Este artículo analiza las distintas modalidades de participación de la sociedad civil y del Estado en el terreno de la seguridad ciudadana en Brasil. Inicialmente evalúa los progresos alcanzados en la apertura de nuevos espacios de intervención de la sociedad civil (en las funciones de asesoría, fiscalización e incluso en la prestación de servicios) en varias esferas de las políticas públicas, así como las dificultades específicas provenientes del sistema penal brasileño. Prosigue con un análisis de las actividades de organizaciones no gubernamentales en el policiamiento y en el sistema prisional. Concluye constatando que el riesgo de que se produzca una “apropiación institucional” es mucho mayor en el primer caso porque la policía recela que la sociedad civil monitoree sus actividades, y la cultura del policiamiento comunitario todavía no está arraigada. Pero el sistema prisional viene mostrándose más abierto a los cambios, con trabajos altamente creativos en colaboración entre el Estado y las ONG locales, transformando la administración y la cultura de algunas cárceles de pequeño porte.
La participación de la sociedad civil en la elaboración de políticas sociales viene apareciendo como uno de los temas predominantes de la Agenda para una Nueva Política. Existen de hecho distintas situaciones en las cuales el ciudadano común puede ser incluido en las políticas sociales, como por ejemplo: elaboración de directrices, distribución de recursos, asesoría a órganos públicos, prestación de servicios de base, seguimiento de la implementación y de la presentación de cuentas a los órganos públicos. Los ciudadanos pueden ser convocados solos o en grupos, para actuar como peritos, clientes y usuarios de los servicios, integrando la trama social. A veces, la participación de la sociedad civil no pasa de una fachada, y los formuladores de las políticas siguen sus caminos habituales sin obstáculos. Se observa, sin embargo, que en algunos sectores de las políticas públicas, o en determinadas regiones de América Latina, se han hecho esfuerzos para que la participación sea realmente significativa, como instrumento para dar poder al ciudadano y mejorar los servicios públicos. En la medida en que los ciudadanos puedan ejercer una influencia tangible sobre la elaboración de las políticas y dispongan de recursos y de estabilidad institucional para resistir a la cooptación y mantener su autonomía, esta participación resulta en lo que, para los propósitos de este artículo, denominaremos parceria* entre el Estado y la sociedad civil.1
En los últimos años, los reformadores del derecho penal vienen procurando extender a los institutos de la justicia penal los principios de participación de la sociedad civil ya consolidados en otros campos de las políticas públicas. En gran medida, esta tendencia refleja la evolución de la comunidad de los derechos humanos, que pasa de la protesta reactiva y ad hoc contra la violencia institucional a una actitud proactiva, destinada a analizar y a reestructurar el sistema. Este artículo examina los frutos de tales esfuerzos en el terreno del policiamiento y seguridad ciudadana y también en el de la política penal (prisiones y condenas). Constata que, aunque se observen en ciertas áreas importantes progresos e innovaciones, en otras hay pocos avances y algunas resistencias institucionales atrincheradas. Establece una distinción entre dos formas de compromiso de la sociedad civil: (1) fiscalización y supervisión; y (2) participación constructiva y parceria. Es inevitable que el primero de ellos genere cierto antagonismo, pues la comunidad asume un papel fiscalizador y las autoridades en general reaccionan con sigilo y hostilidad. La segunda forma es más creativa, pero depende de que la sociedad civil se movilice en las áreas del orden público y de la justicia y también requiere que la administración pública ceda una parcela de su poder y de sus prerrogativas, y que proporcione la infraestructura institucional necesaria para tal interfaz.
Este artículo enfoca el caso de Brasil y, específicamente, las políticas públicas relativas a la delincuencia y a la justicia. Por un lado, se sabe que la sociedad civil brasileña es relativamente densa (aunque distribuida de forma irregular), en función de los muchos instrumentos institucionales destinados a favorecer la participación, disponibles desde la transición democrática. La Constitución brasileña de 1988 tuvo un papel central en esto: el proceso de su elaboración fue uno de los más participativos de toda América Latina, con 122 enmiendas de base presentadas por movimientos sociales, que reunieron más de 12 millones de firmas; muchas de estas enmiendas produjeron modificaciones en el texto final.2 La nueva constitución institucionalizó, especialmente, varias formas de contribución popular para el gobierno y la elaboración de políticas públicas: plebiscitos y referendos, audiencias públicas, tribunales populares y – lo que es más pertinente para nuestra discusión aquí – la creación de una plétora de consejos mixtos que reúnen Estado y sociedad civil en los tres niveles de gobierno, para actuar como instancias consultivas en las distintas áreas de la política social (Draive, 1998; Tatagiba, 2002).3
Tales mecanismos pueden clasificarse, simplificando, en tres grupos: (1) consejos gestores, de naturaleza permanente, encargados de fiscalizar la aplicación de determinadas políticas sociales (salud, educación, servicios sociales, bienestar de la infancia y de la juventud), con poderes definidos por ley para fijar prioridades, elaborar presupuestos y fiscalizar la implementación de políticas; (2) consejos ad hoc, establecidos para tratar de las políticas gubernamentales específicas (por ejemplo, merienda escolar, empleo, vivienda, distribución de alimentos y desarrollo rural); y (3) consejos temáticos, que se ocupan de cuestiones tales como raza, necesidades especiales o derechos de la mujer. Para estos últimos no hay una previsión legal específica y pueden ser creados por iniciativa local.
Todos estos consejos ocupan un espacio institucional que está consignado en la legislación con alguna discrecionalidad – nacional, del estado o municipal – y se caracteriza como de “participación a convite” (Cornwall, 2002). Tal condición les asegura un cierto nivel de recursos y de continuidad, aunque el clientelismo político y la cooptación constituyan una amenaza constante. En los tres grupos la tendencia es a la composición mixta: en general, la mitad de los miembros se compone de representantes de la sociedad civil y la otra mitad pertenece a la entidad gubernamental involucrada. Es indiscutible que el modelo de relaciones entre Estado y sociedad civil basado en “consejos” ha profundizado el nivel de asociación cívica en Brasil: se estima que, en 1999, solo los consejos gestores de salud contaban con cerca de 45 mil miembros en todo el país (Tatagiba, p. 48).
El Partido de los Trabajadores (PT) viene siendo un agente particularmente importante en la promoción y en la consolidación de estos espacios institucionales con iniciativas pioneras en las administraciones de los municipios y estados, en el sentido de abrir el proceso político a formas de participación social, como en el famoso Presupuesto Participativo.4 Estos espacios y procesos de participación potencialmente amplían la capacidad de la sociedad civil y del Estado para operar en sus respectivas esferas específicas, además de reunirlos de forma solidaria en busca de una efectiva solución de los problemas sociales. El PT viene sirviéndose del modelo del consejo consultivo tal como existe, pero también busca modificarlo en las distintas áreas de definición de políticas públicas, en función de disminuir los riesgos de cooptación y de tornarlo más sensible a las opiniones y a las necesidades de la sociedad civil, organizada o no.5
Toda burocracia tiende a ser insular y a autoalimentarse, pero su grado de resistencia a la influencia externa varía, y no todas las áreas de políticas públicas están igualmente abiertas a la participación de la sociedad civil. Por tradición, el sistema jurídico penal ha sido el más cerrado, pues está formado por instituciones que integran (por lo menos en teoría) el monopolio estatal del poder coercitivo. Los profesionales que actúan en el sistema jurídico penal tienden a desenvolver un acentuado espíritu corporativo basado en su propia formación y en las responsabilidades de control social que ejercen. Por consiguiente, suelen ser muy resisten-tes a cualquier injerencia externa, o a cualquier investigación sobre sus instituciones.6
En Brasil, las asociaciones profesionales de magistrados, fiscales y comisarios de policía demostraron su fuerza colectiva de varias maneras: la policía logró bloquear reformas constitucionales esperadas desde hace mucho7 y los magistrados se resistieron a medidas que consideraron cercenar su autonomía.8 A mediados de los años 90 se hicieron encuestas entre magistrados y fiscales que mostraron que el 86,5% de los jueces rechazaban frontal-mente cualquier forma de control externo sobre la Justicia; los fiscales presentaban una postura un poco más democrática, con solo el 35% manifestando total oposición a la fiscalización externa de sus instituciones. Aún así, consideraban que la composición de una instancia de este tipo debería hacerse fundamentalmente con miembros elegidos entre sus pares (Sadek, 1995; 1997). Sin embargo, una serie de escándalos que envolvió a la propia Justicia minó esta posición, y los magistrados fueron aceptando, con reticencias, la necesidad de un consejo supervisor mixto, con representantes de la Justicia y de la sociedad civil para recuperar la legitimidad perdida. Esta medida fue por fin aprobada en diciembre de 2004, en una reforma esperada hacía mucho tiempo. Una encuesta similar realizada entre los comisarios de la policía civil reveló que cualquier tipo de inspección de sus actividades era sistemáticamente calificada como de baja prioridad en términos de contribución a una mejora en el policiamiento, aunque la creación de consejos de policía comunitaria fue un poco mejor recibida (Sadek, 2003).
Es evidente que estos problemas de apropiación insti-tucional y de mentalidad corporativa no son exclusivamente brasileños. En realidad son producto de la manera en que el Estado moderno enfrenta el conflicto social, el delito y la marginalidad. Como varios especialistas en derecho penal ya han señalado, en el modelo retributivo de justicia se concibe el delito como una violación al Estado. Así, el sistema judicial define la culpa y aplica penas en una disputa entre el infractor y el Estado, siendo que la víctima, o la comunidad más amplia, se mantiene ausente o silenciosa (Zehr, 1990). Los conflictos se convirtieron en “propiedad” del Estado (Christie, 1977), una lógica sobre la cual los agentes estatales construyen su edificio de competencia profesional. Tal competencia se emplea tanto contra los colegas del sistema judicial como contra los legos, como forma de defender su monopolio sobre los distintos aspectos de las instituciones legales y del orden público.
Las instituciones del sistema judicial brasileño se caracterizan por la atomización y por la hiperautonomía, tanto a nivel institucional como en la esfera del agente individual, con rivalidades y competencia entre los distintos institutos del sistema penal – policía civil y militar, Ministerio Público, tribunales y penitenciarías – así como también entre los diversos sectores oficiales responsables de ellos. Así, por ejemplo, la policía civil en Brasil no constituye una mera fuerza de investigación, como en otros países, y ejerce una función casi judicial. La investigación policial espeja aquella conducida por los tribunales, convirtiendo al comisario de policía – obligatoriamente graduado en derecho – en un juez de primera instancia de facto, y a la comisaría en una “jurisdicción”, conducida por un “secretario judicial”. Esta “abogadización” de la policía (Cerqueira, 1998) compite con la Justicia y con el Ministerio Público en el control de la investigación delictiva. Es este contexto el que define el grado y el tipo de actuación de la sociedad civil sobre la Justicia.
Tales circunstancias hacen muy difícil, para los grupos de la sociedad civil, redefinir los términos del debate sobre ley y orden. Neild (1999) muestra que la terminología empleada es fundamental para modelar las ideas de “seguridad” y de relación entre el Estado y el ciudadano. El concepto de “seguridad nacional” establece la noción de force majeure y de hecho confiere un amplio margen de libertad para que las fuerzas de seguridad persigan, por todos los medios necesarios, alguna noción de interés nacional. El carácter militarizado de la principal fuerza policial brasileña, instituida en su forma actual durante el régimen autoritario de 1964 a 1985, sigue espejando la lógica de la seguridad nacional predominante en aquel período.
Hoy en día se habla mucho de “seguridad pública” en América Latina y en Brasil. Aquí, el bien a ser protegido aún es el interés del Estado y de las autoridades públicas, aunque muchas veces en un ámbito estrictamente local. Los que disponen de poder suficiente para adueñarse de la esfera pública y de sus recursos son los mismos para quienes es fácil tener acceso a los instrumentos de mantenimiento de la ley y del orden. Sin embargo, aquellos que están excluidos en virtud de su clase social permanecen, por definición, desprotegidos. De acuerdo con el Artículo 144 de la Constitución brasileña, la misión de la policía es la “preservación del orden público”, definido en el capítulo “De la defensa del Estado y de las instituciones democráticas”. “Orden público” y “paz social” constituyen las referencias dominantes, mientras que la figura del ciudadano permanece ausente, incluso en un documento que articula la más completa declaración de libertades civiles. En el plano retórico, al menos, las necesidades del Estado siguen precediendo a las del individuo.
La recién acuñada expresión “seguridad del ciudadano” le retira al Estado y a la elite sociopolítica el poder de definir el miedo, el delito y la inseguridad, delegándolo a las personas del pueblo. En esta formulación, las autoridades del Estado están al servicio de la población, y no al contrario. La seguridad del ciudadano se basa, en términos ideales, en el policiamiento por consentimiento, no por represión; en el castigo con vistas a la rehabilitación, y no a la venganza. Se fundamenta también en los principios (y en las restricciones) de los derechos humanos y de las libertades civiles universales. Estas tres conceptualizaciones de seguridad son corrientes en Brasil y vienen siendo empleadas, en distintos momentos, por las autoridades públicas, por la prensa y por la sociedad civil. Así, por ejemplo, aunque la actual administración del PT sin duda tenga entre sus propuestas la seguridad del ciudadano, definida en sus propias directrices políticas,9 aún está presionada en ciertas esferas para reconocer el comercio de drogas ilegales y la narcoviolencia como una cuestión de seguridad nacional (la llamada “colombianización” de ciudades brasileñas). Las reiteradas demandas para “endurecer” los métodos de policiamiento y una visible oscilación en el ámbito de los gobiernos de los estados entre las estrategias duras y aquellas “orientadas a la comunidad” demuestran el dinamismo de este debate permanente sobre los propios términos de referencia, así como también la importancia del compromiso de la sociedad civil.
En el terreno del policiamiento se crearon organizaciones de la sociedad civil que persiguen dos objetivos: (1) fiscalizar las actividades de la policía, especialmente en relación a denuncias de abusos contra los derechos humanos; y (2) trabajar en conjunto con la policía local, mediante consejos formados en asociación con la comunidad, para distribuir los recursos de policiamiento de acuerdo con las necesidades y prioridades locales.
Tras el restablecimiento del régimen democrático en Brasil, se ha observado un constante aumento en los índices de delincuencia y violencia, acompañado de una correspondiente elevación en los abusos policiales: uso excesivo de la fuerza, ejecuciones sumarias y tortura a sospechosos. No viene al caso recapitular los distintos análisis de las disfunciones de la policía en Brasil (Chevigny, 1995; Human Rights Watch, 1998; Pereira, 2000). Basta resaltar que la ineficiencia y el abuso sistemático de los derechos humanos por parte de la policía provienen: de la insuficiencia de recursos; de la corrupción; de la falta de formación, de procedimientos y de disciplina; de la impunidad inherente al sesgo de los tribunales de la justicia militar (que juzgan los delitos cometidos por la policía militar) y de las corregedorias;** de las prácticas institucionales consolidadas; y de una visión de la seguridad pública que refleja y refuerza la estratificación y las desigualdades sociales.
A mediados de la década del 90, ya estaba claro que era necesario poner a la policía bajo algún tipo de supervisión civil. El gobierno del estado de São Paulo, bajo la dirigencia de Mário Covas, uno de los fundadores del PSDB, fue pionero en la implantación de un nuevo instrumento, la ouvidoria [que deriva de ouvir, que significa “oír”] de la policía, en 1995. Otros siguieron el ejemplo, al principio en estados gobernados por la izquierda o por la centroizquierda.10
En general las ouvidorias funcionan en las oficinas de las secretarías de seguridad pública del estado, o equivalentes, integrando por lo tanto la estructura del Poder Ejecutivo.11 Su tarea es, literalmente, oír los reclamos de los ciudadanos sobre casos de desvío de conducta, corrupción u omisión por parte de la policía,12 preparar un dossier inicial, dirigir los reclamos a las corregedorias de la policía y hacer un seguimiento del curso de las investigaciones. Pueden también elevar casos al Ministerio Público. Aunque con frecuencia sean interpretadas como “servicios de ombudsman”, las ouvidorias no gozan de la independencia y de los amplios poderes usufructuados por estas instancias en otros contextos. La corregedoria de la policía sigue monopolizando los recursos para emprender investigaciones sobre alegaciones de mala conducta policial, y muchas veces obstruye el proceso, o se rehúsa a iniciar una investigación. Por ese motivo, las ouvidorias constituyen, en términos institucionales, una especie de mecanismo interno semiindependiente.
A pesar de estas limitaciones, las ouvidorias han asegurado el más elevado grado de transparencia entre todos los mecanismos de supervisión de la policía.13 Innovaron al publicar los primeros índices confiables sobre la ejecución de civiles por parte de policías, así como también sobre la muerte de policías en servicio y fuera de él. Y es significativa su contribución para romper la cultura de la impunidad policial en Brasil. La población tiene la garantía del anonimato, fundamental para superar los temores reales y justificados de represalias. Los reclamos vienen progresivamente tomando cuerpo y los abusos se denuncian de forma abierta, evolución que ciertamente refleja la creciente confianza en las autoridades de los estados. En 2000, la mayoría de los reclamos dirigidos a la ouvidoria de Rio de Janeiro fue anónima; pero entre enero y julio de 2001, alrededor de 150 reclamos fueron presentadas personalmente. Tal como en aproximadamente la mitad de los estados brasileños, en Rio de Janeiro existe un programa de protección a testigos que se acciona en estas situaciones.14 Cuando las ouvidorias tropiezan con inercia burocrática, obstrucción u hostilidad, pueden recurrir a la prensa, valiéndose de la estrategia de “denunciar con nombre y apellido”.15 El número de reclamos contra la policía tiende a crecer de forma significativa a medida que los incidentes reciben una amplia cobertura de la prensa.
Los fuertes vínculos establecidos con la sociedad civil han sido fundamentales para asegurar que las ouvidorias mantengan su legitimidad y su independencia en relación con el Poder Ejecutivo. En el estado de São Paulo, el ouvidor se nombra en base a una lista triple presentada por el Consejo de los Derechos Humanos del estado, con el apoyo de un consejo formado por juristas de renombre y activistas de derechos humanos. La ouvidoria de Pará está controlada directamente por el consejo asesor de la policía del estado (CONSEP), y losouvidores más exitosos hasta el momento vinieron de las filas del activismo de los derechos humanos, que cuentan con una alta credibilidad.
Como la corporación policial tradicionalmente ha sido una institución cerrada, y como la consulta al público sobre cuestiones de policiamiento es algo inédito, la ouvidoria es la primera institución gubernamental a solicitar las opiniones del público, que ofrecen un feedbackvaliosísimo. La noción de que el público debería tener el derecho de supervisar, controlar y determinar las acciones y prioridades de la policía representa un cambio cultural significativo en Brasil; al mismo tiempo que reflejan este cambio, las ouvidorias contribuyen para que este se produzca.
Debido a la naturaleza intrínsecamente conflictiva de los mecanismos de supervisión, que tienen por obligación criticar a las instituciones que inspeccionan, puede parecer curioso utilizar el término “trabajo en colaboración” en conexión con las ouvidorias. La policía, de hecho, tiende a considerarlas más como adversarias que como socias. Sin embargo, sería caer en un error presuponer que la policía es un mero instrumento de las autoridades oficiales, o que está bajo el control estricto de esas autoridades. Suele suceder que las autoridades elegidas se vean desafiadas por enclaves autónomos internos al aparato de seguridad que solo pueden vencerse con el apoyo activo de la sociedad civil.
Uno de los principales medios de avanzar en dirección a un modelo de policiamiento basado en el consentimiento y en la cooperación consiste en crear espacios en los cuales la policía y la comunidad local puedan encontrarse para debatir las necesidades y prioridades locales. Los Consejos de Seguridad (CONSEG) fueron instituidos inicialmente en Maringá, en el estado de Paraná, en 1974.16 Acompañando esta iniciativa, el gobierno progresista y democrático de Franco Montoro reglamentó estos nuevos órganos en el estado de São Paulo, en 1985 y 1986. En 2002, en São Paulo, el número de CONSEG pasaba de 800, en más de 520 municipios.
La función de los CONSEG, idealmente, es estimular la cooperación con la fuerza policial local y la adopción de un estilo operacional de “policiamiento comunitario”, a modo de superar la desconfianza y la sospecha tradicionales, así como también municipalizar de hecho el policiamiento, esto es, volverlo más sensible a las necesidades de la comunidad local que a las prioridades definidas en la esfera del gobierno del estado. En principio, los CONSEG podrían integrar los esfuerzos de modernización de la policía haciendo de ella un servicio público responsable y receptivo, y no una burocracia represiva del estado guiada por sus propios objetivos. Se afirma incluso que la reorientación de la policía, combinada con la participación de la comunidad local en el seguimiento y la denuncia de delitos, además de tomar medidas preventivas, puede reducir de manera significativa los índices de delincuencia. Así, por ejemplo, la ciudad de Lajes, en Santa Catarina, presentó una baja del 47,7% en los índices de hurtos y robos tras la instalación de diez CONSEG.17
Con todo, como en tantos otros aspectos del sistema penal, y a pesar del número significativo de consejos en acción en Brasil, no se han realizado estudios empíricos sobre ellos. Lo que parece claro, en base a un análisis de la reglamentación altamente burocratizada de estos órganos, es que estos todavía se encuentran fuertemente controlados por el aparato de seguridad pública y de la policía estatal. Según la legislación de Paraná, la función del CONSEG en relación a los órganos de seguridad pública es cooperar, representar, verificar y demandar, sin interferir en las acciones de las autoridades responsables. En el estado de São Paulo, el jefe de la Policía Civil y el comandante de la Policía Militar son miembros permanente de estos Consejos y toman la iniciativa de identificar a las llamadas “fuerzas vivas de la comunidad”, definidas como “representantes de asociaciones, municipios y otras entidades prestadoras de servicios relevantes para la comunidad”.18 Una buena parte de la reglamentación se ocupa de los procedimientos para las elecciones y del uso apropiado del logotipo, del estandarte e incluso del himno oficial. La afiliación al CONSEG es numéricamente reducida y cerrada, establecida mediante elecciones internas.
Los registros sugieren que estos Consejos no siempre son muy “representativos” de la comunidad, y están integrados principalmente por empresarios locales. Una buena parte de las actividades parece centrarse en la recaudación de fondos para comprar equipamientos para la policía (a veces mínimos, como neumáticos nuevos para los patrulleros), y los miembros esperan tener preferencia en la atención, en contrapartida a su generosidad.
Ciertamente, los CONSEG parecen representar un ejemplo clásico de “apropiación mutua”: la policía ejerce un papel conductor, constituyendo, dirigiendo y reclutando integrantes para el Consejo, mientras que sus miembros se benefician con el acceso privilegiado a un bien público. Las autoridades del estado no están ajenas a este problema; la legitimidad de los CONSEG muchas veces se subvierte porque participan dirigentes que no están preparados para el trabajo comunitario, interesados nada más que en las ventajas financieras, personales o electorales. En efecto, hay una línea divisoria muy tenue entre este modo de apropiación y el tipo de alianza existente entre integrantes de la sociedad marginal y la policía local, por ejemplo, asesorando a grupos de exterminio que actúan para eliminar personas calificadas como socialmente indeseables.19
Durante el mandato de la petista Marta Suplicy en el municipio de São Paulo (2001-2004) se instituyó un modelo alternativo. La fuerza municipal fue reformada – con la creación de nuevas estructuras de interacción entre la sociedad civil y la fuerza policial – para constituir un “modelo ideal” de policiamiento preventivo. Esto fue posible porque con arreglo a la Constitución brasileña los municipios tienen la facultad de crear fuerzas policiales para proteger el patrimonio de la ciudad. Aunque sea una medida limitada, se ha observado en Brasil una tendencia reciente a municipalizar el policiamiento, en parte para sortear los inmensos obstáculos estructurales a una reforma amplia del dispositivo policial de los estados.
Benedito Mariano (que había sido el primer ouvidor de policía de Brasil, en el gobierno Mário Covas del estado de São Paulo) fue designado para comandar la nueva Secretaría Municipal de Seguridad Pública de la ciudad de São Paulo y duplicó el contingente de la Guardia Municipal, de 4 mil a 8 mil integrantes (incluyendo una cuota de 30% de policías mujeres). El contacto de la Guardia con la comunidad local es básico para la estrategia preventiva; de hecho, su trabajo parece estar mucho más cerca del concepto de “policiamiento comunitario” que la mayoría de las demás experiencias que llevan esta designación en Brasil. Se consulta periódicamente a la comunidad mediante las Comisiones Comunitarias establecidas en seis regiones de la ciudad; a pesar de que se elige una comisión permanente, todas las reuniones son abiertas al público. Entre los miembros permanentes se cuentan el Inspector Regional de la Guardia Municipal y un representante de la subintendencia, pero los miembros de la sociedad civil tienen participación mayoritaria en la comisión, al contrario de lo que ocurre con los CONSEG.20 La Secretaría informa que 2.870 personas participaron de 56 reuniones entre octubre de 2002 y diciembre de 2003, con un promedio de 50 participantes por reunión, dos tercios de los cuales eran representantes de la sociedad civil. Parece que el ethos participativo y democrático adoptado por el PT en sus mecanismos de consulta en otras áreas de la gestión municipal influenció su conducta en la asociación con la sociedad civil en este nuevo campo de la seguridad del ciudadano (Baiocchi, 2003).
El análisis de la policía en Brasil tras el retorno del país al régimen democrático tiende a enfatizar sus características autoritarias, su ineficacia y el grado en que efectivamente contribuye a las actividades delictivas por medio de corrupción y del delito organizado, además de las graves violaciones de los derechos humanos de rutina como los casos de tortura y ejecución sumaria de sospechosos. Se ha dado una especial atención a la Policía Militar, una fuerza policial de los estados responsable del policiamiento preventivo, con estructura, jerarquía, código de conducta, entrenamiento y ethos corporativo típicamente militares. Diversos estudios sobre ejecuciones extrajudiciales demuestran la actitud beligerante de la Policía Militar para con la Comunidad (Cano, 1997), y sugieren que este es un residuo de la Doctrina de Seguridad Nacional del período militar, por la cual se veía a la población civil como sospechosa, como el “enemigo” a ser controlado y contenido. Esta postura de antagonismo de la policía en relación a los ciudadanos cuya seguridad debería garantizar pasó a ser considerada contraproducente por los críticos y por los reformadores, y como violando los compromisos de Brasil con los derechos humanos y con las libertades civiles. Fue en este ambiente que se realizaron las primeras experiencias de policiamiento comunitario.
La teoría del policiamiento comunitario presupone una relación muy distinta entre la policía y el público. Se basa en los principios de confianza y de cooperación, y prevé interacciones continuas con la sociedad civil para atender especialmente las necesidades y prioridades expresadas por la población, compartir informaciones que conduzcan a un policiamiento basado en inteligencia, mediación y solución de conflictos, además de preferir la prevención del delito a los actos de represión a posteriori. La primera iniciativa en este sentido se tomó en el estado de Rio de Janeiro durante el mandato del gobernador de izquierda Leonel Brizola (1991-1994), por el entonces comandante de la Policía Militar, Coronel Carlos Magno Nazareth Cerqueira, que contó con el apoyo de la organización no gubernamental Viva Rio, dedicada a los derechos humanos. Los primeros proyectos fueron implementados de forma parcial, en varios barrios de la ciudad de Rio de Janeiro. La experiencia principal fue en Copacabana, pero duró solo diez meses y fue desmontada por el nuevo gobernador, Marcello Alencar, que asumió una postura de represión a la delincuencia, dando a su Secretario de Seguridad Pública carta blanca para seguir la política de “tirar para matar” (Musumeci et al, 1996).
En 2001, Rio de Janeiro ensayó otro proyecto de policiamiento comunitario, esta vez en la pequeña favela central Cantagalo, bajo la orientación de un mayor de la Policía Militar, en cooperación con un grupo de defensores de la reforma judicial, en oposición al gobernador Garotinho. Esta iniciativa procuró ir contra las prácticas usuales de policiamiento en las favelasde Rio que, en el pasado, consistían en razzias armadas en gran escala y tiroteo con traficantes, a lo que seguía la retirada de las tropas. Para empezar, la policía asumió un gran centro comunitario y un hotel abandonado en la cima del cerro y promovió actividades culturales, educativas y de formación profesional para los habitantes jóvenes, tomando el lugar de las ONG locales, todavía muy intimidadas para actuar en la favela.
De forma semejante, en violentas regiones de bajos ingresos en São Paulo, la policía terminó movilizando los servicios sociales de la propia institución: médicos, dentistas y profesores de educación física. Como la policía suele ser la única autoridad pública físicamente presente en los barrios más marginados, es evidente que los proyectos de policia-miento comunitario exigen tanto la cooperación de la población local como la participación de otros órganos del aparato estatal. Se hace necesario un abordaje múltiple con vistas a mejorar al mismo tiempo la calidad de vida, el capital social y la confianza de los ciudadanos, así como su acceso a la justicia y al Estado de Derecho.
El problema central del policiamiento comunitario en Brasil está relacionado con su status todavía marginal. El proyecto Cantagalo fue segregado de la actividad policial predominante en Rio de Janeiro y boicoteado por el gobierno municipal, por cuestiones de apropiación territorial y disputa electoral (dando continuidad a una rivalidad de larga data entre los sucesivos gobernadores e intendentes), impidiendo así la prestación de muchos servicios sociales vitales, que habrían reforzado su legitimidad y su eficacia.21 Aunque el comienzo haya sido auspicioso, con el despido de 50 policías acusados de corrupción y violencia, los viejos hábitos persistieron y, poco a poco, hubo una nueva escalada de abusos policiales (Global Justice, 2004, p. 38).
Algunos proyectos de policiamiento tienen de comunitario solo el nombre.22 En cerca de 100 barrios, en el estado de São Paulo, se instalaron cabinas móviles de la Policía Militar. Con todo, como los policías solo salen de su puesto policial – y con resistencias – cuando un miembro de la comunidad solicita ayuda, difícilmente logran establecer los indispensables vínculos duraderos y orgánicos con la población local.23 Una comparación de las actitudes de la población para con el policiamiento convencional y el comunitario, en Brasil, indica que la confianza en este último solo puede generarse con el aumento de su visibilidad y de su alcance (Kahn, 2004). En suma, sin apoyo político y sin una reforma profunda en las culturas institucionales, la comunidad seguirá siendo enemiga de la fuerza policial y no su socia.
Aunque la prevención y la investigación exitosas de las actividades delictivas exijan la cooperación de la población local, esta necesidad es menos evidente en los casos de condena y detención, pues el castigo de los infractores en general es asumido por el Estado como su prerrogativa exclusiva. Sin embargo, tal monopolio viene siendo cuestionado en Brasil, en principio como respuesta a una crisis en la capacidad del Estado, resultante de la creciente preocupación con las condiciones materiales de las prisiones, y con sus efectos colaterales, que se expresan en rebeliones, fugas en masa y toma de rehenes, episodios que caracterizaron el final de la década del 90. Otro factor inspirador del debate deriva de los movimientos globales por reformas penales, y de ideas radicalmente nuevas, tal como la justicia compensatoria, que pone el acento en la víctima, el infractor y la comunidad, no en el Estado.
Recién en la segunda mitad de la década del 90 la atención pública giró hacia las condiciones de los reclusos en las cárceles y en el sistema penitenciario. Los pioneros en el despertar de la conciencia popular fueron indiscutiblemente los miembros de la Pastoral Carcelaria,24 de la Iglesia Católica. En todo Brasil, cerca de tres mil voluntarios, legos y religiosos, visitaban regularmente las penitenciarías ofreciendo apoyo práctico y espiritual y dando testimonios de los abusos diarios cometidos contra los prisioneros. En 1997, el sufrimiento de los detenidos fue adoptado como tema de la campaña de la Cuaresma por parte de la Conferencia Nacional de los Obispos de Brasil (CNBB). A este movimiento también se sumaron la Orden de los Abogados de Brasil (OAB), jóvenes y entusiastas fiscales, y representantes del Poder Judicial.25 Las presiones de organizaciones internacionales resultaron en visitas e informes elaborados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, por Human Rights Watch, por Amnistía Internacional, por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Derechos Humanos, y por el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre Tortura, así como también por las Comisiones de Derechos Humanos de varias cámaras legislativas estaduales.
La supervisión del sistema prisional por parte de la sociedad civil ya se había establecido de hecho en la Ley de Ejecuciones Penales (LEP) de 1984, que obligaba al magistrado de cada comarca donde hubiera una penitenciaría a nombrar un Consejo de la Comunidad, formado por representantes de la comunidad local, para visitar la prisión regularmente, inspeccionar sus condiciones y prestar asistencia a los detenidos.
A pesar del apoyo de los dos gobiernos posteriores – el de Fernando Henrique Cardoso y el de Lula –, pocos Consejos se constituyeron de hecho. El Ministerio de Justicia no dispone de datos26 sobre el número de Consejos, y aquellos que funcionan en general actúan en el vacío, sin soporte y sin vínculos institucionales.27 Así, por ejemplo, el Consejo de Rio de Janeiro, que es relativamente activo, perdió su oficina en la Secretaría de Justicia; por otro lado, no elevó informes al magistrado local, hostil al trabajo emprendido por la organización.
Este caso ilustra bien un problema común en esta interacción del Estado con la sociedad civil. Una parte del aparato estatal (el Poder Ejecutivo y la legislación nacional), en principio, apoya a estos grupos. Pero estos solo pueden existir por iniciativa de la Justicia local, que los ignora o resiste a permitir que otros invadan “su patio”. Sin disponer de capacitación y de directrices para su actividad, sin la definición de un mecanismo de feedback para las autoridades locales, y todavía sin autonomía y apoyo suficientes para resistir a las presiones de los funcionarios que fueran blanco de sus críticas, estos Consejos están condenados ser letra muerta.28 Tal vez sea comprensible que algunos de ellos hayan decidido sustituir realmente la presencia institucional dentro de algunos presidios en vez de interactuar con el Estado como elemento externo. Dada la debilidad de la estructura del Consejo y la relativa fuerza de la Pastoral, algunos administradores penitenciarios se vieron tentados a simplemente transferir la responsabilidad de las inspecciones a la Iglesia Católica, dispensando al Estado de toda obligación, sea en términos de crear procedimientos eficaces de fiscalización interna, sea para fortalecer el aparato institucional que permitiría a la sociedad civil ejercer su prerrogativa de supervisión. A pesar de todo el activismo que marcó este campo a fines de los años 90, pocos fueron los progresos observados en los distintos frentes.29
De tiempos en tiempos se cuestiona la capacidad del Estado brasileño de administrar el sistema penitenciario, caracterizado por la superpoblación, la violencia endémica, las condiciones de detención chocantes, la mala gestión y la incapacidad de modificar el comportamiento de los infractores (Amnistía Internacional, 1999; Humans Rigths Watch, 1998). La industria de la seguridad privada está, ciertamente, en franca expansión en el país,30 como respuesta a las deficiencias de la policía, mientras que la privatización del sistema penitenciario, aunque debatida intermitentemente desde los años 80, haya sido siempre rechazada.31
Una de las características más sorprendentes de este sistema penitenciario es la existencia de un trabajo en colaboración innovador entre el Estado y la sociedad civil en el área de la administración. Aunque la gestión de las unidades prisionales esté en general directamente a cargo del sector público, o por medio de contratos, del sector privado, es posible un tercer paradigma.
La primera experiencia con participación comunitaria en la administración penitenciaria sucedió en la década del 70, en São José dos Campos, en el estado de São Paulo, donde un grupo católico asumió integralmente la gestión de una cárcel arruinada y superpoblada. El doctor Nagashi Furukawa, juez de derecho en Bragança Paulista, visitó la institución, en la década del 90, y luego se contactó con un grupo de su ciudad que defendía ideas similares. De su iniciativa resultó el primer convenio entre el Estado y una organización no gubernamental.
La prisión de Bragança Paulista fue reformada por completo, adoptando un modelo que llamó la atención en todo el país e incluso en el exterior. Poco después, al ser nombrado Secretario de Administración Penitenciaria del estado de São Paulo, el doctor Furukawa multiplicó esa experiencia exitosa. Hasta el presente, se crearon 20 Centros de Resocialización (CR), con alrededor de 210 detenidos en cada uno,32 administrados en una parceria innovadora de las autoridades penitenciarias estatales con una determinada ONG local, mediante un convenio formal de cooperación.***
La entidad sin fines lucrativos se encarga de la gestión cotidiana de la penitenciaría y de la rehabilitación de los detenidos, mientras que la disciplina y la seguridad permanecen bajo control del Estado. La construcción de la mayoría de los CR obedece a un nuevo proyecto arquitectónico; en algunos casos, sin embargo, como en las dos unidades prisionales originales de São José dos Campos y de Bragança Paulista, la edificación existente fue conservada, aunque se le hicieron reformas y adaptaciones para el nuevo modelo.
De acuerdo con las investigaciones de campo que se realizaron en cuatro de estos CR en octubre de 2004,33 estos parecen tener un desempeño extraordinario en términos de: protección a los derechos humanos de los detenidos y de los empleados; eliminación de la violencia y del consumo de drogas; condiciones decentes de detención; potencial para la reducción significativa de los índices de reincidencia; apoyo social, educacional, ocupacional y psicológico a los detenidos y a sus familiares; relación costo/beneficio positiva;34 transparencia y equilibrio en el tratamiento de los detenidos y en el uso de recursos públicos. Y propicia, además, la mejora de las relaciones de la comunidad con el sistema judicial.35 Consta que el índice de reincidencia corresponde a un tercio de la media nacional.36 Se trata de un desempeño hasta modesto, en relación a otras medidas exitosas, en un modelo concebido para evitar la desagregación familiar, las dificultades de integración en el mercado de trabajo, la institucionalización, el consumo de drogas y la baja autoestima que las prisiones convencionales invariablemente generan.
Otro tipo de cooperación de la sociedad civil con el Estado para enfrentar los problemas del sistema carcelario son las APAC (Asociación de Protección y Asistencia a los Condenados, o Asociación de Protección y Asistencia Carcelaria). Mientras que el modelo original de APAC se basaba en la fe, cuya finalidad era “saturar el ambiente penitenciario con una programación e instrucción religiosa” (Johnson, 2000), los CR orientan su trabajo esencialmente en función de dos factores de rehabilitación: el trabajo (en algunos de esos centros el 100% de los detenidos trabaja); y la reconstrucción de las relaciones familiares (abrigan solo a detenidos cuyas familias vivan en las cercanías).37 Gracias a un amplio horario de visitas, la mayoría de las familias el domingo pasa allí varias horas. El dinero que ganan con el trabajo en la prisión en general es de gran valor para las familias de bajos ingresos, que en gran medida cuentan con la asistencia de la ONG mientras que sus parientes están cumpliendo pena. Las familias forman un puente con la comunidad local, ayudando a superar la hostilidad y la demonización de la prisión y de sus reclusos.
Las unidades de la APAC, tal como los CR, subvierten deliberadamente la formación de una “cultura prisional”. El comercio local también se beneficia, pues las ONG tienen una flexibilidad mucho mayor que el Estado para la adquisición particular de bienes y servicios. Los fundadores de la APAC de São José dos Campos buscan hoy nuevas parcerias em Minas Gerais, preferentemente por intermedio de la Justicia, y no ante las autoridades penitenciarias, y están a cargo de la gestión de varias unidades con guardias penitenciarios dentro del perímetro carcelario (en los CR está permitido que las puertas internas estén destrabadas, pero los guardias penitenciarios monitorean todas las actividades).
La ONG y las autoridades del estado aseguran un excelente sistema de frenos y contrapesos mutuos, pues la relación está detalladamente estipulada en el convenio, en términos de presentación de cuentas y transparencia. De todos los casos analizados, este constituye tal vez la más auténtica parceria o “coproducción” (Joshi y Moore, 2004; Masud, 2002), y el único en que la balanza se inclina más hacia el lado de la sociedad civil. Tal como en el caso de las Comisiones Comunitarias organizadas en el municipio de São Paulo, dos factores se demostraron cruciales: la presencia de agentes de cambio comprometidos, y un espacio político institucional para poner a prueba un nuevo modelo. La experiencia también ilustra una forma de que la sociedad civil se apropie en parte de ciertos espacios en un sistema judicial un tanto fragmentado. Tal vez esto se deba a la fragilidad y a la negligen-cia del Estado, pero también puede constituir una “invitación estatal a la participación” sobre bases más igualitarias y colaborativas.
Sin embargo, estos mecanismos siguen relativamente invisibles en el ámbito del sistema prisional como un todo. No hay ninguna mención a tales iniciativas en los documentos de planeamiento y de definición de directrices emitidos por el Ministerio de Justicia, ni cualesquiera estudios empíricos de evaluación. Parece poco razonable que el Estado no se apropie activamente de estas instalaciones que han sido exitosas y que están bajo su égida.
Las desigualdades estructurales de la sociedad civil local interfieren en las posibilidades de que todos estos trabajos en colaboración en políticas públicas tengan éxito. La propia policía tiene conciencia del nivel en que efectivamente genera capital social. El documento que establece las directrices de los CONSEG del estado de São Paulo hace mención a la importante obra de David Putnam38 sobre la relación entre el capital social y el desarrollo social y observa que “la policía tenderá a ser más efectiva si ayuda a los ciudadanos y a las comunidades a ayudarse a sí mismos”.39 La reglamentación de los CONSEG en Santa Catarina registra entre sus objetivos fundamentales: “desenvolver el espíritu cívico y comunitario en el área abarcada”.40 De esta manera, si un órgano del estado desea incluir en su práctica la consulta a la comunidad, es inevitable que se empeñe en fomentar y construir los grupos civiles que desea tener como socios. Cómo hacerlo sin cooptación es un desafío permanente de todas las áreas de las políticas públicas en Brasil en que el modelo del “consejo” se emplea para recibir contribuciones de la sociedad civil.
Además de la capacidad de la sociedad civil de articular sus necesidades e intereses, otro problema fundamental es el de la receptividad de los órganos públicos. Así, por ejemplo, los actuales CONSEG y consejos comunitarios penitenciarios solo darán sus frutos en la medida en que se lo permitan los comandantes de policía y magistrados locales. La resistencia de los órganos públicos a los cambios se manifiesta de varias maneras: obstaculización de medidas, culturas burocráticas, defensa territorial; y, como ya señalé, la propia naturaleza del área policial de combate a la delincuencia y a la violencia que exacerba estas tendencias. A pesar de estas limitaciones, los agentes de cambio individuales o colectivos se han mostrado capaces de: encontrar, dentro del aparato estatal, espacios y lugares en los que las autoridades públicas están indiferentes o endebles (las prisiones de las APAC); evitar los vicios institucionales dominantes (las guardias municipales); o buscar abordajes radicalmente nuevos en sus políticas (CR). Donde hay apoyo político local, estos espacios ofrecen ambientes valiosos para forjar nuevas formas de trabajo en colaboración entre el Estado y la sociedad civil.
En los casos aquí analizados, la parceria asume diferentes formas, de acuerdo con el papel ejercido por la sociedad civil (inspección crítica, consultoría y soporte o coproducción), y eso, a su vez, afecta las asimetrías de poder involucradas. El ejemplo del CONSEG es el que mejor ilustra la cooptación de la sociedad civil por parte de los actores estatales, pero se revela como un arreglo con beneficios mutuos, debido a la estructura no inclusiva de los Consejos. El fracaso de las comisiones penitenciarias para lograr cualquier tipo de avance debe atribuirse a la inercia de la Justicia. Es probable que los magistrados locales no vean en los Consejos formas de beneficio personal (mientras que para la policía son tangibles las ventajas de la creación de los CONSEG), y por eso boicotean este dispositivo de la ley, a pesar de las exhortaciones de sus superiores.
Aunque sería de esperar que el Estado, que cuenta con más recursos, ejerciera siempre su supremacía, esto no sucede con las penitenciarías de la APAC y con los CR, donde la comunidad local logró movilizar recursos de capital humano que implementaron mejoras significativas en relación a los derechos humanos y al tratamiento de los detenidos, así como en sus perspectivas de reunirse con sus familias y evitar la reincidencia. En los lugares en que este tipo de parceria funciona, este puede contribuir considerablemente al mejoramiento de la seguridad de los ciudadanos en Brasil.
* Mantenemos el término “parceria”,en portugués (debe leerse “parcería”), que significa “trabajo en colaboración” o “asociación entre partes”; equivalente a “partnership”, en inglés. [NT]
** En portugués, “corregedoria” es un término utilizado para definir ampliamente el órgano dedicado al control interno de la administración pública. [NT]
*** Véase http://www.sap.sp.gov.br/common/cidadania.html. Consultado el 14 de marzo de 2005. [NT]
1. Para una discusión crítica de la noción de “participación” en los círculos de políticas de desarrollo, ver A. Cornwall, 2002.
2. Las entidades de defensa de los derechos de la mujer, por ejemplo, calculan que cerca del 80% de las modificaciones propuestas por ellas se aprovecharon en la versión final.
3. Los dos primeros consejos consultivos nacionales – el de Salud y el de Educación – fueron instituidos en 1937, en el ápice de las reformas promovidas por el régimen de Vargas. Actualmente se cuentan 25 consejos, en su mayoría creados en los años 90. La Constitución de 1988 introdujo también los consejos de los estados y de los municipios.
4. Hay una vasta bibliografía sobre el proceso de presupuesto participativo. Para una buena síntesis crítica ver Baiocchi, 2003.
5. Para un análisis de las modificaciones promovidas por el PT en el modelo de los consejos de derechos de la mujer, ver Macaulay, 2003a.
6. Para detalles acerca de las iniciativas de la sociedad civil destinadas a aumentar la transparencia del Poder Judicial, ver documentos disponibles en el sitio de Due Process of Law Foundation http://www.dplf.org. Consultado el 1º marzo de 2005.
7. En el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, la policía militar, que es de cada estado y corresponde a cerca del 80% de la fuerza policial del país, se sirvió de su poder de lobby entre los senadores para bloquear las propuestas que pretendían “desconstitucionalizarla”, o sea, remover toda mención a la corporación en el texto constitucional; esto permitiría que, de acuerdo con los intereses de cada estado, esta se mantuviera, se aboliera o se fundiera con la policía civil.
8. Para los debates sobre accountability y el Poder Judicial, ver Macaulay, 2003b.
9. En 2002, el Instituto de la Ciudadanía, vinculado al PT, produjo un documento de 120 páginas que contiene recomendaciones para la reforma del sistema judicial, elaborado por especialistas de primeira línea; este documento constituyó la base para el Plan Integrado de Seguridad Pública del gobierno Lula.
10. Rio de Janeiro, en marzo de 1999, en el gobierno de Anthony Garotinho (PDT); Minas Gerais, en 1997 (Eduardo Azeredo, PSDB); Pará, en 1997 (Almir Gabriel, PSDB); Rio Grande do Sul, en agosto de 1999 (Olívio Dutra, PT); y también en Pernambuco, Espírito Santo, Rio Grande do Norte, Mato Grosso, Bahia y Ceará.
11. Las excepciones son Pará, donde la ouvidoria de la policía está subordinada al Consejo de Seguridad Pública del Estado (CONSEP); y Minas Gerais, donde esta se vincula directamente a la gobernación.
12. Estas reciben de la población todo tipo de información, pero dan prioridad a las sospechas graves referidas al derecho a la vida, y también a la corrupción de policías.
13. Ver Lemgruber et al. (2003), para un estudio más profundo de las ouvidorias; y Macaulay (2002), para una comparación con otras formas de supervisión de las policías.
14. Adviértase, no obstante, que personas con antecedentes policiales están excluidas del programa, y eso impide que una buena parte de las víctimas de tortura por parte de la policía cuente con esa protección.
15. Los sucesores de los primeros ouvidores en Rio de Janeiro y en São Paulo, Julita Lemgruber y Benedito Mariano, recurrieron mucho menos a la prensa. En 2001, el entonces ouvidor carioca se manifestó contra este trabajo, diciendo que era “nada más que para salir en el diario”. Sin embargo, la cobertura de la prensa proporciona un cierto grado de visibilidad y protección alouvidor; poco después, este ouvidor fue forzado a renunciar por falta de apoyo político.
16. En 2004, el estado de Paraná tenía 280 CONSEG, 46 en Curitiba y 74 en las ciudades de la periferia de la capital.
17. A Notícia, 16 de mayo de 2002. En mayo de 2002, Santa Catarina contaba con 31 Consejos, pero pretendía instalar uno en cada municipio. La ley autorizando la creación de los Consejos fue aprobada recién en marzo de 2001. En Embú, estado de São Paulo, también se registraron niveles similares de reducción de la delincuencia.
18. Reglamentación de los CONSEG, Resolución SSP n. 47, del 18 de marzo de 1999; y Decreto n. 25.366, del 11 de junio de 1986.
19. Frühling (2003, p. 38) relató problemas similares en Chile.
20. “Proyecto del Programa de las Comisiones Civiles Comunitarias”, documento interno de la Municipalidad de São Paulo.
21. Entrevista con el mayor Antonio Carballo, Cantagalo, julio de 2001.
22. Para detalles sobre otros proyectos, ver Mesquita y Loche, 2003, pp. 193-199.
23. Información dada por Guaracy Mingardi, julio de 2001.
24. Una buena parte de la eficacia de la Pastoral debe ser atribuida al inspirado liderazgo y a la habilidad política de su dirigente por muchos años, el Padre Francisco “Chico” Reardon, religioso estadounidense-irlandés naturalizado brasileño que, desgraciadamente, falleció en 1999.
25. Otros grupos ligados a los derechos humanos también hacían visitas eventuales a penitenciarías y cárceles, en general tras algún episodio de violencia. Ninguno de ellos, sin embargo, tuvo la presencia constante que fue el distintivo de la Pastoral.
26. Solo dispongo de datos del estado de São Paulo, donde funcionan Consejos en 54 comarcas; 23 tienen Consejos inactivos, y en 62 no hay Consejos.
27. Entrevista con Tania Kolker, vicepresidente del Consejo de la Comunidad de Rio de Janeiro, julio de 2001.
28. También es mínima la interacción con las autoridades del estado formalmente responsables de la inspección de las prisiones: el juez responsable de la penitenciaría local, la corregedoríade la administración penitenciaria, el Consejo Penitenciario local (fundamentalmente, un cuadro de concesión de libertad condicional) y el Ministerio Público.
29. Consta que está en marcha un proyecto, financiado por el Reino Unido, que procura crear una inspección penitenciaria en Brasil, inicialmente a nivel de los estados, y se discute la capacitación de los Consejos.
30. De acuerdo con datos de la Federación de las Empresas de Seguridad Privada, en 1985 el coeficiente de policías para seguridad particular era de 3 por 1. En 2000, esa proporción se había invertido: cerca de 1.200 empresas privadas empleaban 400 mil vigilantes registrados y otros 600 mil guardias informales, con un movimiento global de 4,5 mil millones de dólares, en 2000.
31. Brasil tiene seis penitenciarías semiprivatizadas en el estado de Paraná.
32. Las Naciones Unidas recomiendan que ninguna penitenciaría tenga más de 500 detenidos, pues las autoridades tienden a perder el control sobre las unidades de gran porte.
33. Financiadas con recursos de la Socio-Legal Studies Association, del Reino Unido.
34. La ONG recibe un valor fijo por detenido para alimentación, mantenimiento edilicio, etc. Como la compra de los bienes y servicios la hace una entidad privada, no hay limitaciones de procesos de licitación y la ONG puede despedir al personal con mal desempeño. El costo por detenido en un CR es la mitad del costo correspondiente en una penitenciaría del estado, y un tercio del costo verificado en las pocas unidades semiprivatizadas.
35. El director de Bragança, un policía civil, admitió, durante una conversación en 1999, que tenía problemas con el personal: “dos son borrachos, dos son desequilibrados y los otros dos son buenos y tienen que estar vigilando a los demás”. Es evidente que la sociedad civil local es mucho más apta que el personal penitenciario convencional, que necesita adaptarse al ethospoco común de los CR.
36. No hay medición sistemática del índice de reincidencia por institución, por estado, o a nivel nacional. Las bases de datos nacionales aún no fueron puestas al servicio de identificar a los infractores contumaces.
37. La penitenciaría de la APAC en Caruaru, Pernambuco, organizaba talleres de arte padre-hijo y paseos al zoológico.
38. D. Putnam, Comunidade e democracia: uma experiência da Itália. Rio de Janeiro: FGV, 1996.
39. Ver “Informativo Institucional” en http://www.conseg.sp.gov.br/conseg/downloads.aspx. Consultado el 15 de marzo de 2005.
40 “Reglamento de los Consejos Comunitarios de Seguridad”, Secretaria de Estado de Seguridad Pública de Santa Catarina, Consejo Superior de Seguridad Pública, mayo de 2001.
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