Ensayos

La represión en los Estados Unidos después del atentado del 11 de septiembre11. Ponencia presentada en el Instituto Brasileño de Ciencias Criminales, octubre de 2003.

Paul Chevigny

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RESUMEN

El objetivo de este trabajo es evaluar la forma en que el gobierno de los Estados Unidos aprovechó la situación posterior al 11 de septiembre de 2001 para aumentar el control sobre las actividades de los individuos en el ámbito local y nacional, para llevar a los tribunales personas que antes eran dejadas en libertad, para ejercer detenciones de extranjeros y ciudadanos estadounidenses, y para detener a sospechosos de terrorismo, en carácter indefinido, sin juicio e incluso sin defensa legal.

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El ataque al World Trade Center en Nueva York, en 2001, fue un acto execrable, un hecho atroz, de proporciones sin precedentes. Representó un golpe devastador para el pueblo estadounidense, que literalmente, en muchas generaciones, jamás había sufrido una agresión de proporciones tan graves de agentes extranjeros dentro de su propio país.

Todo esto es indiscutible. La cuestión que planteamos aquí es que las autoridades públicas de los Estados Unidos, tanto en el ámbito local como nacional, se aprovecharon de la indignación y del miedo causados por los atentados para intentar asumir el control de la población, e incluso de la política del país. Las críticas como esta, que hago hoy aquí, se consideran actos de deslealtad. Tres meses después de los ataques, el secretario de Justicia de los Estados Unidos declaró: “A aquellos que intimidan al pueblo amante de la paz con el fantasma de la libertad perdida, mi mensaje es el siguiente: esta táctica únicamente ayuda a los terroristas, pues corroe la unidad nacional y debilita nuestra determinación; provee de munición a los enemigos de América y de incertidumbre a sus amigos”.1

A pesar de los operativos efectuados contra terroristas y contra extranjeros en general, desde el 11 de septiembre, creo que el objetivo de controlar al pueblo norteamericano y crear una rutina doméstica represiva está bien configurado, y que se está llevando a cabo con la disminución de la privacidad y, de modo general, de los derechos de quienes de alguna forma pueden ser considerados sospechosos. Los mecanismos usados incluyen la discriminación sistemática contra extranjeros de origen árabe y musulmán, la persecución penal y la limitación en las garantías de los hábeas corpus. Sin embargo, no quiero exagerar: felizmente, el alcance de la represión ha sido limitado, gracias a una cierta resistencia popular, en los tribunales e incluso hasta dentro de la propia administración pública.

Queda en evidencia que muchos de los mecanismos de represión son anteriores al 11 de septiembre, e incluso ya existían antes de que la actual Administración asumiera el poder. Los instrumentos represivos se crearon con base en las leyes antiterroristas promulgadas durante la Administración Clinton, en la antigua legislación de inmigración, que siempre fue represiva, y también en las leyes relacionadas con el servicio de información sobre extranjeros. Es verdad que el gobierno federal adoptó nuevas leyes, como por ejemplo el USA Patriot Act, sobre el cual ya deben haber oído hablar, y sobre el cual hablaré más adelante; pero leyes como estas traen solamente cambios adicionales. Los gobiernos locales y nacionales se aprovechan principalmente del potencial represivo de la legislación que ya existe; organizaciones no gubernamentales como la American Civil Liberties Union nos vienen advirtiendo, desde hace años, sobre los peligros de estas leyes.

En el Brasil, como en otras naciones, la mayoría de la población no enfrenta problemas de ese tipo, ni ha sido directamente afectada por los mismos. Son noticias extranjeras, a veces interesantes, pero de cierta forma remotas. Sin embargo, en la medida de lo posible, trataré de relacionar los problemas con las experiencias latinoamericanas. Las actuales actitudes del gobierno de los Estados Unidos no pueden compararse con la represión, legal e ilegal, existente en el Cono Sur de veinte años atrás. Sin embargo, muchas de ellas son preocupantemente familiares para muchos de nosotros. La detención de centenas de personas durante largos períodos, sin el conocimiento de la opinión pública, la táctica de aislar a los detenidos, manteniéndolos bajo custodia militar en nombre de la seguridad, impidiendo inclusive que se los deje en libertad a través de recursos de hábeas corpus, sometiéndolos además a interminables interrogatorios, son una evidencia de la gravedad de la situación.

Puede, inclusive, parecerles familiar la reacción de algunos juzgados. En varios casos, los jueces rechazan las medidas represivas tomadas por el gobierno. Sin embargo, en líneas generales, se empeñan en aprobar tales acciones siempre que sea posible aunque, en algunos casos, personalmente las reprueben. Los jueces optan por no interferir en las medidas del ejecutivo, pues temen ser desobedecidos. No ven ninguna ventaja en debilitar la legitimidad de sus actos emitiendo sentencias que no serán acatadas en nombre de la guerra contra el terror.

En algunos casos, las acciones del gobierno estadounidense entran en conflicto con el derecho internacional humanitario o con los derechos humanos. Estas medidas jamás son mencionadas por el gobierno y raramente por cualquier otra persona que se encuentre en el país, excepto por especialistas en derecho internacional.

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Violación de la privacidad

La gran ola de manifestaciones públicas contra la violación de la privacidad por parte del gobierno ocurrió a finales de la década de 1960 e inicios de la de 1970. En aquella época, cuando el gobierno reivindicaba la legitimidad de poder efectuar escuchas telefónicas de determinados grupos militantes del país, la Suprema Corte de Justicia sostuvo que, para tales medidas, la autoridad pública estaba obligada constitucionalmente a requerir una autorización judicial fundamentada y capaz de demostrar la posibilidad de que un crimen hubiera ocurrido o pudiera ser cometido.2 Sin embargo, en ese momento quedaba claro que las informaciones sobre extranjeros, que no serían usadas en un proceso penal interno, podrían obtenerse con menos restricciones, ya que la Constitución no se aplica a extranjeros que no se encuentran en el país. Se estableció un tribunal especial para expedir mandatos para obtener informaciones en el exterior, basándose en un nivel de exigencias muy inferior, bastando muchas veces una simple solicitación gubernamental. A lo largo de los años, millares de estas órdenes han sido concedidas.

Alrededor de la misma época, en la década de 1970, se establecieron algunas restricciones al espionaje realizado por la policía contra grupos políticos en los Estados Unidos. Un famoso informe del Senado describió los abusos de agentes federales que incitaban al crimen, promovían divergencias en grupos políticos y difundían informaciones nocivas para fuera de esos grupos.3 Se detectaron prácticas de este tipo en dependencias de la policía estatal y federal, incluso en Nueva York. Tras varios procesos judiciales, se firmó una especie de tregua, en la que se reconocía como regla general que no se permitiría que la policía practicara espionaje solo por razones políticas, sino únicamente en aquellos casos en que fuera constatada la posibilidad o práctica de un delito.

Las administraciones locales y federales se aprovecharon del temor público generado después del 11 de septiembre para permitir un grado mayor de violación a la privacidad, sea por medios electrónicos, o recurriendo a la infiltración. Esto no solo ocurrió en la esfera de la inteligencia internacional, sino también en casos criminales y contra activistas políticos nacionales.

En la actualidad se admite que el gobierno use órdenes judiciales del Foreign Intelligence Court (tribunal de recursos de la inteligencia internacional) en delitos domésticos. Uno de los artículos del USA Patriot Act, promulgado después del 11 de septiembre, establece que ese tribunal puede autorizar escuchas telefónicas, tanto en las investigaciones domésticas como en las extranjeras. Este dispositivo era casi invisible en el texto de la ley porque solamente fue necesario alterar dos palabras de la legislación anterior, que permitía la escucha telefónica para fines del servicio de inteligencia internacional.4

El Foreign Intelligence Court puede inclusive ser usado para fines generales de espionaje político. El USA Patriot Act permite que los juzgados emitan órdenes judiciales para la producción de documentos relacionados a una investigación. Esta medida, aparentemente inocente, puede ser usada, por ejemplo, para que las bibliotecas informen cuáles son los libros que retiran los lectores, sin ni siquiera informar a estos de que están siendo investigados.

Después de la gran ola de críticas, en septiembre de este año [2003], el secretario de Justicia, John Ashcroft, anunció que el Departamento de Justicia jamás había “usado” esta ley para obligar a las bibliotecas a entregar sus registros, y agregó que se oponía a las “deturpaciones y a las informaciones erróneas” adjudicadas a dicha ley.5 Es posible que sea verdad, que en el sentido literal el gobierno nunca haya ido a un tribunal para solicitar una orden judicial que obligue a las bibliotecas a suministrar cualquier tipo de datos sobre sus lectores, pero un estudio previo reveló que el FBI obtuvo informaciones sobre cientos de ellos.6 Si existe una ley que permite que las autoridades obtengan ese tipo de información por coacción, parece bastante poco probable que un bibliotecario se niegue a un requerimiento “voluntario”. No es preciso agregar que los bibliotecarios están asustados y confundidos.

Al mismo tiempo, el gobierno está modificando los patrones de vigilancia e infiltración política de la policía, intentando anular los cambios realizados en la década de 1970. El secretario de Justicia modificó las directrices del FBI en relación con el inicio de las investigaciones sobre grupos internos, exigiendo tan solo una “indicación razonable” de alguna actividad delictiva, y menos aún en el caso de un proceso preliminar.

Los esfuerzos para debilitar la protección contra el espionaje político llegaron al ámbito local en varias ciudades, Nueva York es el caso más reciente. En la década de 1970, se abrió un proceso judicial contra la policía de la ciudad, alegando que se había cometido abuso de poder por motivos políticos. Este fue uno de los innumerables casos que llevaron a la “tregua” descripta anteriormente.7 El caso se resolvió una década después. La policía aceptó no indagar a los grupos políticos y religiosos, a no ser que tuviera datos concretos que los incriminaran. Estas investigaciones deberían ser aprobadas por una comisión constituida por dos oficiales de policía y un civil. También se concordó en limitar la divulgación de informes sobre actividades políticas. Además, el Tribunal Federal se dispuso a hacer cumplir el acuerdo de lo que llamamos en nuestra legislación “decreto consentido” (consent decree). La orden judicial perduró durante diecisiete años, y aparentemente funcionó bastante bien.

Muchos años después, en el segundo semestre de 2002, la policía volvió al Tribunal Federal para invalidar el acuerdo. Se alegó que, ante la amenaza de terrorismo, no se podía más condicionar las investigaciones a la necesidad de una información específica que apuntara a la posibilidad de un crimen o con restricciones a la divulgación de datos. Los abogados querellantes, entre los cuales me incluyo, luchamos contra esto, pero el Tribunal aprobó directrices de investigación similares a las del FBI y después se retiró de escena, sin ni siquiera haberlas incorporado a su decisión.

Hubo, entonces, un pequeño pero significativo escándalo. La policía de Nueva York detuvo a algunos participantes de una manifestación contra la guerra, en el primer semestre de este año [2003]. Los detenidos fueron intimidados e interrogados acerca de sus actividades políticas. No tenían nada que ver con el terrorismo ni nada que ver con la influencia extranjera. Eran apenas ciudadanos que se oponían a la actual política externa. En Nueva York, manifestantes pacíficos eran tomados por sorpresa e intimidados; muchos de ellos quisieron realizar un reclamo. Estábamos entonces otra vez en los tribunales, y el juez, sumamente perturbado por las tácticas policiales, incorporó las nuevas directrices en su decisión, dándoles inclusive fuerza de orden judicial.

Todas estas modificaciones en la protección de la privacidad son sumamente significativas: poco nivel de exigencia para obtener un mandato judicial que permita realizar escuchas telefónicas en casos criminales, la obtención de informaciones en las bibliotecas y otras instituciones y el debilitamiento de la protección contra el espionaje. Pero lo más importante de todo esto, el punto que quiero resaltar, es que las modificaciones no estaban dirigidas fundamentalmente contra el terrorismo extranjero. Los decretos del Foreign Intelligence Court pueden ahora ser aplicados a asuntos domésticos. Las modificaciones en las directrices del FBI, a las que me referí, no sirven para investigar el terrorismo extranjero. El FBI tiene, desde hace años, un conjunto de directrices secretas y específicas para tales fines, las cuales desconozco. Las directrices que fueron modificadas son las que tratan de la criminalidad interna y de otros asuntos. En el momento en que escribo, el New York Times informa que los nuevos poderes fueron ampliamente usados en delitos internos.8 La historia que relaté sobre los cambios en Nueva York es un ejemplo de que estas alteraciones se realizaron con el único objetivo de alcanzar a los ciudadanos estadounidenses que no están de acuerdo con la política del gobierno.

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Procesos criminales posteriores al 11 de septiembre

Son pocos los procesos instaurados por crímenes posteriores a los hechos de septiembre de 2001, en parte, porque solamente han transcurrido dos años desde aquella fecha. Además, porque a pesar de que hayan estado involucradas centenas de personas, las detenciones hechas por el gobierno revelan poquísimos crímenes graves. Pese a que el gobierno lo intentó, no logró encontrar muchos casos significativos que pudiera llevar a juicio, lo que de alguna forma generó el incidente que paso a relatar. O por lo menos, es lo que me parece.

Este caso se refiere a una abogada de Nueva York, Lynne Stewart, acusada en 2002, junto con dos abogados más, de proporcionar “apoyo material” a una organización terrorista extranjera, cometer fraude y mentir al gobierno de los Estados Unidos. Son acusaciones sumamente graves. La acusación de suministrar apoyo material a una organización terrorista proviene de las leyes antiterroristas promulgadas en la Administración Clinton, que consideran un delito el apoyo a cualquier organización que haya sido calificada por el gobierno como entidad terrorista extranjera. La configuración como crimen no depende de ningún auxilio concreto a terroristas y ni siquiera de ninguna intención de ayudar al terrorismo. Lo único que es preciso es que el acusado haya apoyado una de las organizaciones prohibidas. Así, por ejemplo, si una institución de beneficencia musulmana envía donaciones a organizaciones en Palestina y si alguna de estas se posiciona violentamente contra Israel, dicha institución será automáticamente rotulada como organización terrorista extranjera. Consecuentemente, el envío de dinero será considerado crimen, lo que de hecho ocurrió con varias organizaciones musulmanas.

Una de las organizaciones calificada como terrorista por esta ley se llamaba Grupo Islámico, con sede en Egipto. El sheik árabe Abdel-Rahman, líder religioso musulmán supuestamente activo en el grupo, era un refugiado egipcio. En 1995, el sheik y varios acusados más fueron condenados por conspirar. Su presunto objetivo era bombardear lugares públicos en Nueva York, inclusive el World Trade Center. Su defensa se basó en parte en la afirmación de que su discurso era meramente retórico, porque trabajaba en una mezquita, y que en realidad no había planeado ningún acto de violencia. El jurado no se convenció, y lo condenó a pena de prisión perpetua y algunos años más. Lynne Stewart, la abogada que participó de su defensa, tenía antecedentes de apoyo a “causas radicales” y simpatizó con el sheik.

Mientras trabajaba en la apelación a la sentencia, en 2000, Lynne Stewart visitó al sheik en la prisión acompañada de un traductor árabe. La visita fue grabada electrónicamente, así como sus charlas telefónicas con los seguidores del sheik. Como se lo consideraba un prisionero político peligroso, la abogada se vio obligada a firmar una “medida administrativa especial”, debido a que al sheik no le era permitido comunicarse con personas de afuera. Durante la visita, el detenido escribió una declaración que más tarde su abogada divulgó a la prensa. Ella fue acusada de haber hablado en inglés en voz muy alta para tratar de cubrir la charla en árabe entre el sheik y el traductor, impidiendo de esta forma que las autoridades pudieran entender lo que se hablaba. La acusación alegó que, por teléfono, ella había consentido que se divulgara la mentira de que no se le brindaban al prisionero todos los cuidados médicos adecuados. Supuestamente le habría dicho a uno de los seguidores del sheik que nadie descubriría la verdad.

Según la teoría oficial, la visita de Lynne Stewart, así como su declaración a la prensa y la llamada telefónica, constituyeron “apoyo material” para el Grupo Islámico. El delito de mentir y cometer fraude contra el gobierno se configuró porque la abogada había firmado la disposición “administrativa especial”. Las autoridades alegaron que jamás tuvo intención de cumplirla, y por lo tanto había cometido fraude al firmar el acuerdo con esta.

Tomemos un poco de distancia para examinar el aspecto político del caso. Todo el proceso penal tomó como base las leyes que estaban en vigor antes de la Administración Bush. Sin embargo, lo más importante es que estos hechos también eran anteriores a este gobierno. Los hechos ocurrieron durante la Administración Clinton, y en esa época no se consideraron lo suficientemente importantes para que se instaurara un proceso penal. Después del 11 de septiembre, el gobierno pasó a darles la suficiente importancia como para justificar la apertura de un proceso penal. En 2002, Ashcroft, secretario de Justicia, fue personalmente a Nueva York para anunciar la acusación.

No es necesario agregar que muchos defensores en los Estados Unidos se sintieron agraviados cuando se instauró este proceso. No había duda de que estaba basado en actos imprudentes, pero por otra parte, muchos abogados harían lo mismo por sus clientes. Además, la mayoría de las pruebas estaban armadas en base a la escucha electrónica de Lynne Stewart, en la prisión y por el teléfono.

Aparentemente la escucha telefónica fue autorizada como una investigación sobre extranjeros, del tipo que ya mencioné. Es probable que la escucha sea técnicamente aceptable, pero de alguna forma ilustra el problema de dichas prácticas. En un momento de descuido, la mayoría de nosotros puede haber dicho algo como “seguramente afuera nadie sabrá lo ocurrido”, sin siquiera suponer que esto podrá ser utilizado para una acusación por conspiración. La escucha telefónica compromete la eficacia en el trabajo de un abogado. Nos intimida y nos deja en permanente estado de alerta contra el espionaje estatal. Ashcroft reforzó este punto, introduciendo una regla general que autoriza al gobierno a monitorear las comunicaciones entre los prisioneros y sus abogados en todos los casos, tengan o no alguna vinculación con el terrorismo o con las relaciones exteriores.9 Una vez más el 11 de septiembre se usa como excusa para restringir de manera general el trabajo de los abogados defensores.

Uno de los mejores abogados del país accedió a defender a Lynne Stewart, y convenció al jurado de que rechazara algunas de las acusaciones. En agosto, el tribunal consideró que las palabras y los actos de la abogada no constituían “apoyo material” para una organización, como sería una contribución con fondos. Agregó que, si el significado de las palabras incluyera actos como los de Lynne Stewart, la ley sería demasiado vaga para lograr definir un crimen. Sin duda, fue un gran alivio para la defensa; pero aún hoy a la abogada se la acusa de mentira y fraude en relación con la “medida administrativa especial”. Hasta el momento no sabemos cuál será el alcance del crimen de “apoyo material” para una organización terrorista extranjera.

Mientras preparaba el proceso contra Stewart, la Administración Bush también se apuraba para expandir el alcance de las leyes contra el terrorismo. El USA Patriot Act define como “terrorismo doméstico” a los actos criminales que amenacen la vida “con el objetivo […] de influenciar la política del gobierno mediante coerción”.10 Hasta ahora no se implantaron procesos por esos delitos, pero queda claro que el gobierno intenta usar el temor creado por el terrorismo internacional para incluir las protestas domésticas violentas, como los incidentes en Seattle en torno del comercio y de las instituciones financieras internacionales.

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Las detenciones ocurridas desde el 11 de septiembre

Las detenciones fueron más generalizadas que los procesos criminales. Tal vez sean hasta el momento la mayor señal de represión, pero tenemos que tener en cuenta que ha pasado muy poco tiempo para que se pueda evaluar lo que vendrá en el futuro.

Inmediatamente después del 11 de septiembre, el gobierno efectuó la captura de centenas de personas, sobre todo de extranjeros, y aún más de los que tenían apellido árabe y musulmán. Por ejemplo, dos ciudadanos estadounidenses con nombres que parecían árabes fueron detenidos al volver de un viaje a México, e inclusive uno de ellos permaneció detenido por más de dos meses.11

Estas centenas de personas fueron detenidas bajo varios pretextos: pequeños delitos, cuestiones de inmigración o inclusive la vaga excusa de ser “testigo material”, expresión usada por la legislación estadounidense que autoriza la detención de presuntos sospechosos. Sin embargo, la verdad es que no sabemos exactamente el número de personas detenidas, los motivos que se alegaron, quiénes son o qué ocurrió con ellas, ya que el gobierno se negó a suministrar cualquier tipo de información al público. Individualmente, si sus familias lograran encontrarlas y comunicarse con ellas, podrían contratar los servicios de un abogado. El secretario de Justicia aumentó el sigilo decretando que, en estos casos, los procedimientos de inmigración no estarían disponibles ni para la prensa ni para el público.12 A pesar de los reclamos por parte de varios organismos de derechos humanos, la táctica del gobierno tuvo bastante éxito, lo que probablemente no sorprendería a un abogado latinoamericano, ya que en la medida en que los procesos gubernamentales son mantenidos en secreto es muy difícil para el público acompañar lo ocurrido. Esas centenas de presos despertaron muy poca simpatía por parte del público, pues constituían tan solo un vago grupo de personas no identificadas, se suponía que eran en su mayoría extranjeros y que serían deportados por haber transgredido su condición de inmigrantes. En verdad, cientos de ellos fueron dejados en libertad dentro de los Estados Unidos. La condición de estas personas era apenas un pretexto y, según parece, las mismas prácticas sigilosas se habrían adoptado si la mayoría de los detenidos hubieran sido ciudadanos estadounidenses.

En los Estados Unidos, algunas ONG, con el apoyo de la prensa, iniciaron un proceso para obligar al gobierno a revelar los nombres y las acusaciones de los detenidos, y en principio un juez determinó que lo hiciera. Sin embargo, el poder público presentó un recurso ante el tribunal de apelaciones en Washington, que decidió que las ONG no tenían derecho a conocer los nombres. Al tomar esta decisión el tribunal declaró: “Es papel del ejecutivo mejorar y ejercer su pericia en la protección a la seguridad nacional. No les cabe a los tribunales cuestionar las decisiones del ejecutivo tomadas en función de las atribuciones propias de ese poder”.13

El tribunal de apelaciones se apoyó en casos recientes juzgados por otros tribunales que habían adoptado la misma postura de no interferir en las disposiciones del ejecutivo. El resultado fue desastroso para centenas de personas detenidas después del 11 de septiembre. Cuando el gobierno esconde sus actos al público, o cuando sus actos no son transparentes, es posible que se estén escondiendo abusos contra aquellos que se mantienen bajo custodia, como los abogados de América Latina saben por su propia experiencia. Era exactamente esto lo que la prensa y las ONG temían en el caso de estos detenidos, y con razón. A pesar de que en el momento la mayoría recuperó la libertad –algunos fueron deportados de los Estados Unidos pero cientos de ellos fueron dejados en libertad dentro del país– en la primavera de 2003, el inspector general del Departamento de Justicia emitió un documento en el que criticaba el trato a los detenidos.

Parece ser que el inspector general se tomó la tarea de redactar un documento detallado, con más de trescientas páginas, en parte debido a la falta de información pública sobre la situación de las prisiones. Los abusos que identificó eran exactamente los que esperaríamos en esas circunstancias. En general, los motivos de sospecha eran casi nulos. El inspector general ejemplifica con el caso de un hombre de Oriente Medio que encargó un automóvil a una concesionaria, en septiembre de 2001. Fue detenido por no aparecer a buscarlo y solamente se lo dejó en libertad seis meses después. En otro caso, unos hombres también originarios de Oriente Medio, que trabajaban en la construcción de una escuela de Nueva York, fueron detenidos casualmente a causa de una infracción de tránsito. Quedaron arrestados porque, obviamente, tenían en su poder el plano de la escuela adentro del vehículo. El gobierno sostenía que nadie podía ser dejado en libertad hasta que se descartara la sospecha de terrorismo, de manera que había una gran resistencia a liberar a quien fuera. El período de detención era extremadamente largo: un promedio de más de ochenta días, de lo que se deduce que a menudo era mucho mayor. Los tres organismos públicos involucrados en los procesos –Federal Bureau of Investigation (FBI), Central Intelligence Agency (CIA) y el Servicio de Inmigraciones– no disponían de personal suficiente para procesar un número tan elevado de personas, y además no estaban acostumbrados a coordinar sus trabajos. Sin vigilancia de la población, no tenían ningún incentivo para agilizar los procesos.

El inspector general relató muchos casos en los que los detenidos fueron tratados por las autoridades como si ya hubieran sido condenados por actos terroristas, aunque la mayoría ni siquiera había sido acusada de ningún crimen. Muchos permanecieron confinados en la sección de seguridad máxima de la Penitenciaria Federal de Manhattan. Las celdas eran pequeñas, las luces y las cámaras de video estaban permanentemente prendidas y los prisioneros siempre salían esposados de sus celdas. Durante las dos primeras semanas después del 11 de septiembre, se les impidió que entraran en contacto con sus familias y abogados, y ni siquiera tuvieron autorización para realizar llamadas telefónicas. Algunos contaron que los guardias los amenazaban con frases del tipo: “nunca más irán a salir de aquí”.14

En síntesis, el informe del inspector general es un documento oficial extraordinario. Recomienda varios cambios en los procedimientos de los organismos del gobierno, aunque dos meses después informara que muchos de los mismos aún no habían sido adoptados.

La detención de este primer grupo de centenas de individuos, por peor que haya sido, no puso fin a los problemas enfrentados por los extranjeros después del 11 de septiembre. El servicio de inmigración creó un sistema especial de registro para hombres y niños de varios países, en su mayoría árabes o musulmanes.

Se obligó a miles de hombres a presentarse ante las autoridades para registrarse, siendo que muchas veces eran detenidos sin previo aviso. En Los Ángeles, en diciembre de 2002, las autoridades de inmigración detuvieron a cuatrocientas personas, manteniendo a muchas de ellas en duras condiciones y en celdas abarrotadas.15

Las detenciones en masa, que tenían como única justificación el hecho de que los detenidos eran originarios de Oriente Medio, generaron pánico y desconcierto entre la comunidad musulmana esparcida por todo el territorio estadounidense.

Si las detenciones en los Estados Unidos afectaron a miles de personas, la prisión de los llamados “combatientes enemigos” provocó cuestiones legales más serias. En estos casos el gobierno omitió, o se rehusó a presentar acusaciones, e inclusive se opuso a llevar a estas personas ante los tribunales.

En acciones antiterroristas emprendidas fuera del territorio estadounidense, sobre todo en Afganistán, el ejército y otros organismos detuvieron a centenas de personas, la mayoría fue encaminada a la base estadounidense de Guantánamo, en Cuba. Aunque teóricamente el gobierno cubano es soberano sobre este territorio, fue arrendado a los Estados Unidos durante cien años para que estableciera una base militar.

Algunos de los detenidos en Guantánamo alegan que fueron capturados por casualidad, en operativos realizados por tropas locales de Afganistán y que jamás lograron que se los escuchara en tribunal alguno. El gobierno de los Estados Unidos adoptó varias medidas que no son totalmente compatibles con las leyes internacionales pero que tuvieron buena repercusión en los tribunales locales y ante la opinión pública. Aquellos que fueron capturados durante una guerra, así parece, deberían ser tratados como prisioneros de guerra, de acuerdo con la Convención de Ginebra de 1949. En los términos del artículo 5º de la Tercera Convención de Ginebra, los detenidos cuyo status legal fuera discutible deberían tener derecho a una audiencia en un “tribunal competente” para determinar ese status. Sin embargo, los Estados Unidos jamás aceptaron que algún detenido fuera denominado “prisionero de guerra”. En nombre de los prisioneros se presentó una denuncia a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos; y el 12 de marzo de 2002, la Comisión adoptó medidas cautelares, exigiendo que los Estados Unidos “tomaran los recaudos necesarios para que un tribunal competente determinara el status legal de los prisioneros en la base de Guantánamo”. Por lo que me consta, hasta ahora los medios de comunicación y el gobierno siguen ignorando esta importante decisión.

En vez que un tribunal determinara el status legal de los prisioneros, el gobierno de los Estados Unidos los designó “combatientes enemigos”, término desprovisto de un significado exacto en la ley internacional. Algunos intentaron obtener un hábeas corpuspara aclarar su situación, alegando que cualquier persona privada de la libertad por funcionarios estadounidenses en zona controlada por los Estados Unidos tenía ese derecho. El gobierno sostuvo que Guantánamo se encontraba fuera de la jurisdicción de los Estados Unidos, y agregó que como los prisioneros no tenían derechos de ciudadanos, no había una jurisdicción habilitada para emitir un hábeas corpus. El tribunal de apelaciones acató los argumentos del gobierno y rechazó la petición.16

Por lo que parece, el gobierno confinó a estas personas en Guantánamo para poder alegar que los tribunales estadounidenses no tenían jurisdicción sobre ellas, táctica que obtuvo éxito. Creo que los tribunales están aliviados por haber podido evitar la revisión de las decisiones estatales sobre el motivo de las prisiones. Sin embargo, esto solo deja abierta la cuestión sobre lo que el gobierno pretende de los prisioneros, y en ese punto la cuestión es muy clara: quiere saber todo sobre el terrorismo. Quiere interrogar a los prisioneros hasta estar seguro de que consiguió todas las informaciones posibles. El gobierno dejó en libertad a algunas personas que aparentemente no sabían nada. Queda clara la razón por la cual el gobierno no encuadra a los detenidos como “prisioneros de guerra”; si así fueran denominados, no tendrían obligación de suministrar informaciones a sus captores.

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Existen dos casos de ciudadanos detenidos en los Estados Unidos calificados como “combatientes enemigos” que enviaron pedidos de hábeas corpus.Pero sus casos no pueden ser descartados con tanta facilidad como los de Guantánamo, porque exponen perfectamente la cuestión de los poderes del ejecutivo. Incluso siendo tan pocos, son jurídicamente significativos.

El primer caso, Hamdi, involucra a un ciudadano estadounidense que efectivamente combatió en Afganistán al lado del Talibán. El presidente lo declaró “combatiente enemigo” y lo envió a un centro de detención militar. Su padre presentó un pedido de hábeas corpuspara que se determinara su status legal, pero el tribunal de apelaciones emitió un dictamen restricto.17 El tribunal decidió que, tratándose de un ciudadano, tenía derecho a requerir el hábeas corpus. Pero, según el tribunal, en tiempo de guerra es el presidente quien tiene el poder de calificar a un sospechoso como “combatiente enemigo”, determinación que los tribunales no pueden rever. De esta forma, el tribunal no podría concederle el hábeas corpus ni ayudarlo de ninguna manera. Con relación al argumento de que Hamdi tenía derecho a una audiencia en los términos de la Convención de Ginebra, el tribunal simplemente sostuvo que la Justicia Federal de los Estados Unidos no tenía jurisdicción para examinar casos comprendidos por la Convención. Este quizás sea un caso menos alarmante, porque aparentemente Hamdi participó de un ejército enemigo.

El caso que sigue es mucho más perturbador. Nadie alega que José Padilla, ciudadano estadounidense, haya participado de algún combate contra los Estados Unidos, en cualquier sentido relevante del término. Primero se lo detuvo como testigo, bajo sospecha de que tuviera conocimientos sobre actividades terroristas. Se designó a un abogado para que lo representara. Nada de especial en los días de hoy. Repentinamente, como el gobierno sospechaba de una importante conexión con conspiradores terroristas, Padilla fue declarado “combatiente enemigo” y puesto bajo custodia militar. Ni su abogado ni cualquier otra persona tuvieron autorización para contactarlo, de modo que estaba permanentemente incomunicado. Su abogado presentó un hábeas corpus. Como en el caso anterior, el tribunal sostuvo que Padilla tenía derecho a hacer la petición y que el presidente tenía poder para declararlo “combatiente enemigo”.18 Pero el tribunal también agregó que el acusado tenía derecho a cuestionar la base de tal decisión y que precisaría consultar a su abogado; o sea, no se lo podía mantener incomunicado. Fue este el punto que suscitó el conflicto con el ejecutivo.

El gobierno se negó a cumplir la orden e intentó que el juez cambiara de idea. El magistrado, un juez de primera instancia de la Justicia Federal, se quedó evidentemente frustrado e incluso enfurecido. Sin embargo, el gobierno jamás permitió que Padilla viera a su abogado y el juez desistió y encaminó el caso como recurso extraordinario, que aún no ha ido a juicio. Mientras intentaba mantener a Padilla incomunicado, el gobierno finalmente explicó lo que sus interrogadores querían. Aquí cito la declaración de un comandante de la Defense Intelligence Agency (DIA):

Desarrollar el tipo de relación de confianza y dependencia necesaria para realizar interrogatorios eficientes es un proceso que puede llevar mucho tiempo. Existen muchos ejemplos de situaciones en las que los interrogadores fueron incapaces de obtener valiosas informaciones durante meses, incluso años, después de iniciado el proceso.

Cualquier cosa que amenace la confianza y la dependencia establecidas entre el interrogado y el interrogador amenaza directamente el valor del interrogatorio como instrumento para obtener informaciones. Hasta las interrupciones aparentemente inofensivas pueden ejercer un impacto psicológico en las delicadas relaciones entre el interrogado y el interrogador. Cualquier inclusión de consejos en las relaciones entre interrogado e interrogador –aún por un tiempo limitado o para un fin específico– puede echar a perder meses de trabajo e interrumpir permanentemente el proceso de interrogación.

Creo que el significado de todo esto está claro. Las autoridades alegan que el presidente tiene poder para excluir a una persona de un proceso en tribunales y recluirla bajo custodia militar. En verdad, se va más lejos aún, se alega que un hombre no será torturado, sino solamente interrogado, hasta que dé las respuestas esperadas. Si el tribunal afirma que las autoridades no pueden actuar de ese modo, sencillamente desobedecerán la determinación judicial.

Esta situación muestra semejanzas con las condiciones jurídicas vividas durante las dictaduras militares en América Latina. El gobierno afirma que puede detener y dejar bajo custodia militar a cualquier individuo cuando lo considere necesario. En esta condición permanecerá incomunicado y a merced de interminables interrogatorios. Un recurso de hábeas corpus o cualquier otro similar se torna inútil, aunque técnicamente sea plausible. El acusado puede presentar la solicitud, pero si el tribunal lo acata el gobierno desafiará al tribunal. Esto deja a los tribunales en una situación embarazosa,pues no poseen medios para que se cumplan sus determinaciones sin el auxilio del poder ejecutivo, y si se desafían sus determinaciones, quedan en condiciones peores de las que tendrían si jamás hubieran acatado el pedido. Es probable que busquen los medios que eviten diferir tal petición.

El triste historial de las detenciones durante períodos represivos anteriores llevó al sistema interamericano de derechos humanos a establecer una instancia específica para recursos de hábeas corpus. Como posiblemente ya saben, en la década de 1980 la Corte Interamericana determinó que el hábeas corpus es un derecho básico de tal importancia que no puede ser suspendido, incluso en situación de emergencia nacional; es decir, no se puede derogar.19 Creo que no hay duda de que la corte busca dejar claro para los gobiernos de Occidente que el modelo de detención e interrogatorios que mantiene a los individuos incomunicados y sin recursos legales, es una herramienta esencial de la represión. Si el poder de los tribunales de acatar las peticiones de hábeas corpus es reconocido, el poder de la represión será ampliamente disminuido. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos no es tan preciso; manifiesta que la protección del hábeas corpus puede ser suspendida en situaciones de emergencia nacional, pero solo si se presenta una declaración minuciosa de las condiciones de emergencia ante el Secretario General de las Naciones Unidas.

Naturalmente, el gobierno de los Estados Unidos no hizo tal declaración y es muy poco probable que lo haga. La Constitución de los Estados Unidos determina que el derecho al hábeas corpus no puede ser suspendido, excepto “en casos de insurrección o invasión, cuando la seguridad pública así lo exija”.20 El gobierno estadounidense no asumió la actitud oficial de suspender el hábeas corpus o cualquier otro derecho, ya que políticamente sería muy difícil que adopte tal postura. En cambio, evitó enfrentar el problema asumiendo la postura de que, en efecto, aquellos que son declarados “combatientes enemigos” no tienen derecho a los beneficios de esta disposición, ni siquiera en los casos en que sean ciudadanos. Sin duda, el gobierno diría que está involucrado en una guerra contra el terrorismo y que Padilla participó de esta guerra, lo que implica que a cualquier persona acusada de conexión con el terrorismo extranjero se la puede detener y mantener incomunicada, sin derecho a un recurso eficaz. Se trata de una posición asombrosa y peligrosa.

¿Qué lecciones podemos extraer de estas experiencias análogas en las dos mitades del hemisferio? Las mismas nos dan a entender que las respuestas de los gobiernos a las graves amenazas contra la seguridad nacional probablemente serán similares. El gobierno no aprovecha la amenaza solamente para reaccionar contra sus enemigos, sino también para controlar y disciplinar a la mayoría de la población, sean ciudadanos del país o extranjeros. De este modo, estará justificando las violaciones a la privacidad, los procesos políticos y las detenciones en masa. Intentará mantener su actuación en secreto, tanto como le sea posible, para que haya menos protestas políticas, y el propio sigilo tanto ocultará como reforzará los abusos. Más importante aún, el gobierno dejará claro a los tribunales que, si se desafía al ejecutivo, el ejecutivo en contrapartida los desafiará. Es posible que incluso un Poder Judicial totalmente independiente dude de su eficiencia en tales circunstancias.

Por otro lado, no quiero pintar un panorama totalmente negro. Seguramente, hay problemas en los Estados Unidos que apuntan para un cuadro de represión. Las violaciones a la privacidad, el aumento de la vigilancia política, la interferencia en el trabajo de los abogados, el asedio a individuos a causa de sus relaciones con árabes o musulmanes, el sigilo gubernamental y las detenciones sin derecho a recurso y que apuntan a interrogatorios indefinidos, son problemas perturbadores. En verdad, son intimidatorios, tanto para el Poder Judicial, como para todos nosotros en los Estados Unidos.

Sin embargo, hay una oposición muy fuerte contra las medidas adoptadas hasta ahora. Miles marchan en manifestaciones contra el gobierno y decenas, como yo, escriben artículos criticando al gobierno. Hasta el momento no se tomó ninguna medida seria contra nosotros. El secretario de Justicia ha viajado por el país, intentando contraponerse a las críticas, lo que significa que la cuestión empieza a preocupar al gobierno. Algunos jueces, sobre todo los de primera instancia, han rechazado la argumentación jurídica del gobierno, aunque no han sido muy afortunados en las apelaciones. No obstante, el proceso de apelaciones no terminó, y algunos funcionarios del gobierno ya se manifestaron contra los abusos gubernamentales, como en el caso del inspector general frente a la detención de extranjeros.

Aunque el Congreso no haya hecho nada para resistir al USA Patriot Act en 2001, rechazó algunos intentos para implantar otros programas represivos en los dos últimos años. Algunos de los mecanismos más avasalladores de fiscalización incrustados en esta ley serán derogados en 2005.21

Además, el USA Patriot Act no mostró ser una medida completamente represiva. Para aplacar la polémica que suscitó, el Congreso determinó en uno de los artículos de la ley que el inspector general del Departamento de Justicia debería recibir los reclamos contra la violación a la libertad civil e informar al respecto.22 Fue ese dispositivo lo que le permitió al inspector general conducir las investigaciones. Podría haber ignorado la determinación, o simplemente efectuar la investigación superficialmente, y muy pocos lo habrían notado. Al contrario, se tomó el trabajo en serio. Mientras haya ciudadanos conscientes y funcionarios responsables, los poderes de la represión permanecerán restrictos.

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Notas

1. Declaración de John Ashcroft, 6 de diciembre de 2001.

2. US vs. US District Court, 407 US 297 (1972).

3. “Final Report of the Select Committee to Study Gov’tl Operations with Respect to Intelligence Activities”, informe del Senado 94-755 (1976).

4. USA Patriot Act, sección 218. Nancy Chang, “How Democracy Dies: The War on Our Civil Liberties”. En: Cynthia Brown (ed.), Lost Liberties. Nueva York: New Press, 2003, p. 43.

5. Eric Lichtblau, “US Says It Has Not Used New Library Records Law”. New York Times, 19 de septiembre de 2003, A20.

6. USA Patriot Act, sección 215. Nancy Chang, op. cit., p. 44.

7.  Chevigny, “Politics and Law in the Control of Local Surveillance”, Cornell Law Review, 69: 735-84, 1984, describe la situación tal como era hace veinte años

8. Eric Lichtblau, “US Uses Terror Law to Pursue Crimes from Drugs to Swindling”. New York Times, 28 de septiembre de 2003, A1.

9. 28 Code of Fed. Regulations, sección 501. 3d. Chang, op. cit., p. 38.

10. USA Patriot Act, sección 802; 18 US Code sec. 1331.

11. Kate Martin, “Secret Arrests and Preventive Detention”.

En: Cynthia Brown, op. cit., p. 77.

12.  Id., pp. 79-80.

13. Center for National Security Studies vs. US Dept. of Justice (DC Cir 2003). Caso nº 02-5254, 02-5300.

14. US Dept. of Justice, Office of the Inspector General, “The September 11 Detainees: A Review of the Treatment of Aliens Held on Immigration Charges in Connection with the Investigation of the September 11 Attacks” (Washington DC, abril de 2003).

15.  Lawyers Comm for Human Rights, “Imbalance of Powers”, 43 (2003).

16. Al Odah vs. US 321 F.2d 1134 (DC Cir. 2003).

17. Hamdi vs. Rumsfeld, 316 F. 2d 450 (4th Cir. 2003).

18. Padilla ex. rel. Newman vs. Bush, 233 F. Supp. 2d 564 (S.D.N.Y. 2002).

19. Corte Interamericana de Derechos Humanos, Opinión Consultiva 8/87 y 9/87.

20. US Constitution, artículo 1º, sección 9, cláusula 2.

21. USA Patriot Act, sección 224.

22. USA Patriot Act, sección 1.001.

Paul Chevigny

Profesor de la cátedra Anne B. and Joel S. Ehrenkranz en la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York.

Traducción: Claudia Otero