El objetivo de este documento es analizar diferentes líneas de trabajo de las organizaciones de derechos humanos en el campo de los derechos económicos, sociales y culturales. En tal sentido, a partir de la definición de las principales características de estos derechos y de su estructura, analizaremos en primer lugar la posibilidad de exigirlos en las instancias judiciales, así como los problemas y límites de las estrategias de justiciabilidad. En la segunda parte abordaremos el debate sobre el lugar de los tribunales en cuestiones vinculadas a políticas sociales, y examinaremos, desde la perspectiva de las organizaciones de derechos humanos, la aparente disyuntiva entre estrategias de incidencia judicial y de incidencia política y su posible articulación.
Quienes afirman la tesis de un “defecto de nacimiento” de los derechos económicos, sociales y culturales en tanto pretendidos derechos, creen ver en su naturaleza el origen de la imposi-bilidad de alcanzar su exigibilidad. Los argumentos esgrimidos por los objetores de la justiciabilidad de los derechos econó-micos, sociales y culturales parten, entonces, de diferenciar la naturaleza de estos derechos de la de los derechos civiles y políticos.
Uno de los puntos que se repiten para sostener la pretendida distinción de los derechos civiles y políticos con respecto a los económicos, sociales y culturales, radica en el supuesto carácter de obligaciones negativas del primer género de derechos, mientras que los derechos económicos, sociales y culturales implicarían el nacimiento de obligaciones positivas que, en la mayoría de los casos, deberían solventarse con recursos del erario público.1 De acuerdo con esta posición, las obligaciones negativas se agotarían en un no hacer por parte del Estado: no detener arbitrariamente a las personas, no aplicar penas sin juicio previo, no restringir la libertad de expresión, no violar la correspondencia ni los papeles privados, no interferir con la propiedad privada, etc. Por el contrario, la estructura de los derechos económicos, sociales y culturales se caracterizaría por obligar al Estado a hacer, es decir, a brindar prestaciones positivas: proveer servicios de salud, asegurar la educación, sostener el patrimonio cultural y artístico de la comunidad.
En el primer caso, bastaría con limitar la actividad del Estado, prohibiéndole su actuación en algunas áreas. En el segundo, el Estado debería necesariamente erogar recursos para llevar a cabo las prestaciones positivas que se le exigen.2 Estas distinciones están basadas sobre una visión totalmente sesgada y “naturalista” del rol y funcionamiento del aparato estatal, que coincide con la posición decimonónica del Estado mínimo, garante exclusivamente la justicia, la seguridad y la defensa.3 Sin embargo, incluso para los pensadores más caracterizados de la economía política clásica, como Adam Smith y David Ricardo, resultaba más que obvia la interrelación entre las supuestas “obligaciones negativas” del Estado, en especial – en materia de garantía de la libertad de comercio –, y una larga serie de obligaciones positivas, vinculadas con el mantenimiento de las instituciones políticas, judiciales, de seguridad y defensa, necesarias como condición del ejercicio de la libertad individual.
Smith, por ejemplo, asigna al Estado un rol activo en la creación de las condiciones institucionales y legales en la expansión del mercado.4 Lo mismo cabe señalar con respecto a muchos otros derechos “civiles y políticos”: el respeto de derechos tales como el debido proceso, el acceso a la justicia, el de asociación, el de elegir y ser elegido, suponen la creación de las respectivas condiciones institucionales por parte del Estado (existencia y mantenimiento de tribunales, establecimiento de normas y registros que hagan jurídicamente relevante la actuación de un colectivo de personas en cuanto tal, convocatoria a elecciones, organización de un sistema de partidos políticos, etc.).5
Aun aquellos derechos que parecen ajustarse más fácilmente a la caracterización de “obligación negativa”, es decir, los que requieren una limitación en la actividad del Estado a fin de no interferir en la libertad de los particulares – por ejemplo, la prohibición de detención arbitraria, la prohibición del establecimiento de censura previa a la prensa, o bien la prohibición de violar la correspondencia y los papeles privados –, conllevan una intensa actividad estatal destinada a que agentes del propio Estado o particulares no interfieran en esa libertad, de modo tal que la contracara del ejercicio de estos derechos está dada por el cumplimiento de funciones de policía, seguridad, defensa y justicia por parte del Estado. Evidentemente, el cumplimiento de estas funciones reclama obligaciones positivas, caracterizadas por la erogación de recursos, y no la mera abstención del Estado.6
En síntesis, la estructura de los derechos civiles y políticos puede ser caracterizada como un complejo de obligaciones negativas y positivas de parte del Estado: obligación de abstenerse de actuar en ciertos ámbitos y de realizar una serie de funciones, a efectos de garantizar el goce de la autonomía individual e impedir su afectación por otros particulares. Dada la coincidencia histórica de esta serie de funciones positivas con la definición del Estado liberal moderno, la caracterización de los derechos civiles y políticos tiende a “naturalizar” esta actividad estatal y a poner énfasis sobre los límites de su actuación.
Desde esta perspectiva, las diferencias entre derechos civiles y políticos y derechos económicos, sociales y culturales son diferencias de grado, más que sustanciales.7 Puede reconocerse que la faceta más visible de los derechos económicos, sociales y culturales son las obligaciones de hacer, y es por ello que a veces se los denomina “derechos-prestación”.8 Sin embargo, no resulta difícil descubrir, cuando se observa la estructura de estos derechos, la existencia concomitante de obligaciones de no hacer: el derecho a la salud conlleva la obligación estatal de no dañar la salud; el derecho a la educación supone la obligación de no empeorar la educación; el derecho a la preservación del patrimonio cultural implica la obligación de no destruir el patrimonio cultural.
Es por ello que muchas de las acciones legales tendientes a la aplicación judicial de los derechos económicos, sociales y culturales se dirigen a corregir la actividad estatal cuando esta incumple con obligaciones de no hacer. En suma, los derechos económicos, sociales y culturales también pueden ser caracterizados como un complejo de obligaciones positivas y negativas por parte del Estado, aunque en este caso las obligaciones positivas revistan una importancia simbólica mayor para identificarlos. Así, por ejemplo, Contreras Peláez,9 haciéndose cargo de la imposibilidad de una distinción tajante entre ambos tipos de derechos, afirma que “para los derechos sociales […] la prestación estatal representa verdaderamente la sustancia, el núcleo, el contenido esencial del derecho; en casos como el derecho a la asistencia sanitaria o a la educación gratuitas, la intervención estatal tiene lugar todas y cada una de las veces que el derecho es ejercitado; la inexistencia de prestación estatal supone automáticamente la denegación del derecho”.
Es aún posible señalar otro tipo de problema conceptual que hace difícil distinguir radicalmente entre derechos civiles y políticos, por un lado, y derechos económicos, sociales y culturales, por otro, subrayando las limitaciones de estas diferenciaciones y reafirmando la necesidad de un tratamiento teórico y práctico común en lo sustancial. La concepción teórica – e incluso la regulación jurídica concreta de varios derechos tradicionalmente considerados “derechos-autonomía” o derechos que generan obligaciones negativas por parte del Estado – ha variado de tal modo que algunos de los derechos clásicamente considerados “civiles y políticos” han adquirido un indudable cariz social. La pérdida de carácter absoluto del derecho de propiedad, sobre la base de consideraciones sociales, es el ejemplo más cabal al respecto, aunque no el único.10 Las actuales tendencias del derecho de daños asignan un lugar central a la distribución social de riesgos y beneficios como criterio de determinación de la obligación de reparar.
El impetuoso surgimiento de un derecho del consumo ha transformado sustancialmente los vínculos contractuales cuando participan de la relación consumidores y usuarios.11 La consideración tradicional de la libertad de expresión y prensa ha adquirido dimensiones sociales que cobran cuerpo a través de la formulación de la libertad de información como un derecho de todo miembro de la sociedad que comprende, en ciertas circunstancias, la obligación positiva de producir información pública. La libertad de empresa y la de comercio resultan modalizadas cuando su objeto o desarrollo conlleven un impacto sobre la salud o el medio ambiente.12 En suma, muchos derechos tradicionalmente abarcados por el catálogo de derechos civiles y políticos han sido reinterpretados en clave social, de modo que las distinciones absolutas tampoco tienen razón de ser en estos casos.13 En tal sentido, la jurisprudencia de los órganos de protección internacional de derechos humanos, y en especial el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), ha establecido la obligación positiva de los Estados de remover los obstáculos sociales que imposibilitan el acceso a la jurisdicción, de tomar medidas apropiadas para evitar que alteraciones ambientales puedan constituir una violación del derecho a la vida privada y familiar,14 de desarrollar acciones afirmativas para impedir riesgos previsibles y evitables que puedan afectar al derecho a la vida.15
Dada la interdependencia de los derechos civiles y políticos y los derechos económicos, sociales y culturales, en muchos casos las violaciones de los primeros afectan también a los segundos, y viceversa. La tajante diferenciación entre ambas categorías suele desdibujarse cuando se procura identificar los derechos violados en los casos concretos. Muchas veces el interés tutelado por un derecho civil cubre también el interés tutelado por la definición de un derecho social. El límite entre una y otra categoría de derechos resulta ciertamente borroso. Cuando en el derecho interno de los Estados, o bien en el sistema internacional de protección de los derechos humanos, no existen mecanismos directos de justiciabilidad de los derechos económicos, sociales y culturales, una estrategia indirecta consiste en reformular las obligaciones justiciables del Estado en materia de derechos civiles y políticos de modo de discutir por esa vía la violación. Esta vía resulta de suma importancia en aquellos países, como por ejemplo España y Chile, donde la tutela judicial constitucional a través de acciones tales como la de amparo ha sido restringida a un catálogo cerrado de derechos denominados “fundamentales”, que en general coincide con la lista clásica de derechos civiles. De este modo, resulta posible acceder a la tutela judicial en situaciones de flagrante violación de un derecho social. En tal sentido es de suma utilidad consultar el mecanismo de tutela de derechos sociales conexos con derechos fundamentales en la jurisprudencia de la Corte Constitucional colombiana, como ejemplo de esta modalidad de protección indirecta de los derechos sociales a partir de su íntima relación con un derecho civil o político.16
El uso del derecho a la vida para proteger intereses amparados por derechos sociales ha sido otra estrategia de protección indirecta de derechos económicos, sociales y culturales, utilizada en el nivel doméstico y que podría aplicarse asimismo en los mecanismos de protección internacional de derechos humanos. En el sistema europeo también se ha utilizado el derecho a la vida como una forma de proteger intereses vinculados al derecho a la salud y de exigir al Estado obligaciones positivas de protección. En el caso L.C.B. vs. United Kingdom, el TEDH afirmó que la obligación del primer parágrafo del Artículo 2 de la Convención obliga a los Estados no solo a abstenerse de privar a alguien intencional e ilegalmente de su vida sino también a adoptar medidas apropiadas para garantizar la vida. En el caso se discutía el alcance del deber del Estado de proveer información adecuada a la peticionante sobre circunstancias que podrían haber mitigado o evitado la enfermedad que padecía.
También se ha explorado como estrategia de exigibilidad indirecta de reclamo de derechos sociales la íntima relación que existe en la elección de una forma de vida individual y el aprovechamiento de bienes culturales que identifican, por ejemplo, a una determinada minoría o a un pueblo indígena. En ese sentido, el derecho de autonomía o el derecho a fijar un plan de vida de forma autónoma se ha emparentado con un derecho social a participar de ciertas prácticas o bienes culturales. Así se ha argumentado que el proyecto de vida de cada miembro de ese colectivo guarda una profunda dependencia con el goce de esos bienes culturales, como la lengua, la religión o la tierra ancestral, y las prácticas económicas tradicionales de los pueblos indígenas.17
Podría decirse entonces que la adscripción de un derecho al catálogo de derechos civiles y políticos o al de derechos económicos, sociales y culturales tiene un valor heurístico, ordenatorio, clasificatorio, pero que una conceptualización más rigurosa llevaría a admitir un continuum de derechos, en el que el lugar de cada derecho esté determinado por el peso simbólico del componente de obligaciones positivas o negativas que lo caractericen. En tal esquema, habrá algunos derechos que claramente pueden caracterizarse por medio de obligaciones negativas del Estado y que, por tanto, quedan enmarcados en el horizonte de los derechos civiles y políticos. Tal sería el caso, por ejemplo, de la libertad de conciencia o de la libertad de publicación de ideas sin censura previa. En el otro polo, algunos derechos que resultan caracterizados fundamentalmente por medio de obligaciones positivas del Estado quedarán abarcados en el catálogo de derechos económicos, sociales y culturales. Tal sería el caso, por ejemplo, del derecho a la vivienda.18 En el espacio intermedio entre estos dos polos se ubica un espectro de derechos en los que la combinación de obligaciones positivas y negativas se presenta en proporciones diversas. En estos casos, identificar un derecho como perteneciente al grupo de derechos civiles y políticos o al grupo de derechos económicos, sociales y culturales es simplemente el resultado de una decisión convencional, más o menos arbitraria.
En línea con lo dicho, autores como van Hoof o Asbjorn Eide proponen un esquema interpretativo consistente en el señalamiento de “niveles” de obligaciones estatales, que caracterizarían el complejo que identifica a cada derecho, independientemente de su adscripción al conjunto de derechos civiles y políticos o al de derechos económicos, sociales y culturales. De acuerdo con la propuesta de van Hoof,19 por ejemplo, podrían discernirse cuatro “niveles” de obligaciones: obligaciones de respetar, obligaciones de proteger, obligaciones de garantizar y obligaciones de promover el derecho en cuestión. Las obligaciones de respetar se definen por el deber del Estado de no injerir, obstaculizar o impedir el acceso al goce de los bienes que constituyen el objeto del derecho. Las obligaciones de proteger consisten en impedir que terceros injieran, obstaculicen o impidan el acceso a esos bienes. Las obligaciones de garantizar suponen asegurar que el titular del derecho acceda al bien cuando no puede hacerlo por sí mismo. Las obligaciones de promover se caracterizan por el deber de desarrollar condiciones para que los titulares del derecho accedan al bien.
Como puede apreciarse, el esquema de “niveles” de obligaciones es perfectamente aplicable a todo el espectro de derechos, sean estos clasificados como derechos civiles y políticos, sean clasificados como derechos económicos, sociales y culturales. Gran parte del trabajo de los organismos de derechos humanos y de los órganos internacionales de aplicación de las normas internacionales de derechos humanos en materia de derecho a la vida y derecho a la integridad física y psíquica (y correlativas prohibiciones de muerte y tortura) – derechos habitualmente clasificados como civiles y políticos – ha consistido en reforzar los aspectos vinculados con las obligaciones de proteger y satisfacer estos derechos. En tal sentido, son diversas las medidas empleadas, tales como la investigación de las prácticas estatales violatorias de estos derechos, el juzgamiento o el establecimiento de responsabilidades civiles o penales a sus perpetradores, la reparación a las víctimas, la modificación de la legislación que establece fueros especiales para el juzgamiento de hechos de muerte, desaparición y tortura, la modificación de los programas de formación de las fuerzas militares y de seguridad, y la inclusión de formas de educación en derechos humanos en los planes de estudio regulares.
Cabe repetir que la objeción a la justiciabilidad de los derechos económicos, sociales y culturales parte de la consideración simplista de estos derechos como derechos que establecen exclusivamente obligaciones positivas, idea que, como vimos, dista de ser correcta.20 Tanto los derechos civiles y políticos como los económicos, sociales y culturales constituyen un complejo de obligaciones positivas y negativas. Ahora bien, conviene profundizar esta noción, ya que de su afinamiento dependerán la extensión y los alcances de la exigibilidad de uno y otro tipo de derechos.
En cuanto a las obligaciones negativas, se trata de las obligaciones de abstenerse de realizar cierta actividad por parte del Estado. Así, no impedir la expresión o difusión de ideas, no violar la correspondencia, no detener arbitrariamente, no impedir a una persona a afiliarse a un sindicato, no intervenir en caso de huelga, no empeorar el estado de salud de la población, no impedir a una persona el acceso a la educación.
En cuanto a las obligaciones positivas, conviene establecer algunas distinciones, que nos darán la pauta del tipo de medidas que pueden exigirse del Estado. Con cierto automatismo, suelen vincularse directamente las obligaciones positivas del Estado con la obligación de disponer de fondos. No cabe duda de que se trata de una de las formas más características de cumplir con obligaciones de hacer o de dar, en especial en campos tales como la salud, la educación o el acceso a la vivienda. Sin embargo, las obligaciones positivas no se agotan en obligaciones que consistan únicamente en disponer de reservas presupuestarias a efectos de ofrecer una prestación. Las obligaciones de proveer servicios pueden caracterizarse por el establecimiento de una relación directa entre el Estado y el beneficiario de la prestación. El Estado puede, sin embargo, asegurar el goce de un derecho a través de otros medios, en los que pueden tomar parte activa otros sujetos obligados.
1. Por un lado, ciertos derechos se caracterizan por la obligación del Estado de establecer algún tipo de regulación, sin la cual el ejercicio de un derecho no tiene sentido.21 En estos casos, la obligación del Estado no siempre está vinculada con la transferencia de fondos hacia el beneficiario de la prestación sino más bien con el establecimiento de normas que concedan relevancia a una situación determinada, o bien con la organización de una estructura que se encargue de poner en práctica una actividad determinada. En este sentido, por ejemplo, si se le quiere dar algún contenido operativo, el derecho a asociarse libremente supone la obligación estatal de dar relevancia o reconocimiento jurídico a la asociación que resulte del ejercicio de dicho derecho. Del mismo modo, el derecho a formar un sindicato o a afiliarse a un sindicato implica el derecho a otorgar consecuencias jurídicas relevantes a su actuación. El derecho político a elegir presupone la posibilidad de elegir entre distintos candidatos, lo que a su vez supone una regulación que asegure la posibilidad de que varios candidatos representen a partidos políticos y se presenten a elecciones. El derecho a la información implica al menos el establecimiento de una regulación estatal, tendiente a asegurar el acceso a información de origen diverso y la pluralidad de voces y opiniones. El derecho a casarse implica la existencia de una regulación jurídica que otorgue alguna virtualidad al hecho de contraer matrimonio. El derecho a la protección de la familia supone la existencia de normas jurídicas que asignen a la existencia de un grupo familiar algún tipo de consideración diferencial con respecto a su inexistencia.
El goce de estos derechos supone un complejo de normas que establezcan consecuencias jurídicas relevantes que se desprendan de ese permiso original. Así, puede tratarse de nuevas normas permisivas (por ejemplo, la posibilidad de que la asociación celebre contratos, o la posibilidad de que el matrimonio inscriba su vivienda como bien de familia, protegién-dola de posibles ejecuciones, etc.); de prohibiciones para el Estado (por ejemplo, la imposibilidad de imponer restricciones arbitrarias o discriminatorias en el ejercicio de los derechos mencionados, o bien la prohibición de discriminación entre hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio); o incluso de mandatos para el Estado (la obligación de reconocimiento de los candidatos propuestos por los partidos políticos, o de los delegados sindicales).
2. En otros casos, la obligación exige que la regulación establecida por el Estado limite o restrinja las facultades de las personas privadas, o les imponga obligaciones de algún tipo. Gran parte de las regulaciones vinculadas con los derechos laborales y sindicales comparten esta característica, del mismo modo que la relativamente reciente normativa de defensa del consumidor y de protección del medio ambiente. Así, el establecimiento de un salario mínimo, el principio que establece la igualdad de remuneración ante igualdad de tareas, la obligatoriedad de los descansos, de la jornada de trabajo limitada y de vacaciones pagas, la protección contra el despido arbitrario, las garantías de los delegados gremiales para el cumplimiento de su gestión, etc., tendrían poco sentido si fueran exigibles solo al Estado cuando este actúa como empleador. Frente a economías de mercado, el contenido de estas obligaciones estatales es el de establecer una regulación que se extienda a los empleadores privados. Lo mismo cabe decir con respecto a las normas que regulan las relaciones de consumo y con las referidas al establecimiento de obligaciones ambientales
En otros supuestos, la regulación estatal puede establecer limitaciones o restricciones a la libre asignación de factores económicos por parte del mercado, de modo de promover o favorecer el acceso de sectores de menores recursos a derechos tales como la vivienda. La regulación estatal de las tasas de interés en materia hipotecaria y la regulación de los arrendamientos con destino de vivienda familiar son ejemplos de este tipo de medidas. Sin embargo, estas restricciones no se limitan al campo económico. El derecho de rectificación o respuesta es un buen ejemplo de esto: en estos casos, el Estado establece restricciones al libre uso de un medio periodístico privado, en favor del particular que se siente afectado por la información inexacta o agraviante.
3. Por último, el Estado puede cumplir con su obligación proveyendo de servicios a la población, sea en forma exclusiva, sea a través de modalidades de cobertura mixta que incluyan, además de un aporte estatal, regulaciones en las que ciertas personas privadas se vean afectadas por restricciones, limitaciones u obligaciones. Las formas que pueden adoptar las medidas estatales de cumplimiento de las obligaciones positivas son múltiples: la organización de un servicio público (por ejemplo, el funcionamiento de los tribunales, que asegura el derecho a la jurisdicción; la previsión de cargos de defensor oficial, que asegura el derecho de defensa en juicio a quienes no pueden pagar un abogado particular; o la organización del sistema educativo público); la oferta de programas de desarrollo y capacitación; el establecimiento de formas escalonadas público/privadas de cobertura (por ejemplo, mediante la organización de formas privadas de aporte para el mantenimiento de obras sociales que cubran el derecho a la salud de las personas empleadas y sus familias, y el establecimiento de un sistema público de salud que cubra el derecho de las personas no amparadas por la estructura de empleo); la gestión pública de créditos diferenciales (por ejemplo, los créditos hipotecarios destinados a vivienda); la entrega de subsidios; la realización de obras públicas; el otorgamiento de beneficios o exenciones impositivas.
Como puede verse, el complejo de obligaciones que llega a abarcar un derecho es sumamente variado. Los derechos económicos, sociales y culturales se caracterizan justamente por involucrar un espectro amplio de obligaciones estatales. Consecuentemente, es falso que las posibilidades de justiciabilidad de estos derechos sean escasas: cada tipo de obligación ofrece un abanico de acciones posibles, que van desde la denuncia de incumplimiento de obligaciones negativas, pasando por diversas formas de control del cumplimiento de obligaciones negativas, hasta llegar a la exigencia de cumplimiento de obligaciones positivas incumplidas.
De lo dicho hasta ahora se desprenden conclusiones que cuestionan claramente la idea de que solo los derechos civiles y políticos resultan justiciables.22 Entendiendo que todo derecho genera al Estado un complejo de obligaciones negativas y positivas, cabe analizar entonces qué tipo de obligaciones brindan la posibilidad de su exigencia a través de la actuación judicial. El problema remite a una de las discusiones clásicas en materia de definición de los derechos, consistente en la relación entre un derecho y la acción judicial existente para exigirlo. Algunas de las dificultades conceptuales que plantea esta discusión, fuente constante de respuestas circulares, atañen a la estrecha vinculación de la noción clásica de derecho subjetivo, la noción de propiedad y el modelo de Estado liberal.23 Dado que gran parte de las nociones sustanciales y procesales propias de la formación jurídica continental tradicional surgen del marco conceptual determinado por esta vinculación, muchas de las respuestas casi automáticas dadas frente a la posible justiciabilidad de los derechos económicos, sociales y culturales insisten en señalar la falta de acciones o garantías procesales concretas que tutelen estos derechos.
Algunas de las facetas que se señalan al respecto atañen al carácter colectivo de muchos reclamos vinculados con derechos económicos, sociales y culturales, a la inadecuación de la estructura y de la posición del Poder Judicial para imponer obligaciones que exigen que los poderes políticos dispongan de fondos para su cumplimiento, o bien a la desigualdad que generaría el éxito de algunas acciones individuales en las que se haga exigible un derecho, mientras se mantiene la situación de incumplimiento en el resto de los casos idénticos no planteados judicialmente. En tal sentido, algunos autores expresan como un obstáculo a la justiciabilidad el acotado marco cognitivo de un proceso judicial: el marco de decisión del litigio judicial no siempre es el ámbito más adecuado para discutir y decidir cuestiones de políticas públicas que pueden implicar priorizar objetivos, distribuir recursos, equilibrar intereses contrapuestos, etc.24 Algunos otros se refieren a la formación profesional de los jueces: ciertas cuestiones que se ponen a consideración de la judicatura requieren conocimientos técnicos específicos y abundante información sobre los hechos, aspectos para los cuales una agencia administrativa especializada resulta mejor dotada que un juez.25
Aun advirtiendo esta dificultad teórica – que por supuesto genera límites en la justiciabilidad de algunas obligaciones que surgen de derechos económicos, sociales y culturales – es necesario realizar un análisis más preciso para deslindar distintos tipos de situaciones en las que la violación de derechos económicos, sociales y culturales sea corregible mediante la actuación judicial. Cabe agregar, además, que de la inexistencia de instrumentos procesales concretos para remediar la violación de ciertas obligaciones que tienen como fuente derechos económicos, sociales y culturales, no se sigue de ningún modo la imposibilidad técnica de crearlos y desarrollarlos. El argumento de la inexistencia de acciones idóneas señala simplemente un estado de cosas26 susceptible de ser modificado. Lo único que afirma es que los instrumentos procesales tradicionales – surgidos en el contexto de litigios que tenían como medida el interés individual, el derecho de propiedad y una concepción abstencionista del Estado – resultan limitados para exigir judicialmente estos derechos.27
Por un lado, como hemos dicho, en muchos casos las violaciones de derechos económicos, sociales y culturales provienen del incumplimiento de obligaciones negativas por parte del Estado. Además de algunos de los ejemplos dados, es útil recordar que uno de los principios liminares establecidos en materia de derechos económicos, sociales y culturales es la obligación estatal de no discriminar en el ejercicio de estos derechos (Artículo 2.2 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales – PIDESC), que de hecho establece importantes obligaciones negativas para el Estado. Este tipo de violaciones abre un enorme campo de justiciabilidad para los derechos económicos sociales y culturales, cuyo reconocimiento pasa a constituir un límite y por ende un estándar de impugnación de la actividad estatal no respetuosa de dichos derechos.
Piénsese, por ejemplo, en la violación por parte del Estado del derecho a la salud, a partir de la contaminación del medio ambiente realizada por sus agentes; o en la violación del derecho a la vivienda, a partir del desalojo forzoso de habitantes de una zona determinada sin ofrecimiento de vivienda alternativa; o en la violación del derecho a la educación, a partir de la limitación del acceso a la educación basada en razones de sexo, nacionalidad, condición económica u otro factor discriminatorio prohibido; o en la violación de cualquier otro derecho de este tipo, cuando la regulación en la que se establecen las condiciones de su acceso y goce sea discriminatoria. En estos casos, son perfectamente viables muchas de las acciones judiciales tradicionales, llámense acciones de inconstitucionalidad, de impugnación o nulidad de actos reglamentarios de alcance general o particular, declarativas de certeza, de amparo o incluso de reclamo de daños y perjuicios. La actividad positiva del Estado que resulta violatoria de los límites negativos impuestos por un determinado derecho económico, social o cultural es cuestionable judicialmente y, verificada dicha vulneración, el juez decidirá privar de valor jurídico a la manifestación viciada de voluntad del Estado, obligándolo a corregirla de manera de respetar el derecho afectado.
Por otro lado, nos enfrentamos a casos de incumplimiento de obligaciones positivas del Estado, es decir, omisiones del Estado en sus obligaciones de realizar acciones o tomar medidas en el sentido de la protección y satisfacción de los derechos en cuestión. Este es el punto en el que se plantea la mayor cantidad de dudas y cuestionamientos respecto de la justiciabilidad de los derechos económicos, sociales y culturales. La cuestión presenta, sin embargo, una multiplicidad de facetas, que conviene repasar. Puede concederse que en el caso límite, es decir, el incumplimiento general y absoluto de toda obligación positiva por parte del Estado, resulta sumamente difícil promover su cumplimiento directo por medio de la actuación judicial. Cabe otorgar razón a algunas de las tradicionales objeciones efectuadas en esta materia: el Poder Judicial es el menos adecuado para realizar planificaciones de política pública; el marco de un caso judicial es poco apropiado para discutir medidas de alcance general; la discusión procesal genera problemas de desigualdad hacia las personas afectadas por el mismo incumplimiento que no participan del juicio; el Poder Judicial carece de medios compulsivos para la ejecución forzada de una supuesta sentencia que condene al Estado a cumplir con la prestación omitida para todos los casos involucrados, o bien para dictar la reglamentación omitida; la sustitución de medidas generales por decisiones ad hoc efectuadas por el juez en el caso particular pueden resultar también fuente de desigualdades indeseables, etc.
Ahora bien, aun admitiendo las dificultades, cabe señalar algunos matices a estas objeciones. En principio, es difícil imaginar la situación en la cual el Estado incumpla total y absolutamente con toda obligación positiva vinculada con un derecho económico, social y cultural. Como hemos dicho, el Estado cumple en parte con derechos tales como el derecho a la salud, a la vivienda o a la educación, mediante regulaciones que extienden obligaciones a particulares, interviniendo en el mercado por medio de reglamentaciones y del ejercicio del poder de policía, ejercido a priori (a través de autorizaciones, habilitaciones o licencias) o a posteriori (a través de la fiscalización). De modo que, cumplida en parte la obligación de tomar medidas tendientes a garantizar estos derechos, aun en los casos en los que las medidas no impliquen directamente la prestación de servicios por parte del Estado, queda siempre abierta la posibilidad de plantear judicialmente la violación de obligaciones del Estado por asegurar discriminatoriamente el derecho.
Las posibilidades son más evidentes cuando el Estado presta efectivamente un servicio en forma parcial, discriminando a capas enteras de la población. Pueden subsistir, evidentemente, dificultades procesales y operativas en el planteo de casos semejantes, pero difícilmente pueda discutirse que la realización parcial o discriminatoria de una obligación positiva no resulte materia justiciable. En tal sentido, la apelación a juicios de igualdad de trato para reclamar derechos sociales fue una vía tradicionalmente utilizada por los movimientos de derechos humanos en sus estrategias de litigio. Desde el movimiento por los derechos de las mujeres que reclamaron equiparación salarial en los puestos de trabajo, hasta el movimiento de derechos civiles en los Estados Unidos (que utilizó esta vía para exigir igualdad de acceso a puestos de trabajo, equiparación salarial y equivalentes condiciones de educación y salud pública), la igualdad de trato y la prohibición de discriminación han sido vías exploradas con éxito para exigir indirectamente derechos económicos, sociales y culturales de grupos o sectores menos protegidos por el Estado. También en este punto es de suma utilidad consultar el desarrollo de los criterios y estándares de igualdad y no discriminación establecidos por la Corte Constitucional colombiana, y su aplicación en relación con los derechos sociales.28
En segundo lugar, más allá de las múltiples dificultades teóricas y prácticas que plantea la articulación de acciones colectivas, en muchos casos el incumplimiento del Estado puede reformularse, aun en un contexto procesal tradicional, en términos de violación individualizada y concreta, en lugar de hacerlo en forma genérica. La violación general del derecho a la salud puede reconducirse o reformularse mediante la articulación de una acción particular, encabezada en un titular individual, que alegue una violación ocasionada por la falta de producción de una vacuna; o por la negación de un servicio médico del que dependa la vida o la salud de esa persona; o por el establecimiento de condiciones discriminatorias en el acceso a la educación o a la vivienda; o de pautas irrazonables o discriminatorias en el acceso a beneficios de asistencia social, como, por ejemplo, la prohibición de extender a inmigrantes no legales los beneficios de un programa de medicamentos contra el VIH. La habilidad del planteo radicará en la descripción inteligente del entrelazado de violaciones de obligaciones positivas y negativas, o bien de la demostración concreta de las consecuencias de la violación de una obligación positiva que surge de un derecho económico, social y cultural, sobre el goce de un derecho civil y político. Podría señalarse que si la violación afecta a un grupo generalizado de personas, en la situación denominada por el derecho procesal contemporáneo de derechos o intereses individuales homogéneos,29 las numerosas decisiones judiciales individuales constituirán una señal de alerta hacia los poderes políticos acerca de una situación de incumplimiento generalizado de obligaciones en materias relevantes de política pública, efecto especialmente valioso al que nos referiremos en seguida.
Enfrentados a los supuestos de acciones de reclamo colectivo y directo de derechos sociales motivadas en la inacción del Estado, la respuesta de la administración judicial puede asumir temperamentos muy diversos. En principio la actuación judicial puede consistir, por un lado, en la declaración de que la omisión estatal constituye una violación del derecho en cuestión, y luego en el emplazamiento al Estado a realizar la conducta debida. En estos casos, corresponde al órgano judicial señalar a los poderes políticos del Estado el carácter de la conducta debida, sea a partir del resultado concreto requerido sin consideración de los medios a emplearse (por ejemplo, el acceso de parte de la población a servicios médicos, o la relocalización de personas desalojadas forzosamente), o bien, en caso de existir una única medida posible para obtener el resultado requerido, describiendo con precisión la acción que debe adoptarse. En estos supuestos, la información pública disponible y la conducta previa del Estado, sus “actos propios”, revisten una enorme importancia, pues contribuyen a acotar la discusión sobre asuntos de “política pública” o de índole técnica (por ejemplo, acerca de las prioridades presupuestarias o la formulación, diseño o implementación de medidas de gobierno específicas). Es en este tipo de casos en los cuales los obstáculos a la exigibilidad de los derechos sociales se observan con más claridad, y en los cuales el Poder Judicial suele actuar con mayor reticencia.
No cabe duda de que la implementación de derechos económicos, sociales y culturales depende en parte de actividades de planificación, previsión presupuestaria e implementación que por naturaleza corresponden a los poderes políticos, siendo limitados los casos en los que el Poder Judicial puede llevar a cabo la tarea de suplir la inactividad de aquellos. Sin embargo, aun en estos casos los márgenes de actuación de la magistratura son variados y los tribunales han encontrado la manera de garantizar la vigencia de los derechos sociales afectados, tomando como base de su intervención los estándares jurídicos fijados en las constituciones y los tratados de derechos humanos, y buscando en cada caso la mejor manera de resguardar la órbita de acción de los demás poderes del Estado, a los que en ocasiones han reenviado la cuestión, luego de fijar su marco jurídico, para que definan la medida o política pública necesaria para reparar la violación de los derechos en juego.
La jurisprudencia de los tribunales domésticos de la región brinda ejemplos de algunas vías que ya han sido exploradas con éxito para exigir a los tribunales el cumpli-miento de su función de garantía de los derechos económicos, sociales y culturales. En tal sentido se ha logrado que los jueces obliguen al Estado a suministrar medicamentos a todos los portadores de VIH-SIDA del país; a fabricar una vacuna y proveerla a todos los habitantes afectados por una enfermedad endémica; a crear centros de atención materno infantil para un grupo social discriminado; a proveer agua potable a toda una comunidad indígena; a extender la cobertura de un beneficio educativo o asistencial a un grupo originariamente excluido; a reintegrar a una escuela secundaria privada los alumnos que sufrieron una expulsión injustificada, entre otros casos relevantes.30
El análisis de las circunstancias históricas que han llevado a un mayor activismo judicial dentro de nuestra región en materia de derechos económicos, sociales y culturales está en directa relación con la existencia de factores políticos que le otorgaron al Poder Judicial una especial legitimación para ocupar nuevos espacios de decisión, anteriormente restringidos a los demás poderes del Estado. La debilidad de las instituciones democráticas de representación, así como el deterioro de los espacios tradicionales de mediación social y política, han contribuido a trasladar a la esfera judicial conflictos colectivos que eran dirimidos en otros ámbitos o espacios públicos o sociales, lo que ha reeditado, con especial referencia al tema de los derechos sociales, la vieja polémica sobre los márgenes de actuación de las instancias judiciales con relación a las instancias políticas. En cierta medida, el reconocimiento de derechos directamente justiciables limita o restringe el espacio de actuación de los órganos políticos. El análisis de esta cuestión excede el marco conceptual de este trabajo. Sin embargo, entendemos que de ningún modo esta pregunta puede responderse en abstracto, sin atender al contexto social e institucional en el cual la administración de justicia es llamada a intervenir.31
Claro está, sin embargo, que la intervención judicial en estos campos, en aras de preservar su legitimidad, debe estar firmemente asentada sobre un estándar jurídico: la “regla de juicio” sobre cuya base interviene el Poder Judicial no puede ser otra que un criterio de análisis de la medida en cuestión que surja de una norma constitucional o legal (por ejemplo, los estándares de “razonabilidad”, “adecuación” o “igualdad”, o el análisis de contenidos mínimos que pueden venir dados por las propias normas que fijan derechos). Por ello, el Poder Judicial no tiene la tarea de diseñar políticas públicas sino la de confrontar el diseño de políticas asumidas con los estándares jurídicos aplicables y – en caso de hallar divergencias – reenviar la cuestión a los poderes pertinentes para que ellos reaccionen ajustando su actividad en consecuencia.
Cuando las normas constitucionales o legales fijen pautas para el diseño de políticas públicas de las que depende la vigencia de los derechos económicos, sociales y culturales, y los poderes respectivos no hayan adoptado ninguna medida, corresponderá al Poder Judicial reprochar esa omisión y reenviarles la cuestión para que elaboren alguna medida. Esta dimensión de la actuación judicial puede ser conceptualizada como la participación en un “diálogo” entre los distintos poderes del Estado para la concreción del programa jurídico-político establecido por la constitución o por los pactos de derechos humanos.32 Solo en circunstancias excepcionales, cuando la magnitud de la violación o la falta completa de colaboración de los poderes políticos lo ha justificado, los jueces han avanzado en la determinación concreta de las medidas a adoptar a partir de su propio criterio.33
Pueden trazarse algunas líneas tentativas para caracterizar situaciones-tipo en las que el Poder Judicial ha asumido la tarea de verificar el cumplimiento de estándares jurídicos en el diseño y ejecución de políticas públicas.
Un primer tipo de casos consiste en las intervenciones judiciales que tienden a “juridificar” medidas de política pública asumidas por el Estado sin entrar en la valoración de la propia política pública – esto es, a transformar medidas formuladas por el Estado dentro de su marco de discrecionalidad en obligaciones legales y, por tanto, sujetas a sanciones jurídicas en caso de incumplimiento. En su análisis, el tribunal acepta la medida diseñada por los otros poderes del Estado, pero transforma su carácter, de mera decisión discrecional en obligación legal. El Poder Judicial se transforma así en garante de la ejecución de esa medida.
En muchos de estos casos la medida que el Estado ha formulado coincide con la que reclaman los demandantes, solo que ahora su adopción ha cobrado carácter obligatorio y su ejecución no queda librada exclusivamente a la voluntad del órgano que la formuló. Un ejemplo de estas situaciones es el caso Viceconte,34 en el cual el Estado argentino había asumido la decisión política de fabricar una vacuna contra una enfermedad endémica y epidémica y hasta había elaborado un cronograma para su producción, y el tribunal se limitó a transformar el carácter de esa medida, convirtiéndola en una obligación legal, y por ende emplazó al Estado en los términos del cronograma, fijando sanciones para el caso de inejecución.
Corresponde en este punto señalar que la discusión sobre los problemas de legitimación de la judicatura en este tipo de litigios colectivos, o de impacto colectivo, tiene aristas particulares en los casos en que esta debe decidir exclusivamente acerca del cumplimiento por la administración de obligaciones muy claras establecidas por las leyes o reglamentos en materia social. En estos supuestos, el tribunal no debe fijar comportamientos o políticas sino que se limita a hacer cumplir, a ejecutar, lo establecido en las leyes; por ejemplo, una ley de VIH-SIDA que fije claramente las prestaciones que deben suministrarse a las personas afectadas, o un reglamento del Ministerio de Salud que fije el alcance de la cobertura asistencial en materia de VIH-SIDA en todos los hospitales públicos en cumplimiento de un mandato legal. En estos casos no hay discusión acerca de la existencia de una obligación – en sentido jurídico – de brindar la prestación sino tan solo se examina el incumplimiento de la administración.
Si bien todo acto de interpretación de la ley resulta en cierta medida un acto de creación de derecho, la actuación judicial sigue los lineamientos y pautas fijados por el Congreso, que es, en la teoría clásica de división de poderes, expresión de la voluntad política de los intereses mayoritarios.35 Lo mismo ocurre cuando la justicia es convocada a ejecutar reglamentaciones o actos emanados de la propia administración, de los que se derivan obligaciones jurídicas para esta. La posible intromisión en áreas o esferas de actuación reservadas a los demás poderes no es una cuestión que pueda plantearse válidamente en estos casos. La justicia se limita a hacer cumplir obligaciones de la administración fijadas por una ley o por la propia administración en ejercicio de sus competencias reglamentarias.
Un segundo tipo de situaciones está dado por los casos en los cuales el tribunal examina la compatibilidad de la política pública con el estándar jurídico aplicable y, por ende, su idoneidad para satisfacer el derecho en cuestión. En estos casos, si el tribunal considera que esa política – o un aspecto de ella – es incompatible con el estándar, reenvía la cuestión a los poderes concernidos para que la reformulen. Ejemplos de estándares a partir de los cuales los tribunales analizan una política pública son los de razonabilidad, adecuación, no discriminación, progresividad, no regresividad, transparencia,36 etc. Así, por ejemplo, en el caso Grootboom,37 la Corte Constitucional entiende que la política de vivienda desarrollada por el gobierno sudafricano resultaba irrazonable al no prever el suministro inmediato de soluciones habitacionales a los sectores de la población con necesidades de vivienda imperiosas. En este caso, el tribunal llega a la conclusión de que un aspecto de la política era contrario al estándar de razonabilidad, pero no cuestiona la totalidad de la política. Por lo general, los tribunales reconocen a los demás poderes un amplio margen para diseñar políticas públicas, de modo que no los sustituyen en la elección de los lineamientos que se ajusten a los estándares jurídicos aplicables.
Si la actuación de los poderes políticos se ajusta al estándar, el Poder Judicial no entra a analizar si hubiera podido adoptarse alguna política alternativa. El margen de control también depende del estándar: el análisis de “razonabilidad” es menos riguroso que el que podría elaborarse sobre la base de la noción de “medida apropiada” del PIDESC. Un punto que sería importante tener en cuenta es que en este tipo de casos, la actuación judicial en la etapa de ejecución no consiste en la imposición compulsiva de una condena, entendida como una orden detallada y autosuficiente – por ejemplo la imposición de la obligación de pagar un monto líquido y exigible – sino en el seguimiento de una instrucción fijada en términos generales, cuyo contenido concreto se va construyendo en el curso de la instancia a partir del “diálogo” entre el juez y la autoridad pública. De modo que la sentencia, lejos de constituir la culminación del proceso, opera como un punto de inflexión que modifica el sentido de la actuación jurisdiccional: desde su dictado, es al Estado a quien le corresponde diseñar el modo en que cumplirá las instrucciones del juez, y el tribunal se limitará a controlar la adecuación de las medidas concretas adoptadas con el mandato que ha impartido.
Puede imaginarse un tercer tipo de situaciones, en las que el Poder Judicial se vería forzado a valorar él mismo el tipo de medida a adoptar. Se trata de situaciones en las cuales, ante la pasividad de los demás poderes frente a la vulneración de un derecho social, el tribunal verifica la existencia de una única medida de política pública adecuada – es decir, la inexistencia de alternativas para satisfacer el derecho en cuestión – y ordena realizarla. Sería ejemplo de ello la situación planteada en el caso Beviacqua,38 en el cual la preservación de la vida y la salud de un niño con una enfermedad de médula de suma gravedad solo admitía la entrega del medicamento específico que los padres no estaban en condiciones de costear. En estos casos, a diferencia de los anteriores, el Poder Judicial es el que asume la elección de la medida a adoptar y, por ende, de la conducta debida.
Puede pensarse un cuarto tipo de intervención judicial, que se limite a declarar que la omisión del Estado es ilegítima sin disponer medida alguna de reparación. Aun en casos en los que la sentencia de un juez no resulte directamente ejecutable, cabe resaltar el valor de una acción judicial en la que el Poder Judicial declare que el Estado está en mora o ha incumplido con obligaciones asumidas en materia de derechos económicos, sociales y culturales. Tanto en el caso de decisiones judiciales individuales que resulten ejecutables – como en el referido caso Beviacqua – o en decisiones judiciales que declaren el incumplimiento de la obligación del Estado en determinada materia, y que eventualmente comuniquen la decisión a los poderes políticos, las sentencias obtenidas pueden constituir importantes vehículos para canalizar hacia los poderes políticos las necesidades de la agenda pública, a través de una semántica de los derechos y no meramente a través de las actividades de lobby o demanda político-partidaria.
Como puede observarse, las múltiples formas de intervención judicial, que obedecen a distintos niveles o grados de activismo, determinan el potencial de las diversas estrategias de incidencia legal y la posibilidad de establecer articulaciones fructíferas con otras estrategias de incidencia política, tales como el monitoreo de políticas públicas sociales, el cabildeo en las instancias de la administración o en el Parlamento, la negociación, la movilización social o las campañas de opinión pública.
Por eso es erróneo pensar las estrategias legales como excluyentes de otras estrategias de incidencia política, o plantear una disyuntiva entre actuar en los tribunales o hacerlo en la esfera pública política. En principio, toda estrategia de reclamo de derechos, en especial en casos que expresan conflictos colectivos o situaciones de intereses individuales homogéneas, tiene un claro sentido político.
Además, en el marco de las acciones de exigibilidad de derechos económicos, sociales y culturales, una clave de éxito es la posibilidad de articular los diferentes campos, de modo que la resolución del caso legal contribuya a transformar las deficiencias institucionales, las políticas de Estado, o las situaciones sociales que están en la raíz del conflicto. Por lo general, las estrategias legales exitosas resultan ser aquellas que van acompañadas de la movilización y el activismo en el ámbito público de los protagonistas del conflicto real que subyace y sostiene al proceso.
En ocasiones, las vías legales vienen a resguardar o a hacer efectivas las “conquistas” obtenidas en el plano político.39 En el marco de nuestras débiles democracias, la sanción de leyes por el Congreso por lo general no asegura la efectividad de los derechos reconocidos y, como vimos, a veces es necesario litigar para lograr la implementación y el cumplimiento de esas normas. De tal modo, en un sistema institucional con fuertes falencias, ni los triunfos judiciales en materia de derechos sociales, ni los triunfos políticos son definitivos, y obligan a utilizar todas las vías de reclamo y acciones disponibles.
Uno de los sentidos de la adopción de cláusulas constitucionales o de tratados que establecen derechos para las personas y obligaciones o compromisos para el Estado, consiste en la posibilidad de reclamo de cumplimiento de esos compromisos – no como concesión graciosa – sino como un programa de gobierno asumido tanto interna como internacionalmente. Parece evidente que, en este contexto, es importante establecer mecanismos de comunicación, debate y diálogo que recuerden a los poderes públicos los compromisos asumidos, forzándolos a incorporar dentro de las prioridades de gobierno la toma de medidas destinadas a cumplir con sus obligaciones en materia de derechos económicos, sociales y culturales. Resulta especialmente relevante que sea el propio Poder Judicial el que “comunique” a los poderes políticos el incumplimiento de sus obligaciones en esta materia.
La lógica de este proceso es similar a la que informa el requisito del agotamiento de los recursos internos como condición previa para acceder al sistema internacional de protección de los derechos humanos: ofrecer al Estado la posibilidad de conocimiento y reparación de la violación alegada, antes de acudir a la esfera internacional a denunciar el incumplimiento. Cuando el poder político no cumpla con las obligaciones frente a las que es “puesto en mora” por el Poder Judicial, amén de las posibles consecuencias adversas en el plano internacional se enfrentará a la correspondiente responsabilidad política que derive de su actuación morosa ante su propia población.
Hemos visto como el margen de actuación del Poder Judicial puede variar considerablemente en relación con las acciones de exigibilidad directa de derechos económicos, sociales y culturales: desde convertir en legal una decisión de política pública ya asumida por el Estado, ejecutar una ley o una norma administrativa que fija obligaciones jurídicas en materia social, establecer un marco dentro del cual la administración debe diseñar e implementar acciones concretas y monitorear su ejecución, hasta determinar una conducta a seguir o, en ciertos casos, meramente declarar al Estado en mora respecto de una obligación sin imponer remedio procesal o una medida de ejecución determinada.
La articulación de las acciones legales que puedan conducir a algunos de estos resultados con otras estrategias de incidencia política será la clave de una estrategia efectiva de exigibilidad. Podría suponerse que la mayor moderación con la que actúa la justicia hará necesario un trabajo político más activo, para lograr que esa decisión judicial pueda traducirse en la satisfacción de los derechos en juego. Sin embargo, no existe ningún factor que obligue a considerar a las estrategias legales como opciones excluyentes de las vías políticas.
Es conveniente analizar otros supuestos en los que sea posible articular estas dos vías en el trabajo de exigibilidad de derechos económicos, sociales y culturales. En ocasiones, puede buscarse la intervención judicial tan solo con objeto de apuntalar otros frentes abiertos para canalizar demandas sobre instancias administrativas u órganos legislativos del Estado. Se trata de estrategias legales complementarias que parten de una perspectiva o enfoque procedimental: no se reclama una prestación, ni se impugna directamente una política o medida que afecta a derechos sociales sino que se pretende garantizar las condiciones que hacen posible la adopción de procesos deliberativos de producción de normas legislativas o actos de la administración.
En estas situaciones las demandas no procuran que la justicia conozca directamente el conflicto colectivo y garantice un derecho social sino tan solo complementar las demás acciones de incidencia política. Así, por ejemplo, se reclama ante la justicia la apertura de espacios institucionales de diálogo, el establecimiento de sus marcos legales y procedimientos o la garantía de participación en estos espacios, bajo condiciones igualitarias, de los actores potencialmente afectados. También puede pedirse el acceso a la información pública indispensable para el control previo de las políticas y decisiones a adoptarse (y la legalidad de las adoptadas), y la producción de datos en su caso, así como la ejecución y el cumplimiento de los acuerdos alcanzados por personas u organizaciones sociales, en las diversas instancias formales o informales de intercambio y comunicación con la administración.
En algunos países de nuestra región las organizaciones de usuarios y consumidores han desarrollado con éxito estas vías de acción, reclamando por ejemplo la realización de audiencias públicas antes de la negociación de tarifas de servicios domiciliarios – como los de energía eléctrica, agua o gas –, o de los contratos con las empresas concesionarias, pidiendo acceso a la información pública indispensable para hacer valer sus derechos en esos ámbitos y resguardando, en ocasiones con la intervención judicial, el resultado alcanzado tras esos procesos deliberativos. Las organizaciones ambientalistas también han desarrollado estrategias de incidencia judicial con objeto de reclamar espacios de participación y de acceso a la información con anterioridad a la adopción de medidas o políticas que implicaban riesgos para el ambiente. Las acciones judiciales de los pueblos indígenas tendientes a lograr mecanismos de consulta y participación en la toma de decisiones concernientes a sus tierras culturales se encuadran también en esta modalidad de estrategias legales.
El movimiento de derechos humanos tiene mucho que aprender de estas estrategias. Cuando la administración dispone de espacios de participación cívica para la discusión o el análisis de ciertas medidas o políticas (audiencias públicas en el parlamento o en órganos administrativos, mecanismos de elaboración participada de normas, presupuesto participativo, consejos de planificación estratégica en las ciudades), las acciones pueden dirigirse a discutir las condiciones de admisión, así como los mecanismos de debate y diálogo a fin de garantizar reglas básicas de procedimiento. En estos supuestos, si bien se discute formalmente un derecho de participación cívica o ciudadana, los derechos sociales en juego pueden determinar el alcance de esa participación – por ejemplo, al configurar el colectivo afectado o el sector que debería merecer atención prioritaria del Estado, o contar con un espacio institucional de participación con anterioridad a que una decisión de política social pudiera adoptarse.
Así, por ejemplo, en el caso de la Federación Independiente del Pueblo Shuar de Ecuador (FIPSE) contra la empresa petrolera Arco, se logró por la vía de un amparo judicial que se prohibiera a la compañía negociar con comunidades de base su entrada a territorio indígena para realizar actividades de exploración, excluyendo a las legítimas autoridades políticas del pueblo indígena. Este caso, similar a los tradicionales conflictos de encuadre sindical y legitimación de sindicatos en los procesos de negociación colectiva, pretendió resguardar las reglas de un proceso de negociación fijando a los actores legitimados para desarrollarlo.40
En ocasiones, la intervención judicial puede requerirse al solo efecto de hacer efectivo un acuerdo alcanzado como fruto de una negociación con el Estado – por ejemplo, un acuerdo de relocalización de un grupo de personas sujeto a un desalojo compulsivo. Si bien en estos casos se trata de ejecutar decisiones asumidas por el Estado, las características de los derechos sociales en juego, como el derecho a la vivienda, van a fijar los márgenes de actuación de la justicia y la interpretación del alcance mismo de las obligaciones que emanan de estos acuerdos.41
Dentro de las acciones legales que podrían desarrollarse en el marco de estas estrategias legales indirectas o “procedi-mentales”, las que procuran el acceso y la producción de información pública tienen un lugar relevante.42 El derecho a la información constituye una herramienta imprescindible para hacer efectivo el control ciudadano de las políticas públicas en el área económica y social, al tiempo que contribuye a la vigilancia por parte del propio Estado del grado de efectividad de los derechos económicos, sociales y culturales. El Estado debe disponer de los medios necesarios para garantizar el acceso en condiciones de igualdad a la información pública. Específicamente, en materia de derechos económicos, sociales y culturales, el Estado debe producir y poner a disposición de los ciudadanos, como mínimo, información sobre: (a) el estado de la situación de las diferentes áreas concernidas, en especial cuando su descripción requiera de mediciones expresadas mediante indicadores, y (b) el contenido de las políticas públicas desarrolladas o proyectadas, con expresa mención de sus fundamentos, objetivos, plazos de realización y recursos involucrados. Las acciones de acceso a la información suelen actuar como vías legales que sostienen el trabajo de monitoreo de políticas sociales y la documentación de violaciones a los derechos económicos, sociales y culturales.43
Lo que caracteriza a estas acciones indirectas o complemen-tarias es que las vías judiciales, lejos de ser el centro de la estrategia de exigibilidad de los derechos económicos, sociales y culturales, sirven para apuntalar el resto de las acciones políticas que se emprenden para canalizar las demandas de derechos en el marco de un conflicto colectivo, ya sea que se trate de reclamos directos a la administración, o del desarrollo de vías de negociación, o incluso de cabildeo sobre los funcionarios, el Congreso o empresas privadas. Nuevamente queda claro que no hay opciones excluyentes y que las herramientas legales pueden potenciar el trabajo de incidencia política.
* Este documento ha sido elaborado con la colaboración de Julieta Rossi.
** Esta parte del documento expresa las conclusiones de un trabajo de investigación más amplio elaborado junto a Christian Courtis (2002).
1. Véase F. Hayek, 1976, vol. 2, cap. 9.
2. Otro intento de diferenciación consiste en vincular un tipo específico de obligación de los Estados como correlato de cada categoría de derechos. Así, para algunos autores, mientras que a los derechos civiles y políticos corresponden obligaciones de resultado, a los derechos económicos, sociales y culturales corresponden tan solo obligaciones de conducta. Para mayor profundización, consultar R. Garretón Merino, 1996, p. 59; y Pedro Nikken, 1994. Asimismo, véase A. Eide, 1993, pp. 187-219. En contra, G. H. J. van Hoof, 1984, pp. 97-110; y P. Alston, 1991. Como veremos, más allá de la posibilidad de sostener la distinción, ella resulta poco relevante para diferenciar los derechos civiles y políticos de los económicos, sociales y culturales.
3. Carlos Nino (1993, p. 17) califica a esta posición de “liberalismo conservador”, aunque aclara que es “más conservador[a] que liberal”.
4. Cfr. al respecto A. Smith, 1937; L. Billet, 1975, pp. 430 y ss.; B. de Sousa Santos, 1991, pp. 175-178.
5. Véase van Hoof, pp. 97 y ss.
6. Cfr. al respecto la opinión de Nino, pp. 11-17. En clave económica, el argumento es la tesis central de S. Holmes y C. R. Sunstein, 1999. Véase también R. Bin, 2000; y R. Plant, 1992.
7. Cfr. F. Contreras Peláez, 1994, p. 21: “No existen, en resumen, obligaciones ‘negativas’ puras (o, mejor dicho, derechos que comporten exclusivamente obligaciones negativas), pero sí parece posible afirmar una diferencia de grado en lo que se refiere a la relevancia que las prestaciones tienen para uno y otro tipo de derechos”.
8. Cfr. Contreras Peláez, op. cit., pp. 17-20. Véase además B. de Castro, 1981, pp. 15-17.
9. Contreras Peláez, op. cit., p. 21.
10. Véase Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica), Artículo 21.1: “Toda persona tiene derecho al uso y goce de sus bienes.La ley puede subordinar tal uso y goce al interés social”. (Subrayado nuestro.)
11. Véase T. Bourgoignie, 1994.
12. Véase S. Felgueras, 1996.
13. Cfr. F. Ewald, 1985, Libro IV.2.
14. TEDH, caso López Ostra vs. España, A 303-C (1994). TEDH, caso Guerra y Otros vs. Italia, 19 de febrero de 1988.
15. Véase en la jurisprudencia europea el caso Osman vs. United Kingdom, sentencia del 28 de octubre de 1998, donde el TEDH estableció que entre esas obligaciones se encontraba el deber primario de garantizar la vida implementando una legislación penal efectiva para evitar la comisión de delitos contra las personas, y sosteniendo un sistema legal para la prevención y el castigo de las conductas criminales. Esto incluye, en determinadas circunstancias, la obligación positiva de adoptar medidas operativas para proteger a un individuo o individuos cuya vida está en riesgo por actos criminales de otros individuos. La gama de obligaciones positivas impuestas al Estado varía considerablemente. Así, por ejemplo, el deber del Estado de investigar oficialmente si un individuo ha sido muerto a raíz del uso de la fuerza se ha entendido también como una consecuencia del Artículo 2, leído junto con el deber general impuesto por el Artículo 1 de la Convención. Véase TEDH, Mc Cann and Others vs. United Kingdom, sentencia del 27 de septiembre de 1995; y Kaya vs. Turkey, sentencia del 19 de febrero de 1998. Más recientemente, en Mahmut Kaya vs. Turkey, sentencia del 28 de marzo del 2000, se establecieron deberes positivos con relación al derecho a la vida sobre la base del derecho a un recurso efectivo establecido en el Artículo 13 de la Convención.
16. La Corte Constitucional colombiana ha establecido que la aceptación de la tutela para los derechos económicos, sociales y culturales solo cabe en aquellos casos en los cuales exista violación de un derecho fundamental de acuerdo con los requisitos y criterios de distinción correspondientes. Veáse C. Const., S. Primera de Rev. Sent T – 406, junio 5/92. Exp. T-778. M. P. Ciro Angarita Barón. Cfr. M. J. Cepeda Espinosa, “Derecho constitucional jurisprudencial”, Bogotá, Legis, 2001.
17. Este fue el argumento utilizado por la peticionaria en el caso Loverace vs. Canadá (1981), Comunicación n. 24/1977. En este caso la actora pertenecía étnicamente al pueblo indígena Maliseet. Conforme a la legislación indígena y a las reglas fijadas por la propia comunidad indígena para el uso de la reserva de Tobique donde habitaba, las mujeres que contraían matrimonio con un no indígena perdían el derecho a habitar la reserva, aun cuando hubieran nacido en ella. La peticionaria, nacida en la reserva, se había casado con un no indígena y luego de divorciarse deseaba volver a vivir en la reserva como parte del pueblo Maliseet al que pertenecía. La comunidad le negaba ese derecho. Con respaldo en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la peticionaria alegaba que se violaba su derecho a participar de la cultura de la comunidad bajo el Artículo 27, pero también su derecho a fijar una residencia bajo el Artículo 12 y su derecho a la no injerencia en la vida privada y familiar bajo el Artículo 17, además del derecho a no ser discriminada por su género bajo el Artículo 26 del Pacto. En su alegato, que fue luego recogido por el Comité de Derechos Humanos (CDH), se ponía en evidencia la relación profunda entre la autonomía personal y el goce de los bienes culturales. La posibilidad de ese plan de vida estaba ligada al uso del territorio cultural, pues únicamente en la reserva existía la comunidad a la que ella sentía pertenecer. El CDH entendió que, en el caso, el Artículo 27 debía ser leído a la luz de los Artículos 12, 17 y 26, entre otros, y consideró que la legislación canadiense constituía una violación del Artículo 27 del Pacto.
18. Aun en este caso es posible señalar obligaciones negativas. De acuerdo con van Hoof, el Estado violaría el derecho a la vivienda si admitiera que las viviendas modestas pertenecientes a personas de bajos recursos fueran demolidas y reemplazadas por viviendas de lujo que estuvieran fuera del alcance económico de los habitantes originales, sin ofrecerles acceso a viviendas alternativas en términos razonables. Véase van Hoof, p. 99. Con más razón, el Estado debe abstenerse de realizar por sí mismo el desplazamiento en dichas condiciones. El ejemplo dista de ser teórico: cfr. las observaciones realizadas por el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales sobre el informe presentado por la República Dominicana (UN Doc. E/C.12/1994/15), puntos 11, 19 y 20 (citado por H. Steiner y P. Alston, 1996, p. 321).
19. Véase van Hoof, p. 99. La distinción fue sugerida originalmente por Henry Shue (1980). En el campo del derecho internacional de los derechos humanos, la distinción fue asumida – con alguna corrección, que reduce la enumeración a tres categorías: obligaciones de respeto, obligaciones de protección y obligaciones de garantía, satisfacción o cumplimiento – en los principales documentos interpretativos del PIDESC. Así, Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, OG n. 3 (1990) “La Índole de las Obligaciones de los Estados-Partes – parágrafo 1 del Artículo 2 del Pacto”, OG n. 4 (1991) “El Derecho a la Vivienda Adecuada – parágrafo 1 del Artículo 11 del Pacto”, OG n. 5 (1994) “Personas con Discapacidad”, OG n. 6 (1995), “Los Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Personas de Edad”; “Principios de Limburgo” (1986); “Principios de Maastricht” (1997); CIJ, “Declaración y Plan de Acción de Bangalore” (1995); Encuentro Latinoamericano de Organizaciones de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, “Declaración de Quito” (1998).
20. Cfr., en el mismo sentido, la opinión de R. Alexy (1993, pp. 419-501), que aboga por una concepción amplia de las obligaciones positivas del Estado, o bien, de acuerdo con su denominación, “derechos a acciones positivas del Estado”. Estos incluirían los derechos de protección, los derechos a la organización y al procedimiento y los derechos a prestaciones en sentido estricto.
21. Alexy afirma que “una acción puede ser imposibilitada jurídicamente solo si es un acto jurídico. Actos jurídicos son acciones que no existirían sin las normas jurídicas que para ellas son constitutivas. Así, sin las normas del derecho contractual no sería posible el acto jurídico de la celebración de un contrato, sin el derecho de sociedades no sería posible el acto jurídico de fundación de sociedades […]. El carácter constitutivo de las normas que las posibilitan caracteriza a estas acciones como acciones institucionales. Las acciones jurídicas institucionales son imposibilitadas cuando se derogan las normas que para ellas son constitutivas. Por lo tanto, entre la derogación de estas normas y la imposibilidad de las acciones institucionales existe una relación conceptual” (pp. 189-190). Nuestro argumento es aquí complementario al de Alexy: las “acciones jurídicas institucionales” no solo son imposibilitadas cuando se derogan las normas que para ellas son constitutivas sino también cuando no se las crea. Si la constitución o un pacto de derechos humanos establece derechos cuyo ejercicio depende conceptualmente de la creación de normas, esto implica la obligación estatal positiva de crear estas normas. Alexy (pp. 194-195) retoma el punto cuando trata los derechos a acciones positivas, donde distingue entre derecho a “acciones positivas fácticas y a acciones positivas normativas”. Los derechos a acciones positivas normativas son “derechos a actos estatales de imposición de norma”. (Subrayado nuestro.)
22. Cfr., al respecto, el voto separado del juez Piza Escalante, en la OC – 4/84, del 19 de enero de 1984, “Propuesta de modificación a la Constitución Política de Costa Rica relacionada con la naturalización”, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en su punto 6: “[…] la distinción entre derechos civiles y políticos y derechos económicos, sociales y culturales, obedece meramente a razones históricas y no a diferencias de naturaleza jurídica de unos y otros; de manera que, en realidad, lo que importa es distinguir, con un criterio técnico jurídico, entre derechos subjetivos plenamente exigibles, valga decir, ‘exigibles directamente por sí mismos’, y derechos de carácter progresivo, que de hecho se comportan más bien como derechos reflejos o intereses legítimos, es decir, ‘exigibles indirectamente’, a través de exigencias positivas de carácter político o de presión, por un lado, y de acciones jurídicas de impugnación de lo que se les oponga o de lo que los otorgue con discriminación. Los criterios concretos para determinar en cada caso si se trata de unos u otros derechos son circunstanciales e históricamente condicionados, pero sí puede afirmarse, en general, que cuando quiera que se concluya en que un determinado derecho fundamental no es directamente exigible por sí mismo, se está en presencia de uno al menos exigible indirectamente y de realización progresiva”.
23. Véase, al respecto, el lúcido análisis de J. R. de Lima Lopes, 1994.
24. Cfr., por ejemplo, Lon L. Fuller, “The Forms and Limits of Adjudication”, 92 Harvard Law Review, p. 353.
25. Cfr., por ejemplo, Cass R. Sunstein, “Response: From Theory to Practice”, 29 Arizona State Law Journal.
26. Una “laguna” que determina la falta de plenitud del sistema, de acuerdo con la terminología de Ferrajoli (1999, p. 24). El autor señala que “[…] hay que reconocer que para la mayor parte de tales derechos [los derechos sociales] nuestra tradición jurídica no ha elaborado técnicas de garantía tan eficaces como las establecidas para los derechos de libertad. Pero esto depende sobre todo de un retraso de las ciencias jurídicas y políticas, que hasta la fecha no han teorizado ni diseñado un Estado social de derecho equiparable al viejo Estado liberal, y han permitido que el Estado social se desarrollase de hecho a través de una simple ampliación de los espacios de discrecionalidad de los aparatos administrativos, el juego no reglado de los grupos de presión y las clientelas, la proliferación de las discriminaciones y los privilegios y el desarrollo del caos normativo que ellas mismas denuncian y contemplan ahora como ‘crisis de la capacidad regulativa del derecho’” (p. 30).
27. Ahora bien, la falta de mecanismos o garantías judiciales adecuadas no dice nada acerca de la imposibilidad conceptual de hacer justiciables los derechos económicos, sociales y culturales sino que – como se ha dicho – más bien exige imaginar y crear instrumentos procesales aptos para llevar a cabo estos reclamos. Parte de los avances del derecho procesal contemporáneo se dirigen a este objetivo: las nuevas perspectivas de la acción de amparo, las posibilidades de planteo de acciones de inconstitucionalidad, el desarrollo de la acción declarativa de certeza, las class actions, la acción civil pública y los mandados de segurança y de injunção brasileños, la legitimación del Ministerio Público o del Defensor del Pueblo para representar intereses colectivos, son ejemplos de esa tendencia. Cabe agregar, además, que otra fuente de supuestas dificultades en la promoción de acciones que intentan poner de manifiesto el incumplimiento del Estado en materia de derechos económicos, sociales y culturales radica justamente en los privilegios con que cuenta el Estado cuando es llevado a juicio, privilegios que no serían admisibles si se plantearan cuestiones similares entre particulares.
28. Véase la investigación de varios autores, “Análisis jurisprudencial. La igualdad en la jurisprudencia de la Corte Constitucional”, en Pensamiento Jurídico – Revista de Teoría del Derecho y Análisis Jurídico. Universidad Nacional de Colombia, n. 15, 2002, pp. 347-369.
29. Véase, al respecto, el Código Brasileño de Defensa del Consumidor, Artículo 81.
30. Para examinar casos relevantes en esta temática, puede consultarse las experiencias de Argentina, República Dominicana, Venezuela y Nicaragua en la investigación: “Los derechos económicos, sociales y culturales. Un desafío impostergable”(IIDH, 1999).
31. En su texto, “Reyes desnudos. Algunos ejes de caracterización de la actividad política de los tribunales” (inédito), Christian Courtis señala que la pregunta por la legitimidad de la actuación judicial no puede responderse en abstracto, tomando en consideración una o dos variables normativas, como el lugar de los tribunales en una “teoría pura” de la democracia o el origen no electivo de los jueces. La pregunta por la legitimidad requiere información empírica sobre el funcionamiento del sistema político, y el conocimiento concreto del contexto histórico en el cual se desempeñan los jueces. En este sentido, el análisis de la legitimidad de la actuación judicial supone la necesaria comparación con el análisis de la legitimidad de la actuación de los demás poderes.
32. Acerca de la legitimidad de un tribunal constitucional en un Estado social y democrático de derecho, para actuar en resguardo de las condiciones procedimentales de la génesis democrática de las leyes, que incluye la garantía de los derechos sociales fundamentales que aseguran la inserción en el proceso político, véase Jürgen Habermas, 1994, pp. 311 y ss. Sobre el rol de los jueces en un Estado constitucional y social de derecho puede verse, además, Ferrajoli (pp. 23-28). Otros autores han justificado una intervención judicial fuerte para resguardar de las mayorías los derechos de grupos sociales desaventajados; cfr. Owen Fiss, 1999, pp. 137-159.
33. Así ha ocurrido en los mencionados litigios de reforma estructural. Resulta útil remarcar en respuesta a las objeciones apuntadas sobre la incapacidad de la administración de justicia para resolver cuestiones técnicas, o las limitaciones del proceso judicial para tratar cuestiones complejas o con múltiples actores, que muchos analistas han valorizado el rol judicial de avanzar en el diseño de políticas y el cambio de prácticas institucionales ante la poca predisposición de la administración o de las legislaturas a reconocer y modificar sus políticas y acciones ilegales, lo que determinara la estricta necesidad de que la cuestión fuera abordada y resuelta por un tribunal imparcial e independiente. Véase, por ejemplo, William Wayne, “Two Faces of Judicial Activism”, 61 George Washington Law Review 1 (1992).
34. Cámara Nacional de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo Federal, Sala IV, caso Viceconte, Mariela vs. Estado Nacional-Ministerio de Salud y Acción Social s/ amparo, 2 de junio de 1998, La Ley, Suplemento de derecho constitucional, 5 de noviembre de 1998. El caso puede consultarse en la investigación de IIDH: “Los derechos económicos, sociales y culturales”, p. 81.
35. En estos casos la discusión entre derechos justiciables y actuación libre de las instancias políticas está limitada, pues la política actúa previamente a través del Congreso y en todo caso se auto limita al fijarse obligaciones legales en materia de política social. Acerca de la clásica discusión sobre la tensión entre democracia y derechos, con referencia a los derechos sociales justiciables, puede verse G. Pisarello, 2001, y también E. Rivera Ramos, 2001. Para una visión más general del debate suscitado en Reino Unido con la incorporación del estatuto de derechos humanos, y la consiguiente atribución de nuevos poderes a la justicia en detrimento del Parlamento, véase M. Loughlin, 2001.
36. Nos referimos a los casos en los que una norma legal impone la obligación de desarrollar procesos de producción de información y consulta – por ejemplo, con los beneficiarios – en la etapa de diseño o evaluación de una política social. Así, en el caso Defensoría del Pueblo de la Ciudad vs. INSSJP, el criterio para la anulación del proceso de privatización fue precisamente la falta de acceso a la información de los usuarios del sistema. De igual modo, en otros casos, la justicia contencioso administrativa argentina anuló ajustes de tarifas de servicios públicos por la ausencia de audiencia pública – entendida como oportunidad de consulta a los usuarios – previa a la adopción de la decisión.
37. Corte Constitucional de Sudáfrica, caso CCT 11/00, The Government of the Republic of South Africa and Others vs. Irene Grootboom and Others.
38. CSJN, caso Campodónico de Beviacqua, Ana Carina vs. Ministerio de Salud y Acción Social – Secretaría de Programas de Salud y Banco de Drogas Neoplásicas s/ recurso de hecho, 24 de octubre de 2000.
39. En el caso Asociación Benghalensis un grupo de organizaciones defensoras de los derechos de los portadores de VIH-SIDA promovieron una acción de amparo colectivo que fue resuelta por la Corte Suprema de Justicia argentina. La decisión obligaba al Poder Ejecutivo a dar cumplimiento con la ley de SIDA que establecía la obligación de suministro de medicamentos. Esa ley había sido dictada como resultado de una potente campaña de incidencia política, en parte impulsada por los mismos grupos y actores que se vieron luego obligados a impulsar la acción judicial para hacerla efectiva. También puede mencionarse los casos en que organizaciones de mujeres acudieron a los tribunales a exigir la implementación y cumplimiento de la legislación sobre salud reproductiva por la que habían peleado ante el Congreso.
40. Véase Tarimiat, Firmes en nuestro territorio.FIPSE vs. Arco. Quito: CDES, 2001. Disponible en http://www.infodesarrollo.org/archivos/6c70ae2fcdc4dc83dcd0aa5b37d87252/TARIMIAT_2DA_EDICION.pdf. Consultado el 7 de enero de 2005.
41. En un caso relativo a un acuerdo entre familias desalojadas y el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, se demandó judicialmente el cumplimiento de las obligaciones estatales allí establecidas, que consistían en la construcción de viviendas en un terreno fiscal y la solución transitoria de las necesidades habitacionales del grupo, mientras se ejecutaban las obras. En esa acción, que era fundamentalmente de ejecución del convenio, se utilizaron los estándares constitucionales e internacionales sobre derecho a la vivienda para interpretar el alcance de la obligación del gobierno de dar una vivienda temporaria bajo determinadas características, lo que fue solicitado como medida cautelar. El juzgado hizo lugar al pedido y ordenó alojar a las familias en hoteles de la ciudad bajo determinados requisitos de habitabilidad. Si bien el acuerdo fue el resultado de la negociación y la presión política sobre el gobierno, el litigio apuntó a hacerlo efectivo y fijar el alcance legal de las obligaciones asumidas por el Estado. Véase Agüero Aurelio Eduvigio y Otros vs. Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires s/ amparo (Artículo 14 CCABA), Exp. 4437/0. Resolución del 26 de febrero de 2002.
42. Al adoptar el PIDESC, el Estado se obliga a un relevamiento de información y a la formulación de un plan, como señala el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. En algunas materias – tales como el derecho a la vivienda adecuada – se reconoce expresamente la obligación del Estado de implementar en forma inmediata una vigilancia eficaz de la situación de la vivienda en su jurisdicción, para lo cual debe realizar un relevamiento del problema y de los grupos que se encuentran en situación vulnerable o desventajosa – personas sin hogar y sus familias, personas alojadas inadecuadamente, personas que no tienen acceso a instalaciones básicas, personas que viven en asentamientos ilegales, personas sujetas a desahucios forzados y grupos de bajos ingresos (OG n. 4, punto 13). En relación con el derecho a la educación primaria obligatoria y gratuita, aquellos Estados que no la hubieran implementado al momento de la ratificación asumen el compromiso de elaborar y adoptar, dentro de un plazo de dos años, un plan detallado de acción para su implementación progresiva (Artículo 14, PIDESC). Estas obligaciones de vigilancia, reunión de información y preparación de un plan de acción para la implementación progresiva son extensibles, como medidas inmediatas, al resto de los derechos consagrados en el Pacto (OG n. 1, puntos 3 y 4).
43. Véase V. Abramovich y C. Courtis, 2000.
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