]. El genocidio ha sido identificado como el “crimen de los crímenes”, y requiere un umbral de intención muy elevado para que se justifique una condena, una “intención de destruir, en su totalidad o en parte, un grupo étnico, racial o religioso”.30
A pesar de la relevancia de la Convención contra el Genocidio, el significado de esta definición no fue tenido en cuenta judicialmente durante muchos años. Aunque hubiera un pequeño número de casos domésticos con este alcance,31 faltaba la difusión de una voluntad política que tipificara el crimen en el plano nacional.32 Además, los signatarios de la Convención contra el Genocidio no instituyeron una “corte penal internacional”, conforme dicta el Artículo 6. En efecto, fue solo en 1998 – a los exactos cincuenta años de la adopción de la Convención contra el Genocidio – que un tribunal penal internacional (el Tribunal Penal Internacional para Ruanda) por fin analizó el significado de la definición con algún nivel de detalle. Y solo muy recientemente atestiguamos las primeras condenas en base a este crimen.33
La definición de genocidio no incluye acciones que pretendan destruir un grupo (en su totalidad o en parte) en razón de su cultura; no existe en el derecho penal internacional el concepto de genocidio cultural, aunque muchos lo consideren necesario. La noción de genocidio cultural fue de hecho excluida intencionalmente de las deliberaciones y negociaciones preliminares que precedieron la forma final de la definición de genocidio en la Convención contra el Genocidio. El alcance preciso del crimen fue definido en base al principio de que sería necesario clasificar al grupo perjudicado en una de las cuatro categorías arriba mencionadas antes de poder caracterizar al genocidio como tal.
Dejando de lado esta cuestión por un momento, se pueden prever perfectamente actos de degradación deliberada del ambiente para destruir a un grupo de seres humanos (o parte de él), perjudicando su capacidad de mantener su modo de vida y su cultura. En este sentido, el Estatuto de Roma especifica, como acto que configura genocidio: “sujeción intencional del grupo a condiciones de vida con vistas a provocar su destrucción física, total o parcial”, siempre que los demás hechos que tipifican el crimen también estén presentes.34
El drenaje de los pantanos de Irak meridional o la destrucción de selvas de las cuales grupos indígenas locales dependen para su subsistencia se pueden encuadrar en esta descripción. Aun así es posible que el grupo en cuestión no constituya uno de los agrupamientos mencionados en la definición. A primera vista, tal vez parezca que esto imposibilita la clasificación de tales hechos como genocidio (aun presumiendo que contenga todos los demás elementos caracterizadores del crimen) sujeto a la jurisdicción del TPI.
La clasificación del crimen en uno de los cuatro grupos especificados en la definición del Estatuto de Roma no es, sin embargo, tan evidente como podría parecer. En un caso reciente, el Tribunal Internacional para Ruanda35 se vio frente a un proceso contra el alcalde de una comunidad local, acusado de genocidio. Quedó demostrado que el acusado tenía la intención de “destruir” a los tutsis, atendiendo, por lo tanto, al criterio de intencionalidad. Sin embargo, el Tribunal para el Enjuiciamiento se vio imposibilitado de clasificar a los tutsis en uno de los grupos descritos en la definición del crimen. Ante esto, el Tribunal promovió una extensión del sentido del Artículo 2 del Estatuto del ICTR, considerando que sus dispositivos se aplicaban a un grupo “estable” y “permanente”36 y, por consiguiente, consideró al acusado culpable por el Crimen de Genocidio. Aunque el resultado pueda haber sido loable, dadas las circunstancias del caso, el Tribunal claramente promovió una lectura de los términos de la definición, extrapolando su significado usual.37
Este abordaje, por cierto, no fue adoptado en el juicio contra Sikirica y Otros,38 en el que, al contrario de algunas jurisdicciones nacionales, el Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia [ICTY] sistemáticamente desconsideró el encuadramiento del genocidio cultural en la definición de genocidio que consta en el tratado. Además, la jurisprudencia del ICTY también confirma que, en la definición de genocidio fundamentada en el tratado, el término “destruir” significa la destrucción física del grupo en cuestión.39
Aun así, el abordaje más abarcador adoptado por el Tribunal Internacional para Ruanda en el proceso contra Akayesu alerta sobre distintos aspectos que pueden ser relevantes en la cuestión de los crímenes ambientales. En caso de que se aceptara una extensión de los grupos referidos, tendría cabida aplicar el concepto al genocidio cultural perpetrado por medio de la destrucción del hábitat o de los recursos naturales de los cuales dependen las poblaciones indígenas o minoritarias. Además, demuestra la inadecuación de la actual definición de genocidio, en función de la naturaleza compleja de las acciones practicadas en la tentativa de eliminar determinados grupos. Queda claro que una definición acuñada hace más de 50 años – para ser aplicada al más horrendo de los actos humanos – requiere una actualización que la ponga a la altura a los eventos contemporáneos.
Sin embargo, en ausencia de tal actualización, es improbable que la destrucción del ambiente natural pueda ser, por sí misma, condenada como hecho de genocidio. Mucho más ante la necesidad de evitar que la Fiscalía y el TPI sean vistos como “creadores” de crímenes, lo que podría inhibir la aceptación futura del Tribunal por parte de un conjunto más amplio de la comunidad internacional.
Aunque la denominación ya haya sido empleada antes, el concepto de “Crímenes de lesa Humanidad” solo fue formalmente clasificado como una categoría propia de crimen después de la Segunda Guerra Mundial. Incluido en la Carta de Nuremberg y en la Carta de Tokio, su objetivo evolucionó, con el tiempo, en los distintos estatutos de los tribunales internacionalesad hoc. La definición de Crímenes de lesa Humanidad que consta en el Estatuto de Roma es más amplia que sus formulaciones anteriores y, en gran medida, basada en el derecho internacional consuetudinario, a pesar de mantener varias diferencias.40
A pesar de la extensión de su alcance, no hay ninguna mención específica al medio ambiente en la definición del crimen, aunque una parte de la jurisprudencia de los tribunales ad hoc haya hecho referencia a los daños ambientales al discutir los aspectos más amplios del crimen. Pareciera, no obstante, que la definición que consta en el Estatuto de Roma facultaría a incluir los crímenes ambientales en su ámbito. Las opciones más probables en este sentido serían los actos encuadrados en los Artículos 7(1)(h) y 7(1)(k) del Estatuto de Roma. El Artículo 7(1)(h) se refiere a la “[…] persecución de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos o de género, […] o en función de otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional […]” (subrayado nuestro). En el Artículo 7(2)(g) la caracterización de los grupos es más amplia que para el Crimen de Genocidio. El término “persecución” viene definido como “privación intencional y grave de derechos fundamentales en contravención del derecho internacional […]”.
La destrucción deliberada del hábitat o del acceso a alimento o a agua potable en escala significativa podría representar una infracción a los derechos humanos fundamentales de las personas del grupo objeto, tal como sería el caso de otros actos de destrucción ambiental. Los distintos instrumentos que colectivamente constituyen la “Carta Internacional de los Derechos Humanos”41 y el derecho internacional consuetudinario confirman que estos son derechos fundamentales del individuo.
Otro aspecto del concepto de Crímenes de lesa Humanidad que puede ser relevante reside en el alcance del Artículo 7(1)(k), que se refiere a “otros actos inhumanos […] que causen intencionalmente grandes sufrimientos, o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física”. Una vez más se puede vislumbrar la posibilidad de encuadrar en esta definición determinados actos que configuran crímenes ambientales.
Por consiguiente, el concepto de Crimen de lesa Humanidad, incluso con su actual definición en el Estatuto de Roma, representa una herramienta útil que posibilita denunciar crímenes ambientales ante el TPI. Está claro que será necesario comprobar la presencia de los demás elementos del crimen, inclusive “[…] ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque” (Artículo 7, 1), antes de poder sustentar una condenación. Por cierto, será mayor la posibilidad de recurrir a este crimen, que al de genocidio, para incoar una acción, debido a que es de más amplio alcance. De hecho, bien puede ser estratégicamente ventajoso y simbólicamente importante para la Fiscalía del TPI denunciar un acto de crimen ambiental con fundamento en Crimen de lesa Humanidad, por extensión (o como alternativa) a los Crímenes de Guerra, dado que al primero en general se lo concibe como el crimen más horrendo.42
Conforme lo referido más arriba, el medio ambiente está expresamente citado en uno de los dispositivos del Estatuto de Roma que definen los Crímenes de Guerra. El Artículo 8(2)(b)(iv) especifica que, dentro del alcance de un conflicto internacional armado, los siguientes actos pueden constituir un crimen de guerra: “Lanzar un ataque intencionalmente, a sabiendas de que causará bajas mortales, lesiones a civiles o daños a bienes de carácter civil o daños extensos, duraderos y graves al medio ambiente natural que serían manifiestamente excesivos en relación con la ventaja militar concreta y directa de conjunto que se prevea”.
Este dispositivo requiere una evaluación de los daños confrontada con la ventaja militar pretendida, pero define un umbral muy elevado en cuanto a los daños al ambiente para que la acción sea encuadrada como crimen. En efecto, una comparación entre este dispositivo y el Artículo 55(1) del Protocolo Adicional 1 señala cómo el nivel de acción dolosa necesario para caracterizar un crimen fue, de hecho, ampliado. Actos que podrían infringir el Artículo 55(1) no constituyen necesariamente un crimen de guerra en los términos de este dispositivo, visto que el Artículo 8(2)(c)(iv) incluye como criterio que el daño sea “manifiestamente excesivo”. Las dificultades relativas al criterio de daños “excesivos” (para no hablar de daños “manifiestamente excesivos”) ya fueron antes tratadas.
Además, la exigencia de tenerse en cuenta la ventaja militar pretendida al evaluar el daño al ambiente – tampoco incluida en el Artículo 55(1) del Protocolo Adicional 1 – agrega un componente más de incertidumbre y subjetividad a la evaluación de una acción específica. Incluso, la Comisión que examinó las acciones de la OTAN durante la Operación Fuerza Aliada concluye que – en los términos del Artículo 8(2)(b)(iv) – se hacía también necesario identificar conoci-mientos efectivos o prospectivos en cuanto a los graves efectos ambientales de un ataque militar, antes de comprobarse la ocurrencia de un crimen.
Así, parece haber un riesgo real de que sea prácticamente imposible atender a los criterios para la aplicación del Artículo 8(2)(b)(iv). Aunque haya una clara referencia al medio ambiente, puede ser muy difícil obtener una condenación basada en este dispositivo cuando se trate de un acto que configura un crimen ambiental, dada la extensión del daño necesario para alcanzar el umbral definido. Al respecto, otras condiciones abarcadas por la definición de Crímenes de Guerra en el Estatuto de Roma pueden ayudar a enfrentar la cuestión de los crímenes ambientales. En los dispositivos relativos a “infracciones graves”, tal vez se pueda aplicar lo dispuesto en los Artículos 8(2)(a)(iii)43 y 8(2)(a)(iv).44
Aún en el contexto de conflictos internacionales armados, lo que está establecido en los Artículos 8(2)(b)(v),45 8(2)(b)(xvii)46 y 8(2)(b)(xviii)47 del Estatuto de Roma también parece aplicable en circunstancias apropiadas. Desgracia-damente, los dispositivos relevantes del Artículo 8 no parecen contemplar posibilidades similares para denunciar crímenes ambientales en el contexto de un conflicto armado no internacional, tal vez con la excepción del Artículo 8(2)(e)(xii).48 Como pudimos atestiguar en la tragedia de Darfur, la destrucción ambiental deliberada puede muy bien ser perpetrada en el contexto de un conflicto interno, en especial en las áreas en las que un grupo objeto suele habitar. No existe ningún motivo lógico para que los dispositivos del Estatuto de Roma referidos a este tipo de conflicto no hayan sido redactados como para incluir más fácilmente la posibilidad de caracterizar crímenes ambientales.
Aunque se deban observar varios umbrales jurídicos para poder justificar una decisión condenatoria por Crímenes de Guerra, este crimen parece constituir, no obstante, un área potencialmente fértil para denunciar crímenes ambientales, por lo menos en el contexto de conflictos armados internacionales. De acuerdo con lo dicho, sin embargo, este no es el único crimen aplicable. Pueden existir buenos motivos jurídicos y otros para considerar la aplicación de dispositivos relativos a Crímenes de lesa Humanidad, e incluso (aunque menos probable), a genocidio. Lo importante es resaltar que el potencial de denuncia no se limita al único dispositivo del Estatuto de Roma que hace mención expresa al medio ambiente.
Los derechos ambientales representan un componente importante de los derechos humanos fundamentales. Sin acceso a un ambiente seguro, las poblaciones humanas pueden no subsistir, ni siquiera a un nivel mínimo. El derecho de vivir en un ambiente seguro requiere la protección por medio de mecanismos jurídicos adecuados y factibles. La relevancia de estos derechos significa que la destrucción deliberada del ambiente, incluso durante un conflicto, está restringida por los principios de la legislación ambiental y puede implicar la responsabilidad del Estado. Sin embargo, el requisito básico de la seguridad ambiental significa que los actos practicados con la intención de comprometer gravemente los derechos ambientales durante un conflicto también generan responsabilidad penal. Debemos juzgar con mucho rigor a las personas que aplican estrategias destinadas a inflingir daños ambientales significativos persiguiendo metas militares.
El cumplimiento de la legislación que protege la seguridad ambiental debe caber a las instituciones internacionales creadas como resultado de procesos diplomáticos, jurídicos y políticos. La integridad de los derechos ambientales significa que su protección debe ser asegurada por órganos creados con la aceptación general (idealmente, universal) de la comunidad internacional. El TPI es el primer y único tribunal penal internacional permanente(por lo menos en la etapa actual) y, como tal, representa el foro judicial apropiado para enjuiciar tales actos, a pesar de la resistencia que aún sufre por parte de Estados Unidos y de otros países.
Uno de los principales objetivos que llevaron a constituir el Tribunal Penal Internacional fue cohibir y castigar los más graves crímenes internacionales, que también “amenazan la paz, la seguridad y el bienestar de la humanidad”.49 La destrucción deliberada del ambiente para fines estratégicos y militares, con sus secuelas desastrosas para las poblaciones humanas, se encuadra claramente en esta descripción.
La jurisdicción del TPI se limita, sin embargo, a los crímenes específicos definidos en el Estatuto de Roma. Es importante que el Tribunal y su Fiscalía actúen de modo a evitar acusaciones de que están sobrepasando sus respectivas competencias, dada la naturaleza altamente política de la oposición al Tribunal. Esto significa que, aunque siempre surjan nuevos ejemplos de acciones inaceptables practicadas por seres humanos contra otros seres humanos, no podemos esperar que el Tribunal desempeñe su papel hasta que tales acciones puedan ser claramente encuadradas en los crímenes ya definidos de la competencia del TPI.
A pesar de estas limitaciones, la institución de procesos contra crímenes ambientales en los términos de la actual jurisdicción del Tribunal es posible y apropiada, congruente con los dispositivos del Estatuto de Roma, siempre que las circunstancias así lo justifiquen. No existe una razón jurídica impeditiva. Cuando otros comentaristas excluyen de antemano la posibilidad de que el TPI desempeñe un papel en relación a los crímenes ambientales, están haciendo una evaluación incorrecta. El daño ambiental, claro, tendría que ser, en la práctica, muy serio, y el sufrimiento del grupo afectado, muy grave, para justificar una iniciativa por parte de la Fiscalía.
Sea como sea, conforme sugiere este breve análisis, los militares y otras personas involucradas en conflictos armados no pueden actuar sin tener en cuenta el impacto de sus actos sobre el medio ambiente. En caso de que así procedan, en especial en los casos en que el propio ambiente es – directa o indirectamente – el objeto de las acciones, podrán ser enjuiciados en los términos del Estatuto de Roma.
Si de hecho esto llegara a ocurrir, al menos a corto y mediano plazos, pesarán tanto las consideraciones de orden político como las estrictamente jurídicas. Sin embargo, la condena por tales crímenes constituiría un importante paso más para poner fin a la impunidad de aquellos que cometen las más serias violaciones de los derechos humanos despreciando completamente la seguridad humana.
1. “Legality of the Threat or Use of Nuclear Weapons Case”, 1996. ICJ Rep. 242, parágrafo 29.
2. Primer Principio de la Declaración de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Ambiente Humano (Declaración de Estocolmo), de 1972. UN Doc. A/CONF/48/14/REV.1.
3. Véase Comisión de Seguridad Humana de la ONU, “Human Security Now”. Nueva York, 2003, pp. 16-18.
4. Véase Informe del Alto Comisionado para Derechos Humanos, “Situation of Human Rights in Darfur Region of the Sudan”, 7 mayo 2004. UN Doc. E/CN.4/2005/3, parágrafos 50 y 73.
5. Nota emitida por el Presidente del Consejo de Seguridad, UN SCOR, 3046th meeting, UN Doc. S/23500 (1992).
6. “Un acto internacionalmente ilícito que resulte de la violación por parte de un Estado de una obligación internacional tan esencial para salvaguardar los intereses fundamentales de la comunidad internacional que su violación sea reconocida como crimen por esa comunidad internacional como un todo […].” Proyecto del Artículo 19(2).
7. Proyecto del Artículo 19(3)(c) y (d), respectivamente.
8. El Artículo 52 del proyecto establecía:
Cuándo un hecho internacionalmente ilícito de un Estado constituye un crimen internacional:
a. el derecho de un Estado lesionado a obtener una compensación en especie no está sujeto a las limitaciones consignadas en los subpuntos (c) y (d) del Artículo 43;
b. el derecho de un Estado lesionado a obtener satisfacción no está sujeto a las restricciones que constan en el parágrafo 3° del Artículo 45.
El Artículo 53 del proyecto establecía:
Un crimen internacional cometido por un Estado impone a todos los demás Estados la obligación de:
a. no reconocer como lícita la situación creada por el crimen;
b. no prestar asistencia o auxilio al Estado que cometió el crimen para mantener la situación así creada
c. cooperar con otros Estados en la implementación de las obligaciones definidas en los subpuntos (a) y (b) precedentes;
d. cooperar con otros Estados en la aplicación de medidas concebidas para eliminar las consecuencias del crimen.
9. Yearbook of the International Law Comisión n. 2, 1976, pp. 109-119.
10. Véase en D. J. Harris, 1998, p. 489, la referencia a los comentarios publicados por Rosenstock, representante de los Estados Unidos en la ILC, en American Journal of International Law, n. 89, 1995, pp.390-393.
11. Resolución n. 56/83 de la Asamblea General de la ONU. “Responsibility of States for Internationally Wrongful Acts”. 12 de diciembre de 2001. UN Doc. A/Res/56/83.
12. Resolución n. 687 (1991) del Consejo de Seguridad de la ONU, 3 de abril de 1991, parágrafo 16.
13. Id., parágrafo 18.
14. Véase, por ejemplo, el parágrafo 21 de “The 1994 Draft Declaration of Principles on Human Rights and the Environment”. Disponible en http://www1.umn.edu/humanrts/instree/1994-dec.htm. Consultado el 3 de febrero de 2005.
15. UN Doc. A/CONF.151/26/Rev 1, (1992) 31 ILM 874.
16. Obviamente, también podrá haber una legislación municipal relevante que establezca las normas de las actividades de un determinado Estado en relación con el medio ambiente.
17. El Consejo de Europa preparó una decisión de referencia sobre esta cuestión en enero de 2003, como respuesta a la adopción de una directiva sobre la misma problemática (pero en términos distintos) por parte de la Comisión Europea, en 2001. Este conflicto institucional entre los dos órganos sigue abierto. Véase el sitio http://europa.eu.int/comm/environment/crime/. Consultado el 12 de septiembre de 2004.
18. Resolución de la Asamblea General de la ONU 47/37, UN Doc. A/RES/47/37, 25 nov. 1992.
19. Protocolo Adicional I, Artículo 85(5).
20. International Court of Justice, Report 242, parágrafo 29, 1996.
21. Id., parágrafo 31.
22. Id., parágrafo 30.
23. Legality of the Use of Force(Serbia and Montenegro vs. Belgium). Request for Indication of Provisional Measures. Parágrafo 3º.
24. Application 52207/99, Grand Chamber, 12 de diciembre de 2001.
25. Final Report to the Prosecutor by the Committee Established to Review the NATO Bombing Campaign against the Federal Republic of Yugoslavia, 13 de junio de 2000: (2000) 39 ILM 1257.
26. Id., parágrafo 23.
27. Estatuto de Roma, Preámbulo, parágrafo 4º.
28. Id., Artículo 5(1).
29. J. Sills et al. “Environmental Crimes in Military Actions and the International Criminal Court”. Disponible en http://www.acunu.org/millennium/es-icc.html. Consultado el 7 de febrero de 2005.
30. Convención contra el Genocidio, Artículo II; Estatuto del ICTY, Artículo 4(2); Estatuto del ICTR, Artículo 2(2); Estatuto de Roma, Artículo 6.
31. El más significativo de estos fue la acción incoada por el Ministerio de Justicia del Gobierno de Israel contra Eichman (1961), 36 ILR 5.
32. Australia, por ejemplo, no implementó debidamente la Convención contra el Genocidio en su legislación nacional y, por consiguiente, faltaba una legislación interna que previera demandas fundamentadas en genocidio ante los tribunales australianos. Véase Nulyarimma vs. Thompson(1999) FCA 1192. Esta situación se modificó al menos en parte, después de lo establecido por el Tribunal Penal Internacional (Consequential Amendments) Act 2002(Cth), como parte del proceso de implementación del Estatuto de Roma en la legislación australiana.
33. Ver ICTR, Judgement Prosecutor vs. Akayesu, Case n. ICTR-96-4-T, 2 de septiembre de 1998.
34. Estatuto de Roma, Artículo 6(c).
35. Trial Chamber I of the ICTR, Prosecutor vs. Akayesu, Case n. ICTR-96-4-T, 2 de septiembre de 1998.
36. Id., parágrafo 511.
37. Ver la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, de 1969. 1155 UNITS 331, Artículo 31(1).
38. ICTY, Judgement on Defence Motions to Acquit, Prosecutor vs. Sikirica, Dosen and Kolundzija, Case n. IT-95-8, 3 de septiembre de 2001.
39. ICTY, Judgement, Prosecutor vs. Jelesiæ, Case n. IT-95-10-I, 14 de diciembre de 1999, parágrafos 78-83; e ICTY, Judgement (Appeals Chamber) Prosecutor vs. Krstic, Case n. IT-98-33-A, 19 de abril de 2004.
40. Así, por ejemplo, el TPI incluye un abanico más amplio de hechos que incorpora la violencia sexual en la esfera de los crímenes de lesa humanidad que el Estatuto del ICTY o del ICTR. El Artículo 7(g) del Estatuto de Roma incluye “[…] esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada o cualquier otra forma de violencia en el campo sexual de gravedad comparable” en el ámbito de hechos que pueden constituir Crímenes de lesa Humanidad, junto con “violación”, que es el término empleado tanto en el Estatuto del ICTY como en el del ICTR. Ver A. Cassese, 2003, pp. 91-94.
41. Incluyendo en esa denominación a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948, Resolución 217(A) de la Asamblea General de las Naciones Unidas; el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos [ICCPR, sigla en inglés], de 1966, 999 UNTS 171; y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales [ICESCR, sigla en inglés], 999 UNTS 3. Así, por ejemplo, el Artículo 11(1) del ICESCR reconoce “el derecho de toda persona a un nivel de vida adecuado […], incluso a la alimentación adecuada […]”.
42. Comprueba esta diferencia el hecho de que el Estatuto de Roma (Artículo 124) prevé un período de “transición” de siete años, durante el cual los Estados-Partes del tratado pueden “no aceptar la competencia del Tribunal” referido a los Crímenes de Guerra; pero no existe un dispositivo equivalente para los Crímenes de Genocidio o para los Crímenes de lesa Humanidad.
43. “[…] causar deliberadamente grandes sufrimientos o atentar gravemente contra la integridad física o la salud”.
44. “La destrucción y la apropiación de bienes no justificadas por necesidades militares y efectuadas a gran escala, ilícita y arbitrariamente” – por ejemplo, diques.
45. “Atacar o bombardear […] ciudades, aldeas, viviendas o edificios que no estén defendidos y que no sean objetivos militares.”
46. “Emplear veneno o armas envenenadas.”
47. “Emplear gases asfixiantes, tóxicos o similares o cualquier líquido, material o dispositivo análogo.”
48. “Destruir o confiscar bienes del enemigo, a menos que las necesidades del conflicto lo hagan imperativo.”
49. Estatuto de Roma, Preámbulo, parágrafo 3º.
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