casos, potencialidades y riesgos
En Colombia La Judicialización De La Política Parece Haber Adquirido Una Intensidad Mayor Que En Muchos Países Del Tercer Mundo En Los Cuales Se Ha Generalizado El Protagonismo Judicial. ¿Qué Pudo Motivar El Desarrollo De Este Fenómeno? ¿Cuál Es Su Impacto Sobre La Democratización De La Sociedad Colombiana? ¿Cuáles Son Las Potencialidades Democráticas Y Los Riesgos De La Judicialización?. Además De Intentar Ofrecer Respuestas A Esas Preguntas, Se Pretende Analizar En El Artículo El Caso Colombiano, Con Ejemplos Ilustrativos Y Una Discusión Teórica De La Evolución Del Fenómeno.
En las últimas dos décadas la justicia colombiana no sólo ha experimentado profundas transformaciones sino que ha entrado con mucha fuerza en la dinámica política. La actividad de los jueces ha tenido, en muchos casos, una gran repercusión en la evolución global del país. Colombia se ha caracterizado entonces en este período por una importante judicialización de ciertos aspectos de la política.
Es cierto que la centralidad de la justicia y una cierta judicialización de la política no son exclusivas de Colombia pues, por muy diversos motivos, el protagonismo judicial se ha generalizado en muchos países, tanto desarrollados como del Tercer Mundo.1 Sin embargo, en Colombia la judicialización de la política parece haber adquirido una intensidad mayor que en otros países, por lo que puede ser un caso interesante para estudiar la dinámica de este fenómeno, y en especial sus potencialidades democráticas pero también sus riesgos.
Este texto pretende entonces analizar esta judicialización de la política colombiana, para lo cual comienza por presentar algunos ejemplos ilustrativos de dicha judicialización, para luego discutir teóricamente esa evolución, tratando de determinar los posibles factores que la han impulsado, así como sus potencialidades y riesgos para la consolidación de nuestras democracias.
Entiendo muy esquemáticamente por judicialización de la política el hecho de que ciertos asuntos que tradicionalmente habían sido decididos por medios políticos, y que se consideraba que eran propios de la política democrática, empiezan a ser crecientemente decididos por los jueces, o al menos son fuertemente condicionados por decisiones judiciales, lo cual implica, a su vez, que muchos actores sociales empiezan a formular sus demandas en términos jurídicos y judiciales. Es claro entonces que esa definición es puramente descriptiva y supone simplemente una modificación de las fronteras tradicionales entre el sistema judicial y el sistema político en las sociedades democráticas, en la medida en que el trámite y la decisión de ciertos asuntos son transferidos de la esfera política al ámbito judicial, con lo cual la dimensión jurídica de la acción social y de la política pública adquiere un mayor peso.2 Otra cosa es que la judicialización de la política sea o no deseable democráticamente, que es un tema recurrente de debate en los últimos años, y al cual este artículo busca contribuir a brindar alguna respuesta.
Así entendida, Colombia, en las últimas dos décadas, ha conocido formas de judicialización de la política importantes en numerosos campos, pero tal vez los más significativos han sido los siguientes cinco: (i) la lucha contra la corrupción política y por la transformación de las prácticas políticas; (ii) el control a los excesos gubernamentales, en especial en los estados de excepción; (iii) la protección de grupos minoritarios y de la autonomía individual; (iv) la protección de poblaciones estigmatizadas o en situaciones de debilidad manifiesta y, por último, pero no por ello menos importante; (v) el manejo de la política económica, debido a la protección judicial de los derechos sociales. Brevemente procedo a describir cada una de estas dimensiones de la judicialización de la política colombiana.
En la última década, el sistema judicial colombiano ha tenido un papel importante en la búsqueda de renovación de las costumbres políticas, a fin de reducir el peso del clientelismo y de la corrupción política. Dos ejemplos significativos fueron los siguientes: de un lado el papel de los jueces durante la crisis del presidente Samper (1994-98), quien enfrentó un juicio en el Congreso por ingreso de dineros del narcotráfico a la campaña política que dio lugar a su elección. En esta crisis, los funcionarios judiciales, con sus declaraciones y decisiones, ocuparon un lugar central en las distintas coyunturas políticas del gobierno. Fue una crisis política pero altamente judicializada.3
El segundo ejemplo está relacionado con los procesos de “pérdida de investidura” adelantados por el Consejo de Estado. Para entender esta evolución, es necesario tener en cuenta que la Constitución de 1991 atribuyó un papel importante a la rama judicial en la corrección de los vicios políticos y de la corrupción. Fue así que se consagró la llamada “pérdida de investidura”, que equivale a una “muerte política”, pues quien reciba dicha sanción no puede ocupar nuevamente ningún cargo de elección popular. Los procesos son de naturaleza judicial y son decididos por una alta corte (el Consejo de Estado) contra aquellos congresistas que cometan ciertas faltas, como tráfico de influencias, violación del régimen de incompatibilidades o incluso inasistencia a más de seis plenarias en que se voten proyectos de ley. Entre 1991 y 2003, el Consejo de Estado tramitó unas 350 denuncias que podían conducir a pérdida de investidura, la cual decretó en 42 oportunidades.4
Estos ejemplos muestran la importante influencia que han tenido las decisiones judiciales en los intentos de renovar las costumbres políticas en Colombia.
Durante largas décadas, Colombia fue una democracia muy particular, pues si bien no conoció la experiencia de las dictaduras militares que ocurrieron en otros países, tampoco logró consolidar una verdadera democracia. Una de las razones de esa democracia restringida o “excepcional”, como la llamaron algunos analistas, fue el uso permanente del estado de sitio y de los regímenes de excepción por los distintos gobiernos; así, desde el cierre temporal del Congreso durante el gobierno de Ospina Pérez (1946-1950), en noviembre de 1949, hasta la expedición de la constitución de 1991, Colombia vivió prácticamente en un régimen de excepción permanente, pues de esos 42 años, 35 transcurrieron bajo estado de sitio.
A partir de la Constitución de 1991, la Corte Constitucional decidió ejercer un control judicial más estricto del uso de esas facultades por el gobierno. En particular, decidió adelantar un control “material” de las declaratorias de emergencia por parte del Presidente, en virtud del cual la Corte analiza si efectivamente existe o no una crisis lo suficientemente grave que justifique el recurso a los poderes de excepción. Anteriormente, esa valoración era considerada una cuestión política, pues correspondía al presidente evaluar autónomamente si existía o no una perturbación económica o del orden público que justificara recurrir a un estado de excepción. Por ello, la Corte Suprema, que antes de la Constitución de 1991 ejerció el control constitucional, consideró que esa valoración escapaba al control judicial y únicamente estaba sometida al control político desarrollado por el Congreso.5 Por el contrario, la Corte Constitucional asumió, desde sus primeras decisiones en 1992, hasta sus últimas sentencias en 2003, que si bien el Gobierno goza de un margen de apreciación para evaluar si existe o no una crisis y si es o no necesario recurrir a un estado de excepción, sus decisiones están sometidas no sólo al control político del Congreso sino también a un control judicial. Esa doctrina ha implicado entonces una judicialización del control de la declaratoria de los estados de excepción; así, de 12 declaraciones de estados de excepción, ya sea de estado de conmoción interior, ya sea de estado de emergencia, ocurridas entre 1992 y 2002, la Corte Constitucional validó totalmente 5, anuló totalmente tres, y validó parcialmente 4.6 El impacto práctico y político de esa intervención de la Corte Constitucional parece haber sido considerable, al menos por el siguiente indicador: el tiempo vivido por los colombianos en estados de excepción cayó de 80 % en la década de los ochenta a menos del 20% a partir de la introducción de ese control judicial en la década del noventa.
A pesar de que en Colombia ha existido control constitucional desde 1910, la definición del alcance de los derechos de la persona y de los grupos minoritarios había sido considerada usualmente un asunto político, que correspondía al legislador abordar y establecer. Dos razones parecían incidir en esa perspectiva: de un lado, la Constitución anterior, vigente desde 1886, pero con importantes reformas en 1910 y 1936, tenía una carta de derechos relativamente pobre; y, de otro lado, la Corte Suprema, mientras ejerció el control constitucional entre 1910 y 1991, tuvo en general una visión organicista y competencial de su labor. Esto es, ese tribunal entendió que su labor no era tanto definir el alcance de los derechos sino esencialmente asegurar que el reparto de competencias entre los distintos órganos del Estado fuera respetado. El resultado es que la jurisprudencia de la Corte Suprema en esos años, en materia de derechos constitucionales, fue escasa y muy tímida.
Por el contrario, con la expedición de la Constitución de 1991, que tiene una amplia carta de derechos, y con la entrada en funcionamiento de la Corte Constitucional en 1992, la situación cambió profundamente, tanto desde el punto de vista cuantitativo como cualitativo. Así, de un lado, el número de decisiones centradas en la definición del alcance de los derechos fundamentales se incrementó considerablemente. Y esto ha llevado a la Corte Constitucional a intervenir, por medio de decisiones muy controvertidas, en la definición del alcance de los derechos constitucionales y de los grupos minoritarios, como la despenalización del consumo de drogas (sentencia C-221/94) y de la eutanasia (sentencia C-239/97).7 Igualmente la Corte ha protegido a minorías tradicionalmente discriminadas, como las personas que viven con VIH/Sida y los homosexuales. Así, hasta 1980, la homosexualidad constituía un delito; en ese año, desapareció ese tipo penal pero subsistieron varios regímenes laborales, como los de los educadores y de la Fuerza Pública, que preveían que una persona podía ser sancionada disciplinariamente por conductas homosexuales. La Corte ha atacado la discriminación contra los homosexuales en todos esos ámbitos. Así, la sentencia T-097/94 protegió la intimidad de los homosexuales en la Fuerza Pública y la C-507/99 señaló que no podía sancionarse a un militar por ser homosexual. Igualmente, en otras ocasiones, la Corte indicó que no podía expulsarse a un alumno por comportamientos homosexuales (T-100/98), ni sancionarse a un docente por esa razón (C-481/98). Y a nivel más general, la Corte ha indicado que todo trato diferente a una persona por razón de sus preferencias sexuales se presume discriminatorio, y por ende es inconstitucional (C-481/98).
La Corte ha definido también en gran medida el alcance del pluralismo y ha favorecido no sólo la igualdad entre las religiones, mediante la anulación del concordato y de los privilegios de la religión católica, sino que también ha reconocido ámbitos muy amplios al ejercicio de la administración de justicia por las autoridades indígenas.8
Con esta descripción, no estoy indicando que la jurisprudencia constitucional colombiana haya sido siempre progresista. Por ejemplo la defensa de la Corte de los derechos fundamentales de los homosexuales ha tenido límites, pues los ha protegido contra la discriminación como personas pero no como parejas; y por eso ha señalado que la ley no está obligada a reconocer efectos jurídicos a las uniones homosexuales (C-098/98), que era legítimo que la ley excluyera de la adopción a las parejas homosexuales (C-814/01) y que el régimen de salud no tenía por qué aceptar obligatoriamente, como beneficiario, a la pareja de un homosexual (SU-623/01). No interesa entonces, por ahora, destacar la orientación progresista o no de la jurisprudencia de la Corte Constitucional colombiana sino esencialmente resaltar que, en la última década, la definición del alcance de los derechos constitucionales ha sido obra en gran medida de decisiones judiciales, lo cual significa que se trata de un tema altamente judicializado.
Ciertas políticas relacionadas con la atención de poblaciones estigmatizadas y en situaciones de debilidad manifiesta también han sido judicializadas en forma importante en los últimos años. Esto ha sucedido especialmente con los presos y los desplazados. Así, los primeros presentaron muy numerosas tutelas, debido a la situación de hacinamiento en las cárceles y a las precarias condiciones de las prisiones colombianas. Después de conceder numerosos amparos individuales, la Corte Constitucional decide que se trata de una situación general y entonces declara la existencia de un “estado de cosas inconstitucional” en las cárceles y realiza órdenes generales al gobierno para que en un término de ciertos meses cese el hacinamiento carcelario.
Una situación semejante, pero de mayores dimensiones, ocurre en relación con los desplazados internos. Debido en gran medida a la agudización del conflicto armado, Colombia tiene una población desplazada enorme, que configura una verdadera tragedia humanitaria. En forma semejante al caso de cárceles, muchos desplazados formulan acciones de tutela, para que las autoridades locales y nacionales protejan sus derechos fundamentales. La Corte Constitucional, al igual que con la situación de los presos, luego de conceder numerosos amparos individuales, decide declarar igualmente un “estado de cosas inconstitucional” (Sentencia T-025/04), debido a las inconsistencias y a la precariedad de la política estatal frente al desplazamiento forzado. En esa decisión, la Corte ordena a las autoridades nacionales reformular y clarificar las estrategias frente al desplazamiento forzado, a fin de atender las necesidades básicas de esta población.
Estas decisiones muestran una importante judicialización de ciertas políticas públicas, pues no sólo las decisiones de la Corte han implicado un gasto público considerable9 sino que, además han condicionado las prioridades y orientaciones de las estrategias gubernamentales en estos sectores.
El último ejemplo, y uno de los más significativos, de judicialización de la política ha sido la muy importante influencia de la Corte Constitucional en la política económica, debido a la jurisprudencia de este tribunal encaminada a proteger los derechos sociales. Los ejemplos son muy numerosos, por lo cual, cualquier sistematización corre el riesgo de ser insuficiente; pero tal vez pueden destacarse dos tipos de intervenciones: la protección individual o grupal de derechos por medio de la tutela y el control abstracto o general de constitucionalidad de leyes de contenido económico.
De un lado, la Corte Constitucional ha defendido la posibilidad de que los derechos sociales sean protegidos por los jueces vía tutela constitucional, en virtud de la doctrina de la conexidad. Para que un derecho social sea protegido se requiere que la desprotección que se invoca ante el juez implique la afectación de otro derecho que se considera fundamental y de aplicación inmediata, como es el caso del derecho a la vida. Y en esos casos, la protección suele hacerse por tutelas individuales, que es el equivalente colombiano al amparo constitucional en otros países. Ahora bien, hasta 1998 la protección de derechos sociales por vía judicial, no obstante el carácter progresista de la jurisprudencia, no trajo consigo mayores conflictos entre jueces y funcionarios de las otras ramas del poder público. El número de decisiones de tutela por derechos sociales no era alto, y por ello el activismo judicial de la Corte sólo aparecía como algo inaceptable para los más aguerridos opositores del constitucionalismo social. La mayoría de estas decisiones, además, se referían a casos de personas vinculadas por contrato a un sistema estatal de prestación de servicios de salud, educación o seguridad social. Desde 1998 la situación cambia dramáticamente debido al aumento extraordinario de demandas de tutela por derecho a la salud contra las entidades de seguridad social. Los costos se multiplicaron por tres: mientras en 1998 se necesitaron 4.793 millones de pesos, en 1999 fueron requeridos 15.878 para responder a la demanda de salud por tutela.10 Así, a nivel general, las tutelas en donde se invocan formalmente los derechos a la salud o a la vida, en donde en general el peticionario reclama un tratamiento que considera necesario para preservar una vida digna, representaron en 1995 más o menos el 10% del total de tutelas presentadas y fueron aproximadamente unas 3.000. En el primer semestre de 1999, ese porcentaje se incrementó al 30% y el total de tutelas por ese concepto, en ese semestre, fue de casi 20.000, esto es, unas 40.000 al año.11
De otro lado, la Corte ha condicionado fuertemente la política económica, en virtud del control abstracto de constitucionalidad, que la ha llevado a declarar inconstitucionales, total o parcialmente, ciertas leyes por violar ciertos principios y derechos constitucionales. En particular, la Corte ha anulado leyes que extendían el impuesto al valor agregado a productos de primera necesidad (C-776/03), o ha ordenado la indexación parcial de los salarios de los servidores públicos (Sentencias C-1433/00, C-1064/01 y C-1017/03), o ha extendido ciertos beneficios pensionales a ciertos grupos poblacionales, al considerar que la restricción desconocía el principio de igualdad (Sentencia C-409/94), o ha prohibido la modificación de ciertas regulaciones pensionales, por considerar que afectaban derechos adquiridos de los trabajadores (C-754/04). Todas estas decisiones implicaron costos económicos y presupuestales muy importantes.12
Uno de los ejemplos más impactantes de esa judicialización de la política económica fue su intervención frente a la crisis de los deudores hipotecarios en los años 1988 y 1999. Por su importancia, conviene describirla con algún detalle.
A partir de 1997, Colombia entra en una aguda recesión económica que, combinada a ciertas decisiones de política económica, ocasionó una muy difícil situación para miles de personas de clase media, que se habían endeudado hipotecariamente, para adquirir vivienda. En pocos meses se hablaba de que unas 90.000 personas podrían perder su vivienda y la cifra se elevó, dos años más tarde, a 200.000 familias.13
Estos deudores hipotecarios eran ante todo personas de clase media, que no participaban usualmente en protestas sociales. Sin embargo, la situación adquirió tal gravedad, que los deudores comenzaron a asociarse para defenderse frente a las entidades financieras. A partir de 1998, estos deudores organizaron algunas marchas pacíficas y formularon peticiones al gobierno y al congreso para que modificaran ese sistema de financiación (llamado UPAC) y dieran alivios a los deudores.
Muy rápidamente y debido a la poca receptividad del Gobierno y del Congreso, los deudores y sus asociaciones recurrieron también a la estrategia judicial, y en especial interpusieron demandas ante la Corte Constitucional, en contra de las normas que regulaban el sistema UPAC.
Entre 1998 y 1999 la Corte profirió entonces varias sentencias sobre el sistema UPAC, que en general tendían a proteger a los deudores hipotecarios. Además, la Corte ordenó que se expidiera, en siete meses, una nueva ley para la regulación de la financiación de vivienda. Esas sentencias pusieron, además, a la Corte en el ojo del huracán, pues si bien los deudores y algunos movimientos sociales apoyaron sus decisiones, los grupos empresariales, algunos sectores del gobierno y numerosos analistas atacaron duramente al tribunal constitucional, al que criticaron por extralimitarse en sus funciones y desconocer el funcionamiento de una economía de mercado, por lo cual propusieron que la Corte no conozca de la constitucionalidad de la legislación económica.
En tal contexto, el Congreso discutió y aprobó, a finales de 1999, una nueva ley de financiación de vivienda, que incorporaba, entre otras cosas, alivios a los deudores por dos billones de pesos (unos 1.200 millones de dólares) y ataba nuevamente la evolución de las deudas hipotecarias a la inflación. La influencia de las decisiones de la Corte en los debates parlamentarios fue evidente.
Estos casos muestran entonces que la política económica colombiana en los últimos años ha estado fuertemente condicionada por decisiones de la justicia constitucional, que no sólo han tenido costos financieros considerables sino que, además, han definido ciertas orientaciones de dicha política.
Los anteriores ejemplos permiten llegar a una primera conclusión: efectivamente en las últimas décadas ha operado una importante judicialización de la política colombiana, lo cual suscita algunos interrogantes obvios: ¿qué pudo motivar el desarrollo de este fenómeno? ¿Cuál es su impacto sobre la democratización de la sociedad colombiana? Las siguientes partes de este artículo intentan ofrecer respuestas a esas preguntas.
La explicación de las tendencias a la judicialización de la política no es fácil, por cuanto las interpretaciones no coinciden plenamente. Con todo, es posible ofrecer algunos factores comunes a distintos países y otros específicos a Colombia, que permiten entender, al menos parcialmente, la lógica de ese fenómeno.
Un primer factor que ha alimentado la judicialización en Colombia y en otros países ha sido el desencanto frente a la política, que ha llevado a ciertos sectores a exigir del poder judicial respuestas a problemas que en principio deberían ser debatidos y solucionados, gracias a la movilización ciudadana, en las esferas políticas. Este fenómeno no es obviamente exclusivo de Colombia pues la crisis de las formas de representación y de la política en general son factores que han incidido profundamente en el protagonismo actual de los jueces. Así, la extensión -o tal vez la mayor transparencia- de la corrupción coloca a los jueces en el centro del panorama político, ya sea por su permeabilidad a la propia corrupción, ya sea por su actividad en contra de ella, que no sólo los ha enfrentado a los poderes políticos sino que ha convertido a ciertos fiscales o jueces en personajes de gran notoriedad pública y respaldo ciudadano. Igualmente, en el campo social, algunos sectores de la judicatura se han comprometido en la defensa de los derechos ciudadanos, lo cual ha hecho que el aparato judicial, que no tiene origen popular, sea a veces percibido como más democrático que los órganos políticos elegidos por voto, con lo cual ha operado un cierto desplazamiento, bastante paradójico, de la legitimidad democrática del sistema político al sistema judicial. Finalmente, muchos ciudadanos ven más cercano y democrático al sistema judicial que al congreso o al ejecutivo, en la medida en que, frente a ciertos litigios, resulta más fácil acceder al aparato judicial, en la medida en que no son necesarios intermediarios políticos.
En segundo término, ese interés ciudadano en judicializar ciertos conflictos se ha visto en ocasiones acompañado por un interés de ciertos actores políticos (partidos o incluso gobiernos) en despolitizar ciertos temas sensibles, para no asumir los costos de su decisión, o frente a los cuales ha operado un bloqueo a nivel institucional, por lo cual aceptan o incluso promueven la transferencia de esos asuntos a los jueces.
Un tercer elemento que ha alimentado la judicialización ha sido el esfuerzo por fortalecer el poder judicial y asegurar su independencia, como un elemento esencial del Estado de derecho. Esta evolución ha sido impulsada por factores muy diversos en América Latina. Así, los grupos de derechos humanos y los movimientos sociales contra los regímenes autoritarios defendieron el fortalecimiento del poder judicial como un elemento esencial de consolidación de la democracia y de garantía de los derechos; pero igualmente, las agencias de financiación internacional y el Consenso de Washington apoyaron esas reformas, a fin de favorecer la inversión extranjera, pues sin poder judicial independiente no habría seguridad jurídica ni estabilidad en los contratos ni protección de propiedad. Estos elementos han implicado un cierto fortalecimiento del aparato judicial; y es claro que un poder judicial con mayor independencia personal y política, y dotado de mayores recursos, tiene una mayor posibilidad de intervenir en los procesos políticos.
En cuarto término, en los últimos años ha operado en muchos países una transición a lo que algunos autores llaman el neoconstitucionalismo, que se caracteriza por estos rasgos: expedición de constituciones con un amplio listado de derechos fundamentales y que, además, tienen vocación normativa, por lo cual prevén sistemas de justicia constitucional para asegurar el respeto de esos derechos, incluso por las mayorías legislativas. La presencia de estas formas de justicia constitucional estimula también una fuerte judicialización de la política no sólo por la facultad de estas cortes de invalidar decisiones legislativas y gubernamentales, invocando las cláusulas constitucionales, que son esencialmente abiertas, sino, además, por cuanto permiten que los ciudadanos individuales o ciertos grupos sociales articulen sus demandas en el lenguaje de los derechos.
Esta constitucionalización interna del derecho converge con el fortalecimiento relativo, en los últimos años, de los mecanismos internacionales de derechos humanos, que también estimulan la formulación de reclamaciones en términos de derechos, lo cual fortalece la dimensión judicial de crítica política.
Colombia, en ciertos aspectos, simplemente acentúa ciertas tendencias que han operado en otros países; pero existen ciertos elementos que parecen ser específicos a este país.
De un lado, en Colombia, la debilidad de los mecanismos de representación política existe pero parece más profunda que en muchos otros países de la región, por lo cual es mayor la tentación de sustituir la política por la acción judicial. No es este el espacio para presentar sistemáticamente ese fenómeno, que ha sido ampliamente analizado por otros autores. Basta indicar que se tradujo en un profundo desprestigio del Congreso y de la llamada clase política, que ha posibilitado un mayor protagonismo de los jueces, y en especial de la Corte Constitucional. En efecto, en muchas ocasiones, lo que ocurre no es que ese tribunal se enfrente a los otros poderes sino que ocupa los vacíos que éstos dejan; y esa intervención aparece legítima ante amplios sectores de la ciudadanía que consideran que al menos existe un poder que actúa en forma progresista y ágil.
De otro lado, Colombia ha tenido una tradición histórica de movimientos sociales débiles, en comparación a otros países periféricos o latinoamericanos. Y no sólo esos movimientos son poco fuertes sino que, además, en los últimos años, la violencia ha incrementado considerablemente los costos y los riesgos de su accionar, pues muchos líderes y activistas han sido asesinados. Estos dos factores –debilidad histórica y riesgos crecientes – tienden a fortalecer el protagonismo judicial, y en especial el de la justicia constitucional. En efecto, si el acceso a la justicia constitucional es relativamente fácil, como se explicará ulteriormente, es natural que muchos grupos sociales se sientan tentados a preferir el empleo de las argucias jurídicas, en vez de recurrir a la movilización social y política, que tiene enormes riesgos y costos en Colombia.
Y es que los diseños procesales han hecho que en Colombia el acceso a la justicia constitucional sea fácil y poco costoso. Así, desde 1910, existe la acción pública, en virtud de la cual, cualquier ciudadano puede pedir que se declare la inconstitucionalidad de cualquier ley, sin necesidad de ser abogado y sin ningún formalismo especial. Pero eso no es todo. La Constitución de 1991 creó también la acción de tutela, en virtud de la cual cualquier persona puede, sin ningún requisito especial, solicitar a cualquier juez la protección directa de sus derechos fundamentales. El juez debe decidir muy rápidamente (10 días) y todas las sentencias pasan a la Corte Constitucional, que discrecionalmente decide cuáles revisa. La facilidad de acceso a la justicia constitucional ha favorecido el protagonismo de la Corte pues resulta relativamente fácil para los ciudadanos convertir un reclamo en una discusión jurídica, que debe ser constitucionalmente decidida, y en un tiempo bastante corto, por la justicia constitucional. Y, como lo han mostrado los estudios judiciales comparados, a mayores posibilidades de acceso a las cortes, mayor influencia política de los tribunales.15
En Colombia, el movimiento simultáneo de neoconstitucionalismo y apertura a los derechos humanos, que se ha dado en otros países, se materializó en la Constitución de 1991, que no es producto de una revolución triunfante, pero aparece, dentro de un contexto histórico muy complejo, como un intento por realizar un pacto de ampliación democrática, a fin de enfrentar la violencia y la corrupción política. En tales circunstancias, en la Asamblea Constituyente tuvieron una participación muy importante fuerzas políticas y sociales tradicionalmente excluidas de la política electoral colombiana, como representantes de algunos grupos guerrilleros desmovilizados, los indígenas o las minorías religiosas. La composición de la Asamblea fue entonces pluralista, para los estándares electorales colombianos. En ese marco, el diagnóstico subyacente de muchos delegatarios pareció entonces ser el siguiente: la exclusión, la falta de participación y la debilidad en la protección de los derechos humanos son los factores básicos de la crisis colombiana. Esto explica alguna de las orientaciones ideológicas de la Carta de 1991: la ampliación de los mecanismos de participación, la imposición al Estado de deberes de justicia social e igualdad, y la incorporación de una rica carta de derechos, y de nuevos mecanismos judiciales para su protección.
Todo lo anterior explica la generosidad en materia de derechos de esa Constitución, que atribuye una particular fuerza jurídica a los derechos humanos, ya que no sólo señala que la mayor parte de las normas constitucionales que contienen esas garantías son directamente aplicables sino que además establece que los tratados en la materia prevalecen en el orden interno y constituyen criterio de interpretación de los derechos constitucionales. La Carta de 1991 tiene entonces una vocación de aplicación judicial, que favorece un cierto activismo judicial en favor de los derechos de la persona, que si bien no era imposible, tenía menos piso normativo en el anterior ordenamiento constitucional.
De otro lado, también ha existido una tensión fuerte entre el contenido social de muchas cláusulas de la Constitución y las estrategias de desarrollo que los gobiernos colombianos pusieron en marcha desde 1990. Así, aunque la Constitución posibilita las privatizaciones y ciertas políticas neoliberales, muchas de sus normas favorecen una intervención activa del Estado en busca de la justicia social, puesto que en su redacción tuvieron una influencia considerable representantes de sectores tradicionalmente excluidos de la política colombiana. Pero el gobierno Gaviria (1990-1994), que había impulsado con vigor el proceso constituyente, puso en marcha, tal vez con todavía mayor fuerza, una estrategia de apertura de la economía de contenido claramente neoliberal. Así, mientras la Constitución, en cierta medida exigía más Estado y una intervención redistributiva de las autoridades, los gobiernos ponían en marcha planes de desarrollo que tendían a disminuir la presencia social del Estado y a favorecer los mecanismos de mercado en la asignación de los recursos.16
Muy rápidamente, y por distintos factores, las fuerzas políticas que redactaron la constitución se debilitaron políticamente, lo cual hizo que una de las pocas instituciones con posibilidad de desarrollar el contenido progresista de la Carta de 1991 fuera la Corte Constitucional. Y el tribunal constitucional, desde sus primeras sentencias, decidió asumir con vigor esa función, tomando en serio el papel de los jueces en el desarrollo de los derechos fundamentales. La Corte prácticamente se fue convirtiendo así en la única ejecutora del proyecto constituyente.
En todos estos años, la Corte ha tendido entonces, poco a poco, a autorrepresentarse como la ejecutora de los valores de libertad y justicia social encarnados en la Constitución, lo cual le permitió ganar una importante legitimidad en ciertos sectores sociales. Pero siempre se ha movido en el filo de la navaja ya que ese progresismo explica también la crítica acérrima de otros sectores, en general ligados a los grupos empresariales o al gobierno, que atacan la jurisprudencia de la Corte, que consideran que es populista e ingenua, pues ignora las condiciones reales de la sociedad colombiana. Pero estos actores no se han limitado a esos reproches sino que, además, han intentado, hasta ahora sin éxito, numerosas reformas para acabar con la Corte, o al menos para limitar considerablemente sus atribuciones.
Fuera de lo anterior, existen ciertos rasgos que favorecen el activismo y protagonismo judicial en Colombia, como son la tradición de respeto, al menos formal, a las formas constitucionales y una independencia judicial relativamente importante.
Así, la Corte Constitucional fue creada por la nueva Constitución, que fue aprobada por la Asamblea Constituyente de 1991. Sin embargo, Colombia ya tenía una larga tradición de control judicial de constitucionalidad, pues al menos desde 1910 se había reconocido a la Corte Suprema de Justicia la posibilidad de que declarara, con fuerza general, la inconstitucionalidad de una ley. Y efectivamente, con mayor o menor fortuna, la Corte Suprema ejerció esa función durante casi ocho décadas, y tomó en varias oportunidades decisiones muy polémicas, pero que finalmente fueron aceptadas por las fuerzas políticas. Por consiguiente, cuando la Corte Constitucional entra a funcionar, en 1992, la cultura jurídica y política colombiana está muy familiarizada con la judicial review, al punto de que a pocos les parece extraño en la comunidad jurídica colombiana que ese tribunal tenga la facultad de anular leyes aprobadas por el Congreso. La Corte Constitucional colombiana, a pesar de ser una institución nueva, no tuvo entonces que luchar para que las fuerzas políticas reconocieran la legitimidad de la judicial review, pues ésta era ampliamente aceptada en los medios políticos y jurídicos colombianos.
La judicialización parcial de la vida política tiene sin lugar a dudas ciertas virtudes. En particular permite evitar abusos de los órganos políticos y de las mayorías, en contra de minorías estigmatizadas o de individuos. En esa medida, el lenguaje de los derechos ocupa un lugar importante en las democracias contemporáneas, al punto de que el reconocimiento y la protección judicial de esos derechos, a pesar de ser realizados por órganos contramayoritarios, como lo son los jueces y los tribunales constitucionales, deben ser vistos no como limitaciones a la democracia sino como garantías a las precondiciones de la misma. Por ende, si bien no tiene un origen democrático, el juez constitucional cumple un papel democrático esencial pues es el guardián de la continuidad del proceso democrático.
La anterior justificación de una cierta judicialización de la política se vincula además a la importancia que tienen los derechos fundamentales en una sociedad democrática. La idea es que muchos de esos derechos son en primer término presupuestos procesales del funcionamiento de la democracia, pues mal podría existir un verdadero debate democrático si no se garantiza la libertad de expresión y de movilización, los derechos de asociación, los derechos políticos, etc. La existencia de esos derechos es pues un elemento esencial para que la democracia pueda realmente ser considerada un régimen en donde los ciudadanos son libres y deliberan para autogobernarse. Pero para que esas personas sean verdaderamente libres, es además necesario asegurarles unas condiciones mínimas de dignidad, que les permitan desenvolverse como individuos autónomos. Los derechos fundamentales representan entonces esos bienes, que se consideran que son indispensables para que todas las personas gocen de la dignidad necesaria para ser ciudadanos verdaderamente libres, iguales y autónomos. En esa medida, esos derechos aparecen también como una suerte de presupuestos materiales del régimen democrático, pues sin ciudadanos libres e iguales, mal podríamos hablar de gobierno democrático. Por ende, si los derechos fundamentales son tanto presupuestos procesales como materiales de la democracia, es obvio que estos derechos deben ser garantizados, independientemente de la opinión de las mayorías. En tal contexto, si los derechos fundamentales son, y perdonen la redundancia, fundamentales para la democracia, entonces es obvio que al asegurar su realización, los jueces cumplen una función democrática esencial.
Conforme a lo anterior, y utilizando la terminología sugerida por Luigi Ferrajoli,17 aunque los jueces y los tribunales constitucionales carecen de legitimidad democrática formal, pues no tienen origen en la voluntad popular, lo cierto es que gozan de una legitimidad democrática sustancial, en la medida en que aseguran los derechos fundamentales y protegen la continuidad e imparcialidad del proceso democrático.
De otro lado, una cierta judicialización también parece ineludible cuando se producen bloqueos en el propio sistema político, que puede, por ejemplo, hacerle perder la capacidad para reaccionar frente a determinados tipos de prácticas de corrupción, cuando éstas ya se han generalizado tanto que hacen parte de las reglas ordinarias de juego del sistema. En tales contextos, las intervenciones de la rama judicial -como un actor parcialmente externo al sistema político como tal- pueden desencadenar procesos de transformación política que tal vez hubieran sido imposibles desde dentro del sistema político. En tal sentido, la judicialización no es en sí misma perjudicial, pues puede ser un catalizador que permita una renovación democrática de la política.
En tercer término, una cierta judicialización de la política, en especial aquella ligada a la lucha por los derechos, puede también operar, por paradójico que suene, como un mecanismo de movilización social y política, en la medida en que permite empoderar a ciertos grupos sociales y les facilita su accionar social y político, como lograron hacerlo los deudores hipotecarios gracias a ciertas decisiones judiciales.
Sin embargo, los riesgos de una judicialización excesiva de la vida política son también claros, pues puede afectar la consolidación de nuestras precarias democracias.
De un lado, ella puede comportar una sobrecarga del aparato judicial, que empieza a asumir con dificultad tareas que no le corresponden totalmente. Así, la transferencia de la resolución de demasiados problemas a los jueces puede terminar por afectar la propia legitimidad de la administración de justicia, que no tiene en el largo plazo la capacidad de enfrentar tales retos. Y eso deriva no sólo de la cantidad de problemas que empieza a resolver el sistema judicial sino también al tipo de asuntos, por cuanto frente a determinados conflictos, la arena judicial puede no ser la más apropiada. Los riesgos de error judicial son grandes.
De otro lado, la judicialización puede generar un contraste entre una justicia visible y protagónica, que decide pocos casos pero en forma espectacular, mientras que la gran mayoría de los asuntos son decididos por una justicia invisible y con tendencia a la rutinización, que los tramita en forma ineficiente e inequitativa.18 Y es que en el caso colombiano, las evidencias de esas ineficiencias rutinarias son claras, como lo muestra, por citar un solo indicador, la impunidad en materia penal. Y es que, a pesar de las discrepancias que existen en el país en torno a la conceptualización y cuantificación de la impunidad, en general todos los analistas reconocen en que ésta es alta y persistente. Se podría llegar así a una perversa combinación de las enormes deficiencias del aparato judicial con su gran protagonismo; así, las primeras se cubren con el segundo, esto es, las deficiencias funcionales del aparato judicial son en cierta medida compensadas por una intervención excepcional de los jueces en los grandes debates políticos. Protagonismo político de un lado y deficiencias funcionales del otro se encuentran entonces conectados: mientras la justicia no resuelva sus problemas funcionales y adquiera fortaleza y capacidad mediante el logro de sus compromisos sociales naturales, su intervención en los grandes debates políticos puede ser el pretexto para una desviación de objetivos y para un debilitamiento aún mayor de sus cometidos.
En tercer término, la judicialización de los conflictos políticos tiende casi inevitablemente a politizar, en el mal sentido del término, los conflictos judiciales, pues los tribunales y los procesos se convierten en escenarios e instrumentos de estrategias de actores políticos, lo cual desestabiliza en forma profunda el rol del sistema judicial como garante de los derechos de las personas y de las reglas de juego democráticas. El derecho deja de ser la regla general que toda la comunidad reconoce, pues el sentido de las normas se considera manipulable según los intereses. La opinión empieza entonces a desconfiar de toda decisión judicial, con lo cual se compromete la legitimidad misma de la administración de justicia. Y esto es aún más grave en democracias precarias, pues en ellas la independencia del poder judicial dista de estar consolidada.19
En cuarto término, esta excesiva judicialización conduce en muchas ocasiones a un aplazamiento de soluciones políticas que son necesarias para enfrentar ciertos problemas, como lo ilustró el desarrollo del llamado proceso 8000. Así, la ausencia de reglas claras sobre partidos y elecciones favoreció la infiltración de los dineros del narcotráfico en la campaña presidencial de 1994. Sin embargo, en su momento, las propias incidencias del proceso 8.000 y del juicio al Presidente postergaron y llevaron a un segundo plano el debate sobre la reforma política, que sólo fue retomado con seriedad varios años después.
Finalmente, si bien la judicialización en países como Colombia se explica en parte por la debilidad de los movimientos sociales y podría favorecer una nueva política democrática, lo cierto es que puede también acentuar la apatía ciudadana. El uso de las argucias judiciales para resolver complejos problemas sociales puede dar la impresión de que la solución de muchos problemas políticos no depende de la participación democrática sino de la actividad de jueces y fiscales providenciales. Esto es grave pues implica no sólo una acentuación de la desmovilización ciudadana sino incluso la puesta en cuestión de los propios principios democráticos, ya que son los funcionarios judiciales -no electos- a quienes correspondería defender las eventuales virtudes de la democracia. Los riesgos de salidas autoritarias y antidemocráticas son entonces importantes, pues cada vez más la sociedad comenzaría a confiar en hombres providenciales para la restauración de la virtud y la solución de los problemas.
Este examen lleva entonces a una conclusión, que no por aparentemente obvia, es importante: la judicialización tiene potencialidades pero igualmente riesgos. El desafío es entonces potenciar sus posibilidades democráticas y minimizar sus efectos perversos, lo cual, desde el punto de vista académico, debería llevarnos a tratar de investigar más específicamente cuáles son las judicializaciones democratizantes y cuáles, por el contrario, son democráticamente riesgosas.
1. Ver, por ejemplo, Boaventura Santos, “Los paisajes de las justicias en las sociedades contemporáneas” in Boaventura Santos & Mauricio García-Villegas (dirs.), El caleidoscopio de las justicias en Colombia, Bogotá, Uniandes-Siglo del Hombre-Colciencias-CES, 2001.
2. Para conceptualizaciones semejantes, ver los trabajos de Pilar Domingo, en particular su texto en este libro y su artículo: Pilar Domingo, “Judicialisation of Politics: The Changing Political Role of the Judiciary in Mexico” in Rachel Sieder, Line Schjolden & Alan Angell (eds.), The Judicialisation of Politics in Latin America., Nueva York, Palgrave Macmillan, (en prensa 2005).
3. Ver al respecto: Rodrigo Uprimny, “Jueces, narcos y políticos: La judicialización de la crisis política” in Francisco Leal Buitrago (ed.), Tras las huellas de la crisis política, Bogotá, Tercer Mundo Editores, Fescol, IEPRI, 1996.
4. Al respecto, ver: Fernando Cepeda Ulloa, “La pérdida de investidura de los congresistas: una herramienta eficaz contra la corrupción” in Fernando Cepeda Ulloa (ed.), Las fortalezas de Colombia, Bogotá, Ariel, BID, 2004, pp. 489 y ss.
5. Para una presentación de la evolución del control judicial del uso de esos poderes excepcionales, ver Rodrigo Uprimny, “The Constitutional Court and Control of Presidential Extraordinary Powers in Colombia” in Siri Glippen, Roberto Gargarella & Elin Skaar (eds.),Democratization and the Judiciary, Londres, Frank Cass, 2003.
6. En el régimen constitucional colombiano existen tres tipos de estados de excepción: de un lado, el estado de guerra exterior, previsto para las hipótesis de conflicto internacional y que nunca ha sido usado en Colombia; de otro lado, el estado de conmoción interior, previsto para las graves alteraciones del orden público; y, finalmente, el estado de emergencia, previsto para graves crisis económicas o naturales.
7. Las decisiones de la Corte Constitucional colombiana son básicamente de dos tipos: las sentencias de constitucionalidad, o de control abstracto de las leyes, cuya numeración se inicia con una “C”, y las decisiones de tutela, el nombre que se ha asignado en Colombia al recurso de amparo o de protección, que son aquéllas que se inician con una “T”. Las sentencias de constitucionalidad son pronunciadas por la Sala Plena, integrada por 9 magistrados, mientras que, por lo regular, las sentencias de tutela son expedidas por las distintas Salas de Revisión, integradas cada una de ellas por 3 magistrados, salvo cuando se decide unificar la doctrina constitucional en tutela, caso en el cual conoce también la Sala Plena. En esos eventos, las sentencias se denominan “SU”. Las sentencias de esta Corte Constitucional se identifican entonces por tres elementos: el encabezado, (“C”, “T” o “SU”) que indica el tipo de proceso y decisión; un primer número, que corresponde al orden secuencial en un año determinado; y un segundo número, que especifica el año. Así, la sentencia T-002/92 es la segunda sentencia emitida por la Corte en 1992, y corresponde a una tutela, decidida en una Sala de Revisión de tres magistrados
8. Sobre la labor de la Corte en la protección de la diversidad étnica, ver los escritos de Víctor Manuel Uribe.
9. Según un documento de la Dirección General de Presupuesto del Ministerio de Hacienda, presentado en octubre de 2004, en un seminario sobre el tema, la decisión sobre desplazados podría costar aproximadamente un billón de pesos, esto es, unos 400 millones de dólares, a una tasa revaluada de 2500 pesos por dólar. Y la sentencia sobre prisiones ha costado unos 300 mil millones de pesos en gastos de funcionamiento y unos 260 mil millones en gastos de inversión, esto es, unos 560 mil millones de pesos en total, lo cual equivale aproximadamente a unos 230 millones de dólares.
10. Ver Luis Carlos Sotelo, “Los derechos constitucionales de prestación y sus implicaciones económico-políticas” in Departamento Nacional de Planeación de Colombia, Archivos de macroeconomía, Documento 133, 2000.
11. Ver Corte Constitucional y Consejo Superior de la Judicatura, Estadísticas sobre la tutela, Bogotá, 1999. Esa tendencia se mantiene en años posteriores.
12. Según el citado documento del Ministerio de Hacienda, el costo de esos fallos es alto. Dos ejemplos: la sentencia C-409/04 ha costado, desde 1995 varios cientos de millones de pesos y su costo se mantiene y equivale a unos 800 mil millones de pesos por año, esto es, unos 320 millones de dólares por año. La sentencia C-776/03 del IVA redujo los ingresos fiscales en aproximadamente 750 millones de pesos, unos 300 millones de dólares.
13. Ver el periódico colombiano El Espectador, 29 de abril de 1997 y de 01 de junio de 1999.
14. En este punto, ver la presentación sintética de Pilar Domingo: op.cit. Ver igualmente Javier Couso, “Consolidación democrática y poder judicial: los riesgos de la judicialización de la política”, Revista de Ciencia Política, Vol XXIV, No 2, 2004, pp. 37 y ss.
15. Herbert Jacob et al., Courts, Law and Politics in Comparative Perspective, New Haven, Yale University Press, 1996, pp. 396 y ss.
16. Sobre las tensiones entre el contenido social de la Constitución y las estrategias neoliberales de los gobiernos en la década del 90, y en especial del gobierno Gaviria ver José Antonio Ocampo, “Reforma del Estado y desarrollo económico y social en Colombia”, Análisis Político, No 17, septiembre/diciembre, 1992. Ver igualmente Andrés López Restrepo, “El cambio de modelo de desarrollo de la economía colombiana”, Análisis Político, N. 21, enero/abril, 1994.
17. Ver Luigi Ferrajoli, Razón y derecho, Madrid, Trotta, 1985, pp. 855 y ss.
18. Sobre este contraste, ver César Rodríguez, Mauricio García y Rodrigo Uprimny, “Justice and society in Colombia: a sociological análisis of Colombian courts” in Lawrence Friedman & Rogelio Pérez-Perdomo (Eds), Legal Culture in the Age of Globalization, Stanford, Stanford University Press, 2003.
19. En sentido semejante, ver Couso: op. cit, pp. 43 y ss.