éxitos sin victoria en Chile
El presente trabajo avanza algunas ideas relativas al impacto que las decisiones judiciales tienen en el sistema político. A diferencia de lo que suele destacarse del trabajo de las cortes en materia de derechos sociales, donde se pone de relieve los estándares y formas en que las cortes se las ingenian para satisfacer las demandas de justiciabilidad de estos derechos, los autores—que se centran en el caso chileno—muestran cómo el litigo estratégico puede causar de todas formas, y a pesar de resultados judiciales adversos, un positivo impacto en la satisfacción de los derechos sociales. Ese impacto depende más de la sensatez del sistema político para caer en cuenta de la situación desesperada en que se encuentran muchos de sus ciudadanos o del temor a la presión política, antes que en las posibilidades que ofrecen las grandes declaraciones provenientes de las cortes.
Acceso a la salud y cortes de justicia han sido una pareja nada extraña. Experiencias alrededor del mundo—de las cuales África del Sur e India son las más conocidas—nos enseñan cómo las cortes de justicia han sido actores fundamentales en la realización del contenido normativo de los derechos sociales. Organizaciones de la sociedad civil han sabido utilizar al poder judicial para avanzar la satisfacción de sus derechos—algo que el sistema político ha simplemente obviado hacer, no obstante lo establecido en tratados internacionales que dichos Estados han soberanamente suscrito.1 En general, se ha tratado de grupos minoritarios desde un punto de vista político—esto es, grupos que ven fuertes trabas para que sus demandas sean satisfechas por el “proceso político”—los que han optado por dar las espaldas a ese proceso prefiriendo las cortes. Pero también se da el caso de grupos de personas que, sin ser necesariamente minoritarios (de hecho muchos de esos grupos están altamente organizados), se encuentran con sus derechos sociales insatisfechos. Tal es el foco de nuestro trabajo.
Entre esos grupos encontramos a personas viviendo con VIH/SIDA y sus demandas de acceso y cobertura al tratamiento médico adecuado. Parte importante de estas demandas han sido llevadas adelante por medio de estrategias de litigo de interés público, quizás animadas por la experiencia llevada adelante en los Estados Unidos por la NAACP.2 En el caso Brown v. Board of Education, de 1954, por ejemplo, la Corte Suprema declaró la inconstitucionalidad de la segregación escolar. Esas estrategias, como se sabe, buscan avanzar en las cortes la satisfacción de demandas a las que el proceso político simplemente (y a veces, deliberadamente) desoye; o bien que el proceso político nunca se ha planteado.
Esta estrategia no ha estado libre de críticas. Como se ha señalado con insistencia, recurrir a las cortes—enarbolando la Constitución en desmedro de las demás disposiciones legales—para lograr la satisfacción de las demandas de sectores desplazados o de demandas que se entienden no justiciables, normalmente relativas a la asignación y reasignación de recursos financieros, plantea un desafío importante para nuestras formas de gobierno. La discusión en torno a estas estrategias de litigo se ha centrado en la correspondencia que existiría entre cortes y democracia. Así, los países que han presenciado cortes más activas en la satisfacción de derechos sociales han abierto un fértil terreno para la discusión relativa al papel de aquéllas frente a este tipo de conflictos. La pregunta que ronda con frecuencia es, ¿qué rol deben cumplir las cortes resolviendo esas demandas? Y si tienen un papel que cumplir—como asumimos en este trabajo—, ¿hasta dónde deben llegar ejerciendo sus potestades? ¿Basta que declaren la inconstitucionalidad de las leyes y programas de asistencia cuando éstos violan la Constitución, o deben forzar a las legislaturas a aprobar planes de asistencia (con el consecuente reordenamiento de los recursos fiscales)? Y si optan por lo último, ¿deben las cortes inmiscuirse en el diseño de esos planes, por ejemplo, monitoreando el trabajo de ministerios y parlamentos? Se trata de preguntas que han recibido gran atención en la literatura comparada y que, valga señalarlo, superan con mucho el objetivo de este trabajo. Nuestra intención en estas páginas es más acotada: nos interesa mostrar cómo es posible obtener éxitos aun perdiendo (judicialmente) los casos. Por medio del litigo es posible “incentivar” al proceso político a objeto que éste recepcione y dé respuesta a las demandas de los grupos marginalizados, y a objeto de que dé respuesta y discuta cómo se satisfacen demandas que, analizadas en un contexto legal específico, pueden no ser sencillamente reclamadas en tribunales.
Tal es el contexto que presenta el caso chileno: con una Constitución diseñada por expertos designados por la Junta Militar de Gobierno, y revisada en última instancia por el mismo Pinochet, Chile—alumno ejemplar en materia de libre comercio—entrega la satisfacción de derechos sociales, como la salud y la educación, a un sistema en el que los particulares tienen un rol principal—cabiéndole al Estado un papel solo subsidiario—, tal como lo quiso Pinochet y sus asociados.3 Los casos sobre VIH/SIDA muestran de qué manera un sistema político renuente a atender ciertas demandas de pronto se ve forzado por decisiones judiciales que ni siquiera reconocen la existencia de derechos a dar cabida a dichos reclamos, colaborando, aun sin saberlo, a fortalecer el régimen de derechos y hacer así más robusta e inclusiva la democracia.
El plan es el siguiente. En la primera sección de este trabajo se analiza rápidamente la situación de los derechos sociales en el sistema constitucional y legal chileno (2). Pese a que estos se encuentran reconocidos en la Constitución, quedan al margen de la satisfacción por medio de la acción constitucional de protección (equivalente al amparo en otros países latinoamericanos). En seguida, se relatan los casos litigados ante las cortes chilenas por parte de personas viviendo con VIH/SIDA, las decisiones judiciales sobre esos casos, y el impacto político que finalmente produjeron años de litigo (3). Se trata de una relación detallada de las estrategias de litigio utilizadas, y de la respuesta judicial a ellas—como se dijo, rechazando las acciones. Junto a la respuesta judicial se analiza el impacto de estas acciones a nivel político, y de cómo dichos casos eventualmente redundaron en la postulación del Gobierno de Chile al Fondo Global de Naciones Unidas, con la colaboración de las mismas organizaciones que, en sede local, apuntaron al Estado como responsable por sus omisiones. Hacia el final, presentamos algunas conclusiones (4).
En el Capítulo III de la Constitución chilena, titulado “De los Derechos y Deberes Constitucionales”, conviven derechos civiles y políticos y derechos económicos, sociales y culturales.4 Mientras los primeros se encuentran protegidos por una acción judicial específica—llamada en la jerga constitucional chilena “recurso de protección”5—los derechos sociales son excluidos de ella.6 El “recurso de protección” permite que las personas amenazadas, perturbadas o privadas en el ejercicio legítimo de sus derechos (civiles y políticos), sin importar de dónde provenga ese acto (del Estado u otros particulares), y sin importar si se trata de una acción o una omisión la que causa el agravio, recurran a las cortes en busca de remedio judicial.7
Hay varias razones que explican porqué los derechos sociales se encuentran, a pesar de estar reconocidos por la Constitución, excluidos de esta protección de emergencia.8 En primer lugar, la Comisión a cargo de desarrollar los borradores de la Constitución de 1980—denominada “Comisión de Estudios para la Nueva Constitución” (CENC)— entendía los derechos sociales de acuerdo a la tesis más tradicional, esto es, como derechos positivos. Acogía la idea que se trataba de una categoría de derechos opuestos a los denominados negativos—que serían los civiles y políticos—y cuya implementación requería exclusivamente de la intervención gubernamental por medio de la asignación de recursos.9 Y esto era, precisamente, lo que se quería borrar del mapa constitucional chileno: un Estado proveyendo servicios sociales. Así, por ejemplo, un destacado constitucionalista chileno y miembro de la CENC, mientras discutía el ámbito y alcance del “recurso de protección”, señaló que para que un derecho merezca protección “debe ser una garantía a la cual se tenga acceso por el solo hecho de vivir en este territorio y que no dependa de las prestaciones que debe suministrar el Estado”.10
Como han sostenido varios autores, existe una falsa dicotomía entre derechos negativos—los civiles y políticos—y derechos positivos—los sociales. En prácticamente todos los derechos es posible encontrar necesidades de prestación social, sin importar si se trata de un llamado derecho civil y político o social. Así, por ejemplo, el derecho de propiedad, que suele presentarse como paradigma de los derechos civiles y políticos, necesariamente requiere de acciones positivas por parte del Estado para su garantía, como es el establecimiento de registros de propiedad; lo mismo con el derecho al debido proceso, el cual, de no existir un entramado judicial que reúna ciertas características, no puede entenderse debidamente satisfecho.11 Con todo, en la doctrina y, según mostramos más adelante, también en la jurisprudencia constitucional chilena, aún persiste la idea conforme a la cual los derechos sociales son enteramente distintos a los “verdaderos” derechos y, consecuentemente, no pueden ser objeto de tutela judicial.
La segunda razón en contra del reconocimiento de los derechos sociales se debe al particular momento en que la CENC trabajaba las versiones preliminares de la Constitución. En ese entonces, los miembros de la CENC, pero especialmente los revisores finales del borrador—la Junta Militar con Pinochet a la cabeza—desconfiaban de la ciudadanía y de la política. Para ellos, la “excesiva democracia” de comienzos de los setenta había sido la razón del fracaso del proyecto popular de Salvador Allende. En un contexto tal, una ciudadanía demasiado activa y atenta a la forma en que se diseñaban e implementaban las políticas públicas constituía una amenaza.12 Pinochet veía al Congreso—órgano que había clausurado tras hacerse del poder—como un espacio abierto a la demagogia y al populismo,13 razón que más tarde fundamentaría su particular versión de “frenos y contrapesos”: una democracia “protegida”, que incluiría senadores designados, senadores vitalicios, un Consejo de Seguridad con amplia participación de las Fuerzas Armadas y—lo que es sin duda el legado más duro de derribar—un sistema electoral que altera la voluntad popular forzando la formación de dos coaliciones políticas y dejando sin representación a voces minoritarias.14 Por eso no es de extrañar que los derechos sociales se hayan entendido—y, lo que muestra la vigencia de las concepciones constitucionales de la dictadura, se sigan entendiendo—como aspiraciones antes que como derechos.
Si en concepto de los fundadores de nuestra “democracia protegida” los derechos sociales eran manifestaciones de la política estatal, es evidente que se buscaría evitar entregar a los ciudadanos papel alguno en su discusión e implementación. Y ello se lograba, en parte, evitando dotar de justiciabilidad a esos derechos por medio de la acción constitucional de protección.
La práctica constitucional, una vez que se recupera la democracia, no presenta un mejor escenario. Tras la vuelta a la democracia, se instala una visión “tecnocrática” de los derechos sociales, cuya satisfacción queda entregada a programas impulsados de manera centralizada por la Administración del Estado, la que, si bien en algunos casos abraza la noción de derechos para explicar dichas iniciativas, en la práctica no logra “empoderar” a las personas a quienes se dirigen dichos programas.15 Los derechos sociales siguen, así, relegados en el espectro constitucional, con un rol preponderante para los privados que administran prestaciones en salud y previsión social, y con un Estado que, tal como lo observó el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas, no parece entender bien de qué se trata la realización de los derechos sociales.16 En este contexto, sin embargo, han acontecido algunas experiencias que desdibujan la lógica, hasta entonces siempre presente, de que las políticas públicas se diseñan e implementan “desde arriba” y de ausencia de diálogo entre actores institucionales y sociales. El litigio, y la posterior alianza entre la sociedad civil y el Estado para dar cobertura universal a personas viviendo con VIH/SIDA, es quizá la más notoria de estas experiencias—y en algún sentido, muestra cómo muchas veces no basta con golpear puertas para generar ese diálogo.
Durante los años ochenta, la sociedad civil chilena puso entre paréntesis sus demandas particulares, sobreponiendo el objetivo común y urgente de derrocar la dictadura de Pinochet. Cuando finalmente se logró el cometido, las demandas específicas de grupos de la sociedad civil comenzaron a aparecer en el espacio público.17 Así, a mediados de los años noventa, diversas organizaciones de la sociedad civil comenzaron a plantear agendas temáticas a favor de minorías usualmente discriminadas. Uno de los sectores que participó de manera más organizada en este proceso fue el de personas viviendo con VIH/SIDA, quienes reclamaban (y reclaman aún) mayor atención por parte del Estado. Sumado a la ignorancia de la población debido, entre otras razones, a la falta de campañas educativas y de información sobre las características del virus, las personas viviendo con el virus de inmunodeficiencia humana se transformaban en uno de los sectores desaventajados que cobraba visibilidad. Parte de la estrategia con que dicha minoría forzó al Estado a atender sus demandas, llegando a asistir al Estado en la formulación de políticas públicas sobre VIH/SIDA fueron los casos que se presentaron ante los tribunales de justicia y que desafiaban las concepciones constitucionales prevalecientes.
A continuación relatamos esos casos. En la primera sección revisamos el argumento legal y constitucional de sus reclamos, cual era, que mientras el Estado no proveyese acceso al tratamiento médico de personas, el Gobierno chileno violaba sus derechos constitucionales.18 En la segunda sección, mostramos el impacto que estos casos tuvieron en el proceso político.
Entre 1999 y 2001 se llevaron varios casos de personas de escasos recursos demandando al Estado la provisión gratuita de medicamentos para tratar la enfermedad.19 Frente al silencio de los órganos políticos—Congreso y Ejecutivo—los ciudadanos decidieron probar suerte con el Poder Judicial. Por entonces, el tratamiento costaba aproximadamente USD$ 1,000, y, a la imposibilidad material de financiarlo, debía sumarse muchas veces el costo social que implicaba dejar de ser un portador anónimo del virus, quedando expuesto al estigma y a la discriminación que en el mundo existe en contra de las personas que viven con VIH/SIDA.
En los tres años de batallas judiciales, las acciones que se presentaron fueron “recursos de protección”. En 1999 se dedujeron tres recursos solicitando a los tribunales que declararan que el Estado incurría en responsabilidad por falta de servicio al no proveer de medicamentos.20 Junto con ello, se aducía la violación al derecho a la vida que la Constitución asegura a todas las personas en Chile.21 De acuerdo a la forma en que el “recurso de protección” se encuentra configurado, según señalamos antes, el derecho a la salud no se encuentra protegido por la Constitución. La Corte de Apelaciones, tribunal que conoce en primera instancia de estas acciones, por medio de un procedimiento sui generis de admisibilidad que la Corte Suprema creó a comienzos de los años 90, declaró la improcedencia de la acción.22 Sin entrar a conocer el fondo del asunto, la Corte declaró que el recurso era inadmisible por tratarse de un asunto “que sobrepasa[ba] los márgenes del procedimiento de protección”.23 Así, sin posibilidad de revertir el examen de admisibilidad, los recurrentes vieron simplemente que sus posibilidades de vivir se esfumaban. Tuvo que intervenir la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, mediante una solicitud de medidas cautelares,24 para que el Estado chileno accediera a proporcionar latriterapia a los demandantes. A pesar de ello, los medicamentos no llegaron con la urgencia que se requería y uno de los peticionarios falleció, mientras que otro, ante la desesperación, optó por quitarse la vida. Solo uno pudo controlar el avance de la enfermedad y revertir la aguda situación en la que se encontraba.
Un año más tarde, veinticuatro personas volvieron a intentar que se les reconociera su derecho a recibir tratamiento íntegro y gratuito para el VIH/SIDA. El segundo grupo de casos fue presentado bajo consideración de la propia “jurisprudencia” de los tribunales chilenos.25 Resolviendo una serie de casos que involucraban el derecho a la vida las cortes habían señalado que ese derecho era “absoluto”.26 Dentro de ese contexto, los recurrentes argumentaban que, así como lo habían reconocido los tribunales, el derecho a la vida es absoluto y, por consiguiente, genera no solo responsabilidades negativas para el Estado, sino también positivas. Además, se incluía un argumento basado en un desconocido decreto supremo, dictado por el gobierno militar del General Pinochet, en 1984, el que obligaba explícitamente a todos los servicios de salud a dar tratamiento integral y gratuito a los pacientes con enfermedades de transmisión sexual, entre ellas, el VIH/SIDA.27 En una cultura altamente formalista se pensaba que, ahora sí, ante una norma clara y precisa, los tribunales darían lugar a la petición. A lo anterior se sumaba la profusa cobertura que la prensa dio a los casos en 1999, lo que esta vez permitió que más personas decidieran llevar su caso hasta los tribunales, generando consecuentemente mayor sensibilidad social hacia el problema.
Las Cortes, sin embargo, cerraron nuevamente la posibilidad a los demandantes. Para la Corte que conoció el caso en primera instancia, no se trataba de un asunto que involucrara la protección del derecho humano a la vida, sino más bien, una cuestión sobre protección de la salud; y, al no estar el derecho a la salud amparado por el recurso de protección, la demanda debía rechazarse. Como la Corte entendía que se trataba de un caso de derecho a la salud, ésta invocó un contexto de recursos económicos limitados—como había argumentado el Estado—lo que, en su concepto, justificaba rechazar la presentación en orden a no intervenir en la decisión que compete a organismos técnicos de la Administración (cuánto invertir, en qué invertir y cómo hacerlo). Pero junto con este argumento que, aunque discutible, no repugna a la razonabilidad que se espera de los tribunales de justicia, la Corte señaló que la amenaza a la vida que los recurrentes reclamaban no provenía del Estado y del limitado acceso a tratamientos médicos, sino que “de la enfermedad de que, lamentablemente, padecen [los recurrentes] […] sin que pueda estimarse como [arbitrarias e ilegales] las omisiones que se atribuyen a los Servicios de Salud y al Ministerio respectivo”.28 De esta manera, la Corte decía lo obvio: la amenaza a la vida proviene de la enfermedad mortal que padecen los demandantes, pero al ser interpelada para que pusiera en marcha los mecanismos institucionales de protección de las personas, prefirió mirar para el lado. Era resorte del Ejecutivo, y no del Poder Judicial, decidir sobre la mejor manera de asignar fondos para este problema que, parecía sugerir la sentencia, los propios recurrentes se habían buscado. Además, y lo que significaba un suerte de limitación a la procedencia de estas acciones para la defensa de grupos de personas, la Corte estimó que no podía deducirse el recurso de protección como acción colectiva, o de clase, a favor de un número indeterminado de personas en protección de intereses difusos.29 La Corte Suprema confirmó esta decisión y, nuevamente, los demandantes debieron acudir ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Un año después de la presentación ante el organismo internacional, cinco de los veinticuatro recurrentes habían fallecido.
El año 2001 se presenta un nuevo recurso de protección a favor de tres personas con alto grado de avance del virus. Se argumentaba, una vez más, que la falta de provisión de medicamentos por parte de los servicios de salud provocaba el riesgo de muerte de los recurrentes y que era una obligación constitucional y legal del Estado dar la debida protección a estas personas. El rol que los medios de comunicación cumplían en estas campañas era, también, muy relevante: se le dio cobertura a los hechos, permitiendo que la sociedad chilena se interiorizara del drama humano de quienes vivían con VIH/SIDA y, consecuentemente, del deber social que hacia ellos tenía el Estado y la comunidad. Fue en este contexto en que vino la primera (y, en definitiva, única) victoria judicial. La Corte de Apelaciones de Santiago, mismo tribunal que había rechazado por dos años consecutivos las acciones, pero esta vez a través de una sala distinta, consideró que se trataba de un caso de derecho a la vida, no de salud, y que las alegaciones del Estado—en orden a que no podía fijarse la asignación de recursos fiscales por medio de los tribunales de justicia—eran improcedentes, toda vez que el derecho humano a la vida, tal como lo habían sostenido anteriormente otras Cortes, “es un derecho de carácter absoluto y al margen de toda posibilidad de negociación patrimonial”.30 Por primera vez los tribunales se paraban detrás de quienes habían visto cerrarse todas las puertas institucionales, abriendo espacios para que los grupos desaventajados y marginados de la deliberación política soñaran con avanzar sus postergadas demandas de reconocimiento y protección.
La alegría, con todo, no duró mucho. La Corte Suprema, actuando como tribunal de apelación, revocó la decisión, argumentando que no se trataba de un caso de derecho a la vida, sino uno de derecho a la salud y, como tal, excluido de la tutela de “protección”. No obstante el riesgo inminente de muerte de los demandantes—acreditado con certificados médicos—, la Corte mantuvo la línea de considerar estos casos como “fuera de los márgenes del recurso de protección”. Siendo ese el caso, prosiguió la Corte, se trataba de un asunto que “atañe a las autoridades de salud [encargadas de] llevar a la práctica las políticas de salud diseñadas e implementadas por la Administración del Estado acorde con los medios de que disponga para ellos y con otros parámetros que no cabe dilucidar por esta vía”.31 La Corte Suprema, entonces, en lo que fue la doctrina central del fallo, estimó, primero, que existía una clara dicotomía (e incluso una tensión) entre el derecho a la vida y el derecho a la salud, y, en segundo lugar, que no era facultad de ella examinar la forma como el Ejecutivo diseñaba e implementaba sus políticas—en este caso, referidas a prevención y protección del VIH/SIDA. Así quedaba nuevamente sepultada la vía judicial para los recurrentes: las políticas públicas y el derecho corren, dijo la Corte Suprema, por carriles separados.
Se trató de una elegante forma para desechar el caso. Pero una nueva razón para tener aún más dudas sobre cuáles son las verdaderas razones que gobiernan las decisiones de la Corte Suprema al momento de resolver casos de concitan un evidente interés público.
El caso trascendió y, a pesar de la derrota en los tribunales de justicia, la causa de las personas viviendo con VIH/SIDA estaba instalada en el debate público y el Gobierno no podía desatender los reclamos como lo había hecho hasta entonces. Así, las organizaciones de la sociedad civil continuaron con su presión y, ayudadas por los medios de prensa y el debate académico que siguió atentamente el comportamiento de los diversos actores institucionales, persuadieron al Gobierno de sentarse juntos a diseñar políticas que permitieran corregir los errores en que incurría el sistema público de salud. Una agenda sobre VIH/SIDA concertada por actores sociales e institucionales tomó forma y, de esta manera, se llegó a que Chile decidiera adoptar una posición más agresiva en el combate de esta pandemia. El Estado, junto con organizaciones no gubernamentales,32 postuló a fondos concursables de las Naciones Unidas para financiar el acceso universal a las triterapias, tal como lo ordenaba la ley, la Constitución y, aparentemente, la moralidad social. Fue entonces que, “[e]n el tercer trimestre de 2001, se inició un nuevo proceso de mejoramiento y aumento de cobertura que cambió a triterapias a la mayor parte de las personas que recibían biterapias y que permitió incorporar a nuevas personas a esquemas triasociados”.33
Según el citado documento, “[e]ste aumento se logró a partir de un proceso de negociaciones con las empresas farmacéuticas que consiguióì rebajas en los precios de los medicamentos en un promedio de 50% y al aumento del presupuesto nacional para la atención de [personas viviendo con VIH/SIDA] en un 33% para el año 2002”.34 Pero ésa es parte de la historia. Pues, junto con ella, las demandas que llegaron hasta tribunales, la recolección que hizo la prensa de las situaciones humanas detrás de los casos que en tribunales no reciben más que un número de rol o causa y la negociación que se produjo entre grupos de interés y autoridades del Estado, permitieron que las políticas públicas en esta materia tomaran ése y no otro camino.
Vivo Positivo, por ejemplo, ONG patrocinada por la Clínica de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales en los recursos de protección presentados, terminó siendo un actor relevante en el diseño e implementación de las (nuevas) políticas estatales respecto a personas viviendo con VIH/SIDA. Las acciones judiciales abrieron un nuevo escenario que “[como agrupación de personas viviendo con VIH/SIDA] nos tiene sentados en la mesa con nuestras [entonces] contrapartes más inmediatas, relacionadas con el Ministerio de Salud, es decir, CONASIDA, directores de hospitales, encargados de programas VIH. […] Antes no estábamos sentados en la misma mesa, ni siquiera estábamos sentados”.35
Así, ésta estuvo a cargo de una de las secciones del proyecto chileno al Fondo Global relativa a la capacitación y desarrollo de condiciones necesarias para la integración social de las agrupaciones de personas viviendo con VIH/SIDA.36 Además, es interesante notar que Vivo Positivo ha cumplido un papel fundamental en el “control social” de la ejecución del proyecto chileno del Fondo Global. Por medio de consejerías técnicas, Vivo Positivo se instaló en los hospitales a objeto de promover la participación de mujeres y, en medio de alguna crisis de provisión, se sentó a trabajar en el diseño de las políticas públicas con “todos los actores relevantes del proceso de compra, distribución y monitoreo de los tratamientos”.37
No solo la Administración sintió el golpe. El Parlamento también actuó, aprobando, a fines de 2001, una ley sobre VIH/SIDA,38 que establece que corresponde al Ministerio de Salud “la dirección y orientación técnica de las políticas públicas en la materia”, esto es, “elaborar, ejecutar y evaluar” esas políticas, con especial énfasis en la prevención de la discriminación y el control de la “extensión de esta pandemia”.39 El artículo 6º de la ley coloca en manos del Estado el deber de “velar por la atención de las personas portadoras o enfermas con el virus”, y de diseñar políticas públicas adecuadas.
El origen de esta reglamentación puede tener al menos dos lecturas. En primer lugar, es posible pensar que el excesivo énfasis de la ley en elEstado (a través del Ministerio de Salud), como “el” promotor y diseñador de las políticas públicas, supone bloquear la posibilidad que los tribunales, en el futuro, puedan nuevamente intentar forzar al Estado a disponer de recursos fiscales escasos. Habría aquí un interés de restringir el ámbito de acción de los tribunales en beneficio de las decisiones políticas del Congreso y técnicas, de la Administración. En segundo lugar, es posible pensar que esta ley tiene su origen en el impacto que los casos generaron en el sistema político, y que los parlamentarios, genuinamente, decidieron resolver un asunto que antes habían preferido (al menos) evitar.40 Si bien algunos parlamentarios llevaban algunos años intentando impulsar legislación en materia de prevención y protección del VIH/SIDA, la oportunidad planteada por este nuevo escenario—de amplia concientización social—dio el impulso definitivo que se requería para finalmente contar con una ley especializada en la materia.41
Quizás hay algo de ambas razones. Sin embargo, una lectura un poco más cuidadosa podría inclinar la balanza (levemente) hacia la segunda razón aquí sugerida. Esto es, hay razones para sostener que la aprobación de la ley sobre VIH/SIDA respondía a un genuino sentido de querer asumir un “problema” que el Congreso, observando pasivamente, había dejado en manos de las Cortes y el Ejecutivo. Así, por ejemplo, la ley establece la obligación para las instituciones públicas de salud de proveer a los beneficiarios del sistema “las prestaciones de salud que requieran”,42 agregando, en sus disposiciones transitorias, que las personas viviendo con VIH/SIDA van a ser beneficiarias de una bonificación fiscal que equivaldrá al monto que hayan pagado por derechos e impuestos producto de la importación de medicamentos costosos.43 Si bien es cierto que no dispone una entrega gratuita de medicamentos (que está cubierta por la postulación chilena al Fondo Global), sí se trata de un avance a fin de cuentas que—y en esto queremos insistir—a no ser por los años de litigo quizás jamás habría ocurrido.
En esta sección hemos querido demostrar el impacto del litigo de personas viviendo con VIH/SIDA tanto en la Administración del Estado, como en el Parlamento. Ello responde a un doble objeto. Por una parte, en términos descriptivos, la idea ha sido mostrar cómo es posible causar impacto en el proceso político por medio de una estrategia de litigo de interés público. Por otra parte, nuestra intención ha sido llamar la atención sobre cómo los regímenes políticos y de gobierno latinoamericanos, marcados por lo que Carlos Nino llamó “hiperpresidencialismo”, tienden a hacer más complicado el avance de demandas que se han mantenido al margen del debate público. El “golpe” que el litigo causa, o buscar causar, debe convencer a dos actores más—actores que muchas veces están indispuestos al diálogo institucional.44
Varias son las lecciones que es posible extraer del litigio y posterior negociación política alrededor de los casos sobre acceso a medicamentos para personas viviendo con VIH/SIDA. En lo que sigue, reconstruimos un poco la historia de estos casos, en clave de conclusiones: nos interesa, sobre todo, destacar la importancia de la estrategia de presentar casos que versanprima facie sobre la protección del derecho a la salud en clave de derecho a la vida; la decisiva influencia que sobre los procesos políticos y sociales puede ejercer la sociedad civil organizada; y cómo, ese mismo trabajo organizado es capaz de sacar de un letargo al sistema político.
En primer lugar, cabe destacar la persistente estrategia de los litigantes de presentar sus casos de manera diferente: mientras los demandantes insisten en que los casos sobre acceso a triterapia son casos en los que está en juego (el derecho a) la vida de los recurrentes, el Gobierno y los tribunales siempre adujeron que se trataba de casos sobre derecho a la salud. La razón para elegir uno u otro derecho, como hemos explicado, tiene que ver con las diversas posibilidades de éxito judicial que se desprenden de una y otra forma de entender los casos. Al presentarse como una cuestión que involucra el derecho a la vida, la acción constitucional de protección es procedente y, además, puede apoyarse en algunas sentencias previas de los tribunales en las que han mostrado prontitud para dotar a dicho derecho de una amplia protección. Al presentarse como un problema de derecho a la salud, en cambio, los tribunales podían rápidamente desechar los casos, descansando en la tesis que ha acompañado la historia constitucional chilena reciente, esto es, que al tratarse de un derecho para cuya satisfacción se requiere irrogar recursos fiscales no es resorte de la justicia, sino de la Administración, decidir la manera en que dichos (escasos) recursos serían redistribuidos.
Lo cierto es que las posturas que se creen antagónicas responden, antes que todo, a estrategias de litigio más que a una correcta interpretación de lo que los derechos fundamentales exigen. Ya hemos dicho que la división tajante entre derechos civiles y políticos y derechos económicos, sociales y culturales es una que se estima superada en la teoría de los derechos humanos. Y ello no es solo producto de ejercicios academicistas: parece de sentido común comprender que si el Estado es negligente al proteger la salud de las personas, tarde o temprano genera condiciones que hacen que la línea se desplace un tanto más allá, poniendo ahora en peligro la vida misma de los ciudadanos. Según vimos, la respuesta de los tribunales chilenos (al igual que la actuación de los litigantes) era extremadamente formalista: importaba lo que la Constitución, la ley y, en especial, aquel decreto supremo dijeran acerca de las obligaciones estatales, más que los argumentos de fondo, que tenían que ver con la demanda desesperada que aquellas personas con VIH/SIDA articulaban para reclamar por su existencia. Y es que, mirado en retrospectiva, parece un despropósito argüir inadmisibilidades, o la inexistencia de acciones de protección de intereses difusos, con tal de cerrar la puerta a las reclamaciones que los ciudadanos organizados levantan hacia el Estado.
La mejor prueba que el Poder Judicial si quiere algo puede hacerlo es el caso que meses antes falló para prohibir la distribución de la píldora del día después: los argumentos allí utilizados tenían plena cabida en los casos sobre VIH/SIDA, pero esta última situación, por razones que escapan a las especulaciones de este trabajo pero que no resultan difíciles de imaginar, parecía menos digna de atención. El mismo sentido común, pero esta vez amplificado gracias a la atención que los casos recibieron en la prensa chilena, fue más que suficiente para que el Estado entendiera que no era una opción real descansar en las sentencias que los tribunales habían pronunciado. Había que hacer más. En tal sentido, si bien es cierto que los jueces no tienen porqué ir en contra de lo que dispone la ley o la Constitución, los casos narrados muestran de qué manera la realidad supera con mucho al derecho, tornando la división entre derecho a la vida vis-a-vis derecho a la salud en una clasificación obsoleta. En lugar de ayudar a entender mejor las cosas, esa división solo pudo complicarlas y, de paso, hacer la vida de los recurrentes peor de lo que ya era. En algunos casos, dicha distinción sirvió simplemente para terminar con la vida de personas que vieron en el Poder Judicial una posibilidad de recuperar su postergada y sufrida existencia.
La segunda lección que arrojan los casos sobre VIH/SIDA en Chile dice relación con el potencial que puede tener la sociedad civil cuando actúa organizadamente y, lo que es más importante, en alianza con actores institucionales. En un comienzo la organización no gubernamental que promovió las acciones se paró “en contra” del Estado, denunciándolo incluso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos por su omisión frente a la realidad de ciudadanos que, no obstante estar amparados por derechos constitucionales y reglamentaciones administrativas, morían frente al actuar negligente del Estado. Los tres años seguidos de litigio pusieron en diálogo, aunque con resultados limitados, a los diversos poderes del Estado con la sociedad civil, proponiendo variados argumentos políticos, legales y constitucionales. Todos esos argumentos redundaron en un hecho sin precedentes: la postulación del Estado de Chile, en conjunto con una organización de la sociedad civil, a fondos de las Naciones Unidas para hacer frente al problema de falta de acceso a medicamentos. Lo notable es que el cambio de estrategia—de confrontación a franca colaboración—puede sugerir, en principio, que es mejor intentar acercamientos con el Estado. Sin embargo, no nos parece que sea posible concluir tal cosa sin mirar en detalle el contexto del caso y las particulares características del mismo. En otras palabras, es difícil decir con certeza cuál habría sido el resultado, acaso el Estado de Chile hubiese adoptado la misma actitud preactiva de no mediar una, aunque fuese solo una, sentencia favorable a los demandantes, reconociendo con claridad la violación a sus derechos fundamentales. Con todo, ciertamente la posición negociadora de los recurrentes se habría debilitado.
Finalmente, resulta interesante recordar que una de las principales razones que se han esgrimido para criticar a las cortes que se “toman los derechos sociales en serio” ha sido la de señalar que éstas no deben inmiscuirse en labores que son propias de las autoridades con representación y legitimidad de la que, se argumenta, carecen los tribunales.45 A fin de cuentas, la administración de medicamentos para personas viviendo con VIH/SIDA involucra sumas importantes de recursos fiscales que—se asume—deben ser destinados a gastos solo después de intensas, y a veces extensas, discusiones políticas. El Parlamento y la Administración están, primero, en condiciones técnicas de diseñar esas políticas y, segundo, son esos órganos y no otros donde se deposita la facultad para discutir la forma y momento en que los recursos (siempre escasos) deben utilizarse. Si bien el objeto de este trabajo escapa a la consideración detallada de tales críticas,46 sí parece necesario destacar la manera en que el litigio organizado de interés público es capaz de impactar al “proceso político” que años antes desoía o prefería entender que las demandas allí presentadas eran simplemente “no justiciables”.
Este impacto deseable, y acaso moralmente justificado, para aquéllos cuyas demandas son desoídas o que carecen de justiciabilidad—como en el caso de los derechos sociales y de las personas viviendo con VIH/SIDA—requiere no solo una sociedad civil organizada. Necesita, además, de un sistema político que sea lo suficientemente sensato y sensible como para darse cuenta que entre manos tiene un problema que resolver, cual es, en este caso, el que miembros de su comunidad mueran por la inoportuna acción estatal.47
1. Como es, por ejemplo, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, el que prescribe, en su artículo 2.1, que “[c]ada uno de los Estados Partes en el presente Pacto se compromete a adoptar medidas, tanto por separado como mediante la asistencia y la cooperación internacionales, especialmente económicas y técnicas, hasta el máximo de los recursos de que disponga, para lograr progresivamente, por todos los medios apropiados, inclusive en particular la adopción de medidas legislativas, la plena efectividad de los derechos aquí reconocidos”.
2. National Association for the Advancement of Colored People.
3. Tal es la lectura que la doctrina constitucional chilena ha hecho del artículo 4º, inciso 3º de la Constitución, que dispone que “[e]l Estado reconoce y ampara a los grupos intermedios a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad y les garantiza la adecuada autonomía para cumplir sus propios fines específicos”.
4. Chile.Constitución Política de la República de Chile. Santiago, 1980, Capítulo III.
5. El “recurso de protección” es el equivalente al amparo en Argentina, México o Perú, la tutela en Colombia, o el mandato de segurança, en Brasil.
6. Chile. Constitución Política de la República de Chile. Santiago, 1980, artículo 20 (estableciendo cuáles son los derechos protegidos, y cuáles no). Si bien los derechos sociales quedan fuera del alcance del recurso de protección, esta acción judicial sí permite que una faceta de tales derechos sea reclamable en sede judicial, cual es, la libertad para elegir establecimientos educacionales donde enviar a los niños, la libertad para elegir el tipo de trabajo a realizar o el acceso igualitario a las acciones de promoción, protección y recuperación de la salud: pero, se entiende, en la medida que éstas se encuentren disponibles.
7. Existe otra acción constitucional denominada “recurso de inaplicabilidad por inconstitucionalidad”. Por medio de ella el Tribunal Constitucional puede declarar que una ley es inaplicable para el caso concreto en que se pronuncia. Una vez declarada la inaplicabilidad, el mismo tribunal, de oficio o a petición de cualquier persona, podrá declarara la inconstitucionalidad de la ley expulsándola del ordenamiento jurídico.
8. Parte de estas ideas han sido avanzadas en Parmo, D. L. El Informe de Chile ante el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales: el papel del derecho. Anuario de Derechos Humanos, Universidad de Chile, Santiago, n. 1, 2005, p. 168-69.
Sobre la discussion acerca de los derechos sociales en cartas constitucionales, véase Hare, I. Social rights as fundamental rights. In: Hepple, B. (ed.). Social and labour rights in a global context. Cambridge: Cambridge University Press, 2002, p. 153; Davis, D. M. The case against the inclusion of socio-economic demands in a bill of rights except as directive principles. South African Journal of Human Rights, Johannesburg, v. 8, 1992, p. 475- 490.
9. Chile. Actas de Sesiones Comisión Constituyente , reimpresas en Soto, E. El Recurso de Protección. Santiago: Editorial jurídica de Chile, 1982, p. 508.
10. Holmes, S. & Sunstein, C. R. The cost of rights: why liberty depends on taxes. New York: W. W. Norton & Co., 255 p., 1999, p.15
11. El mismo Pinochet había “recomendado” a los redactores del proyecto constitucional el disminuir el rol de los partidos políticos. Moulian, T. Chile: anatomía de un mito . Santiago: Lom Ediciones, 386 p., 1997, p. 242.
12. Ibid, p. 243.
13. Al respecto, véase Contesse, J. Dos reflexiones sobre diecisiete años de democracia. Buenos Aires: Nueva Doctrina Penal, 2007 (en prensa).
14. Véase Contesse, J. & Delamaza, G. Pobreza y derechos humanos: análisis de dos programas sociales. Documento de Trabajo, Programa Ciudadanía y Gestión Pública, Santiago, Univ. de Los Lagos, n. 15, 2005.
15. Naciones Unidas. Consejo Económico y Social, Observaciones Finales del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Chile, 26 de nov. de 2004, E/C. 12/1/Add. 105 (Concluding Observations/Comments), par. 12, 19, 25, 26 y 28.
16. Contesse, op. cit.
17. En los recursos se reclamó la vulneración de sus derechos a la igualdad (no existía un procedimiento claro acerca de la forma en que las personas iban a ir accediendo a los tratamientos. En algunos hospitales el procedimiento simplemente era “el que llega primero una vez que se abre un cupo”) y a la vida (el derecho a la vida no solo implica obligaciones negativas – no matar – sino también deberes positivos – mantener las condiciones de salud que permitan un goce de la vida de las personas).
18. Las acciones que acá se relatan fueron patrocinadas por la Clínica de Interés Público y Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales, en representación de la organización Vivo Positivo. Lo que los demandantes solicitaban era que los servicios públicos de salud les proveyeran de triterapia. Esta es una combinación de drogas que permiten detener el avance del VIH, principalmente por medio de la inhibición de la proteasa. Como señala un documento del Comité Consultivo del SIDA, “la acción simultánea y sostenida de la triterapia evita la creación de resistencia, aumenta las defensas del organismo y permite que el virus deje de replicarse hasta hacerlo casi indetectable, lo cual significa que los pacientes pueden mantenerse más tiempo sanos y llevar una vida prácticamente normal, sin riesgo de muerte inminente”. Comité Consultivo del SIDA. Revista Chilena de Infectología, 1998, p. 183, citado en Zúñiga, A. El interés público del derecho a la vida. In: González, F. (ed.). Litigio y políticas públicas en derechos humanos. Santiago: Universidad Diego Portales, 2002.
19. En algunos casos, los servicios de salud se quedaban sin stock de medicamentos, por lo que, según los demandantes, el Estado no actuaba diligentemente al organizar la entrega de medicamentos de modo inadecuado.
20. Según dispone el artículo 19 No 1, inciso 1º de la Constitución Política de la República de Chile:
“La Constitución asegura a todas las personas:
1. El derecho a la vida y a la integridad física y psíquica de la persona”.
21. El “recurso de protección” fue originalmente concebido como una acción informal. Su propósito era permitir que cualquier persona alcanzara las cortes a efecto de exigir la protección de sus derechos fundamentales. La Corte Suprema, sin embargo, y sin que existiera delegación constitucional en ese sentido, estresada por la cantidad de recursos interpuestos decidió establecer un procedimiento de admisibilidad; una declaración previa por medio de la cual las cortes de apelación, sin realizar clase alguna de pronunciamiento substantiva, debe determinar si acaso la presentación posee justificación plausible. CHILE. Auto Acordado sobre Tramitación del Recurso de Protección de Garantías Constitucionales. Corte Suprema, 24 de jun. de 1992.
22. Zúñiga, op. cit., p. 108.
23. En casos de “extrema gravedad y urgencia”, una persona puede acudir ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y solicitar que ésta conceda medidas que cautelen sus derechos fundamentales, cuando el Estado del que ella es nacional no brinda dicha protección. En este caso, como se sabe, el riesgo era vital. Organización de los estados americanos (OEA).Convención Americana sobre Derechos Humanos. Pacto de San José, Costa Rica, 7 al 22 de nov. de 1969, artículo 48.2.
24. Decimos “jurisprudencia”, así entre comillas, pues en Chile no existe sistema de precedentes (stare decisis). La fuerza de los razonamientos contenidos en las decisiones judiciales, sean del mismo tribunal, sean de tribunales superiores, poseen solo una fuerza retórica—que por lo mismo dependerán, en su utilización, de cuán receptivo sea el tribunal al que se le presentan esas decisiones anteriores. En el caso particular del derecho a la vida, según venimos diciendo, era posible extraer una suerte de racionalidad de decisiones previas de tribunales chilenos pronunciadas en casos sobre derecho a la vida, de características similares (el detalle se explica en la nota que continúa).
25. CHILE. Corte de Apelaciones de Santiago, Rol No 167-84 (“[…] es de derecho natural que el derecho a la vida, es el que tenemos a que nadie agente contra la nuestra, pero de ningún modo consiste en que tengamos dominio sobre nuestra vida misma, en virtud del cual pudiéramos destruirla si quisiéramos, sino en la facultad de exigir de los otros, la inviolabilidad de ella.”); CHILE. Corte de Apelaciones de Santiago, 30 de oct. de 1991, Rol No 17.956 (“es deber imperativo de las autoridades públicas velar por la salud y por la vida de las personas que conforman su sociedad. Ello no solo supone que el Estado debe abstenerse de afectar la vida de los miembros de su comunidad, sino que además implica el deber de adoptar medidas positivas de protección, “principios han sido recogidos por la legislación de menos rango que la constitucional y, al efecto, suficiente es citar el Código Penal que en su artículo 494 No 14 sanciona como delito falta la circunstancia de no socorrer o auxiliar a una persona que se encontrare herida, maltratada o en peligro de perecer, y en circunstancias de que se encuentre en despoblado.”); CHILE. Corte de Apelaciones de Copiapó, 24 de marzo de 1992, Rol No 3.569 y Corte Suprema, 27 de mayo de 1992, Rol No 18.640 (“[…] la vida se garantiza por la Constitución en la medida que pueda privarse de ella al individuo por agentes extraños a él, por un atentado de terceros, resultando evidente que se encontraba el paciente seriamente amenazado, por la actitud de la recurrida, en el derecho a la vida e integridad física y psíquica, puesto que de persistirse en su planteamiento, se puede inferir el progresivo deterioro en la salud y un posible desenlace fatal de no otorgarse el tratamiento aconsejado por su médico, arriesgándose innecesariamente la vida del enfermo”); CHILE. Corte de Apelaciones de Santiago, 20 de oct. de 1999, Rol No 3.618 (“ […] la negativa de los padres a reponer la sangre perdida pone en grave peligro su vida [del hijo] y es ilegal porque priva de la integridad física y de la vida a una persona, lo que se encuentra garantizado en el No 1 del artículo 19 de la Constitución”, ordenando, por ello, “que los médicos que tienen a su cargo al menor y que llevarán a cabo las intervenciones quirúrgicas necesarias para restablecer su salud, pueden efectuarle las transfusiones de sangre y/o hemoderivados que se estimen pertinentes”). Para un análisis de estas sentencias, véase Gómez, G. Derechos fundamentales y recurso de protección. Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2005.
26. CHILE. Decreto Supremo No 362. Reglamento sobre enfermedades de transmisión sexual. Ministerio de Salud, 7 de mayo de 1984.
27. CHILE. Corte de Apelaciones de Santiago, 6 de nov. de 2000, Rol No 1.705, 1.825 y 1.905.
28. Si bien es cierto la acción judicial tenía un potencial para irradiar a más personas, ella no fue presentada a nombre de personas indeterminadas, sino en representación de veinticuatro personas plenamente individualizadas. Nuevamente, la Corte, con tal de rechazar el recurso, respondía a argumentos no expuestos por las partes.
29. La Corte agregó que “el establecer un orden de prioridad para que los portadores de [virus de] inmunodeficiencia humana (VIH) accedan al tratamiento farmacológico que les permitirá vivir, basado en razones técnicas pero determinado al fin por razones económicas, es jurídica y moralmente inaceptable pues establece, necesariamente, una discriminación arbitraria entre personas que se encuentran en una misma situación”. CHILE. Corte de Apelaciones de Santiago, 28 de agosto de 2001, Rol No 3.025.
30. CHILE. Corte Suprema, 9 de oct. de 2001, Rol No 2.186.
31. El proyecto presentado por Chile se realizó “a través del Comité País, equipo compuesto por representantes de Vivo Positivo, Conasida, Organización Panamericana de la Salud y Universidad de Chile, quien tiene la propiedad y conducción política del proyecto Fondo Global-Chile”. Proyecto Fondo Global, componente fortalecimiento Sociedad Civil. Revista Vivopositivo, Santiago, año 3, n. 9, 2003, p. 16.
32. CHILE. Comisión Nacional del Sida/Ministerio de Salud. Estrategia de Atención Integral a Personas que Viven con VIH/SIDA, Santiago, 2003, p. 6. Disponible en: <http:// www.conasida.cl/docs/conasida/adinteg.pdf>. Visitado en: 01 de dic. de 2007.
33. Ibid.
34. Haciendo Historia. Revista Vivopositivo, Santiago, n. 13, 2005, p. 17. Para un recuento de las acciones judiciales emprendidas por la ONG, véase La Historia Juzgada (Movimiento de Personas Viviendo con VIH/SIDA). Revista Vivopositivo, Santiago, n. 13, 2005, p. 19.
35. El Proyecto Chileno. Revista Vivopositivo, Santiago, año 3, n. 8, 2003, p. 20.
36. Haciendo Historia, op. cit.
37. CHILE. Ley 19.779. Establece Normas Relativas al Virus de Inmunodeficiencia Humana y Crea Bonificación Fiscal para enfermedades Catastróficas, 14 de dic. de 2001.
38.Ley 19.779, op. cit., artículos 1º y 2º.
39. Este tipo de impactos, que acá queremos destacar, no son excepcionales. Tal es el caso de los familiares de personas detenidas y desparecidas por la dictadura de Pinochet, quienes, tras años de trabajo y litigio en las cortes han logrado “impactar” a los representantes políticos, quienes han decidido avocarse a un asunto por mucho tiempo relegado. Así, por ejemplo, parlamentarios de Gobierno – que fueron respaldados por lo de la Oposición – han declarado que las sentencias—en particular un de ellas dictada a comienzos de 2007 – constituyen “un estímulo para que el Ejecutivo y el Legislativo resuelvan definitivamente el asunto de la amnistía en Chile […] no podemos descansar sólo en el criterio de los jueces en materia de amnistía y prescripción de los crímenes de lesa humanidad. Hoy nos toca a nosotros y al Gobierno”. Fallo que rechazó la amnistía insta a parlamentarios a zanjar discusión. Diario La Nación , Santiago, 15 de marzo de 2007, p. 5.
40. Vivo Positivo también participó en el proceso de formulación y promulgación de esta ley. La historia Juzgada, op. cit.
41.Ley 19. 779, op. cit., artículo 6º, inciso 2º. CHILE. Ley 18.469. Regula el Ejercicio del Derecho Constitucional a la Protección de la Salud y Crea un Régimen de Prestaciones de Salud, 23 de nov. de 1985.
42. Artículos transitorios 1 y 3 (este ultimo estableciendo las partidas fiscales con cargo a las cuales se pagarían estos beneficios).
43. Alguna idea, en este sentido, y a propósito de los derechos sociales, ha sugerido Víctor Abramovich, “Líneas de trabaja en derechos económicos, sociales y culturales: herramientas y aliados”, Sur: Revista Internacional de Derechos Humanos, São Paulo, año 2, No 2, pp. 194-232, 2005, p. 213 (“Cuando las normas constitucionales o legales fijen pautas para el diseño de políticas públicas de las que depende la vigencia de los derechos económicos, sociales y culturales, y los poderes respectivos no hayan adoptado ninguna medida, corresponderá al Poder Judicial reprochar esa omisión y reenviarles la cuestión para que elaboren alguna medida. Esta dimensión de la actuación judicial puede ser conceptualizada como la participación en un ‘diálogo’ entre los distintos poderes del Estado para la concreción del programa jurídico-político establecido por la constitución o por los pactos de derechos humanos”). Para un análisis sobre este “diálogo” en el caso chileno, y a propósito del litigio sobre la llamada “píldora del día después”, véase, Jorge Contesse Singh, “‘Las instituciones funcionan’: sobre la ausencia de diálogo constitucional en Chile”, Revista Derechos y Humanidades, Santiago, vol. 12, 2007 (en prensa).
44. Davis, D.M.,supra nota 9 y Pereira-Menaut, A. Against positive rights. Valparaíso: University Law Review, n. 22, p. 359-383 , 1987-1988, p. 368. José Cea explica, para el caso chileno, las razones que tuvo la CENC para no configurar una democracia “centrada en el Estado”. Cea, J. L.Derecho Constitucional Chileno. Santiago: Ediciones Pontificia Universidad Católica de Chile, tomo 2, 2003, p. 55.
45. Al respecto, véase Parmo, D. L. Implosive Courts, Law and Social Transformation: the Chilean Case. Cambridge Student Law Review , Cambridge, n. 3, p. 30-43, 2007.
46. Como lo ha sugerido Jeremy Waldron, en lo que denomina el argumento central en contra de la revisión judicial – y por ende suponiendo que las instituciones deben o deberían funcionar así – una comunidad debe ser capaz de mostrar “instituciones democráticas”, básicamente un amplio cuerpo deliberativo de representantes acostumbrados a lidiar con asuntos difíciles, y donde los principales temas constitucionales y legales son decididos por medio de un proceso que se “conecta tanto formal [por medio de audiencias públicas y procedimientos de consulta] como informalmente con los amplios debates que se producen en una sociedad”. Solo una comunidad que muestra este tipo de instituciones está en condiciones de comenzar a desplazar a las cortes de la toma de decisiones que deberían ser resueltas por el “proceso político”. Waldron, J . The Core of the Case against Judicial Review. Yale Law Journal, New Haven, n. 115, p.1346-1406, abr. 2006, p.1361.