Ensayos

Hacia un eficaz orden legal internacional

Tom Farer

¿de coexistencia a concertación?

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RESUMEN

Al prohibir el uso de la fuerza, excepto en defensa propia contra un ataque armado o cuando lo autoriza el Consejo de Seguridad, la Carta de Naciones Unidas se presenta como la culminación de un sistema de orden internacional basado en la doctrina de la soberanía de los Estados. El resultado acumulativo de las acciones relativas a la legislación internacional, omisiones y declaraciones de la Administración de Bush desde su origen, puede verse como un desafío fundamental al sistema de soberanía de los países. La estrategia de seguridad que declara la Administración es una respuesta posible a los retos indudablemente graves a la seguridad nacional y humana. De hecho, sólo la alianza institucionalizada entre los Estados Unidos y la serie de estados relacionados con éste puede aspirar a manejar dichos retos exitosamente, en parte debido a que sólo ella posee la legitimidad requerida. Dicha alianza o concierto de naciones podría organizarse dentro del marco de la ONU, aunque intensificando sus elementos jerárquicos.

Palabras Clave

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01

El estado actual del orden legal internacional

Desde su nacimiento en las mentes de las élites europeas de hace unos cuatro siglos hasta la última parte del siglo veinte, se consideraba que el derecho internacional facilitaba la coexistencia –en cuanto a que expresaba sus condiciones– entre comunidades políticamente organizadas, sin reconocer ninguna autoridad superior.1  Surgió gradualmente a partir de la derrota de las ambiciones imperiales de Hapsburg y de los respectivos reclamos papales para gobernar las vidas morales y espirituales de la cristiandad. En un proceso comparable al desarrollo aluvional de orden entre los habitantes indígenas de aldeas remotas sin instituciones políticas formales, los líderes de las comunidades europeas –que disfrutaban de una independencia de facto unos respecto de otros, a pesar de su estrecha relación y de compartir culturas, historias y valores similares como para no verse como especies diferentes–, inevitablemente desarrollaron una comprensión compartida acerca de la naturaleza de su relación y acerca del modo correcto de tratar los casos en los que los derechos soberanos se superponían, o en los que el locus o los indicia de soberanía eran inciertos.

En general, los gobernantes debían vivir como propietarios, libres para hacer prácticamente todo lo que desearan con sus respectivos estados. La Carta de las Naciones Unidas llevó la lógica de la igualdad de derechos y obligaciones un paso más allá al prohibir el ejercicio de la fuerza para privar a un estado de su territorio, así como a la toma autónoma de decisiones y a las decisiones para el cumplimiento de la ley que tuvieran el mismo alcance que la idea de un estado soberano.2

Durante la Guerra Fría, la prohibición de la Carta dominó el discurso sobre las obligaciones de los estados. Sin embargo, durante las casi cuatro décadas y media que pasaron entre la fundación de Naciones Unidas y el evidente fin de esa guerra, los Estados Unidos, usando ya fuera fuerzas regulares o delegadas, invadieron Guatemala, Cuba, República Dominicana, Granada y Panamá, mientras que la Unión Soviética hizo otro tanto con Hungría, Checoslovaquia y Afganistán. Además, ambos hicieron caso omiso de los ostensibles derechos soberanos de otros estados, utilizando una sarta de medios ilícitos menos extravagantes que una invasión para manipular su política interna.3  Cuando se trató de no tener en cuenta las restricciones de la Carta respecto de la intervención en general y del uso de la fuerza en particular, obviamente las superpotencias no estuvieron solas. Francia, por ejemplo, armó y desarmó gobiernos en el África Occidental a su agrado.

Algunos de estos delitos prima facie fueron condenados por los abogados internacionales más académicos, así como por la gran mayoría en la Asamblea General de las Naciones Unidas, y una organización de tratado regional,4  aparentemente decidió mantener, con alguna excepción casi marginal, la posición de que los únicos usos de la fuerza legítimos bajo la Carta son en caso de autodefensa contra un ataque armado real o inminente, o bien autorizado por el Consejo de Seguridad.5  En lo que respecta a la vieja agresión con saqueo, la respuesta decisiva a la invasión de Irak a Kuwait en 1991 evidenció la fortaleza continua del apoyo colectivo a la integridad de las fronteras debido a la Guerra Fría. Pero mientras que en la autorización a la Operación Tormenta del Desierto las Naciones Unidas parecieron reafirmar las prerrogativas de soberanía reconocidas desde hacía mucho tiempo, las atenuó hasta cierto punto al autorizar la intervención en países para proteger, sobre todo a su población, del asesinato y la miseria que resultara del colapso de la autoridad pública (Somalía y Haití 2) o de su abuso combinado con un conflicto civil espantoso (Sierra Leona y Liberia), o de su abuso después de que los putschistas se apoderaran de la autoridad pública (Haití 1), o de un conflicto civil homicida agravado por la intervención extranjera (Bosnia). La invasión no autorizada a Irak del año pasado, poco después de la intervención humanitaria de la OTAN en Serbia respecto del problema de Kosovo y vista a la luz de delitos múltiples de las superpotencias durante la Guerra Fría y de las múltiples intervenciones de Francia en los estados supuestamente independientes del África Occidental, llevó a muchos comentadores a concluir que el Derecho Internacional perdió, al menos temporariamente, su capacidad de servir como un mecanismo central guía para las relaciones internacionales.6  Eso aún está por verse. Podría decirse acaso que es simplemente no conseguir guiar, mucho más que de costumbre, la política exterior de los Estados Unidos. Por más eficazmente que una mezcla de reglas y principios –a menudo incrustadas en instituciones burocráticas formales– pueda, como un asunto observable, estabilizar la conducta y las expectativas de una amplia gama de áreas temáticas tan diversas como los usos de los mares y la protección del perezoso de doble pecho,7  no constituirá un orden legal, a menos que se vea como instancia de un sistema general de autoridad que se aplica con razonable efectividad a todos los estados, y que se hace cargo de las preocupaciones existenciales de las comunidades humanas, que incluye pero no está limitado al tema de quién puede hacer uso de la fuerza y bajo qué circunstancias. El sistema también debe tener una regla ampliamente aceptada para identificar qué otras reglas tienen su estilo de legalidad, en el sentido de infundir un respeto superior a todas las demás normas societarias; lo que H.L.A. Hart8  llamó “la regla del reconocimiento”.

El consentimiento de las autoridades estatales, ya se manifieste en un texto formal o en una práctica consistente, ha sido la regla de reconocimiento del sistema internacional. No veo evidencia de un cambio importante en este aspecto, sino más bien un movimiento gradual o gradualmente más abierto hacia lo que podría denominarse creación de leyes e interpretación por un “consenso suficiente”. En ninguna otra instancia es esto más evidente que en el área de los derechos humanos. Hace veinticinco años, cuando la conducta sobre los derechos humanos de un importante número de países se vio desafiada – incluyendo a algunas naciones tan poderosas como la República Popular China – invocaron ruidosamente una supuesta inmunidad soberana a la apreciación externa de sus prácticas internas. Hoy en día, casi nunca se hace una defensa semejante.9  Los gobiernos han dejado de invocar la defensa de la soberanía cuando ésta dejó de resonar en sus pares. En efecto, aceptaron que la norma de la soberanía había disminuido, a pesar de sus objeciones.

No quiero exagerar este punto. Las murallas de la soberanía pasada de moda siguen fuertemente custodiadas. Sólo el año pasado, parte de los miembros de la ONU obstaculizó la presentación de una idea,10  liderada por Canadá y otros partidarios de la intervención humanitaria, en la que la soberanía debería estar condicionada en un estado por el cumplimiento de sus obligaciones de proteger la seguridad de su pueblo. La tensión entre el valor previamente dominante de la seguridad de estado y el creciente pedido de enfatizar la seguridad humana (con la seguridad de estado como un medio contingente para tal fin)11  sigue siendo alta y divide no sólo a países democráticos ricos de otros semi-democráticos y menos desarrollados en el mejor de los casos, sino también a élites dentro de muchos países, incluyendo los democráticos. Eel fracaso de los Estados Unidos de asegurarse siquiera una mayoría mínima de votos del Consejo de Seguridad para su propuesto ensayo de cambio de régimen en Irak, un país con un régimen monstruoso, podría leerse como un continuo apego de las élites gobernates a las prerrogativas desalentadas de soberanía de estado.

02

La retirada del internacionalismo estadounidense

Si, como afirma el escritor neo-conservador Robert Kagan,12  los europeos (los alemanes, sobre todo) ahora personifican la creencia en la resolución por vía legal de disputas entre países por medios pacíficos, mientras que los estadounidenses reconocen la fuerza como el árbitro inevitable, entonces estamos siendo testigos de algo cercano a un intercambio de roles históricos. En la Conferencia de La Haya de 1898, organizada a instancias del Zar de Rusia para promover la paz mundial, el principal representante de los EE.UU. habló de la guerra como de “un anacronismo, como el duelo o la esclavitud, algo que la sociedad internacional ha dejado atrás”, y propuso un acuerdo de arbitraje obligatorio en el caso de que las disputas entre países no pudieran resolverse por vía diplomática.13  Si bien EE.UU. reconoció una excepción para esas “diferencias” que fueran “de tal índole que obligara o justificara ir a una Guerra”, la delegación alemana rechazó su propuesta arguyendo que “los tratados para limitar el uso de armas y proporcionar un arbitraje ‘neutral’ de las disputas, le negó [a Alemania] su ventaja estratégica más importante: La posibilidad de movilizarse y atacar más rápida y efectivamente que cualquier otra nación”.14  En cualquier caso, sostuvieron los alemanes, la Guerra, tanto en sus fines como en sus medios, es una prerrogativa de soberanía que no está sujeta al juicio de terceros, un punto de vista no demasiado reñido con la furiosa hostilidad de los conservadores estadounidenses ante el proyecto de que la guerra estadounidense sea auditada por la nueva Corte Penal Internacional.15  De hecho, en lo que respecta a los fines, se hace eco de las opiniones de ciertos eruditos contemporáneos bastante respetables.16

Claro que la diferencia entre la retórica estadounidense empapada de ley y la raison d’état alemana se ablandó cuando las élites de los dos países miraron más allá de las relaciones entre lo que el estadista y abogado norteamericano Joseph Choate llamó “las grandes naciones del mundo”17  para ver las relaciones con lo que el historiador estadounidense John Fiske18  denominó “las razas bárbaras”.19  En una línea similar, el influyente intelectual alemán de comienzos del siglo XX, Heinrich von Treitschke, llamó al derecho internacional meras “frases, si sus estándares también se aplican a los pueblos bárbaros”. “Para castigar a una tribu negra,” escribió, “deben quemarse sus aldeas, y sin fijar ejemplos de este tipo, nada se logrará. Si el Reich alemán aplicara el Derecho Internacional en tales casos, no sería humanidad ni justicia sino una debilidad vergonzosa”.20

No quiero exagerar el paralelo entre la insistencia alemana sobre las prerrogativas de soberanía (y la subsiguiente legitimidad de la fuerza como instrumento de la maquinaria de estado) y las afirmaciones de los Derechistas que gobiernan los EE.UU. en este momento. Para empezar, von Treitschke rechazó la idea de los límites legales tanto sobre los medios como sobre los fines de la guerra. En franco contraste, llevando adelante primero las guerras contra Afganistán y luego contra Irak, la administración de Bush ha celebrado, en general, su adhesión estricta a las leyes de la guerra, llegando a proclamar una nueva era histórica en la que la tecnología hace posible apuntarle a los gobernantes malvados en lugar de a las sociedades que subyugan. Más aún, la administración intentó en parte fundamentar su recurso para forzar interpretaciones de reglas legales y éticas mundialmente reconocidas, en lugar de reclamos acerca de las prerrogativas de soberanía no revisables.21

La invocación del derecho de autodefensa, reconocido por la Carta, contra un ataque armado en el caso de un gobierno de facto, (como el Talibán de Afganistán) que proporciona un refugio seguro a una organización terrorista bien organizada que golpeó repetidamente blancos estadounidenses, mató a más norteamericanos de los que murieron en Pearl Harbor (cuando el ataque japonés precipitó el ingreso de los EE.UU. a la Segunda Guerra Mundial), y amenaza con ataques continuados, no es un intervalo dudoso de la norma aplicable. Después de todo, todos los países de la OTAN, incluyendo los países europeos más pequeños que normalmente son los partidarios más fuertes de la Carta y del gobierno de la ley en los asuntos internacionales, reconocieron que los ataques del 11 de septiembre sobre Nueva York y Washington fueron actos de guerra,22  tal como lo hizo el Consejo de Seguridad mismo cuando adoptó una resolución que reconocía la aplicabilidad del derecho de autodefensa bajo las circunstancias creadas por el ataque.23

Irak fue un intervalo pero, tal como han sostenido los defensores de la administración de Bush, no mayor del que hizo la OTAN cuando bombardeó a Serbia para que se sometiera a Kosovo, una acción considerada técnicamente ilegal, pero no obstante “legítima”, por la Comisión Internacional Independiente sobre Kosovo, compuesta por el tipo de progresistas cosmopolitas comprometidos con la disminución de la fuerza en los asuntos internacionales y el fortalecimiento de las instituciones y del derecho internacional.24  En el caso de Kosovo, se consideró el recurso del uso de la fuerza, y finalmente fue aprobado por una organización multilateral de democracias (OTAN), que respondían a la amenazada comisión de un crimen de lesa humanidad (limpieza étnica de masas), a punto de ser llevado a cabo por un régimen recientemente asociado a otros crímenes, y también al de agresión (contra Bosnia). En Irak, los EE.UU. –respaldados por un Miembro Permanente del Consejo de Seguridad y por más de una treintena de países– lograron que el Consejo de Seguridad adoptara resoluciones, basándose en hallazgos reiterados que dicho Consejo de Seguridad encontró en el Capítulo VII,25 acerca del incumplimiento de un acuerdo de cese del fuego de 1991 firmado por el gobierno de Saddam Hussein, un agresor reincidente (Kuwait, 1991, después de Irán en 1982). Es más, en la década precedente, el Consejo había o bien consentido o bien promocionado mayores acciones militares limitadas de EE.UU. y el Reino Unido contra Irak, por violaciones a las condiciones del cese de fuego de 1991, y también por la defensa de las poblaciones kurda y shiíta contra el recrudecimiento de brutales violaciones a los derechos humanos, bordeando, en el primer caso, con el genocidio.26

Pero Irak parece un intervalo modesto cuando se lo considera aislado de las acciones y reclamos que han determinado la política exterior estadounidense desde el advenimiento de la Administración de Bush en enero de 2001. Analizado, sin embargo, contra el telón de fondo de la Estrategia de Seguridad Nacional, emitida por la Casa Blanca en 200227  y de otras declaraciones de la Administración de Bush,28  Irak se presenta mucho más como un desafío revolucionario al sistema de la Carta –y no sólo en lo que respecta a la limitación sin precedentes al recurso de la fuerza– ya que la Carta y la ONU misma son sólo partes de un diseño más grande, implícito en el surgimiento inicial de una construcción institucional internacional a partir de la Segunda Guerra Mundial.

Lo que motivó a los arquitectos de la ONU, de las instituciones financieras internacionales y del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) fue la creencia de que el sistema de equilibrio de poderes, determinado por el compromiso de las élites nacionales con la incesante acumulación competitiva y con la explotación del poder, es demasiado peligroso de sostener e incompatible con la demanda creciente de bienestar más que de países en guerra.29  Un sistema internacional de libre comercio, facilitado por monedas estables (el acuerdo del FMI) y la regla de la nación más favorecida (el GATT), haría que los recursos naturales estuvieran disponibles para todos los países, eliminando uno de los incentivos clásicos para la agresión y estimulando la interdependencia. Estas instituciones políticas y económicas fueron los primeros elementos del sistema de administración para la sociedad y la economía globales que reemplazaría, con suerte, al sistema de guerra global que entre 1914 y 1918 trajo la muerte a escala planetaria. Fuera del Bloque Comunista, el sistema de comercio previsto y el orden financiero asociado a él crecieron y se lanzaron debido a cambios sísmicos en la información, las comunicaciones y las tecnologías de transporte, de modo que sesenta años después de la Segunda Guerra, poseemos el mundo interconectado que los arquitectos de 1945 vagamente pudieron imaginar. Tenemos lo que imprecisamente se llama “globalización”, pero ha ocurrido en gran medida a través de actores privados y sin un desarrollo proporcional de las instituciones de administración pública, sobre todo en el terreno de los asuntos políticos y militares, en el que la Guerra Fría en gran medida paralizó al Consejo de Seguridad y limitó la cooperación para evitar un conflicto catastrófico entre las superpotencias.

El colapso del poder soviético en 1991 coincidió a grandes rasgos con el resurgimiento del optimismo económico y psicológico en los EE.UU. hasta producir un medio ambiente internacional semejante al imperante en 1945, pero con diferencias cuyos efectos potenciales no fueron claros de inmediato. La similitud consistió en la sensación generalizada, al menos en las políticas occidentales, de una nueva era llena de gran potencial para la cooperación entre los estados líderes para mejorar la condición humana.30

La primera gran diferencia era la naturaleza absolutamente sin parangón del poderío militar estadounidense. El equilibrador soviético había desaparecido, y no había país ni coalición de países en el horizonte que pudiera reemplazarlo. Por primera vez en la historia de la humanidad, un único país podría desplazar una fuerza militar decisiva y convencional a cualquier rincón del globo en semanas, si no en días, a partir de la decisión de hacerlo. Tanto los defensores como los críticos de la supremacía estadounidense empezaron a referirse al ubicuo “Mundo Unipolar” actual.31  Una segunda diferencia era la realidad de una interdependencia e integración que probablemente superara la imaginación de los arquitectos de las instituciones de la segunda posguerra. Esto ya no era una mera cuestión de comercio transnacional y de flujos de inversiones, sino una producción transnacionalmente integrada, de redes de servicios y de sistemas vulnerables de energía y comunicación, que lograron que dicha integración fuera viable. La tercera diferencia entre las condiciones imperantes en 1945 y en 1991 fue el efecto acumulativo de la integración del mercado y de la revolución del transporte y de las comunicaciones sobre la cultura tradicional y sobre la conciencia política en la periferia global, junto con una extraordinaria aceleración del crecimiento poblacional. La proliferación demográfica llenó la campiña con gente en exceso; la revolución en el transporte y las comunicaciones les ha dado el incentivo y los medios para probar suerte en las ciudades, lejos de las fuentes tradicionales de autoridad moral y los ritmos de anclaje de la vida familiar rural, donde han formado agrupaciones de material socialmente combustible, sobre todo en las sociedades mal gobernadas del África y del Asia Occidental – agrupaciones que, dada la flexibilidad de las fronteras y la facilidad de desplazamiento, están desdibujando el límite entre el occidente y el resto. Desde dichas agrupaciones, los líderes –guiados no por la pobreza sino por el desafío de una cultura consumista y libertaria a su sentido de identidad y autoridad, e impulsados por un sentido de humillación por la debilidad político-militar de sus sociedades ante un poder cultural y militar occidental– pueden conseguir reclutas para la guerra de guerrillas contra los EE.UU., sus aliados y sus colaboradores.

Dadas dichas características salientes del mundo de la Posguerra Fría, en 1991 habría sido razonable esperar de los líderes estadounidenses una creatividad institucional y normativa similar a la exhibida después de la Segunda Guerra Mundial. Por un lado, los EE.UU. gozaban de un poder militar relativo mucho mayor, y un alcance económico y cultural mucho mayores que el de sesenta años antes y, por otro lado, enfrentaron una serie de amenazas interrelacionadas a su seguridad nacional a largo plazo y al bienestar de su pueblo equiparable a la amenaza que el poder soviético y la ideología marxista le habían impuesto. Pero dichas amenazas carecían de algo a esa altura: De un nombre, de una cara y de un domicilio que los ubicara dentro de la plantilla maniquea de la cultura popular estadounidense.

En los años que siguieron a la disolución de la Unión Soviética, Washington dio algunas pistas retóricas de nuevas ambiciones para un nuevo orden internacional, en general en términos de un compromiso con la expansión planetaria de mercados libres y de la democracia liberal.32  Y una serie de hechos, como las intervenciones –poco entusiastas– en Somalía, Haití y los Balcanes se interpretaron como un compromiso germinal de los EE.UU. frente a un descuido multilateral institucionalizado de las condiciones dentro de las sociedades nacionales, para asegurar un nivel mínimo de seguridad entre sus habitantes.

Pero otras señales apuntaron en una dirección muy diferente para la política exterior estadounidense. Un documento redactado por los planificadores del Pentágono durante la presidencia de Bush padre, y que se filtró a la prensa,33  defendía la preservación indefinida del dominio estratégico estadounidense, a pesar de que evitaba –y esto es interesante– la explotación de dicho dominio, si podían considerarse amenazantes para otros países. El tono unilateral del documento del Pentágono tenía un eco bipartidista en el discurso dado durante los primeros años de la Administración Clinton por la entonces Embajadora ante la ONU, Madelaine Albright. En él, declaraba que la Administración de Clinton recurriría a las organizaciones internacionales sólo porque servían para facilitar el logro de los intereses de los EE.UU., y no dudaría en perseguir los objetivos estadounidenses unilateralmente.34  Como la futura Secretaria de Estado invocó como instancias ejemplares de acción unilateral la invasión de la pequeña isla caribeña de Granada durante la era Reagan y la invasión de Panamá por Bush padre –aventuras militares consideradas ampliamente como ilegales por el Derecho Internacional– Albright pareció estar anunciando la independencia estadounidense de las normas esenciales del orden global, así como de su institución esencial: los Estados Unidos.

Sin embargo, las políticas reales de la administración de Clinton incluyeron intentos para asegurar la apropiación de fondos del Congreso, necesarios para pagar atrasos presupuestarios estadounidenses a la ONU, apoyo para tratados internacionales sobre el medio ambiente y –en el final mismo de su mandato– la firma del Estatuto de la Corte Penal Internacional, objetivo rico en símbolos del rencor derechista. Así que, a pesar de sonar ocasionalmente como una actuación de derecha, las políticas de Clinton no estaban fuera del rango del movimiento general –o al menos de la preferencia abstracta– de la política exterior estadounidense durante el siglo veinte, a favor de la expansión del Derecho Internacional para regular la maquinaria de estado e incluso la conducta interna de los países hasta el punto de sacudir la conciencia del electorado estadounidense. De todas maneras, para todo aquél que anticipara un salto adelante en vez de un leve incremento en el alcance de las instituciones y del Derecho Internacional, las políticas de Clinton tenían que ser decepcionantes.

Entre otras razones para su cautela, cabe mencionar la desaparición, en el campo de la política exterior, de una cierta disciplina impuesta por el desafío elevado de la competencia americano-rusa en la Guerra Fría. Sin esos desafíos, el campo de la política exterior se tornó completamente accesible a los antagonistas en las guerras culturales que habían ardido en Estados Unidos desde la era de Vietnam. En ese campo, el tipo de delineador desvergonzado del interés nacional en términos brutalmente competitivos, que reflejaban el desprecio de la élite alemana de comienzos de siglo para el arbitraje de la ley en el marco de las relaciones internacionales, podía coalicionarse con los grupos religiosos derechistas que simpatizaban con la imaginería maniquea y, oportunamente, con libertarios hostiles a la regulación y a la administración pública, fueran nacionales o internacionales (pero sospechosos de las aventuras foráneas) y a las diásporas étnicas ansiosas de emplear el poderío estadounidense para derrotar adversarios de sus hermanos foráneos, en lugar de administrar el conflicto internacional de acuerdo con las normas de conducta generales.35  Como he sugerido, uno de los vínculos entre dichos grupos era la hostilidad a las limitaciones a la discreción nacional que las instituciones internacionales, a menudo encapsuladas como la ONU y el Derecho Internacional, imponían. Y debido a razones demasiado complejas para resumir aquí,36  y por tal motivo, no completamente claras,37  durante las dos décadas anteriores a la presidencia de Clinton, subieron considerablemente el tono y la imaginería del discurso político.

La reñida elección presidencial del 2000 llevó a estos dispares antagonistas del proyecto sobre Derecho Internacional y construcción institucional al centro del poder mundial. Se terminó el incrementalismo tibio de Clinton. Se inició en su lugar un asalto feroz a la Corte Penal Internacional, seguido rápidamente de un rechazo al propuesto protocolo de cumplimiento con la Convención de Armas Biológicas, al aborto de esfuerzos para aumentar la transparencia del sistema financiero global, para reducir su complicidad con la corrupción oficial, la evasión fiscal y el lavado de dinero38  y el repudio (sin una oferta de alternativas) de las restricciones propuestas a las actividades que contribuyen al calentamiento global (o sea al Protocolo de Kyoto), para nombrar sólo las jugadas más conocidas.

Estos y otros actos y omisiones, por hostiles que sean a la visión que anima a los fundadores del sistema de la Carta de la ONU, no desafiaron aún al sistema mismo. Ese desafío esperó al acontecimiento desencadenante del ataque terrorista del 11 de septiembre, y a la subsiguiente declaración de un derecho y una disponibilidad para lanzar una guerra preventiva (engañosamente rotulada como “de prevención prioritaria”) contra cualquier país cuyas acciones o actitudes sean consideradas por el gobierno de los EE.UU. como una amenaza, inminente o no, a la seguridad de la nación. Incluso respecto de países –distinguibles de organizaciones terroristas sombrías sin una dirección fija ni un capital irrecuperable– la Administración propuso eliminar en lugar de desalentar el lanzamiento de guerras de elección contra estados que podrían convertirse en amenazas.39  Una expansión tal del derecho de autodefensa es simplemente incompatible con el sistema de la Carta.

Como una especie de corolario a la doctrina de la guerra preventiva, la Administración de Bush anunció su intención de retomar el desarrollo de armas nucleares40  para crear cabezas nucleares de bajo rendimiento que podrían usarse especulativamente contra puestos de comando enterrados y laboratorios.41  De este modo, atacó otro pilar del sistema de orden que evolucionó bajo el paraguas de la Carta, sobre todo la doctrina implícita de que, excepto posiblemente para advertir la derrota estratégica de países amenazadores, las armas nucleares sólo se usarían para impedir un ataque nuclear o como medio para mitigar las consecuencias de uno y para tomar represalias. Simultáneamente, violó al menos el espíritu del tratado de no proliferación nuclear, según el cual los países no nucleares renunciaron al derecho de adquirir tales armas a cambio de la promesa de las potencias nucleares de reducir este tipo de arsenal y trabajar en pos del desarme nuclear.42  Por esta razón, la declaración de Bush implícitamente confiaba en la amenazada aplicación del poder estadounidense en lugar de en un régimen multilateral para limitar la proliferación de armas nucleares.

El cumplimiento unilateral de un régimen selectivo de no proliferación, desafió no sólo a la Carta sino al sistema completo de soberanía de los países durante los últimos cuatro siglos, con su corolario de igualdad de derechos legales. Porque, ¿qué es más esencial a la idea de soberanía que la libertad para determinar cómo defender mejor la independencia política de un país soberano y su integridad territorial? Una cosa es que los países renuncien por medio de un tratado al derecho a elegir los sistemas armamentistas más convenientes para impedir un ataque. Pero, ¿qué queda de la soberanía si un estado único, actuando unilateralmente, le puede negar a los otros la única arma que le impediría imponer su voluntad por cualquier problema que surgiera?

03

La perspectiva de un orden legal internacional a la luz de Irak

Los costos cada vez más altos de la ocupación en Irak y el rechazo de ciertos países importantes para ayudarlos a mantenerla, sin que el Consejo de Seguridad asuma un rol prominente en el control de la transición política en ese país, tiene que ser una experiencia de aprendizaje, por poco deseada que sea. Una lección es que la mayor parte del mundo, tanto del desarrollado como del que está en vías de desarrollo, se aferra a los elementos esenciales del sistema de orden proporcionado por las leyes sustantivas y procesales de la Carta. Sobre todas las cosas, sigue habiendo un apoyo fuerte hacia la invalidez presunta de cualquier intervención armada por parte de un estado en otro, sin la autorización del Consejo de Seguridad o, al menos en África, sin la autorización de una organización regional.

La Administración de Bush no ha demostrado que no adhiera a este amplio consenso a favor de las limitaciones al uso unilateral de la fuerza, siempre que las leyes no afecten a los Estados Unidos. No debería sorprendernos. Desde la perspectiva parroquial de una Unipotencia, el mundo normativo más feliz es aquél en el que ella sola, o ella y cualquier otro país ungido por ella, están autorizados con exclusividad para usar la fuerza con fines que no sean el de la autodefensa contra un ataque real o inminente. La mayoría de los demás países, sin embargo, no parece dispuesta a autorizar excepciones a los países que se consideran a sí mismos excepcionales. Así que, por el momento, estamos en un impasse.

La normativa disonante en el corazón del reino de la seguridad coexiste, claro, con la invocación de leyes y principios supuestamente autoritarios en diversas partes del archipiélago de regímenes transnacionales. Los gobiernos procesan pedidos de asilo y extradición, hacen cumplir la reglamentación pesquera en las zonas definidas por el Tratado sobre la Ley Marítima, intentan proteger, hasta cierto punto, las especies en peligro, cumplen con la Organización Mundial de Comercio, y así sucesivamente. La dinámica de la vida social transnacional genera expectativas, y el poder de reciprocidad impone una cierta medida de respeto por las leyes, así como la conveniencia, la eficiencia y la inercia alientan cierto grado de apoyo hacia las instituciones a las que muchas de ellas pertenecen, donde se las elabora y se las ejecuta. Pero ante la experiencia de ser parte de un sistema integrado de orden que refleje y proteja los valores más profundos de sus miembros, el respeto por las expectativas –y agrego, el miedo– yace sólo en cálculos inmediatos de utilidad, y ése es el terreno precario en el que se está en épocas difíciles, o cuando se enfrentan problemas que van en contra de importantes grupos de interés local.

Una reducción generalizada en la autoridad (y de allí hacia una conformidad) del Derecho Internacional y de las instituciones multilaterales, es sólo uno de los costos posibles que surgen de la actual renuencia de los Estados Unidos para aceptar las limitaciones normativas de sus propias elecciones respecto de los medios y fines de la maquinaria de estado. De importancia aún más inmediata es el impacto potencial sobre las normas y procesos para limitar el uso de la fuerza y sobre los esfuerzos por fortalecer las limitaciones en el mayor desarrollo y despliegue de armas de destrucción masiva. Pero quizá el más grave de todos los efectos secundarios que surgen de la hostilidad de la Administración de Bush hacia el proyecto de Derecho Internacional y construcción institucional es lo que los economistas llaman “costos de oportunidad”.

Los países con la capacidad colectiva de actuar no están tratando efectivamente ni la miseria extendida en amplias franjas de todo el mundo ni las fuentes no totalmente ajenas a la violencia nihilista e instrumental que azota a los seres humanos y erosiona las bases de la seguridad nacional. La difusión y el impresionante aumento del conocimiento tecnológico y de sus productos, junto con la explosión poblacional, la urbanización, las mayores presiones medioambientales, los desafíos desgarradores a los sistemas tradicionales de creencias y de identidades y los niveles de interpenetración política, económica, social y cultural sin precedentes, seguirán generando o intensificando patologías, incluso estigmatizando desigualdades respecto de posibilidades en la vida, que no sanarán. Con un grado variado de cooperación y éxito, las elites nacionales hacen frente a ciertos síntomas –como las redes transnacionales de terror, los conflictos genocidas o la hambruna visible en algún lugar miserable, para ir más allá de la tragedia cotidiana de la muerte por desnutrición– pero, en el mejor de los casos, sólo atizan sus raíces esporádicamente.

Ir a las raíces requiere niveles de recursos –humanos y materiales– que ningún país y ni siquiera los países de la OTAN juntos pueden desplegar.43  Sólo una unión que incluya a los países no-occidentales más importantes podría reunir el aura requerida de legitimidad y de poder irresistibles. En un sentido, la unión sería un proyecto hegemónico multilateral, pero la hegemonía en este caso se constituiría con élites que gobernaran –en la mayoría de los casos pero no en todos– democráticamente, a una mayoría de los pueblos del mundo, aunque sólo a un número pequeño de sus estados nacionales.

En el momento de su adopción, la Carta de la ONU aparentó, pero en verdad no logró, encarnar un compromiso de gran poder para el gobierno global, al menos en el área clave de la paz y la seguridad, porque las dos superpotencias ya estaban ceñidas en un forcejeo mayor por el mayor poder tradicional, y había menos países que se aferraban a sus imperios. Mientras que el final de la Guerra Fría parecía ofrecer una nueva oportunidad para reemplazar el sistema competitivo de estados por uno cooperativo sin precedentes históricos, ni la Unipotencia ni los participantes regionales importantes como China, Rusia y Francia estaban dispuestos psicológicamente para transformar –que es diferente que ajustar con grandes aumentos– una estructura marcada por una cooperación limitada y a menudo negociada bilateralmente con un problema a la vez. La incapacidad de la OTAN para asegurar la sanción del Consejo de Seguridad para la intervención en Kosovo dejó más explícitos los límites de esta organización. Y poco después, cuando la actual administración estadounidense reemplazó a la de Clinton, los Estados Unidos empezaron a alejarse incluso del incipiente proyecto de construcción de un orden que había avanzado con pesadez glacial durante la Guerra Fría y que se aceleró muy modestamente ni bien ésta terminó. O sea, cuando los países medianos y pequeños favorables al consenso multilateral y liderados por Canadá y Noruega,44  intentaron mejorar la seguridad humana por medio de una Corte Penal Internacional, de las convenciones sobre niños soldados y minas terrestres, y de otras iniciativas rechazadas por los conservadores estadounidenses.

El ataque terrorista del 11 de septiembre no dejó lugar para la complacencia acerca de las condiciones del statu quo global. Pero en lugar de animar una búsqueda renovada hacia un orden cooperativo, inicialmente envalentonó a los defensores estadounidenses de un proyecto violento e imperial para reconstruir un mundo recalcitrante, el Prometeo desencadenado de los EE.UU.45  Ahora, sin embargo, después de la ejecución caótica de su primer paso hacia ese fin, en medio de una ola creciente de hostilidad popular, incluso entre las políticas de los aliados tradicionales (dejando de lado los de las sociedades islámicas hasta entonces moderadas como Indonesia y Malasia), los partidarios del nuevo orden impuesto han perdido la iniciativa.46

Dicha pérdida podría ser temporaria, sin embargo, sólo a la espera de un nuevo acto de terrorismo catastrófico. Porque los guerreros de derecha, a diferencia de muchos de sus oponentes desperdigados, reconocen las condiciones volátiles y peligrosas en las que vivimos y ofrecen una visión transformacional. Un sistema anárquico de estados soberanos es compatible con la seguridad estadounidense y, de hecho, humana, sostienen ellos, sólo cuando todos sus miembros son democracias capitalistas.47  De ahí que la superpotencia estadounidense deba aplastar, con la ayuda de los que estén dispuestos, el marco westfaliano e imponer un orden desigual, limitando la soberanía de los países considerados peligrosos o incompetentes, mientras se alienta a lo largo del tiempo –por el medio que resulte eficiente en los casos dados– la reestructuración de naciones autoritarias a imagen del capitalismo democrático.

Unas invocaciones icónicas de los EE.UU. como medio alternativo de orden no pueden competir con este proyecto proactivo. Tal como está actualmente constituida, la institución, a pesar de su brillante Secretario General, no da en la talla de las amenazas al orden, inmediatas o no, que se delinearon anteriormente. Invocarla no lleva a más que a una afirmación de incrementalismo indolente frente a riesgos catastróficos. Los pedidos de reforma institucional, particularmente por parte del Consejo de Seguridad, carecen también de fuerza política suficiente, particularmente dentro de la Unipotencia, al menos en parte porque las reformas previstas en sí mismas (agregando miembros y posiblemente limitando el veto) parecen ser y son respuestas en gran medida formales a un reto sustantivo. Los conservadores presentan un caso persuasivo para la propuesta de que, en el mundo tal como está, un sistema de orden guiado e inspirado por la virtud negativa de la tolerancia mutua es un barco con muchos capitanes –algunos incluso homicidas– llevando el timón adelante mientras el iceberg se acerca.

La alternativa multilateral al proyecto unilateral debe concordar con la respuesta visionaria de este último como peligro presente y futuro. Para que concuerde, también tendría que ir más allá de la anarquía Westfaliana, pero la separación sería mucho menos abrupta y el quiebre más estrecho. Después de todo, desde el comienzo, hubo elementos jerárquicos en el sistema de la Carta que coinciden con su purificación del paradigma Westfaliano. ¿De qué otra manera se explicaría la adjudicación de poderes que hace la Carta para el control a un Consejo de Seguridad de sólo quince miembros, cinco de los cuales son permanentes y con poder de veto y –tal como se concibió originalmente– el poder para dirigir las operaciones militares de la ONU por medio de oficiales extraídos de sus respectivas fuerzas armadas?48  Más aún, como la Carta no previó la revisión de las decisiones del Consejo de Seguridad por parte de la Corte Mundial, podría decirse que le otorgó al Consejo de Seguridad autoridad ilimitada para determinar no sólo la naturaleza y la duración de las medidas de control, sino también la existencia de condiciones jurisdiccionales –“una amenaza a la paz”– como requisito para aplicarlas.

Durante la última década aproximadamente, el Consejo autorizó el uso de la coerción, de sanciones económicas y de la fuerza para obtener fines que van más allá de la prevención, la limitación o la terminación de conflictos entre países y las guerras civiles a gran escala derramándose peligrosamente por las fronteras, que fueron foco de preocupación en el momento en que se adoptó la Carta. Al hacerlo, sentó un precedente desde los años setenta, cuando consideró que el gobierno de facto racista y blanco de Rodesia del Sur (ahora Zimbabwe) era una amenaza a la paz, si bien en ese momento tenía poca resistencia interna y no era necesario perseguir a sus disidentes a través de las fronteras vecinas.49  El quid de la cuestión, entonces, es que un sistema de gobierno global, caracterizado por una estrecha cooperación entre los países líderes de hoy, dentro del marco del Consejo de Seguridad –por ejemplo, para imponer la terminación de un programa sospechoso de desarrollo de armas de destrucción masiva, para resolver un incipiente conflicto étnico, para deshacerse de un gobierno que comete brutales violaciones a los derechos humanos, o para asumir el mando de un país que se agita bajo el yugo de cleptócratas– no sería un concepto totalmente ajeno al paradigma de la Carta, si bien significaría un gran salto más allá del statu quo. Sólo un salto semejante, sin embargo, podría alcanzar los desafíos que se acumulan en nuestra era. Con la excepción de Rodesia (un caso residual de descolonización), y la primera intervención en Haití (donde el efecto de la ONU estaba promoviendo un juicio de organización regional acerca de quién constituía un gobierno legítimo del país,50  el Consejo se ha preocupado por las condiciones internas de los países sólo en situaciones de crisis humanitarias –hambruna, genocidio, asesinato de masas– e incluso en esos casos, de manera errática. Pero jamás autorizó que una intervención tratara con los violadores crónicos de los derechos humanos; con regímenes que sobreviven a aplicaciones permanentes de tortura, detención arbitraria y asesinato ejemplar a tal punto que parezca lo normal, mucho menos con regímenes como el de Angola, que tortura y mata a sus ciudadanos indirectamente, robando el patrimonio público en lugar de producir productos públicos, o bien como el de Libia, que se apropió de gran parte del patrimonio para satisfacer las fantasías de un dictador.

Por lo que sabemos, jamás se contempló una propuesta que amenazara a los delincuentes en tales casos con su expulsión y con el reemplazo transicional de sus políticas vapuleadas bajo una administración fiduciaria de la ONU. Tampoco fueron contemplados incentivos positivos a los inescrupulosos para una reforma preventiva, mucho menos se agregó algo así al orden del día. Y hubo al menos tres razones que dan cuenta de ello. Una fue la anterior falta de interés estadounidense por la reconstrucción de países muy, pero no completamentefracasados. Otra fue la cierta oposición, dentro del Consejo, de uno o más Miembros Permanentes y de representantes del mundo desarrollado, conformados como lo están partes de él, por regímenes del tipo que acabamos de describir. Una tercera razón fue la ausencia de un mandato o de un mecanismo, para desarrollar planes abarcativos para la corrección de estructuras de estado, que garantizan la perpetuación de la pobreza de masas, la desocupación, el analfabetismo funcional, las enfermedades crónicas y la alienación acumulativa del nuevo orden global. Al menos con respecto al Medio Oriente, la primera de estas razones ya no prevalece, ya que su desenlace y costo final para los EE.UU. posiblemente dependa de la intervención en Irak. La segunda y la tercera, la última determinada en gran medida por la primera, siguen siendo trabas para la acción.

Un proyecto multilateral, propenso a competir políticamente con el unilateral que domina la actual Administración Presidencial de los EE.UU., debe incluir una estrategia para inducir su remoción. El único medio concebible para obtener tal fin sería un compromiso histórico entre la Unipotencia estadounidense y el estrato siguiente de países con peso. La primera reuniría el gran proyecto arquitectónico –iniciado con el apoyo estadounidense posterior a la Segunda Guerra– para construir un sistema normativo e institucional suficiente para las tareas de gobierno global. Dicha reunión requiere que los EE.UU. abandonen su reclamo de tener derecho a un status excepcional, y presenten su declinación para reconciliar sus medios y propósitos preferidos con los de otros países. Estos últimos deberían abrazar la idea de que el propósito principal de gobierno debe ser la acción positiva, absolutamente necesaria para proteger el bien común, ya sea frente a amenazas a la paz y la seguridad, inmediatas o meramente en desarrollo, y se declare que la seguridad importante es la de los seres humanos, no meramente la de los “estados”, lo cual ha sido un eufemismo para hablar de una élite en control de un territorio nacional determinado. Tal compacto entre el hegemónico y el nivel siguiente de países influyentes, portaría la semilla de un orden legal real, acompañando y revitalizando el actual archipiélago de regímenes. Las condiciones históricas en las que se encuentran las élites de miembros potenciales de la concertación, les da un alivio de intereses comunes sin paralelo histórico, y sin embargo, siguen dependiendo primariamente del instrumento anticuado de la diplomacia bilateral para coordinar la cooperación –cuando tienen la disposición de cooperar– y para evitar o mitigar el conflicto.

El movimiento hacia la colaboración puede lograrse dentro del marco de la ONU y sin reformar al Consejo de Seguridad. Si puede haber un Grupo de los Ocho, ocupados por decisión propia básicamente en la coordinación del reino económico, para eso puede haber un Grupo de los Diez, Doce o Quince que acepte responsabilidades más amplias, reuniéndose en la sede, y aún más frecuentemente a niveles burocráticos más altos para coordinar las políticas. Podría contar con el apoyo de un secretario independiente o uno creado especialmente dentro de la ONU, en cualquiera de cuyos casos podría buscarse dentro de instituciones nacionales o internacionales dedicadas a la inteligencia, para que lo ayudara a identificar y priorizar los problemas, y a desarrollar planes operacionales para una acción coordinada, que utilice todos los instrumentos de la maquinaria de estado. Una vez aprobados por los gobiernos en cuestión, donde la ejecución de los planes requiera una intervención armada, habría que presentarlos ante el Consejo de Seguridad para su autorización. Como en primera instancia, el concierto de países incluiría a todos los Miembros Permanentes más India, Japón, Alemania, Brasil, y posiblemente algunos países con mercados emergentes como Sudáfrica, Turquía, Indonesia y México, sería razonable esperar su aprobación, incluso de parte de un Consejo no reformado.

Dicho concierto de naciones estaría abierto a miembros adicionales que compartan sus compromisos (y sean capaces de contribuir sustancialmente) de extender los beneficios de una economía globalmente integrada, mitigando los incidentes dolorosos del crecimiento y de la integración planetaria, limitando la proliferación de armas de destrucción masiva, luchando contra los grupos terroristas transnacionales y las mafias comerciales, y eliminando la fuerza ilícita y los crímenes contra la humanidad. Basado en dichos principios constitutivos, un grupo de tal diversidad, tamaño y poder debería poder ofrecer las decisiones del Consejo de Seguridad, que reflejen el consenso previamente negociado del grupo con mayor legitimidad de la que tienen decisiones semejantes hoy en día, en parte debido a que el apoyo de la concertación induciría a la expectativa de un cumplimiento efectivo.

La legitimidad, por supuesto, es una cuestión de grado. El mundo le está haciendo frente a un choque no de civilizaciones sino de culturas: La humanista de un lado, y la chauvinista/milenarista por el otro –un choque que es interno de cada civilización histórica. El concierto de naciones y sus fines son expresiones e instrumentos del proyecto humanista. Se refieren a la expansión a todos los pueblos de las buenas cosas de este mundo, y piden cooperación y tolerancia a través de las líneas nacionales, religiosas y étnicas. Así, son implícitamente hostiles a la postura mundial de los fanáticos nacionalistas y de los religiosos extremistas de todo el mundo, y no menos en los EE.UU.

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Conclusión

El movimiento hacia tal concierto de países líderes quizá deba aguardar desastres más espantosos que el del 11 de septiembre, o podría ser guiado por la acumulación constante de costos para el orden y el bienestar, que evidencian más vívidamente la insuficiencia de la actual mezcla de normas refutadas y de instituciones inconexas y generalmente débiles. O podría no suceder nunca. Sean cuales fueren las insuficiencias, el orden actual de las cosas, como cualquier orden instituido de poder, autoridad y riqueza, está rodeado de un aura de inevitabilidad, y con una acumulación enquistada de intereses, furiosamente resistentes al cambio. La respuesta más fácil a los traumas, grandes y chicos, es suponer que hacer más de lo mismo pero con mayor energía y mayores recursos evitará traumas nuevos.

Como un hombre con un martillo en la mano que cree que todos sus problemas son clavos, los EE.UU. con su hipertrofiado poder militar51  tiene la tendencia a creer que los problemas se resuelven mediante soluciones militares, una tendencia agravada por el asalto ideológico, impresionantemente efectivo dentro del país, de la idea de autoridad pública como instrumento para abordar las desigualdades de riqueza y de poder, y también por la atracción ejercida sobre importantes grupos electorales de modelos maniqueos y apocalípticos para identificar amenazas y recetar respuestas.52

Washington, de todos modos, sigue siendo la fuente más plausible de cualquier iniciativa para delinear un concierto efectivo. Tal iniciativa podría iniciarse con un llamado falsamente modesto para una consulta habitual entre los países en cuestión, asistidos por una secretaría de planeamiento, formada por expertos secundados y un directorio de funcionarios con experiencia, uno por cada país, con acceso directo a sus respectivos jefes de gobierno. En teoría, por supuesto, un grupo de socios potenciales de Washington podría armar una propuesta así, fortaleciendo de este modo la mano de los multilateralistas estadounidenses. Pero dada su heterogeneidad, su costumbre de tratar con los EE.UU. bilateralmente, y sus preocupaciones políticas y sociales individuales (así como la sensibilidad de la mayoría de élites nacionales no europeas a medidas y precedentes que tiendan a disminuir sus propias prerrogativas soberanas), como grupo son improbables instigadores de nuevas propuestas constructivas. Y las propuestas que emanan sólo de los europeos pueden carecer del peso necesario para concitar el interés estadounidense.

“Las viejas ideas”, escribió John Dewey hace casi un siglo, “ceden lentamente; porque son más que formas y categorías abstractas y lógicas. Son costumbres, predisposiciones, actitudes de aversión y preferencia profundamente enraizadas”.53  La suposición realista de que la cooperación entre los países poderosos nunca podrá ser más que una cuestión de conveniencia temporaria, una mera táctica dentro de la lucha inmutable por el poder, es una vieja idea alojada en la conciencia de la mayoría de las élites gobernantes. Sin embargo, frente a las graves amenazas a la seguridad y la riqueza de los poderosos, algunos realistas confirmados están comenzando a desplazarse hacia la visión constructivista de que las identidades y los intereses son plásticos. El ex Secretario de Estado Henry Kissinger,54 una vez la personificación misma de la óptica realista para los asuntos públicos, defiende el compromiso de los EE.UU. con China, rechazando el pedido de restricciones para el intercambio económico para demorar el crecimiento de China.55  Un orden legal basado en un concierto de naciones líderes es posible, si la intuición constructivista gana conversos similares.

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Notas

1. A pesar de la utilidad general de la palabra “coexistencia”, ésta puede dar lugar a error en cuanto a que los participantes más grandes en la construcción del Derecho Internacional no concedieron a los más pequeños el derecho a persistir, y los más grandes durante muchos siglos no se abstuvieron de apropiarse por la fuerza de una parte del territorio de los más chicos y de su gente. La coexistencia, por ejemplo, no evitó que Polonia fuera redividida tres veces por sus vecinos más poderosos –Rusia, Prusia y Austria– entre 1764 y 1795. De todos modos, mientras un estado ocasionalmente se apoderaba del territorio y de la población de otro, hasta que lo lograba, no tenía derecho reconocido a preocuparse por la manera como su vecino organizaba su sociedad y su economía, legitimaba su dominio o coercionaba a su población. Ésos eran asuntos que se determinaban a discreción de los diversos reyes y oligarcas. Podría afirmarse entonces, como lo han hecho otros, que el único valor común –o podríamos decir constitucional– del sistema fue la tolerancia de la diversidad.

2. T. Farer, “Law and War”, en C.E. Black and R.A. Falk (Eds.), The Future of the International Legal Order, Princeton: Princeton University Press, 1969.

3. S.C. Schlesinger & S. Kinzer, Bitter Fruit: The Story of the American Coup in Guatemala, Cambridge, MA: Harvard University Press, 1999; M. Kinzer, All the Shah’s Men: An American Coup and the Roots of Middle East Terror, Hoboken, NJ: John Wiley & Sons, 2003.

4. T. Farer, “Panama: Beyond the Charter frame”, American Journal of International Law, vol. 84, 1990, págs. 503-515; and “A paradigm of legitimate intervention”, en L.F. Damrosch (Ed.), Enforcing Restraint: Collective Intervention in Internal Conflicts, New York: Council on Foreign Relations, 1993.

5. Para un análisis más detallado de la práctica de los estados en la interpretación de las restricciones del Estatuto respecto del uso de la fuerza, ver T. Farer, “Panama: Beyond the Charter frame”, American Journal of International Law, vol. 84, 1990, págs. 503-515; T. Farer, “A paradigm of legitimate intervention”, en L.F. Damrosch (Ed.), Enforcing Restraint: Collective Intervention in Internal Conflicts, New York: Council on Foreign Relations, 1993; T. Farer, “Humanitarian intervention before and after 9/11: Legality and Legitimacy”, en J.L. Holzgrefe y R.O. Keohane (Eds.), Humanitarian Intervention: Ethical, Legal and Political Dilemmas,Cambridge, Cambridge University Press, 2002; T. Farer, “Beyond the Charter frame: Unilateralism or condominium?”, American Journal of International Law, vol. 96, 2002, págs. 359-364; T. Farer, “The prospect for international law and order in the wake of Iraq”, American Journal of International Law, vol. 97, 2003, págs. 621-628. Ver también C. Joyner, “Reflections on the lawfulness of invasion”, American Journal of International Law, 1984, vol. 78, págs. 131-144.

6. Glennon –en M. J.Glennon, “The new interventionism”, Foreign Affairs, vol. 78, mayo/junio, 1999, págs. 2-7; Limits of Law, Prerogatives of Power: Interventionism after Kosovo, New York, Palgrave, 2001– ve el agotamiento del sistema de seguridad colectiva del Estatuto. Si bien Thomas Franck (T. M. Franck, “Break it, don’t fake it”, Foreign Affairs, vol. 78, julio/agosto, 1999, págs. 116-118) está en desacuerdo con prácticamente todos los puntos del análisis de Glennon, parece concluir que el Derecho Internacional está temporariamente sobrecargado por una reafirmación violenta de una raison d’etat y no ve ninguna posibilidad cercana de resurgimiento.

7. En la críspida formulación de Steven Krasner (S. Krasner, ‘Structural Causes and Regime Consequences: Regimes as Intervening Variables’, en S. Krasner (Ed.), International Regimes, Ithaca: Cornell University Press, 1983, págs. 1-21.), los regímenes son “principios, normas, reglas, implícitos o explícitos, y procedimientos de toma de decisiones en torno de los cuales las expectativas de los actores convergen en un área dada de relaciones internacionales”.

8. H.L.A. Hart, The Concept of Law, Oxford: Clarendon Press, 1961.

9. Pude presenciar este tipo de conducta de estado de primera mano mientras fui miembro (y durante dos periodos, presidente) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA (1976-83).

10. Un informe—“The responsibility to protect” (disponible en <http://www.dfait-maeci.gc.ca/iciss-ciise/pdf/Commission-Report.pdf>, consultado el 11 de septiembre, 2006.)—fue encargado por la Comisión Internacional sobre la Intervención y la Soberanía de los Estados, establecida por el Ministro canadiense de Relaciones Exteriores Lloyd Axworthy, después de que Kofi Annan diera su controvertido discurso ante la Asamblea General de la ONU sobre soberanía e intervención en 1999. A pesar de la afirmación del Secretario General respecto de que el Consejo de Seguridad de la ONU “recibió favorablemente” el Informe, “los resultados concretos de la reunión están mezclados. Hay poco interés en el Consejo para comprometerse con principios que lo forzarían a actuar prematuramente”: S. N.MacFarlane, J. Welsh & C. Thielking, “The responsibility to protect: Assessing the report of the International Commission on intervention and state sovereignty”, International Journal, 2003, vol. 57, págs. 489-502.

11. Como el Programa de Seguridad Humana del Departamento de Relaciones Exteriores y Comercio de Canadá lo definen: “La Seguridad Humana es un enfoque de la política exterior centrado en la gente, que reconoce que la estabilidad perdurable no puede alcanzarse hasta que la gente no esté protegida de amenazas violentas a sus derechos, a su seguridad y a sus vidas”. Ver <http://www.humansecurity.gc.ca/psh_brief-en.as>, consultado el 29 de agosto de 2006.

12. R. Kagan, Of Paradise and Power: America and Europe in the New World Order, New York: Knopf, 2003.

13. P13. H. Maguire, Law and War: An American Story, New York: Columbia University Press, 2000, pág. 48.

14. Ibid., pág. 48.

15. La administración de Clinton se opuso a la inclusión de crímenes contra la paz (es decir, al recurso ilegal de la fuerza) entre los delitos sujetos a la jurisdicción de la Corte (ver Human Rights Watch, “Human Rights Watch condemns United States’ threat to sabotage Corte Penal Internacional”, Press Release, 1998, 9 de julio, disponible en <http://www.hrw.org/press98/july/icc-us09.htm>, consultado el 29 de agosto, 2006.) Los conservadores (por ej., J. Bolton, “The global prosecutors”, Foreign Affairs, vol. 78, Enero/febrero, 1999, págs. 157-164.), se opusieron a que la Corte siquiera juzgara a cualquier estadounidense, incluso acusado de genocidio o de otros crímenes de lesa humanidad.

16. J. Yoo, “International law and the war in Iraq”, American Journal of International Law, vol. 97, 2003, págs. 11-23; cf. R. Wedgwood, “The fall of Saddam Hussein: Security Council mandates and preemptive self-defense”, American Journal of International Law, vol. 74, 2003, págs. 24-34; P. Zelikow, “The transformation of national security: Five redefinitions”, National Interest, vol. 71, 2003, págs. 17-28.

17. P. H. Maguire, Law and War: An American Story, New York: Columbia University Press, 2000, pág. 69.

18. Coiner of the term ‘manifest destiny’.

19. P. H. Maguire, Law and War: An American Story, New York: Columbia University Press, 2000, pág. 50.

20. Ibid., pág. 50.

21. W.H. Taft IV & T.F. Buchwald, “Preemption, Iraq, and international law”, American Journal of International Law, 2003, vol. 97, págs. 5-10.

22. Declaración del Consejo del Atlántico Norte, 12 de septiembre de 2001, Press Release (2001) 124; disponible en <http://www.nato.int/docu/pr/2001/p01-124e.htm>, consultado el 29 de agosto de 2006.

23. En la Resolución 1368 (del 12 de septiembre de 2001), y especialmente en la Resolución 1373 (del 28 de septiembre de 2001).

24. La Comisión también fue autorizada por el Secretario General de la ONU Kofi Annan. El texto completo del informe se encuentra en <http://www.reliefweb.int/library/documents/thekosovoreport.htm>, consultado el 29 de agosto de 2006.

25. Se puede encontrar un análisis de las Resoluciones del Consejo de Seguridad más importantes –y del “caso” global que estaba armando EE.UU– en el texto borrador de la resolución ofrecido por EE.UU., España y el R.U. el 7 de marzo de 2003 en <http://www.casi.org.uk/info/undocs/scres/2003/20030307draft.pdf>, consultado el 29 de agosto de 2006.

26. W.H. Taft IV & T.F. Buchwald, “Preemption, Iraq, and international law”, American Journal of International Law, vol. 97, 2003, págs. 5-10.

27. Disponible en <http://www.whitehouse.gov/nsc/nss.html>, consultado el 29 de agosto de 2006.

28. Por ejemplo, el discurso de apertura de Bush dado en la West Point Academy en junio de 2002, en <http://www.whitehouse.gov/news/releases/2002/06/20020601-3.html>, consultado el 29 de agosto de 2006.

29. Según George y Sabelli (S. George & F. Sabelli, Faith and Credit: The World Bank’s Secular Empire, Boulder, CO: Westview Press, 1994.), “una y otra vez, los Procedimientos de Bretton Woods resaltan la obsesión de gobernar de estos líderes de un mundo destrozado por la guerra: no volver nunca a ‘“las depreciaciones competitivas de moneda, a la imposición de restricciones de cambio, a las cuotas de importación y a otros medios que no han hecho más que ahogar el comercio’ que arrojaron al planeta de bruces contra el conflicto más devastador de su existencia”. Sobre la influencia sobre la creación sobre todo de IBRD de John Maynard Keynes, ver R. Skidelsky, John Maynard Keynes: Fighting for Freedom, 1937-1946, New York: Penguin, 2002.

30. Ver, por ejemplo, la referencia al nuevo orden mundial que realizó el entonces Presidente George H. W. Bush en 1991, al dirigirse al Congreso de los EE.UU. en su Estado de la Unión: <http://www.presidency.ucsb.edu/site/docs/doc_sou.php?admin=41&doc=3>, consultado el 29 de agosto de 2006.

31. Por ej. C. Krauthammer, “The unipolar moment”, Foreign Affairs, vol. 70, 1990, enero/febrero, págs. 23-33.

32. A. Lake, “Confronting backlash states”, Foreign Affairs, marzo/abril, vol.73, 1994, págs. 45-55.

33. P.E. Tyler, “U.S. strategy plan calls for insuring no rivals develop”, New York Times, 8 de marzo de 1992, pág. A1.

34. T.W. Lippman, “Clinton struggles to define world vision”, Chicago Sun Times, 30 de septiembre de 1993, pág. 30.

35. T. Farer,” The interplay of domestic policy, human rights & US. foreign policy”, en T.G. Weiss, M.E. Crahan, y J. Boering (Eds.), Terrorism and the UN: Before and After September 11, Londres: Routledge, 2004 (en breve).

36. Ibid.

37. En una crítica reciente de libros sobre la administración de Bush, el economista liberal, Paul Krugman (P. Krugman,“Srictly Business”, New York Review of Books, 20 de noviembre de 2003, págs. 4-5.) escribe acerca del éxito de derecha al fijar el tono y los parámetros del discurso público y, después de tratar de explicar su éxito, termina admitiéndolo con cierta sorpresa.

38. P. O’Neill, “Confronting OECD’s notions on taxation”, Sitio en la WEB del Departamento de Estado de los EE.UU <http://usinfo.state.gov/topical/econ/group8/summit01/wwwh01051001.html>, consultado el 29 de agosto de 2006, publicado originalmente en The Washington Times, el 10 de mayo de 2001.

39. Ver la Sección V de la Estrategia de Seguridad de la Casa Blanca en <http://www.whitehouse.gov/nsc/nss5.html>, consultado el 29 de agosto de 2006.

40. La Cámara de Representantes de los EE.UU. se negó a apoyar la iniciativa. Ver C. Hulse, ”House trims Bush plan for research on weapons”, New York Times, 19 de julio de 2003, pág. A9.

41. C. Hulse, “House retreats from Bush’s nuclear plan”, New York Times, 2003, 15 de julio, pág. A18.

42. S. Weinberg, “What price glory”, New York Review of Books, 6 de noviembre de 2003, disponible en <http://www.nybooks.com/articles/16733>, consultado el 29 de agosto de 2006.

43. Para transmitir la dimensión del abismo entre las necesidades y las respuestas propuestas a ellas, noto que los Estados Unidos proponen gastar hasta $150 millones en escuelas en Indonesia, que les daría a los hijos de los musulmanes pobres una alternativa frente a las administradas por los islámicos radicales, que preparan a sus alumnos más para la jihad que para una participación exitosa en la economía global. Ciento cincuenta millones de dólares es algo menos que el presupuesto anual para las escuelas públicas de mi ciudad natal (Littleton, Colorado), con una población de 40.000 habitantes. Indonesia tiene 207 millones. Pakistán, donde el efecto maligno de las madrasas radicales es mejor conocido, tiene una población de 153 millones de personas.

44. Estos formaron la “Red de Seguridad Humana”, que nació de un acuerdo bilateral—la de Lysøen y una Propuesta de Asociación—entre Noruega y Canadá. Otros países que se incluyen son Austria, Grecia, Irlanda, Jordania, Mali, Holanda, Eslovenia, Suiza, Tailandia y (como observador) Sudáfrica.

45. Un exponente destacado de este punto de vista es Charles Krauthammer (C. Krauthammer, “The real new world order: The American empire and the Islamic challenge”, The Weekly Standard, 12 de noviembre de 2001, pág. 25; “A new policy”, Townhall.com, 8 de junio de 2003, disponible en <http://www.townhall.com/columnists/charleskrauthammer/ck20010608.shtml>. Para una visión más matizada, ver S. Mallaby, “The reluctant imperialist: Terrorism, failed states, and the case for American empire”, Foreign Affairs, marzo/abril,vol. 81, 2002, págs. 2-7. Para una visión escéptica, ver J. Kurth, “Confronting the unipolar moment: The American empire and Islamic terrorism”, Current History, diciembre, 2002, págs. 403-408.

46. Pew Research Center for the People and the Press, What the World Thinks in 2002, Washington DC, 2002, disponible en <http://people-press.org/reports/pdf/165.pdf>, consultado el 29 de agosto de 2006.

47. Incluso algunos pensadores, hasta ahora asociados al centro político o incluso a la centro-izquierda en su disposición ideológica general, – M. Ignatieff, “The burden”, New York Times Magazine, 5 de enero de 2003, págs. 22-27, 50-53 es un ejemplo, o Thomas Friedman, el columnista del New York Time es otro– se ven atraídos por la oportunidad percibida de llevar a cabo la llamada “paz democrática” (ver M. Doyle, “Kant, liberal legacies, and foreign affairs”, Philosophy and Public Affairs, vol. 12, verano, 1983, p. 205-235) por medio del Imperio Americano. En sus columnas posteriores al 11 de septiembre (una colección de las cuales acaba de publicarse; ver T.Friedman, Longitudes and Attitudes, New York: Anchor, 2003), Friedman, aunque crítico de muchos detalles de implementación, sostiene que los propósitos de la Administración de Bush son abiertamente idealistas y justos y responden a intereses estadounidenses y humanos.

48. Carta de la ONU (59 Stat. 1031, T.S. 993, 3 Bevans 1153), Capítulo VII, Artículo 47.

49. M.S. McDougal & W.M. Reisman, “Rhodesia and the United Nations: The lawfulness of international concern”, American Journal of International Law, vol. 62, 1968, págs. 1-19.

50. D. Malone, Decision-making in the UN Security Council: The Case of Haiti, 1990-1997, New York: Oxford University Press, 1998.

51. P. Kennedy, “The perils of empire; this looks like America’s moment. History should give us pause”, Washington Post, 20 de abril de 2003, pág. B1.

52. J. Didion, “Mr. Bush & the divine”, New York Review of Books, 6 de noviembre de 2003, disponible en <http://www.nybooks.com/articles/16749>, consultado el 29 de agosto de 2006.

53. R. Thomas Tripp, International Thesaurus of Quotations, New York: Penguin, 1970.

54. H. Kissinger, “Single-issue diplomacy won’t work”, Washington Post, 27 de abril de 1999, pág. A-17.

55. J. Mearsheimer, The Tragedy of Great Power Politics, New York: W.W. Norton, 2001.

Tom Farer

Decano de la Escuela de Altos Estudios para Graduados de la Universidad de Denver, director de su Centro de Cooperación para China y los Estados Unidos y profesor honorario de la Universidad de Pekín. Fue presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dependiente de la Organización de Estados Americanos y de la Universidad de Nuevo México, así como editor honorario del American Journal of International Law e integrante del comité editorial del Human Rights Quarterly. Ha sido miembro del Smithsonian’s Woodrow Wilson Center, del Carnegie Endowment y del Consejo de Relaciones Exteriores, y ocupado cargos en los departamentos de Estado y de Defensa de los Estados Unidos de América. Sus artículos se han publicado, por ejemplo, en el London y el New York Review of Books, Foreign Affairs and Foreign Policy, en el American Journal of International Law, World Politics, International Or ganization y en las publicaciones sobre leyes de las universidades de Harvard y de Columbia. Su libro más reciente es Transnational Crime in the Americas (Routledge 1999) y su trabajo más nuevo, ‘The Interplay of Domestic Politics, Human Rights & U.S. Foreign Policy’, se encuentra en Wars on Terrorism and Iraq: Human Rights, Unilateralism and U.S. Foreign Policy (Routledge 2004, disponible en breve).

Original en inglés, traducido por Alex Ferrara.